viernes, enero 29, 2010

Goliat agotado (5)

Uno de los karmas habituales de alguna historiografía y de mucho admirador del bando republicano de la guerra civil española consiste en pensar que, en realidad, la guerra se perdió por razón de la inacción francobritánica. Esta tesis nos dice que la doctrina de no intervención en el conflicto español sostenida por las dos grandes cancillerías europeas, unida a la ayuda italiana y alemana a Franco, desequilibró de forma crítica la relación de fuerzas entre los dos bandos contendientes.

No seré yo, especialmente sabiendo como sé que este blog se honra de tener lectores que saben mucho más que yo de temas bélicos, quien entre en la discusión sobre los medios que cada uno tuvo y cómo supo, o no supo, coordinarlos y utilizarlos. Lo que sí aventuraré es la opinión de que, desde un punto de vista político, la mera ilusión de que Francia y/o Inglaterra pudieran haber hecho algo distinto de lo que hicieron, o sea nada, es, a mi modo de ver, totalmente ilusoria.

Mi tesis es que las posibilidades de que hubiese una intervención occidental en España fueron nulas. Inexistentes. Cero. Nunca existieron salvo ya al final de la guerra, como Negrín esperaba, si ésta hubiese estallado antes de lo que lo hizo (aunque, teniendo en cuenta que el prolegómeno de la guerra fue el pacto nazi-soviético, ya me explicará el doctor Negrín con qué armamento esperaba parar a Franco en las primeras jornadas de esa guerra).

Creo que lo expuesto hasta ahora, sobre todo en los que se refiere al dubitativo rearme inglés y a la actitud claramente dividida de las potencias frente al conflicto de Abisinia, demuestra claramente que ni Inglaterra tenía muchas armas o tropas para prestarle a España, ni una connivencia francobritánica era digna de esperarse en este asunto. La República española, a mi modo de ver, se pasó tres años haciéndose pajas mentales con una posibilidad que jamás lo fue.

Este asunto está muy lleno de mitos y medias verdades. Por ejemplo, Louis Levy, amigo de Leon Blum, el jefe de gobierno de izquierdas francés, publicó en aquellos tiempos que Blum intentó, sin éxito, convencer a Anthony Eden de la necesidad de intervenir juntos en España en defensa de la República legítima que, además, argumentaba Blum, era amiga de ambos países. Esta afirmación es tenida por cierta en muchos casos y, sin embargo, es muy dudosa. Francia tenía un gobierno de izquierdas pero una solidísima oposición de derechas, que incluso admiraba a Hitler como figura política y que, de haber visto armas o soldados franceses cruzar los Pirineos, habría montado la mundial, generando una inestabilidad política justo en el momento en que Francia menos la necesitaba. Más parece que Blum lo que quiso fue alguna forma de no intervención que le salvase la cara. Por lo que se refiere a Eden, siempre fue un decidido no intervencionista, pero es que, además, la República se lo puso, por así decirlo, muy fácil. Porque el segundo elemento del pretendido argumento de Blum (la proclividad de la República hacia Francia y Reino Unido) se puso rápidamente en entredicho desde las primeras horas tras el golpe de Estado, cuando el desgobierno español permitió que fuerzas de izquierdas, los famosos «incontrolados» de la historiografía acrítica de izquierdas (que haberla haina, como en la derecha), campasen por sus respetos y creasen de hecho minirregímenes políticos que casaban bastante mal con la idea de la democracia parlamentaria. Otras cositas, como prohibir de facto la profesión de las creencias religiosas católicas, o las matanzas de la Modelo, no ayudaron demasiado a convencer a París y Londres de que Madrid era un amigo de la democracia, las libertades y los derechos humanos.

A ello hay que unir el hecho de que tanto franceses como británicos tenían la sensación de que en la carrera de los armamentos, Hitler iba mucho más deprisa. Nunca he leído algún libro en el que figuren censos fiables de las fuerzas británicas y francesas disponibles en el verano del 36, pero lo que sí he leído son memorias de políticos del momento, como el propio Eden, Chamberlain o MacMillan, que nos dicen que detraer efectivos en una guerra en aquel momento habría sido, cuando menos para Reino Unido, una locura.

Por último, hay que considerar que, en política internacional, si haces una cosa, debes entender que con ello otorgas a otros el derecho de hacer lo mismo. Que Hitler quería Austria y Checoslovaquia no era ya ningún secreto en 1936. De haber intervenido Francia e Inglaterra en España, bien podría Berlín tomarles la palabra, abandonando incluso a Franco si hubiera sido preciso, para echarse acto seguido sobre ambos países situados a su oriente, sin negociaciones ni nada; a hostia limpia. Difícilmente podrían haber aducido Londres y París la ausencia de legitimidad para estas invasiones, con las cuales Alemania habría ganado mucho más que las potencias, que sólo habrían conseguido controlar España (todo esto aceptando barco como animal acuático, esto es que los mismos republicanos que nacionalizaban empresas por el artículo 37, permitían la propiedad privada sólo en pequeños negocios, toleraban en su seno las colectivizaciones ácratas, permitían la creación de checas y el asesinato de los burgueses en las cunetas, etc., fuesen a asumir su conversión en una democracia liberal parlamentaria).

La guerra civil española provocó una polarización de posiciones en Francia que disparó la crispación, generando cierta esclerosis del gobierno que benefició directamente a Alemania, pues ralentizó el rearme galo. En Inglaterra el enfrentamiento ideológico se reprodujo, aunque con algo menos de violencia en el lenguaje y en los actos, como corresponde a los británicos (de entonces). Muchos de los políticos en el gobierno entonces, de corte conservador, se burlan con mayor o menor elegancia en sus memorias de la honda incongruencia de los laboristas: pedían la inmediata intervención en España de tropas británicas, apenas semanas después de haber defendido en la tribuna pública que el rearme británico era una gilipollez.

El primer movimiento francobritánco no llegó hasta el otoño de 1937, es decir con el frente norte (en mi opinión, la guerra) ya perdido para la República. Fue la Conferencia de Nyon, en la que ambas potencias tomaron posición contra las acciones incontroladas en el Mediterráneo y se pusieron de acuerdo para patrullarlo conjuntamente.

En una cosa, sin embargo, aciertan los críticos de la no intervención francobritánica: aseguran que con ella las potencias creían haber comprado la paz, pero sólo consiguieron aplazar la guerra. Europa, por voluntad de Hitler, estaba en el camino de Munich.

Por increíble que pueda parecer a toro pasado, durante la segunda mitad de 1936 ni la guerra civil española, ni Hitler ni Cristo que los fundó fueron los temas de preocupación del país que era crucial para la seguridad de Europa y el mundo, es decir Inglaterra. En ese tiempo, los ingleses estaban centrados en los rumores en torno a la posibilidad de que el rey Eduardo VIII tuviese la intención de casarse con una mujer que tenía dos maridos vivitos y coleando; es decir, con una divorciada. Esta historia es bien conocida y, por lo tanto, base recordar que el 11 de diciembre de aquel año, el rey abdicó. Lo importante a efectos de lo que aquí se cuenta es que la opinión pública británica pasó esos seis meses pensando en otras cosas y que la crisis constitucional supuso el retraso en el cese del Ejecutivo Baldwin, necesario para renovar la labor del gobierno.

No fue hasta mayo del 37, pocos días después de la coronación del nuevo rey, que Baldwin dimitió para ser sustituido por Neville Chamberlain, hasta entonces canciller del Exchequer. El nefando Sam Hoare dejó los temas militares (el Almirantazgo) para ser ministro del Interior; aunque, tras la dimisión de Eden, pasaría a formar parte del llamado Grupo de los Cuatro (Neville Chamberlain, Edward Halifax, Samuel Hoare y John Simon) que dirigió la estrategia internacional de Inglaterra. En el puesto naval le sustituyó Duff Cooper. Inskip siguió siendo el gran coordinador de la defensa nacional, lo cual dio continuidad al esfuerzo, aunque en el terreno militar hubo algún que otro cambio difícil de entender. Por ejemplo, Chamberlain cesó en 1938 a Lord Swinton al frente del ejército del aire, a pesar de los varios logros que había conseguido en el robustecimiento de la RAF, para sustituirlo por un menos resolutivo Kingsley Wood. Eden seguía siendo ministro de Asuntos Exteriores. De momento.

Neville Chamberlain era un pactista. Estaba honradamente convencido de que se podía pactar con Hitler. Había creído la versión de los nazis de que el Führer se mostraba así de capullo porque tenía una serie de reivindicaciones irrenunciables (su Lebensraun) y que, una vez que las consiguiese, se apaciguaría. Le costó ver, por lo tanto, que muchas cosas que estaban pasando señalaban con bastante claridad que se avecinaba la debacle. Además, tuvo que enfrentarse, en aquellos meses, con una clara desafección por parte de la Commonwealth. A Australia y Nueva Zelanda no les preocupaba Hitler y por ello dejaron claro que, más que ayudar a Inglaterra, estarían pendientes de los movimientos de Japón. En Sudáfrica, las leches entre germanófilos y aliadófilos eran casi diarias. Y Canadá no quería entrar en guerra al lado de Inglaterra. A todo ello hay que unir la propia oposición dentro de Gran Bretaña, ya que los laboristas y muchos liberales se opusieron al servicio militar nacional hasta muy poco tiempo antes de estallar efectivamente la guerra.

En mi opinión, don Neville pecó de precipitación. Como no quería, o sentía que no podía, ir por la vía del rearme y la construcción de una coalición aliada, optó por intentar romper el Eje cortejando a Italia. Dentro de esa política dio pasos de gran torpeza. En julio de 1937, mientras los japoneses apretaban su invasión de China, le escribió una carta personal a Mussolini que no consultó con Eden. Más aún. Durante aquel otoño de 1937, se carteó varias veces con su cuñada, la viuda de Austen Chamberlain, una señora que vivía en Roma y, además, era admiradora de Mussolini. Es más que probable que los servicios secretos italianos interceptaran esa correspondencia, a través de la cual tenían información de primera mano sobre los pensamientos estratégicos de su principal enemigo.

Anthony Eden, mientras tanto, decidió aprovechar las acciones de Japón, que habían puesto a Estados Unidos muy nervioso, para tratar de conseguir lo que sólo conseguiría Pearl Harbour, es decir una mayor implicación de la potencia americana en la paz europea. Sin embargo, Estados Unidos era, entonces, un país decididamente no intervencionista, así pues no consiguió el inglés llevarlos a su terreno. Además de este fracaso, Eden cometió otro error, que fue nombrar para el puesto crucial de embajador británico en Berlín, de donde salía sir Eric Philips, al titular de la legación en Buenos Aires, sir Neville Henderson. Henderson era una persona, al parecer, propensa a ponerse muy nerviosa y propensa, además, a actuar por su puta cuenta en medio de esos ataques de nervios. Tener en Berlín semejante bomba de relojería se demostraría como letal para los intereses aliados.

En medio de este juego en el que primer ministro y titular del Foreign Office parecían diseñar y tutelar políticas diferentes, llegó una invitación a Londres por parte del pígnico jerifalte nazi Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe, para asistir en Berlín a una competición deportiva. Fue uno más de los acercamientos, entre melosos y mentirosos, de los nazis. Chamberlain mordió el anzuelo y envió a lord Halifax, obviamente no con la intención de contemplar a unos deportistas dando saltitos, sino de entrevistarse con Hitler. En mi opinión, esa entrevista fue todo lo que le faltaba a Hitler para entender que los planes que tenía (primero Austria, luego Checoslovaquia, luego Polonia, luego Rusia y luego lo que tocara) no sólo los debía, sino que los podía llevar a cabo.

Ante el apocado Halifax se desplegó un Hitler en estado puro. Hablaron, por ejemplo, de la India y de los problemas acuciantes que ya se le presentaban a la corona británica con Ghandi y el Partido del Congreso de Nehru. Con total frialdad, como quien recomienda una receta de cocina, Hitler le dijo a Halifax que, si fuese su problema, lo resolvería en unas pocas horas asesinando al líder pacifista y a todos lo demás cabecillas del independentismo. Como quiera que Halifax, flemático él, disimulara su asco, Hitler siguió adelante. Entonces le habló de una curiosa teoría suya. Según el Führer, cuando una nación tiene reivindicaciones territoriales (como las de Alemania), el asunto se puede resolver sólo de dos maneras: una es la guerra. La otra, lo que él llamaba «razón mayor», que era algo así como fabricar algún tipo de mentira para poder entregar ese terreno al demandante sin derramar sangre. En otras palabras: Hitler, quizá inspirado por el hecho de que Laval y Hoare no habían intentado nada muy distinto con Abisinia, le propuso a Halifax que Londres se inventase alguna milonga para entregarle lo que, de otra forma, él iba a conseguir a base de hostias.

Si el interlocutor de Hitler hubiera sido, un suponer, Winston Churchill, con seguridad, nada más oír eso, se habría levantado, habría musitado un "señor mío, esta entrevista ha terminado", y se habría marchado del despacho sin siquiera estrechar la mano de su interlocutor. Pero Halifax estaba hecho de una madera mucho más blanda. Y no sólo eso, porque había llegado a Berlín con una instrucción clara de Chamberlain: pacta, pacta, pacta. Así pues, en lugar de hacer lo que debiera haber hecho, hizo lo contrario. No sólo no mostró indignación, sino que comenzó a desplegar argumentos sobre algunas concesiones que se le podrían hacer a Alemania, a su debido momento, en sus reivindicaciones territoriales.

A Hitler le debió quedar claro en esa entrevista que los británicos, por decirlo claramente, no tenían huevos. Y es de suponer que, cuando meses después, leyese el teletipo con la dimisión de Eden y su sustitución por Halifax, se debió descojonar de la risa. Y luego, cuando se le pasó la carcajada, hizo otra cosa, como veremos al final de este post.

En los siguientes meses, el conflicto entre Downing Street y el Foreign Office se hizo irrespirable. Eden no podía soportar los esfuerzos de Chamberlain por enamorar a Mussolini, esfuerzos que el primer ministro redobló tras el regreso de Halifax de Berlín.

La gota que colmó el vaso tuvo relación con Estados Unidos. En ausencia de Eden, Roosevelt comunicó a Londres una propuesta en la cual la Casa Blanca proponía una reunión diplomática de todos los países el 22 de enero de 1938, con el objeto de deplorar la situación internacional y alcanzar un acuerdo entre todos sobre los principios básicos que deberían regir las relaciones geoestratégicas. Era una jugada bastante bien diseñada. Roosevelt era presidente de un pueblo que no quería entrar en la guerra (de hecho, sólo lo hizo cuando los japoneses les entraron). Necesitaba un cambio de opinión pública. Su más que probable cálculo era que las potencias del Eje se negarían a acudir a esa cumbre diplomática, lo cual haría evidentes ante el mundo sus intenciones de no respetar regla alguna, lo cual atraería a densas capas de la opinión americana, conscientes entonces de que la actitud de Estados Unidos tenía que volver a ser la de los tiempos de Wilson, hacia el alineamiento sin paliativos con los aliados.

La propuesta era alambicada y podría haber funcionado, o no. Pero es que no lo sabremos. Porque el primer ministro, en ausencia de su titular de Asuntos Exteriores, reunido únicamente con su estrecho círculo de asesores, la rechazó.

Cuando Eden regresó a Inglaterra y se enteró de lo que había pasado, se colocó en abierta rebeldía respecto de su propio primer ministro. Por su cuenta y riesgo, envió instrucciones a sus embajadores para que tratasen de reconstruir la situación con un lógicamente cabreadísimo Roosevelt, que no había conseguido nada y, además, había quedado en bragas delante de su opinión pública.

Pero lo importante de todo es lo que acabamos de contar: poco más de un año y medio antes del estallido de la segunda guerra mundial, en el gobierno británico primer ministro y titular de Exteriores tenían cada uno una estrategia, y la llevaban a cabo uno a espaldas del otro. Insisto: éstos son los tipos de los cuales buena parte de la historiografía española espera una decisión unitaria para intervenir en la guerra española. Ja.

El enfrentamiento era cainita. Chamberlain seguía empeñado en que podía embaucar a Mussolini. Eden, mucho más práctico, exigía que, para creer en esa posibilidad, el Duce debería dar un paso, y sugería la retirada de los soldados italianos de España. Cuando el embajador italiano Grandi pasó de entrevistarse con Eden pretextando que tenía un partido de golf (sic), Chamberlain no sólo no le afeó la conducta, sino que le invitó a Downing Street.

El 20 de febrero de 1938, Eden dimitió, y fue sustuido por Edward Halifax, el pusilánime.

Hitler, ya digo, probablemente se descojonó.

Y, tres semanas después, invadió Austria.

miércoles, enero 27, 2010

Aniversario

Hoy, día 27, se celebra en varias partes del mundo, notablemente en Polonia, el aniversario de la liberación del campo de concentración Auschtwitz-Birkenau.

Te propongo, si eres profesor de Historia con estudiantes de entre, digamos, 10 y 17 años; incluso si eres profesor a secas, que, diga lo que diga tu planificación y tu currículo, dediques la clase de hoy a este asunto.

Algunas cosas,muy pocas de entre muchas, que yo comentaría y diría, si fuera tú.



Ejecuciones en un pequeño pueblo de Alemania. La primera mujer ahorcada de la izquierda estaba embarazada.




Las personas de la foto han sido desnudadas para ser fusiladas. Es probable que sean incluso miembros de la misma familia. Fíjate en el segundo por la derecha. Es un peligroso delincuente de no más de ocho años.


Estos chavales son iguales que tú. A su manera de los años treinta, querían las mismas cosas que tú. Querían que sus padres les dejasen en paz. La juerga. Hacer deporte con sus amigos. Echar algún quiqui. Pero nada de eso fue para ellos. De estos chicos dijo el lugarteniente de Hitler, Heinrich Himmler, durante sus macabras conversaciones con su médico personal, que era necesario matarlos en raíz. Un judío niño será algún día adulto, decía; y ese día, querrá matarnos.

No hubo chicas para ellos. Ni partidos de fútbol. Ni botellón.


Con toda seguridad, esta foto es de antes de la guerra o inmediatamente posterior a la ocupación alemana de Francia. Son madres judías de un hospital de París posando con sus bebés.

Todas, menos la mujer que se escapó con esta foto y con su propio hijo, fueron deportadas a campos de concentración. Ninguna regresó. Sus bebés tampoco.


En la jerga de los campos de concentración, un "musulmán" era alguien a las puertas de la muerte. Los presos llamaban musulmantes a aquellos de sus compañeros que llegaban a la condición que ves aquí. Personas ya sin carne, tan sólo huesos y piel, extremadamente débiles e incluso ya indiferentes a lo que les ocurriese.

Los presos decían que la prueba final de que eras un musulmán era la ausencia de carne en las nalgas. A todos les obsesionaba poder pellizcárselas todavía.


Estas personas caminan hacia la cámara de gas. Aunque no eran informadas de que iban a morir, muchas lo intuían, sobre todo cuando ya fueron muchos los que marcharon hacia allí y nunca regresaron.

Una recomendación: no te fijes en el rostro del bebé que lleva la madre de la derecha de la foto, la mujer que mira a la cámara. Si te quedas mirando ese rostro, te acompañará toda la vida.



La producción de cadáveres fue tan grande que hubo que amontonarlos de cualquier manera. Como si los esbirros de Hitler hubiesen enfermado de un repugnante síndrome de Diógenes inhumano.


Él sólo te pide una cosa: nunca olvides no olvidar.

lunes, enero 25, 2010

Goliat agotado (4)

Al iniciarse el nuevo periodo parlamentario británico, 23 de octubre, Italia ya había atacado. La Liga había condenado la agresión. Inglaterra levantó el embargo de armas a Abisinia. Parecía que la línea era dura y sin quiebra. Pero la quiebra existía.

En primer lugar, Samuel Hoare le decía a todo aquel que le preguntaba que su discurso de Ginebra en septiembre era matizable. Que tal vez se le había entendido mal. Parecía comenzar a arrepentirse de su tono duro. Esta indecisión contagió a Eric Drummond, embajador británico en Roma, el cual estuvo dubitativo y feble en sus conversaciones con los italianos; y a éstos les faltó tiempo para ir a cascárselo a los franceses, con lo que las dudas de Laval ante la posibilidad de que Inglaterra hiciese la guerra, o la no guerra, por su cuenta, se acrecentaron.

En las elecciones de 1935, los conservadores y sus aliados conservaron la mayoría, mientras que los laboristas crecían levemente y los llamados liberales oficiales samuelistas de Herbert Samuel se hundieron en la miseria. En esta perspectiva Attle, al frente de las izquierdas dinásticas, redobló sus ataques contra el rearme. Pero hasta ellos sabían que las votaciones internas habían demostrado que el apoyo a las sanciones a Italia era mayoritario. Así pues, cuando el 3 de diciembre el Parlamento retomó sus reuniones tras las elecciones, todo hacía pensar que el apoyo a dichas sanciones las sacaría adelante rápidamente. Austen Chamberlain habló de la posibilidad de dictar un embargo a las exportaciones de petróleo a Italia, y todo parecía marchar en la dicha dirección. La suerte parecía echada.

Pero fue entonces cuando Sam Hoare la cagó. Hasta el puto fondo.

El acuerdo entre Samuel Hoare y Laval es algo que probablemente permanecerá, al menos en parte, envuelto en cierto halo de misterio. Hoare sabía a lo que iba. El 7 de diciembre salió de Londres en dirección a Suiza para pasar unas vacaciones reparadoras, ya que estaba delicado de salud. Aceptó hacer una parada en París para ver a su colega Laval, por lo cual fue advertido por Eden de que se iba a entrevistar con un tipo muy avezado en los trucos diplomáticos y, consecuentemente, muy naniobrero. Hoare se dio por enterado y aseguró a Eden que no haría nada que comprometiese a Gran Bretaña y la posición inflexible que él mismo había expresado ante la Liga en Ginebra.Y, sin embargo, eso que prometió no hacer es, exactamente, lo que hizo.

El 8 de diciembre por la tarde, es decir apenas unas horas después de haber comenzado su periplo continental, Laval ya había conseguido convencer a Hoare de que apoyase un plan para solucionar lo de Abisinia. Un plan distinto de lo que había sido la posición británica expresada en Ginebra. Dicho plan suponía entregar a Italia dos tercios del país africano sin disparar un tiro a cambio de que lo que quedaba del país independiente tuviese una salida al mar en Assab.

Ya es jodido que un representante gubernamental se deje embaucar en una política que no es la de su gobierno sin haber consultado previamente. Pero más aún lo es lo que hizo Hoare. Porque Hoare no sólo le dio la razón a Laval: además, lo firmó. Y, firmando él, firmaba Inglaterra entera. Debió de darse cuenta de que la había cagado, porque al aprobar el comunicado público emitido por los franceses, sólo permitió que se dijese que se había encontrado una solución, pero que dicha solución no podía publicarse porque no contaba aún con el visto bueno del gobierno inglés. Una forma bastante infantil de verlo. Laval tenía un papel. Un papel firmado por un plenipotenciario británico. En lo que a Francia se refería, eso no era un posible acuerdo, sino un acuerdo; y, si Gran Bretaña lo rompía, entonces ellos adquirirían el derecho a rechazar el embargo petrolífero, que respetaban sólo a regañadientes. A Francia ya no le iban a parar los pruritos del ministro de Su Majestad: esa misma noche, oh casualidad, toda la prensa francesa tenía el texto del acuerdo que, según la nota oficial, no se podía conocer aún, convenientemente filtrado.

Para más coñas, para cuando el texto del acuerdo cruzó el Canal, Eden lo leyó y le exigió a Baldwin que llamase a Hoare urgentemente a Londres, el secretario del Foreign Office había hecho ya, en la mañana de ese mismo día, su primera intentona de patinar en Suiza, durante la cual resbaló y se arreó un hostión que le partió la nariz. Así pues, Hoare tenía prohibido viajar en las siguientes horas.

La sesión en los Comunes fue tormentosa. A falta de Hoare, fue Eden quien tuvo que tragarse el sapo de recomendar a ambos países, Italia y Abisinia, que aceptasen un acuerdo que era una rendición en toda regla a las pretensiones de Mussolini. Cuando Baldwin, ya en la noche, subió a la tribuna para hablar, estaba tan desbordado, o tal vez tenía tan poco que decir, que elaboró un discurso críptico que no consiguió más que disparar la radio macuto sobre lo que realmente estaba pasando. Se llegó a decir incluso que toda aquella confusión no era tal y que el asunto de Hoare no era sino un teatro pactado secretamente por Baldwin y Mussolini. No obstante, el escándalo parlamentario y de opinión pública obligó al Gobierno a cambiar de rumbo nuevamente unos días después, repudiando el acuerdo con Laval y, por lo tanto, dejando al secretario del Foreign Office en bragas ante el mundo. Obviamente, Hoare dimitió, y fue sustituido por Eden.

El escándalo del pacto Hoare-Laval no sólo tuvo la consecuencia de provocar una crisis en un gobierno que apenas unas semanas antes era visto como extraordinariamente estable; también hirió de muerte a la Sociedad de Naciones y su Comité de los Cinco, formado para buscar una solución para el problema de Abisinia y que, formado por Gran Bretaña, Francia, España, Polonia y Turquía, estaba presidido por el español Salvador de Madariaga. Además de eso, dejó sin efecto la estrategia de parar a Mussolini con sanciones, pues la reacción francesa a la británica de negar lo firmado no fue otra que hacer lo propio con ellas. Las sanciones del petróleo, por ejemplo, nunca llegaron a aplicarse realmente (en todo caso, se aplicaron tan tarde que para entonces el Duce tenía los tanques llenos). En mayo de 1936, el Negus huyó de Addis Abebba y, pocos días después, escuchaba desde Londres el anuncio de Mussolini de adhesión del país.

Por su parte, Hitler jugó sus cartas con inteligencia. Cuando se decretaron las primeras sanciones contra Italia, se unió a ellas pero, en cuanto la postura francobritánica se demostró débil, tornó a negociar con Mussolini. Es muy posible que, a cambio de modificar su política, consiguiese el apoyo de Italia (bueno, más bien que silbase y mirase para otro lado) a la remilitarización del Rhin, que en es momento tenía ya en mente.

El 7 de marzo de 1936, Alemania remilitarizó el Rhin. El Tratado de Versalles, y después ese mismo Tratado de Locarno que Hitler había prometido respetar, establecían que Alemania no podría tener ningún establecimiento militar en la margen izquierda del wagneriano río ni en los 50 kilómetros de la ribera derecha.

La reacción del Parlamento inglés fue tibia. Esa mayoría de tibios pecó de una falta muy común en los políticos, que a veces parecen vivir rodeados por una espesa niebla que apenas les deja ver a una cuarta de sus narices. Ocupar el Rhin no era, en sí, ningún problema para la seguridad de Gran Bretaña ni casi de Europa. Pero sostener eso es olvidar que las escaleras que llevan muy alto siempre tienen varios peldaños. Ocupar el Rhin permitió a Alemania crear una nueva línea Hindenburg que dificultase notablemente ser atacada por el Oeste. Lo cual quería decir que Hitler ganaba, automáticamente, capacidad ofensiva por el Este. Los políticos británicos puede que no se sintiesen preocupados en mayo del 36. Pero en el verano del 38, cuando debieron haber protegido Checoslovaquia y lo que hicieron fue contemplar cómo era fagocitada por los nazis, quizá, si eran medio listos, se pararon a pensar que todo aquello empezó en el Rhin.

Algunos tratadistas contemporáneos de los hechos consideran que la respuesta lógica habría sido la contrainvasión francesa del Sarre. Esta medida, sin embargo, no habría contado con el beneplático de la opinión pública de los países democráticos, y muy especialmente la británica, que con seguridad le habría puesto la proa. Además, en Francia quedaban unas semanas para las elecciones, y ningún candidato en sus cabales decreta una leva general en esas circunstancias.

A todo esto hay que añadir que, una vez más, Hitler había girado la manija con maestría de sirlero. Pocos días antes de la ocupación del Rhin, había publicado en la prensa francesa una entrevista en la que sólo le faltó decir que prefería el camembert a la cerveza alemana. Ese tono conciliatorio había encantado a los políticos franceses. Incluso, 24 horas antes de empezar los movimientos de tropas, su embajador en Londres estaba frente a Eden en el Foreign Office fingiendo un vivo interés por la propuesta del inglés de pactar un «Locarno del aire», es decir resolver el problemilla del poder aéreo teutón. Además, la invasión del Rhin comenzó en sábado, con lo que Hitler demostró haber asimilado las consecuencias de que tanto en Gran Bretaña como en Francia se practicase el fin de semana inglés, con dos días libres enteros. Para colmo, invadir el Rhin y comenzar a orear ofertas de colaboración en las que llegó incluso a ininuar el reingreso alemán en la Liga, fue todo uno.

Los cantos de sirena de Hitler, por mucho que ahora no se quiera recordar, no convencieron únicamente a los ultrafachas que siempre hay en todo país. El carismático líder liberal Lloyd George, por ejemplo, los creyó. Como los creyó Lord Snowdon, el histórico dirigente de los socialistas británicos.

Aún y a pesar de esta inacción básica, se dieron dos pasos de cierta importancia para mostrarle a Hitler que las futuras potencias aliadas se tomaban en serio sus historias. En primer lugar, el gobierno Baldwin concentró todas las materias de defensa en un solo ministerio; acción ésta que es propia de países que o se están dando, o saben que se van a dar de hostias con alguien. El hecho de que la voluntad de no nombrar a alguien incómodo en Berlín o Roma bloquease el nombramiento de Hoare y, sobre todo, de Churchill, y que la cosa recayese en el más blandito sir Thomas Inskip, no cambia las cosas. El segundo detalle es que Gran Bretaña y Francia avanzaban rápidamente hacia la alianza militar.

Para alguien tan hábil en el sucio juego de la política como Hitler, parecía claro que lo que ahora tenía que hacer era reforzar la línea del Rhin, acelerar el rearme y quitar a Alemania de la primera fila de las preocupaciones de las cancillerías británica y francesa. Y esto fue exactamente lo que ocurrió. Pudo ser casualidad, o sea un golpe de suerte. Aunque también hay gente que, en hablando de política internacional, no cree en las casualidades.

Casualidad o no, el 18 de julio de 1936 estalló la guerra civil española. Una guerra que, casualidad o no, acabaría por ser inusitadamente larga. Tan larga como, casualidad o no, le convenía a Hitler y, probablemente, a Stalin.

Seguiremos informando