sábado, febrero 21, 2009

Álvaro de Luna, o el parto de España (2)

Enrique, infante de Aragón, ambicionaba quedarse con Castilla. Pretendía conseguir eso consumando una operación cruzada, complementaria con el matrimonio que ya había realizado el rey de Castilla con su hermana María. Pretendía Enrique casarse, asimismo, con Catalina, la hermana de Juan II. Es lo que se llama un concuñadismo radical.

Probablemente, a juzgar de los testimonios, Enrique intentó conseguir sus propósitos de formas más o menos taimadas, que quizá incluyeron tratar de ganar a Álvaro de Luna para su partido y que le ayudase a convencer al rey. Sin embargo, los cortesanos que no le eran afines pusieron pies en pared y, además, tenía el problema de que, al menos en ese momento, estaba a malas con su hermano, Juan de Aragón, por lo que tampoco podía aspirar a su apoyo. Es por esta razón que Enrique llega a la conclusión que la única forma de salir adelante es dar un golpe de Estado y secuestrar al rey.

Todo ocurrió en Tordesillas. Allí se encontraba el rey y allí, como quien no quiere la cosa, Enrique juntó 300 soldados. El 14 de julio de 1420, domingo, hizo entrada en la ciudad con esa tropa y oyó misa, tras lo cual, pretextando que se marchaba a Aragón y quería despedirse del rey, se dirigió al palacio con gran fanfarria. Dentro de ese grupo entraron los conjurados castellanos, es decir López Dávalos, Pero Manrique y Garci Manrique, junto con el obispo de Segovia, Juan de Tordesillas, todos ellos embozados en capas pardas para no ser reconocidos. De haberlo sido, alguien podría haberse preguntado qué hacían cortesanos castellanos acompañando a un infante en su viaje a Aragón.

Una vez dentro de palacio, cerraron las puertas, dejando a media Corte fuera. Tras prender a la gente que consideraron peligrosa, y el primero de todos Hurtado de Mendoza, los conjurados se dirigieron a la cámara real, la cual, gracias a la complicidad de Sancho Hervás, un ayo real, encontraron abierta. Dicen las crónicas que a los pies del rey dormía Álvaro de Luna, el cual presentó oposición a los conjurados en cuando dijeron estar ahí para liberar al rey de malas influencias, pues sabido es que todo golpista que se precie siempre se alza aseverando que lo hace por el bien del personal. No obstante, el de Luna poco podía hacer, pues los golpistas habían hecho una toma del palacio en toda regla.

Enrique de Aragón tenía un problema. Conocía a su hermano Juan y sabía que no iba a permitirle tan fácilmente dominar al rey. Así pues, sabía que en cuanto le llegaran noticias de la movida, y a esas horas podía dar por seguro que ya habían salido de Tordesillas mensajeros a todo galope, Juan tomaría el mando de sus tropas y se dirigiría a Tordesillas con la nada escondida intención de encenderle el pelo a su hermano. Así que resolvió sacar al rey de Tordesillas.

Juan II, que era una persona bastante cobarde por lo general salvo cuando tuviese el biorritmo disparado, no ofreció resistencia ni, que se sepa, pensó en ofrecerla. La que si dio mucho trabajo fue su hermana Catalina. Sabía bien que si Enrique pasaba a mandar en los designios de la Corte era sólo cuestión de tiempo que ella acabase en su tálamo haciéndole hijos; poco sabemos del aspecto de Kike Movidillas From Aragon, pero lo que sí sabemos es que a Catalina, la persectiva de casarse con él (al menos en ese momento) se le asemejaba en atractivo a la de colgarse una piedra de cien kilos de cada pezón. Así que se fue al monasterio de Tordesillas pretextando que iba a despedirse de la abadesa y, una vez dentro, dijo que de allí no la sacaban ni los geos. Hubo que negociar con ella y, muy especialmente, Enrique tuvo que prometerle que no le tocaría un pelo.

Tras intentar irse a Segovia, la Corte se dirigió a Ávila, con un ojito puesto en Olmedo, donde se decía que estaba Juan de Aragón con sus marines. Juan se acababa de casar con Blanca de Navarra pero, tal y como su hermano había columbrado, nada más saber de lo que había pasado se metió en Castilla y convocó a todos sus leales en Peñafiel. Leonor de Aragón, la madre de los dos contendientes, se pasó a Castilla para intentar una paz entre sus hijos; la logró, muy débil, pero al menos sirvió para que la guerra, que se daba ya por cantada en los campos que rodean Cuéllar, no se produjese.

Enrique dispuso un nuevo traslado, tratando de poner al secuestrado rey de Castilla au dessous de la melée, llevándolo a Talavera. Por el camino, consciente de que su situación era comprometida, debió de cambiar de táctica galante o tal vez se bañó o, quizá, es que Catalina era tan voluble y medio gil como su hermano. El caso es que, camino de Talavera, casi de forma súbita la resistencia de Catalina se convierte en enamoramiento pasional, y ambos son casados en presencia del rey.

Aquel casorio fue la oportunidad que buscaba Álvaro de Luna.

Todo parece indicar que, verdaderamente, lo de Catalina de Castilla fue un encoñe en toda regla. Casarse con Enrique y dejarle la barriga roma a base de roce fue todo uno. Dicen las crónicas de aquel tiempo que el infante aragonés, tras su boda, hubo de cambiar sus costumbres y, muy especialmente, levantarse más tarde. Lo cual tiene extremada importancia, no porque este blog se haya vuelto rijoso, sino por la simple razón de que, en relajando sus horarios, Enrique dejó al rey solo más tiempo del que acostumbraba.

El 28 de noviembre, el monarca y Álvaro de Luna se aliaron para escaparse de Talavera. Al amanecer siguiente, partieron, según le dijo De Luna al infante, para cazar una garza a la que le tenían ganas: el rey, Álvaro de Luna, su cuñado Pedro Portocarrero (ese año se había casado), Garci Álvarez, señor de Oropesa, Pero Suárez de Toledo y Diego López de Ayala. Ese exiguo equipo se escapó rodeando al tipo más valioso de Castilla y uno de los más valiosos del mundo.

El conde don Fabrique, otro conjurado, salió un poco más tarde solo. Sin haber avistado aún a la partida se encontró con otro cortesano, Fernando Manuel, partidario del infante, con quien cabalgó un rato hasta llegar al puente del Alberche. A Fernando Manuel le contó la versión oficial de que iba de cacería con el rey, y el otro la creyó. Pero volviendo a Talavera se cruzó con Garci Manrique el cual, nada más escucharle eso de que si el rey está cazando una garza y tal, debió de juntar piezas, se dio cuenta de lo que pasaba, se fue a toda hostia a Talavera, y sacó al infante de la misa donde estaba.

Los escapados, mientras tanto, llegaban al castillo de Villalba, a unas cuatro leguas de Talavera, pero lo desecharon por ser fácil de atacar y demasiado cercano a la ciudad. Decidieron hacerse fuertes en el castillo de Montalbán, algo más lejos. El sábado, 30 de noviembre, las tropas del infante Enrique lo cercaban, apresando de nuevo al monarca, cuando menos de facto.

El 5 de diciembre Juan de Aragón, que está en Olmedo con los suyos, parte hacia Montalbán. Para entonces, en el interior del castillo se daba una situación inusitada para un rey de Castilla, como es la escasez. Sitiados y viviendo de las pocas provisiones que encontraron dentro del castillo, el monarca y los suyos tuvieron que matar tres caballos para comer.

Conforme fueron pasando los días, para Enrique y los suyos empezaba a ser bastante claro que no eran los que caían más simpáticos en la fiesta. La gente común no escondía su simpatía por el rey y su oposición al sitio, aunque, lógicamente, se guardaban mucho de pasar de la lengua a la espada, más que nada porque casi ninguno tenía espada. Pasado el día 5, además, estaba el problemilla de que el Capitán América, aunque en realidad era el Capitán Navarra, venía de camino con intenciones no muy pacíficas. Así que Enrique trató de ganarse al rey de buen rollito, y el día 10 de diciembre permitió que todo cristo que quisiera entrase en el castillo a proveerlo de viandas. Aquello marcó el final. Más o menos entonces llegaron noticias de Fuensalida, donde estaba Juan de Aragón, quien pedía permiso para ir a ver al rey. Juan II, probablemente aconsejado por Álvaro de Luna, le dijo que no hacía falta que se acercase, que ya estaba todo arreglado. Al parecer, el valido y Enrique de Aragón habían parlamentado días atrás, y el infante había exigido, a cambio de levantar el campamento, que el rey no le diese cuartelillo a sus hermanos Juan y Pedro. Comerían juntos, sin embargo, el día de Navidad, en Villalba.

En todo caso, la conclusión principal del golpe de Estado de Tordesillas-Montalbán fue la definitiva consolidación de De Luna como valido del rey. Y De Luna, en el más puro estilo renacentista, habría de responder, muy pronto, a la traición de Enrique, con una traición. Pues la Historia del Renacimiento es, como bien se sabe, un constante donde las dan, las toman.

No tardó mucho Enrique de Aragón en volver a tomar las armas, pues el episodio de Montalbán no había servido para resolver nada. El motivo fue el marquesado de Villena, que formaba parte de la dote que el rey concediera a su hermana Catalina, pero sobre la que el propio monarca, a la vista de lo maniobrero que resultó ser su cuñado, había dado instrucciones precisas de que no se tomara posesión de las villas que contenía. Enrique pasó de esa orden como de comer mierda y levantó a su gente, que estaba en Ocaña por orden del rey sin poder teóricamente moverse de ahí, y se acercó a las dichas tierras con la intención de tomarlas con la espada. Raudo, el infante Juan, hermano suyo pero rival directo, se aprestó para enfrentársele. No fue sino tras que la reina Leonor, madre de los contendientes, alcanzó al díscolo Enrique a la altura de El Espinar, y le contó que con el ejército que habían reunido el rey y el infante Juan le iban a dar hasta en el yeyuno, que Enrique aceptó licenciar a su gente y olvidarse del asunto.

El rey, dándose cuenta de que no podía dejar las cosas colgando, convocó en Toledo una reunión con Enrique, los nobles de sus partido y otros cortesanos, con la intención de resolver el pleito del marquesado de Villena y otros más pendientes. Al principio Enrique se negó a ir, convencido de que el rey quería matarlo (hipótesis en modo alguno descartable al nivel de conocimiento que tenemos); pero finalmente, cuando el monarca salió de Toledo con un gran ejército para cazarlo, resolvió «fiarse», así pues quedaron en Madrid, un 14 de junio.

A la llegada a Madrid de Enrique de Aragón, el rey le mostró unas presuntas cartas escritas por Rui López Dávalos, en las que se venía a demostrar que Enrique y los suyos se habían concertado con el rey moro de Granada para que entrase en Castilla, inestabilizando la zona y favoreciendo con ello los planes del aragonés. Enrique, desde luego, negó toda implicación; pero aún así quedó en arresto domiciliario.

La verdad es que las cartas eran una invención. Entre otras cosas porque en el sumario contra López Dávalos, pues fue finalmente encausado, se le acusa de un huevo de cosas, pero no se dice una palabra de las cartas. Finalmente, se descubrió que el autor de la estafa había sido un tal Juan García, de Valladolid, que fue ajusticiado. Pero, por el camino, el rey había apresado a su enemigo y le había confiscado sus bienes. Operación especialmente lucrativa en el caso de López Dávalos, pues de él se decía, en aquel entonces, que podía ir de Toledo a Santiago de Compostela durmiendo cada noche en una villa de su propiedad.

Nada más culminar esta operación, Álvaro de Luna fue nombrado para un muy importante cargo, el de Condestable. Este detalle ha hecho pensar a muchos tratadistas, y a fe mía que piensan bien, que tamaña recompensa se hace por un gran favor. Cierto que el De Luna había hecho una gran labor quedándose con el rey en Montalbán, cuando parecía que iba a perder la partida, y forzándole, a buen seguro, a resistir, cuando es probable que su carácter veleidoso y débil quizá le llevaba a ceder ante sus sitiadores. Pero eso había ocurrido antes. La condestabilía más parece una prez relacionada con el asuntito de las cartas falsas y la detención de Enrique de Aragón.

Esta tesis tiene la ventaja de explicar la mala leche con que el infante se desplegaría, de aquí en adelante, respecto del flamante Condestable don Álvaro de Luna.

miércoles, febrero 18, 2009

Álvaro de Luna, o el parto de España (1)

Álvaro de Luna, o el parto de España.


He pensado en titular así esta pequeña serie de artículos que comienza hoy porque pienso que don Álvaro, su vida bastante plena y su desgraciada muerte, son todas ellas consecuencia del tiempo que le tocó vivir; el tiempo en el que un proyecto geopolítico llamado España estaba gestándose. Un nacimiento que, como casi todos, fue doloroso y complicado. España es un engranaje de varias ruedas que costó mucho encajar, por mucho que la conciencia de lo hispano fuese algo evidente desde mucho tiempo atrás y ya Hispania fuese una realidad desde muchos siglos antes que aquél en que vivió el aristócrata protagonista de nuestra historia de hoy. En medio de esos engranajes quedó Álvaro de Luna y, muy especialmente, su cuello quebrado por el verdugo. Por lo demás, como ocurre con todos los seres poliédricos que protagonizan la Historia, la peripecia de Álvaro de Luna puede contarse muchas veces y de distintas formas. Ésta que hoy vas a comenzar a leer es, tan sólo, la mía. Y si lo haces, será por placer pues Álvaro de Luna, su historia, su circunstancias, no son cosas que, me da a mi la impresión, ni se cuenten hoy en día ni sean, faltaría más, motivo de examen.

El de Luna es hijo del siglo XV español. Un siglo en el que ocurrirán muchas cosas y que terminará de forma imperial, pues será en el tiempo de descuento de esta centuria, en 1492, cuando los reyes católicos, Isabel y Fernando, se marquen los dos innegables tantos históricos de terminar la Reconquista y descubrir América.

Pero en 1406, en Castilla, aún falta mucho para eso. En dicho año, en Castilla muere un rey, Enrique III, que es sucedido por su hijo Juan II. Juanito no tiene entonces ni dos años de edad, así pues es un niño apenas destetado. Son esas cosas que tienen las monarquías; puesto que puede más la sangre que el mérito, los destinos de países enteros se colocaban en manos de bebés casi recién nacidos. En el caso de Juan, el rey quedó al cuidado de su madre y del infante Fernando de Aragón, a quien no hay que confundir, desde luego, con ese Fernando que formará dúo dinámico monárquico precisamente con una hija de este niño al que, de momento, apenas vemos babear en su cuna.

Enrique III murió muy joven, a los 27 años. Por eso su hijo era apenas un proyecto de persona cuando comenzó a reinar. Lo cual fue oro molido para quienes, de verdad, estaban acostumbrados a mandar en Castilla. En el siglo XV apunta el Renacimiento, pero la sociedad es, en buena parte, medieval. Y, en lo que atañe al poder, eso quiere decir que la clase noble está acostumbrada a mandar, y mucho. Enrique intentó ponerle barreras a las ambiciones nobles y construir un poder centralizado basado en la prelación de la corona; pero murió, como hemos dicho, muy joven para conseguirlo. Su hijo menos parecía que lo fuese a conseguir, siendo como era un bebé.

Fernando de Aragón no fue un mal regente. A pesar de que en su apellido quedaba clara su procedencia, miró por los intereses de Juan y de Castilla e incluso continuó la Reconquista, tomando poblaciones como Antequera. Sin embargo, como todo lo bueno se acaba, llegó el día en que él mismo fue reclamado para ser rey de Aragón, que al fin y al cabo era su nación.

El rey tenía tres años y quedaba solo. Un día, estando la Corte en Guadalajara, llegó de Roma el arzobispo Pedro de Luna, trayendo consigo a Álvaro de Luna, que entonces tenía 18 años. Alvarito era hijo de un pariente de don Pedro, de nombre también Álvaro, y que tenía muy buena posición, aparte de sangre aragonesa muy principal, pues tío abuelo suyo fue el papa Luna, Benedicto XIII; era señor de Cañete, de Jubera y de Comargo. Pero el chico era bastardo, lo cual quiere decir que de todo aquello no podía aspirar a quedarse nada.

Obviamente, el pasado pesa como una losa al tratar de hacernos una idea cabal de este Álvaro de Luna. Dicen las crónicas que era más bien chaparro, que se quedó muy prontamente calvo y que era muy hábil en los torneos usando las lanzas. Pero lo que más nos importa para el momento en que estamos es que, nada más llegar a la Corte, consiguió ganarse el favor del rey. Juan II era un niño y a los niños, o por lo menos a algunos, es fácil embaucarlos. Claramente, el de Luna consiguió hacer que el chaval bebiese los vientos por él, desarrollando una dependencia que duraría muchos años, con los altibajos normales en una persona caprichosa y ciclotímica como Juan II, comenzando con ello a construir ese mito tan español del valido real.

Otra característica de la juventud de Álvaro de Luna fue su éxito con las mujeres. Es bastante probable que durante su mocedad se dedicase a matar a polvos a más de una (simultáneamente). De hecho, las crónicas nos relatan un suceso tras el cual quizá se adivina el torvo ogro de los celos.

Inés de Torres, mujer archiinfluyente en aquella Corte, era una de las desmayadas admiradoras del jovencito. Pero, sin embargo, en un determinado momento la vemos entrar en la estancia de la reina para contarle que otra mujer de la Corte, Costanza Barba, está liada con el bastardo, y sugiriéndole que les ordene casarse para así guardar el natural decoro. Pueden ser muchas cosas, cierto; pero huele de lejos a putada de pava despechada.

El final de la anécdota revela otra característica psicológica de Álvaro de Luna que debemos tener en cuenta al estudiar su vida: a todas luces, tenía las bragas muy, muy bien puestas. La reina convoca en su gabinete a la Barba y mamá Barba; las cuales parecen ser bastante proclives al casamiento. A Álvaro de Luna le dice que espere fuera. El de Luna se cosca de que lo van a casar. Muchos se habrían conformado con su destino: si la reina lo dice... Pero no Álvaro de Luna. Él, a pesar de no tener fortuna, a pesar de no tener más oficio que medrar en la Corte, coge el portante y se larga varios días de la misma, hasta que consigue deshacer el presunto casamiento. Es posible que obrase con esa seguridad porque para entonces ya tuviese bastante ganada la voluntad del niño Juan. Probablemente pensó que si no le dejaban volver a la Corte, sería él quien lo reclamase.

La muerte de Fernando de Aragón (1416) sirve para aflorar las tensiones en la Corte castellana y, sustancialmente, la existencia de dos partidos. Por un lado están Juan Velasco y Diego López de Estúñiga, dos nobles que aspiraban a dominar al rey y que ahora que éste queda al solo cuidado de su madre, se postulan para ser sus vigilantes (y de paso controladores, porque un rey niño es un chollo). Del otro lado está la nomenklatura cortesana del momento, formada sobre todo por Alonso Enríquez, Almirante de Castilla, el condestable Rui López Dávalos y el Adelantado Pero Manrique, los cuales son obviamente partidarios de mantener la situación.

En 1418 muere la reina doña Catalina, esposa del anterior rey Enrique. A partir de ese momento comienza la libertad del rey Juan, quien hasta entonces ha sido estrechamente vigilado por su madre, en medio de una Corte donde quien más quien menos mira por lo suyo y ve a Juan II como un metro instrumento para conseguir sus ambiciones. Ese mismo año, Juan se casa con María, hija de Fernando de Aragón.

En 1419, cuando el rey tiene ya 14 años, las tensiones entre las diferentes banderías de la Corte, en gran parte animadas por lo hijos de Fernando de Aragón que pretenden mangonear al rey, llevan a la necesidad inexcusable de que el rey empiece a reinar. Así pues Juan, que como he dicho es un tipo cuya voluntad es una montaña rusa y con un carácter caprichoso, se coloca a las riendas de Castilla en un momento de la vida en la que uno apenas piensa en otra cosa que en la Xbox y las cosas que se le ocurren a la vista de un póster de Angelina Jolie.

La cosa estaba tan hirviente que los nobles, tras protestar por el excesivo poder del mayordomo real Juan Hurtado de Mendoza, fuerzan un acuerdo acojonante por el cual el gobierno de Castilla serán tres, y gobernarán por turnos. Algo así como si en la España actual gobernase medio año Zapatero y medio año, Rajoy (y Cayo Lara un par de días festivos). La leche, vamos.

Elemento fundamental de todas estas movidas son los infantes de Aragón, hijos de Fernando. Ya hemos dicho que este rey no era malo; pero hasta al más listo se le escapa un cuesco y la verdad es que a Fernando de Aragón, en el momento de la muerte, se le olvidaron bastantes lecciones de geopolítica. La familia real aragonesa poseía muchos predios y lugares en Castilla. Si Fernando hubiese querido dotar a su otrora pupilo Juan II de un entorno razonablemente pacífico para crecer, lo que habría hecho habría sido alejar a sus propios hijos, de cuyo natural ambicioso es de suponer estaba informado, de los terrenos castellanos, dotándolos por herencia con las también numerosas propiedades en Aragón. Pero hizo lo contrario. Pedro, Juan y Enrique de Aragón, los tres infantes de marras, fueron generosísimamente dotados con terrenos en Castilla, con lo que ahora tenían todos los motivos para andar por las tierras de Juan II dando por culo. Y velay que lo harían.

Enrique, el más maniobrero de los infantes, tenía como amiguitos a Rui López, a Pero Manrique y a Garci Fernández Manrique, todos ellos conspicuos cortesanos. Además de maniobrero, Enrique era muy echado para alante. En 1420, decidió que, ahora que no estaba su padre, lo mejor era dejarse de leches, y dar un golpe de Estado.

Aunque, probablemente, no contó con el de Luna.

Seguiremos informando.

domingo, febrero 15, 2009

Madrid, cien años [o así]

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