España es un país que fascina. El franquismo y su ministro Manolo Fraga lo petaron con aquel eslógan que decía
Spain is different, porque si no es verdad, lo parece. No hay más que ver las primeras escenas de
Misión: imposible 2, para darse cuenta de la atribulada admiración extrañada con la que otras culturas nos contemplan a la hora de sacar santos a la calle, quemar fallas y correr delante de los toros (todo lo cual está resumido en los inicios de la dicha película, en una procesión alucinógena).
La fascinación por España es el portillo por el que se entra a ciertos niveles de admiración hacia nuestra cultura, nuestra Historia, y también, a veces, nuestro presente. Exactamente igual que uno se acerca a la India, por ejemplo, inicialmente fascinado por su misterio y su exotismo. Pero, también exactamente igual, si uno quiere convertirse en un indiólogo
comme il faut, antes o después tendrá que darse cuenta y asumir que la India es muchas más cosas que los marajás dando suntuosas fiestas y las viudas tirándose a las piras ardientes. Es en este punto en el que el extranjero deja de serlo un poquito, y adquiere la capacidad de entender esa cultura que trata de investigar.
Ocurre que en el tema éste de la Historia de España es relativamente común la figura de eso que hemos dado en llamar un hispanista; pero, sin embargo, buena parte de los que se colocan esa medalla, en realidad nunca logran superar esa fase de fascinación primera en la que creen estar hablando de un país que es diferente en todo. Durante muchas décadas de nuestra vida hemos valorado mucho la labor de los hispanistas, sobre todo angloparlantes, porque eran casi todo lo que teníamos de una historiografía sobre nuestro pasado más reciente exenta de la casposidad de nuestra Historia oficial. Fue durante aquellos años que aprendimos a pensar que la labor de los hispanistas era
lo más de lo más, y algunos incluso tuvimos años en los que recibíamos sus libros de una forma acrítica, sin poner en cuestión ni las erratas de los pies de imprenta. Si estaban ahí, es porque tenían que estar.
El hispanismo del siglo XX, sin embargo, resiste mal el tiempo. Como digo, el problema de muchos de sus autores es que llegaron allí desde la fascinación por un país diferente al suyo, y se han quedado anclados a esa convicción, lo que les ha obligado a convertir los hechos de la Historia de España, que no están verdaderamente tan lejos de los ocurridos en otros lugares del resto de Europa y del mundo, en situaciones únicas, en situaciones históricas en el puro y simple significado de la expresión, dotándolas de la imagen mítica que hoy, en buena parte gracias a ellos, a sus traductores, y a sus turiferarios locales, existe en la mente de muchos.
Raymond Carr se libraba de buena parte de estos
peros. Fundamentalmente, por su empeño en abarcar la Historia de la España contemporánea partiendo de la base de que todo Nuevo Testamento ha seguido a un Antiguo Testamento que, en buena parte, lo explica. La España moderna no nace en 1931, sino en 1808; y esta afirmación, que puede parecer de perogrullo, ha sido ninguneada por muchos hispanistas, empeñados en buscar en la Historia de España tan sólo los episodios brillantes y tensos, los que ellos consideran mejores minutos del partido. Donde otros han rastreado el espectáculo, Carr rastreó, con mayor o menor fortuna, los motivos.
No hay nadie en Historia de quien se pueda decir que leyéndolo se sabe todo. El historiador total es una figura imposible. Además, la historiografía va por escuelas y por enfoques y también, no se olvide, está en la cabeza del propio lector, porque muchos lectores de Historia leen libros como quien lee periódicos, esto es esperando que le digan lo que él ya piensa; lo cual tiene la consecuencia de que, no pocas veces, la tesis del autor, en realidad, tenga poca importancia. Sin embargo, si hay alguien que, desde la distancia de no ser de aquí, ha intentado una explicación integral de los triunfos y de los males de España, ese alguien es, probablemente, Carr. Uno de los pocos comerciantes sajones del conocimiento histórico español que ha entendido que lo que nos aparta a nosotros de, por ejemplo, Estados Unidos, no es haber tenido una guerra civil; es haber tenido cuatro.
Sí: es el siglo XIX, estúpidos. Y otras tantas cosas más. A Raymond Carr le horrorizaba que lo llamasen hispanista. Y, la verdad, no me extraña.