jueves, septiembre 05, 2013

Doping (6: Ben)

No hay que tener mucha memoria para recordar qué pasó en Seúl el 24 de septiembre de 1988. Ese día, un hombre hecho a sí mismo, un jamaicano emigrado que supuestamente a base de tesón, gimnasio y no creérselo, había llegado a ser el primer velocista del mundo, batió humillantemente a quien, hasta entonces, había sido el primer velocista del mundo: Carl Lewis, El hijo del viento.

Desde que los rusos, allá por la Olimpiada de Munich, o sea los tiempos de Valery Borsov, habían tenido que rendirse al hecho de que, cuando menos en las competiciones masculinas, los blancos no podían competir con los velocistas negros, la disciplina había estado dominada por corredores estadounidenses. Esto le daba mucha tirria a mucha gente en el mundo entero, España incluida; y, si unimos este antiamericanismo que porta la lógica de ponerse siempre del lado del débil la cuidadosa imagen que Johnson había alimentado de sí mismo, ese humilde emigrante que se metió a semidiós, ya tenemos todo el cóctel completo. Tres cuartos de mundo vibraron encantados al ver a Johnson traspasar la línea, sobrado, encima realizando una marca sideral: 9,79. Desde la victoria en los 400 metros vallas en Munich del ugandés John Akii-Bua, que batió el récord olímpico como el que lava, que no se veía nada igual.

Dos días menos dos horas después de aquella final, Charlie Francis, entrenador de Johnson, estaba en su habitación de hotel, disfrutando del momento, cuando llamaron a la puerta. Era Dave Lyon, gerente del equipo de atletismo canadiense al que pertenecía Johnson. Pálido, le dijo: «Tenemos que ir a la Comisión Médica. Ben ha dado positivo en esteroides».

Ya hemos comentado que en el campeonato del mundo de Roma, Johnson había competido hasta las trancas, y las barrancas, de Probenecid. En realidad, visto lo visto en los quince años anteriores, sólo era cuestión de tiempo que el tema del dopaje diese un salto cualitativo. Ese salto consiste en que un atleta de primera fila resulte estar tan puesto de drogas que su dopaje sea innegable. Y es que hay una diferencia entre que un campeón se dope y que lo haga un campeón mediático. No hace ahora ni tres años que Michael Phelps ha tenido que sufrir todo un escándalo público por haber sido pillado fumando petas; que atletas de élite fuman maría no se duda; pero no es lo mismo que un miembro del equipo de 4x400 se fume un peta que lo haga el mejor nadador desde Mark Spitz, es decir una persona en la que millones de niños dentro y fuera de Estados Unidos se están mirando. A Johnson le pasó lo mismo. Su caso no se podía obviar tan fácilmente y, además, su marca, una marca que estaba muy por encima de las posibilidades de los velocistas del momento, le jugaba en contra.

José Antonio Samaranch, por su parte, informó a Dick Pound de que «algo terrible ha pasado». Pound preguntó si se había muerto alguien, y el catalán le contestó: «Peor; Ben Johnson ha dado positivo».

Lo que siguió, en unas pocas horas, es lo que tendría que haber pasado en el olimpismo, de una forma más escalonada, en los veinte años anteriores. Los Juegos Olímpicos, a finales de los ochenta, ya no tenían nada que ver con el sueño de Coubertain, sino con la pela. Eran, y son, un mero soporte para hacer dinero. Y el dinero es el ser más cobarde de la Tierra. Diadora, que acababa de firmar un contrato de 2,4 millones de dólares con Johnson, lo rompió ipso flauto. La Kyodo Oil Co., que tenía en Japón una campaña de anuncios televisivos con la imagen del canadiense, la retiró de las pantallas, como dicen en Chile, al tiro.

… y el mundo, como por arte de magia, de repente creyó en las bondades de la lucha contra el doping. El mayor ejemplo lo dio el líder soviético, Mikhail Gorvachev. Se gastó dos millones y medio de dólares en establecer un laboratorio flotante en la costa de Corea que proveyó de tests de dopaje previos a las competiciones a los atletas soviéticos, con la instrucción de que aquellos atletas y entrenadores que no lo superasen lo pasarían mal. Aunque no está claro, parece que hubo atletas que no llegaron a competir por esta causa.

Le siguieron Bulgaria y Hungría; ambos comités olímpicos, tras recibir los análisis realizados, retiraron a sus equipos de halterofilia (da la sensación, leyendo sobre el dopaje, que al último halterófilo honrado lo debieron de fusilar en la Gran Guerra). Los escándalos en el equipo americano fueron varios (ocho atletas habían dado ya positivo por efedrina en los trials), pero guarreando consiguieron esquivarlo.

Los análisis de Seúl hacían pensar que, como mínimo, la mitad de los atletas habían usado algún tipo de dopaje. La mitad...

Tras el positivo de Johnson y el ámbito de completo descaro que había alcanzado el tema, aquéllos que habían sido tradicionalmente el obstáculo principal para una política antidopaje adecuada, es decir las federaciones nacionales, ya no tuvieron más remedio que ir a las ruedas de prensa poniendo cara seria, prometer que siempre habrían sido, y siempre serían, intransigentes con el uso de drogas, y ponerse a trabajar para cumplirlo. El gobierno canadiense, primero y principal afectado por el escándalo Johnson, creó una comisión especial que no tardó en concluir que el problema del dopaje en el deporte era sistemático. Este fue el momento aprovechado por De Merode para proponer la puesta en marcha de un cártel mundial antidopaje, que fue estudiado y aprobado en una conferencia en Moscú, patrocinada por la UNESCO, a finales del mismo año 1988. El hecho de que Estados Unidos no fuese miembro de la UNESCO no fue problema, porque ya antes las autoridades soviéticas y americanas habían llegado a un acuerdo para realizar controles antidopaje cruzados entre ellos; acuerdos que, poco tiempo después, se habían ampliado a la práctica totalidad de los países habituales del medallero. A todo ese buen rollo, en todo caso, no fue ajeno el hecho de que la URSS, para entonces, había asumido ya que no podía mantener el ritmo de los estadounidenses en lo que a desarrollo de nuevas drogas se refiere, así pues había adoptado una posición totalmente colaboradora que, en realidad, era una posición interesada. En la asamblea del COI del verano de 1989, De Merode propuso la creación de una nueva comisión médica en el seno del Comité.

A pesar de todo lo que se pueda decir sobre el escándalo mundial de grandes proporciones que supuso el positivo de Ben Johnson, y a pesar de todos estos avances formales, la verdad es que la década de los noventa no fue, precisamente, ejemplo de cambio de dirección. Ya hemos insinuado, o dicho, que las fuerzas dentro del propio movimiento olímpico, y no digamos entre las federaciones nacionales, no empujaban precisamente en la dirección de tomarse el dopaje en serio y limpiar el deporte de prácticas cuestionables. Ciertamente, la caída del muro en 1989 aportó un elemento de distensión muy importante, al eliminar la rivalidad política. Pero el dopaje era algo más que un problema entre sistemas políticos; de hecho, conforme en el mundo cada vez más gente estaba en disposición de tener televisión y hobbies (no hay que desdeñar en lo absoluto el papel de los telespectadores asiáticos en el desarrollo en los últimos veinte años de los deportes-espectáculo), el tema del dopaje y del deporte había dejado de ser un tema de política, para pasar a ser un tema de dinero. Y nadie quería renunciar a él, entre ellos los sacerdotes custodios del movimiento olímpico.

Como dijo el príncipe de Merode, «Samaranch sabía que necesitaba dinero; pero el problema del dinero es que luego dependes de él»; o, más en concreto, de quien te lo prestó. El presidente del COI, en su paroxismo por rebajar el tono de las críticas hacia el dopaje, llegó a decir que todo aquello que no afectase a la salud no debía considerarse doping. Fue tras la caída del Muro, cuando como he dicho el dopaje pudo drenar parte de su presión,  cuando se planteó dar algunos pasos para demostrar al mundo que el Comité estaba implicado en la lucha contra las drogas en el deporte. No obstante, Samaranch tenía una obsesión, que comparte con todos y cada uno de los dirigentes deportivos que ha habido en España y en el mundo entero: la obsesión de mantener los conflictos deportivos fuera del ámbito de los tribunales ordinarios. Si hubiese construido una autoridad como es de ley en materia de dopaje, habría terminado teniendo que admitir que ésta pudiese acudir en sus acusaciones a los tribunales (como, de hecho, ocurre hoy en día: los más sonados casos de dopaje han terminado en la bancada frente al juez). Pero como no quería eso, siguió permitiendo que la estructura de lucha contra el dopaje permaneciese fragmentada y, consecuentemente, siguiese tomando decisiones abiertamente arbitrarias.

Los casos del lanzador de peso Randy Barnes y del velocista Butch Reynolds, ambos estadounidenses que habían apelado a su federación nacional tras haber dado positivo en competiciones internacionales, dejaron claro que, al menos en algunos países, y EEUU era uno de ellos, los atletas que jugaban sucio podían esperar acciones de protección por parte de sus mayores. Butch Reynolds fue rehabilitado por la federación americana, muy a pesar de que tanto la IAAF como algunos miembros de The Athletic Congress (la autoridad americana) estaban a favor de sancionarlo. En realidad, la cosa va mucho más allá. Reynolds demandó a la IAAF por los meses que había pasado en el alero de la opinión pública mundial, durante los cuales había sufrido la consiguiente pérdida de contratos publicitarios; y un juez estadounidense falló a su favor, condenando a la IAAF a pagarle 27,3 millones de dólares. Aunque en apelación la condena fue revertida, aquello dejó claro que la coordinación internacional antidopaje, a pesar del escandalazo del jovencito humilde hecho a sí mismo, seguía apestando.

lunes, septiembre 02, 2013

Reza Aslan: Zealot



Autor: Reza Aslan.
Título: Zealot: the life and times of Jesus de Nazareth.
Editorial: Random House, 16 de julio del 2013.
Extensión: 296 páginas.
Calificación moral: mayores con reparos.


Está convirtiéndose en una costumbre inveterada que invierta yo una porción de mis vacaciones de verano leyendo algún libro sobre la figura histórica de Jesús de Nazaret. Este año le ha tocado el turno a Reza Aslan y su libro Zealot: the life and times of Jesus de Nazareth. Como casi siempre con este tema, se trata de una lectura no exenta de polémica, nada mal escrita (de un tiempo a esta parte, no pocos jesusólogos, sobre todo en Estados Unidos, han adquirido habilidades periodísticas y marquetinianas, y tienen páginas web y todo); pero, por encima de todo, discutible.

Aslan es hijo de lo que él denomina «musulmanes de fe tibia» (emigrados iraníes forzosos), y cuenta en el prólogo del libro que descubrió a Jesús durante un campamento siendo un adolescente, aunque luego, conforme se fue convirtiendo en un scholar experto en la antigüedad hebrea y bla, comenzó a tener problemas para casar todo lo que creía con lo que sabía. Fruto de esas dudas y del esfuerzo de conocimiento que vienen a suponer es este libro, donde Aslan trata de desnudar a Jesús, por así decirlo, de todo aquello que lo adorna pero es ahistórico, cuando no antihistórico, para llegar a un destilado final que, de alguna manera, pretende que sea algo así como el conjunto de cosas sobre Jesús que pueden considerarse innegables. Su esfuerzo, pues, se parece bastante, en su esencia, al que ya recensionamos en este blog de Bart Ehrman, aunque hay que decir que Aslan se moja bastante más que el chulesco autor citado supra.

Creo que cualquier apreciación por mi parte sobre el libro de Aslan y sobre el tema en sí de la historicidad de Jesús debería comenzar por un concepto primario que, sin embargo, creo que nunca he puesto por escrito, lo cual supone cierta falta de respeto hacia mis lectores. Lo escribiré ahora, pues.

Este primer concepto esencial es que yo, la verdad, sin que esto suene despreciativo, creo que la investigación de los orígenes del cristianismo lleva ya bastante tiempo un poco estancada, si no mucho. En mi opinión, el gran salto cualitativo de conocimiento en esta materia se dio en la segunda mitad del siglo XIX y, a partir de ahí, lo que tenemos son diferentes tentativas de reinventar el salmorejo. Sí, ya sé que entre el periodo que yo considero fundamental y el presente hay cosas como el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto; pero yo creo que la importancia que se le da a este descubrimiento, por no citar otros más recientes y mediáticos como el enterramiento de Talpiot, es bastante menor de lo que se pretende. Entiéndase: no se trata de materiales menores; se trata de materiales menores a la hora de adverar o desmentir la historicidad de Jesús de Nazaret y los orígenes del cristianismo. El cristianismo, y pronto espero escribir un poquito más sobre esto, es el resultado del contacto entre judaísmo y platonismo (muy especialmente en Alejandría, en el gabinete de estudio de Filón) y del paganismo.... Sí, lo has leído bien. El cristianismo, en mi opinión, no surge contra el paganismo, sino desde él. Es la filosofía moral que finalmente responde con eficiencia preguntas que las religiones que hoy llamamos paganas ya se estaban haciendo. Pero es que esto se sabe desde Fustel de Coulanges, desde Frazier, desde Cumont. Quien quiera enterarse de estas teorías, con facilidad puede encontrar primeras ediciones de las mismas de 1880, o similar.

Desarrollar mis ideas a este respecto, no obstante, nos desviaría del motivo de este post. Baste apuntarlas, únicamente, como sustento a esta afirmación mía de que la investigación bíblica, evangélica y jesuista ofrece, a mi modo de ver, pocas novedades desde hace tiempo. Los textos son los mismos, los referentes básicos no han cambiado. La arqueología, neto de Talpiot y las diversas teorías serias o simples conachadas que ha provocado, tampoco puede dar muchas respuestas nuevas. Así pues, en toda obra sobre esta materia, por mucho que su autor se empeñe en enmascararlo, hay bastante de más de lo mismo.

Aslan no es una excepción. De hecho, su teoría básica, que sus editores han querido hacer bien evidente porque saben que es atractiva, es una teoría que estuvo muy en boga tras la década de los sesenta, cuando tantas personas descubrieron por qué Jesús llevaba dos mil años dejándose el pelo largo. En aquella época, las nuevas formas de pensar quisieron ver en Jesús a un hippie más o menos vocacional y, sobre todo, a un revolucionario de mayor o menor laya. Las teologías de la liberación más o menos elegantemente construidas quisieron ver en él al primer comunista de la Historia (que, vaya: ¿qué se hizo de los Gracos?); una especie de Che Guevara adelantado, y tal, y tumba. Los investigadores bíblicos hacía ya mucho tiempo que habían descubierto que la bienintencionada traducción que los padres Nácar y Colunga, en los evangelios de uso común en escuelas y hogares españoles, habían hecho del término griego lestai era precisamente eso: una traducción bienintencionada que quería convertir a los compañeros de Jesús en el Gólgota en ladrones, cuando en realidad eran, más que probablemente, zelotes o, con mayor precisión, activistas creyentes más o menos en las mismas cosas en las que creyó, tiempo después, el denominado partido zelote.

Aslan considera que Jesús fue, básicamente, una especie de líder zelote o zelotoide. Un predicador surgido de la aldea de Nazaret para predicar una serie de cosas que él conecta directamente con el hecho de que los diferentes regímenes religioso-temporales de Jerusalén fueron, básicamente, regímenes corruptos en los que miembros de élites familiares (en términos occidentales podríamos decir que aristocráticas, aunque aquella aristocracia provenía de la fe y de las costumbres y no del poderío militar) adquirían el privilegio de ser Sumo Sacerdote de las autoridades romanas; autoridades metropolitanas que, además, y en este punto el libro de Aslan es muy claro, preciso y convincente, se caracterizaron, durante prácticamente todo el periodo que va desde la teórica muerte de Jesús hasta Masada, por ser, ellos mismos, unos personajes de dudosísima moralidad colectiva. En un entorno, pues, de prefectos ladrones y de sumos sacerdotes asociados con ellos, surgió este Jesús que hablaba de la autenticidad de la fe en Dios y de ponerlo todo patas arriba, como por otra parte ya anunciaban las escrituras.

Reza Aslan hace en su libro algunas apreciaciones de gran interés. Su principal objetivo, que él mismo confiesa, es contextualizar adecuadamente el desarrollo del relato o los relatos sobre la vida de Jesús en el momento histórico del pueblo judío; y es en este terreno donde el libro es, en mi opinión, especialmente clarividente. El autor pasa bastante de los escritos de Pablo de Tarso, lo cual es bastante lógico porque el fundador del cristianismo gentil, realmente, da toda la impresión en sus cartas, sobre todo en aquéllas que le son atribuidas con mayor verosimilitud, de no saber nada sobre la vida de Jesús. En realidad, de todo de lo que habla Pablo en sus cartas es de la crucifixión y, sobre todo, de la resurrección de Jesús. Pero, a pesar de ser una persona que ha pasado tiempo en Jerusalén con Pedro, el teórico discípulo de Jesús primus inter pares, y Santiago, también teórico hermano del Mesías, no parece interesado en contar ninguno de los muchos detalles que con seguridad le habrían referido.

[¿Por qué teórico primer discípulo de Jesús? Pues porque una lectura sinóptica del famoso pasaje de la piedra y sobre esta piedra edificaré bla bla bla levanta, a mi modo de ver, más que serias dudas de que esa condición realmente fuese cierta o, más concretamente, contemporánea de Jesús. Y, a la vista de los Hechos, esto es a la vista de que sabemos que Pedro fue uno de los que aceptó la jefatura de una de las iglesias cristianas, la cristiano-judía, bien podría ser que muchas de las cosas que los Evangelios dicen en procura de ese papel especial fuesen elaboraciones posteriores; una forma, bien conocida, de hacer que el presente justifique el pasado. Pero, bueno, éste es otro tema...]

Reza Aslan nos recuerda que todos los evangelios fueron escritos después del año 70 de nuestra Era. Esto es, después de que los romanos, hasta los huevos de las conachadas de los hebreos, se fuesen a por ellos, entrasen en Jerusalén y no dejasen en pie ni los ceniceros del Templo. Para el autor, tras aquella debacle, que las respuestas suicidas y eso no mellaron en su importancia, provocó en el mundo judío una reacción clara contra el pensamiento belicista, hoy diríamos independentista, de zelotes y otros radicales, alimentando una concepción más moderada de lo hebreo. En este punto le falta al libro, en mi opinión, algún análisis algo más profundo de lo mucho que, en mi opinión, colaboró para esta moderación el contacto del judaísmo con el platonismo y la pulsión, por así decirlo, hacia la religión moral. Porque el mundo antiguo, en aquel mismo momento, estaba cambiando; cansado de religiones que eran mezcla de fe y magia, buscaba la forma de construir creencias que colocasen la responsabilidad de la virtud y la felicidad no sobre los hombros de los dioses, sino de los hombres. No obstante, y a pesar de estas carencias, el punto de vista de la obra es, a mi modo de ver, muy acertado.

Para sostener esa interpretación de Jesús como un predicador independentista judío con contenido social y, diríamos hoy, antisistema, Aslan hace algunas interpretaciones que, además de ser, como todas, discutibles, son un poco forzadas. Por ejemplo, interpreta el famoso pasaje del denario y el mensaje de Jesús («dadle al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»), no como se ha hecho canónicamente durante mucho tiempo, es decir considerando que lo que quiere decir es que el creyente debe ocuparse de las cosas espirituales y que a él los temas terrenales se la bufan. Según Aslan, este pasaje quiere decir: devolverle la moneda al César porque es suya puesto que en ella está su rostro; pero devuélvasele al Dios de Israel la tierra que eligió para su pueblo. Como digo, es una interpretación bastante coherente con lo que los estudiosos de la Biblia destacan muy habitualmente, y es que el mesianismo judío era un mesianismo ligado a la llegada de un líder terrenal que establecería el Reino de Dios en la Tierra; pero, aún así, es, o a mi me lo parece, un tanto forzada.

A pesar del título del libro, en realidad Aslan niega que Jesús fuese un zelote porque, dice, este partido no surgió hasta treinta años después de su muerte. Tampoco quiere ver en él una persona que propugnase la violencia, «aunque», matiza, «sus visiones sobre la violencia eran más complejas de lo que normalmente se acepta» (bien es verdad que, para sostener las posiciones violentas en Jesús, se apoya en pasajes como la Pasión, de los que él mismo duda). Sin ser todo eso, dice, lo que sí fue es un profeta mesiánico (una vez más, la promesa de un reino de Dios terrenal) que fue crucificado por los romanos (probablemente, dice, sin intervención del Sanedrín; establece muchas dudas sobre esa parte del relato) porque ponía en peligro la ocupación romana de Palestina.

Sinceramente, yo encuentro bastante difícil comprar esta teoría. Si Jesús hubiese llegado a ser tan poderoso como para suponer objetivamente una amenaza para los romanos, hay varias preguntas que hacerse. La primera es por qué Josefo le dedica apenas una mención en sus libros, y además una mención indirecta (porque, en realidad, Josefo alude a los cristianos, no a Jesús). Cuesta creer que un siglo tan convulso, del que ha quedado puntual recuerdo de asesinatos personales de grandes sacerdotes del Templo, no quedase una traza más visible de alguien que tenía que tener toda una caterva de seguidores activos, y activos quiere decir haciendo algo contra el poder romano, como para que la metrópoli del mundo lo considerase una amenaza.

La segunda pregunta es por qué es ejecutado con tanta facilidad. Tras el prendimiento de Jesús, nos cuentan los Evangelios, sus doce apóstoles se diluyen y le niegan. ¿Cómo podía Jesús poner en peligro la estabilidad del protectorado romano ayudado tan sólo por doce pollos que unos pocos años antes estaban pescando percas? Aslan aborda este problema levantando serias dudas sobre el relato de la Pasión; dudas que este bloguero comparte, hasta el punto de considerar que raramente habrá algo de verdad en todo lo que los Evangelios cuentan. Pero sigue sin explicar cómo es posible que, en el marco de un pueblo que está a la que salta por su independencia temporal y religiosa frente a un poder que no le gusta, un tipo que entra en Jerusalén en loor de multitud es torturado y crucificado horas después sin que pase nada. Bueno, si hemos de creer el relato de la Pasión, la cosa va más allá; porque los tipos que lo aclaman, horas después, lo cambian por un pollas que está en la cárcel. Todo esto mediando una seria preocupación por parte del prefecto Pilatos por salvar a Jesús; preocupación que, en esto estoy totalmente de acuerdo con Aslan, es insostenible desde cualquier punto de vista.

La relación entre Jesús y Juan el Bautista es también objeto de análisis en este libro; análisis que está entre lo mejor del manuscrito. Aslan recuerda que Juan el Bautista fue un líder religioso que, exactamente igual que Jesús, era venerado años después de su muerte por sus discípulos y, al fin y a la postre, acaba insinuando con bastante claridad que Jesús fuese un discípulo de este primer predicador; con lo que las cosas que los Evangelios vienen a decir de que Juan conoció, comprendió y asumió la superioridad del Hijo de Dios, son relatos adecuadamente colocados en las Escrituras con posterioridad.

En suma, estamos ante un libro muy atractivo por su carácter histórico, elegante en muchas de sus interpretaciones; y, por supuesto, discutible como todos. Una lectura interesante si se hace con cierto espíritu abierto, y no como los elementos más religiosos de los Estados Unidos, que consideran que se trata de una obra en la que «un demócrata acusa a Reagan de haber sido mal republicano». Pero tampoco marca un antes y un después en este tema, probablemente porque habilitar dicha marca es imposible. Casi todo en este ámbito es voluntario. Cada uno cree lo que quiere creer.