jueves, noviembre 18, 2010

¿El fin del gallardoneo?

Puede que estemos asistiendo al fin del gallardoneo, o puede que no. Todo se reduce a la pregunta de si el peso de 7.000 millones de euros, en este momento impagables, va a hundir o no a la persona de este conspicuo político, que nunca ha escondido la altura y anchura de sus ambiciones. Pero, en todo caso, leyendo las noticias sobre la materia que hoy se publican, yo al menos tengo cierta sensación de final de ciclo. En política el camino nunca se termina porque las instituciones son eternas; pero eso no quiere decir que no haya ciclos. Yo veo en lo que leo el fin del gallardoneo.

El general Primo de Rivera, dictador de España, usaba el verbo borbonear para definir aquellas situaciones en las que Alfonso XIII pretendía metérsela por detrás. «A mí éste no me borbonea», le oían decir sus colaboradores, aunque una cosa es predicar y otra dar trigo, pues, al fin y a la postre, el ilustre coronado se la metió. El gallardoneo puede pensarse como algo parecido, es decir la acción de buscarse la vida en favor de unas ambiciones personales a través del cargo ostentado. Alberto Ruiz Gallardón tiene para sí una ambición política, y es obvio que se cree lo suficientemente capaz y lo suficientemente joven como para perseguirla. Hace ya muchos años que debió concluir que mandar en Madrid, sólo se manda si se manda en España, así pues hizo de las instituciones madrileñas su trampolín particular. Lo intentó con la Comunidad de Madrid pero, como en aquel entonces la CAM tenía menos competencias, ergo manejaba menos pasta, prefirió dar un salto al Ayuntamiento de Madrid, desde donde ha intentado forjarse una imagen de verso suelto de derechas, be water my friend, eficiente logrador de retos difíciles. Lo malo es que los retos no los ha conseguido (la Olimpiada será en Londres y en Río) y ahora tiene que pagarlos. Y, como digo, ya veremos si la hipoteca acaba o no con él.

Pero la cuestión del gallardoneo es bastante más que la ambición de un tipo. De ser sólo eso, no creo que escribiese ni una línea. La cuestión Gallardón es, de alguna manera, la expresión de algo que tiene una honda raigambre en nuestra Historia, que es una enorme asignatura pendiente de España como proyecto: integrar adecuadamente en la estructura esa figura llamada ayuntamiento.

Se podría decir que en la Historia moderna de España los ayuntamientos han sido protagonistas de primer nivel. El hecho de que se nos diga y se nos repita que Móstoles fue la primera institución española que le declaró la guerra al odiado francés (tan odiado que nos ha dejado a una de sus familias colocadas en Zarzuela) demuestra bien a las claras que en la que llamamos guerra de la Independencia el poder local, a falta de otro muy probablemente, tuvo un papel primario. Éste fue el primer gran pecado de los ayuntamientos: demostrar que eran capaces de ser fuertes y hacer cosas. En cuanto Fernando VII, ese rey tan injustamente no decapitado, pisó España y comenzó a albergar el proyecto de volver a rehabilitar España, para entonces una Sagrada Familia inconclusa, para que volviese a ser la pirámide de Keops que siempre había sido, tuvo claro que a los ayuntamientos les tenía que negar el pan, la sal, la playstation y hasta el Hemoal.

En realidad, en el siglo XIX todo conspiró en contra de los ayuntamientos. Por el lado regalista, los borbones tenían muy claro que ellos no le llegaban a Napoleón ni al extremo inferior de los testículos, así pues los movimientos populares que echaron al hermano de Pepe Botella del país bien podrían echarlos a ellos (y no erraban: lo hemos hecho ya dos veces). Por el lado liberal, sus hondas raíces jacobinas, en España bastante jacoboinas, impulsaban al liberalismo patrio a ser, como fue, fuertemente centralista, como bien saben los catalanes decimonónicos, que no se sabe muy bien si eran proteccionistas porque eran nacionalistas, o eran nacionalistas porque eran proteccionistas. Por último, el localismo tuvo la desgracia de ser abrazado por la gran ideología perdedora del siglo, que no es otra que el tradicionalismo trabucaire y meapilas de los diferentes carlismos. Con el foralismo vasco, que al fin y al cabo se basa en los privilegios medievales, cayó el municipalismo, que al fin y al cabo busca su legitimidad histórica en los mismos hechos. Sólo los navarros, y eso por lo paccionadamente listos que son, se libraron de la quema.

Con todo, la gran, gran desgracia del municipalismo español se llama I República. La República Federal Española de 1873 es un sueño de Francisco Pi y Margall. Si hubiese creído en la parapsicología y lo metanormal, quizá don Françesc se habría dado cuenta que tener por apellido un número que llaman irracional era una señal del Cielo. El señor Pi, con sus infinitos decimales que nunca se repiten, era un gran pensador, pero al fin y a la postre un pensador irracional. Nunca reflexionó en serio sobre la diferencia entre describir en un papel la Ínsula Barataria y gobernarla de verdad.

Pi y Margall soñó una España proudhoniana que nunca había existido, y nunca existió. Una España formada por la acumulación de libres contratos de adhesión de las personas, los barrios, las aldeas, las ciudades, las provincias y finalmente las regiones. El poder estatal, lejos de ser lo que había sido hasta entonces, es decir un poder en sí mismo que irradiaba a sus ciudadanos, era tan sólo el resultado de las pequeñas cesiones de poder hechas por los individuos desde la base; y quien da, puede quitar. En la práctica, el pimargalismo venía a suponer un municipalismo exacerbado. El poder residía en los ayuntamientos.

A Pi, como a todos los intelectuales de alguna forma influidos por las ideas anarquistas, que son más roussonianas que las mismísimas obras de Rousseau, las cuentas le salían porque creía que los actores del Estado Federal serían fieles y, por lo tanto, respetarían el contrato con el Estado. Pero la deriva de la I República, incluyendo el asuntillo de Cartagena, la proclamación nocturna de la república sevillana, los varios intentos de irse a tomar vientos por parte de los catalanes et altera, demuestra a las claras que erraba.

La caída de la I República entierra el municipalismo español bajo una losa de granito cuyo epitafio dice: «tengo problemas más graves». Desde aquel día no ha levantado cabeza. Ya en la propia República, el pimargalismo es barrido por el castelarismo. Castelar creía que la República Federal es un régimen en el que el Estado, fuente primera y única del poder, lo cede, de una forma más o menos graciosa, a otras instituciones que están más abajo en la pirámide. El autonomismo actual es vástago de esa rama; quizá sólo por casualidad, la avenida Pi i Margall de Madrid se llama hoy Gran Vía, pero la plaza de Castelar conserva su nombre.

Durante gran parte del siglo XX, y muy especialmente durante el franquismo, ser alcalde no era gran cosa. Que hubo alcaldes que fueron realmente famosos, como el inolvidable edil condal Porcioles, nadie lo duda. Pero en los tiempos de la Restauración, de la II República y, sobre todo, en los tiempos de Franco, todo el mundo sabía que para medrar, lo que había que ser es gobernador civil. Los gobernadores civiles eran mucho más necesarios porque en sus manos estaba la manipulación electoral; y, cuando dejó de haber elecciones, sus funciones dentro del Movimiento Nacional, o sea sus prerrogativas como mandamases locales del partido único, hacían que, cuando gentes ambiciosas como Adolfo Suárez buscaban acomodo, no pensaran en ser alcaldes, pese a la estabilidad en el empleo, sino gobernadores civiles; Suárez lo fue de Segovia, si no me falla la memoria. Es obvio que hubo alcaldes que cambiaron la fisonomía de sus ciudades. Pero era un empleo que lucía poco y que, sin embargo, se prestaba a múltiples críticas de las que la nomenklatura franquista se libraba. Hoy nadie recuerda a Arespacochaga, el alcalde que cavó el túnel bajo la plaza Mayor de Madrid; pero él, allá donde esté, seguro que se sigue acordando de los progenitores de todos los que le pusieron a parir.

Para alcalde valía cualquiera. Cuando Franco entró en Barcelona, hizo nombrar alcalde a un capitán del ejército. Anécdota que se presta al chiste de que tal vez fue así porque la cabra de la Legión estaba, como de costumbre, demasiado mamada.

La llegada de la democracia cambió las cosas. Aunque menos. Ya en las postrimerías del franquismo, en su entonces famoso Espíritu del 12 de febrero, AKA El cambio lampedusiano hacia la democracia dictatorial, Moisés Franco Bahamonde, por boca de su portavoz Aarón Arias Navarro, ofreció a los españoles ávidos de libertad la zanahoria de que podrían elegir directamente a sus alcaldes. El dato lo dice todo de la importancia que se le daba en El Pardo a la institución local, que hasta pensaban que podía ser electiva (ergo pestilente). Por razón de este trato entre desinteresado y malintencionado, cuando llegó la democracia, a los ayuntamientos los pilló sin demasiada tradición de mando, carentes de una Hacienda propia, totalmente dependientes de Madrid y sin atractivo para la clase política. Para colmo la Transición, al reinventar un castelarismo con suficientes elementos de pimargalismo como para mantener contentos a vascos y catalanes, saca a pasear el concepto de autonomía, a ratos histórica a ratos no, y lo mete en medio. A los ayuntamientos, ahora que podían tocar pelo, van y les ponen una carabina. Y la carabina empieza a zampar bollos y a engordar que lo flipas.

Esta situación, en extremo negativa, fue cambiada, dada la vuelta diría yo, por los dos inventores del gallardoneo, ambos políticos en mayor o menor medida preteridos por los centros de poder de sus partidos. Pasqual Maragall en Barcelona, y Enrique Tierno Galván en Madrid. El caso más evidente es el de Tierno. Es colocado en la cúspide de la lista socialista por Madrid porque quienes mandan en el PSOE no quieren zascandileando por la política nacional a un tipo que puede contar muchas cosas de los tiempos en los que resistir al franquismo era un riesgo auténtico y a ellos, los jefes del momento, no se les veía por asambleas y cenáculos. Tierno estorba, y como es un tipo al que le gustan mucho las jugadas estéticas y representativas, se piensa que el papel de ir por la vida inaugurando fuentes le gustará. Además, lo designan para perder.

Pero Tierno gana. De una forma un tanto extraña y bipartita, pero gana. Y no sólo gana, sino que descubre que, cuando se manda en una ciudad suficientemente grande, en realidad se cuenta con resortes mil para convertirse en un personaje de alta relevancia.

Es evidente que Tierno jamás pensó en competir contra González por el liderazgo del PSOE. Pero también es evidente que el día que González o Zapatero tengan la desgracia de dar el último suspiro, no tendrán, ni de coña, los funerales que tuvo Tierno, con todo el pueblo de Madrid llorándole. El Viejo Profesor, como era llamado este extraño socialista que recibió al Papa en Madrid hablándole en latín, labró un nuevo modo de gobierno municipal. Bueno, no tan nuevo, pues uno de sus pilares básicos, que es gastarse la pasta gansa organizándole a los madrileños unas fiestas de puta madre, no se aparta ni medio milímetro del panem et circenses de hace 2.000 años.

Tierno, que quería ser joven, se debió comprar un día un disco de los Kinks y escuchó aquella canción que se llama Give the people what they want. Y allí encontró su mantra. Bajo la presión de Tiernos, Margalles, tiernitos y margallitos, los ayuntamientos se convirtieron en plataformas de servicios dependientes de la demanda de los ciudadanos. Una política que ha generado una confusión de la pitri mitri entre los poderes públicos españoles, pues ha provocado que todos hagan de todo, y es por eso que en España hay ministerio nacional de Educación, consejerías regionales de Educación, y concejalías locales de Educación; obvio es que dos de estas tres administraciones están haciendo algo que no deben; pero, en puridad, no sabemos bien cuáles. Y así nos va en la España de hoy, un país en que podemos encontrar, en cualquier ciudad de tamaño mediano, hasta cinco tipos distintos de residencias de ancianos; de dependencia estatal, de dependencia autonómica, de dependencia local, de dependencia privada sin ánimo de lucro, y de dependencia privada con ánimo de lucro.

Esta tendencia, en todo caso, alumbró el gallardoneo, es decir, el aprovechamiento del poder local en beneficio de la carrera política de quien lo ostenta. Pasqual Maragall acabó gobernando Cataluña, sin ir más lejos. Rosa Aguilar tampoco puede decir que le haya ido mal. Mi paisano Paco Vázquez es embajador del Estado del que supongo le gustaría ser jefe (si Dios hubiese querido). Qué decir de Jesús Gil (if I say you are black, then you are black), o su replicante Julián Muñoz. Hasta el Dioni, si no recuerdo mal, quiso ser alcalde de El Molar... Es lógico que Gallardón se mirase al espejo y dijese: «Espejito, espejito, ¿por qué no yo?»

La clave de todo, sin embargo, está donde siempre: en la caja. La autonomía municipal sólo es posible, en puridad, si existe autonomía fiscal. Si no existe autonomía fiscal, los ayuntamientos tiran con pólvora del rey, con lo que se condenan a sufrir crisis de financiación periódicas, como de hecho ha pasado ya varias veces desde 1976. La primera norma contra la demagogia del gobernante nos dice que, para que pueda comprar caramelos para los niños, deba antes cobrárselos a sus padres. Si puede comprar los caramelos sin subir los impuestos, entonces, en lugar de comprar humildes peta-zetas, comprará pasteles de la mejor calidad.

Los 7.000 millones de deuda del Ayuntamiento de Madrid son el reflejo, además de una gestión en cuya calificación no entraré, el fin de ese ciclo. La crisis ecofinanciera, que ha acabado con tantas cosas, parece querer acabar con el gallardoneo.

Puede, por lo tanto, que esté sonando la hora de alcaldes quizá más oscuros, quizá menos vistosos para debates televisivos y entrevistas en la radio, pero más dados a tener las calles limpias, las fuentes manando agua, los perros con correa, los botellones bajo control...; esas cositas que hacen las gentes que gestionan.

O puede que lo haya pasado tan bien escribiendo este post que ahora mismo esté siendo objeto de un ataque de optimismo.

miércoles, noviembre 17, 2010

Granada

Cualquier español medianamente educado de mi generación, por las posteriores no pondría la mano en el fuego, conoce la frase que, según la tradición, escuchó Boabdil el Chico de labios de su madre mientras dejaba para siempre Granada: «Llora ahora como mujer lo que no has sabido defender como hombre». Supongo que hoy en día no se habla mucho de ella; si a la sultana la llega a pillar Bibiana Aido por allí cerca, le hubiera arreado una colleja de aquí te espero. Bromas aparte, la Historia de Granada tiene algo de mágico, y detrás de esa frase, que por cierto no fue pronunciada hacia la persona de Boabdil sino de todos los hombres que con él marchaban, tiene, también, bastantes más contenidos que bueno es explicar. La caída de Granada es, en sí, el guión de una película de amor y guerra.

Fernando III, rey de Castilla, es, probablemente, el gran re-cristianizador de España. Fue él quien, a partir de 1231, inició una serie de campañas contra el moro en las que se hizo con bastiones como Córdoba o Sevilla, conquistas que dejaron herida de muerte a la España musulmana; la cual, en todo caso, desde 1223 estaba inmersa en una intensa lucha intestina, tras la muerte sin descendencia del monarca almohade Abu Yucub Yussuf II. El mismo año que Fernando III comenzó su particular cruzada andalusí, un reyezuelo jienense, Muhammad ben Yusuf ben Nasr, se apoderó de la ciudad de Granada y estableció allí su capital. Supongo que es de ese Nasr con que termina el nombre de este rey de donde viene la costumbre de denominar al reino de Granada como reino nazarí.

Los monarcas nazaríes aprendieron a portarse como cualquier grupo político minoritario, pero relevante. Cuando los vientos del norte de África llegaban puteones, se aliaban con los cristianos contra sus hermanos de fe y de poco más. Cuando eran los cristianos los que se pasaban de frenada, era hacia el Magreb adonde miraban en busca de alianzas.

Llegamos a los últimos años de aquel reino granadino, para fijarnos en Fátima, o Aixa como también la llaman. Fátima, sultana, era hija de Muhammad X, llamado El Cojo, vaya usted a saber por qué; esposa de Muley Hacen y madre de Abú Abdalá, quien también sería rey, el último rey de Granada, con el sobrenombre de Boabdil.

El casamiento de Fátima y Muley, primos de sangre, fue puramente político. Al parecer, Fátima era un callo malayo ciclón B; sobre ella han especulado los estudiosos que pudiera tener una cosa que se llama virilismo hipofisario, que no sé muy bien lo que es pero sospecho que Shakira no lo sufre. Características propias de Fátima, según estas teorías, serían el hirsutismo, hipertricosis, bigotón, barbita mejillera, voz viril y, según leo, «atenuación del instinto genital»; como los libros que consulto son antiguos, de la posibilidad de que fuese bollera no encuentro razón. Las gentes de su tiempo la llamaban La Horra, que viene a ser la frígida.

Otra característica de Fátima, mucho más importante para lo que aquí relatamos, es su fanatismo religioso. Ella es una musulmana de la m a la a, cree en la guerra santa y en la obligación de sus muy altos parientes de cumplir con ella.

El casamiento, no obstante, convenía a los arreglos reales. Los Reyes Católicos, por cierto, concedieron dispensa para que los novios pudieran casarse, siendo como eran parientes directos.

La descendencia del rey Muley y su sultana fueron tres niños y una niña. Pero los cronistas contemporáneos no cuentan que, llegado un momento, Muley comienza a darse a los placeres «con cantoras y danzaderas», que no será algo que le reprochemos, la verdad. Descuida a las fuerzas armadas que son, al fin y a la postre, el sustento de su momio, además de imponer tributos y más tributos, pues las putas de calidad, a todo lo largo y ancho de la Historia, siempre han costado una pasta.

A pesar de convertirse en un pichabrava, Muley sigue formalmente casado con Fátima. Pero eso se termina finalmente a los veinte años de matrimonio, cuando el rey repudia a su esposa. En la ciudad es vendida, dentro de un grupo de chiquillos, una niña que entonces tendrá 10 o 12 años, y que los granadinos conocerán como La Rumía, es decir la cristiana convertida a la fe de Mahoma. La niña es adjudicada a la casa del rey, donde la colocan al servicio de una de sus hijas para que le barra las habitaciones. El cronista Hernando de Baeza, que no se recata de contarnos que Muley tiraba absolutamente a todo lo que se movía en palacio, nos cuenta que cuando el rey vio a la niña, se encoñó con ella como un Sánchez Dragó cualquiera, y ordenó a un paje que se la trajera. El resto de las miembras del serrallo, siempre según Baeza, esperaron a la chavala después del polvo y le dieron una mano de hostias.

Enterado Muley de la paliza, desde el primer momento creyó ser obra de Fátima, así que apartó y protegió a la niña, y la colmó de preces (y de fluidos, claro). Los amantes se instalaron en la Torre de Comares mientras Fátima, con sus hijos, vivía en el Cuarto de los Leones.

La Rumía se llamaba, probablemente, Isabel de Solís. Pero los moros le pusieron Soraya. Soraya le dio al rey dos hijos, Cad y Nazar, ambos nacidos musulmanes pero que se convertirían al cristianismo tras caer Granada, con los nombres de Alonso y Juan de Granada.

Mucho antes de que eso ocurriera, el partido fatimista de Granada comenzó a especular con que Boabdil fuese a ser desposeído de sus derechos dinásticos en la persona de Cad, el hijo mayor de la Rumía; como luego veremos, es probable que algo de eso hubiera. La pérdida de Alhama, en 1428, dio a Fátima todos los elementos necesarios para el golpe de Estado.

Con la muerte de uno de los hijos de Fátima, y ante la posibilidad de que su dolencia fuese contagiosa, tanto Boabdil como su hermano Yusuf pudieron abandonar el ambiente fuertemente vigilado del Cuarto de los Leones y trasladarse a otra dependencia. De allí huyeron, y fueron llevados a Guadix por los abencerrajes. En Guadix, Boabdil fue proclamado rey y Yusuf marchó a Almería.

En Granada, el partido fatimista logró enervar los ánimos y provocar manifestaciones de descontento en las calles. Estos grupos organizados provocaron unos fortísimos disturbios nocturnos ante los que el ejército de Muley, como hemos dicho antes descuidado en su organización y disciplina, poco pudo hacer. Así pues, el rey, con su esposa y sus hijos, se refugió en el castillo de Mondújar, y luego en Málaga.

La victoria de Boabdil, sin embargo, no hizo sino exacerbar la lucha por el poder entre abencerrajes y zebríes. Los cristianos, mientras tanto, preparaban las cosas para sacar tajada, concretamente la invasión de la importante villa de Loja. Pero fueron detenidos en sus intenciones por Muley Hacen, o más bien por su hermano menor El Zagal, el 15 de julio de 1482. Tras la victoria, Muley siguió hacia Gibraltar, tratando de recuperar su reino con la espada.

Aquellos movimientos de Muley fueron posibles gracias al genio militar de su hermano y supusieron, en cualquier caso, golpear al partido fatimista con su propia estrategia. Los granadinos, hasta entonces encantados con Boabdil, conocedores de aquellas acciones, comenzaron a preguntarse por qué su rey no se lanzaba a la guerra contra el cristiano como hacía aquél que había sido destronado. Por ello, en abril de 1483, Fátima y Aliatar, alcalde de Loja, consiguieron que Boabdil levantase el pendón de guerra para realizar una incursión por la frontera.

La despedida de Granada fue, a decir de los cronistas, impresionante. Es probable que nadie, jamás, se haya vestido en la Historia de España como se vestían los musulmanes cuando querían. Una tradición histórica dice que unos emisarios cristianos llegados a Medina-Azahara se postraron ante el camarero que les abrió la puerta, creyéndole el mismísimo Abderramán por la riqueza de sus ropajes. El pueblo vibraba de alegría como en la escena de la coronación de Carlos V en Bolonia que nos retrata Manuel Mújica en Bomarzo. Pero una mujer lloraba. Quizá la tía más buena de toda Granada. Moraima, la esposa de Boabdil, un pibón Defcon 1 según las crónicas, lloraba junto a Fátima al ver a su marido ir a la guerra; gesto éste que el bujarrón fatimero se aprestó a reprocharle. Fátima, en efecto, le afeó la conducta, y hay que reconocer que su argumento no carecía de base: un rey nazarí, le dijo, estaba más seguro durmiendo en una tienda de campaña que en su palacio.

Algo se debía barruntar Moraima, sin embargo. Probablemente, tenía claro que no era la única nenaza de aquel matrimonio. Así las cosas, Boabdil cumplió como lo que era. En Lucena, los cristianos le dieron hasta en la epiglotis. El otrora orgulloso Boabdil acabó participando en una deshonrosa retirada musulmana, desordenda y anárquica, hasta llegar a un arroyo, donde su caballo fue muerto y tuvo que empezar a huir a pie. Fue localizado tras unos matorrales, acojonado.

Enterado de lo de Lucena, Muley Hacen tiró para Granada, a dar por culo. Fátima, que se entera, sale de najas de la ciudad, y se refugia en Almería, con Yusuf, donde El Zagal los sitia y vence. El general de Muley le envía a la Alhambra la cabeza de su hijo. Uno menos...

¿Por qué los puntos suspensivos? Pues porque no sé si os habéis dado cuenta de que, en la sociedad entre los hermanos, el que tiene la fuerza es El Zagal. Así las cosas, no tiene nada de extraño que el general comience a plantearse que, si quita al rey de enmedio, él podría reivindicar el trono para sí. La Rumía, que se rumia, sin tilde, la cosa, convence a su marido de que abdique rápidamente en la persona de su hijo Cad, nombrando regente a su mujer. Pero fue un gesto tardío. Retirado Muley a Salobreña, El Zagal envía emisarios a Granada con los que Soraya intenta negociar, sin éxito. El Zagal es proclamado rey de Granada y Soraya y sus hijos son enviados a Salobreña.

Volvamos a Fátima. La incansable sultana piensa ahora que el movimiento lógico es que Boabdil se postre a los pies de los Reyes Católicos, les coma la oreja, y les pida ayuda contra El Zagal. En 1486, fruto de esas negociaciones llevadas a cabo por los ministrinis de la época (Aben Comixa, Alí Mucer, Mahomar el Jebis, Muhammad Lentin y Aben Saad), se firma el tratado de Porcuna. Los Reyes Católicos liberaban a Boabdil, éste se proclamaba vasallo de Castilla y se comprometía a luchar contra los reyes vigentes. Entre las cláusulas del tratado, quedan rehenes de los cristianos Sid Hamed, primogénito de Boabdil, y otros doce infantes de familias muy importantes del reino nazarí.

La firma de un tratado tan desventajoso y humillante es la razón fundamental de que los granadinos comiencen a llamar a Boabdil El Zogoibi, que es algo así como El Desdichado. Pero más bien deberían llamarse El Sin Palabra, porque lo cierto es que ni siquiera el hecho de haber dejado a su hijo de rehén (y haber dejado con ello a Moraima en peor situación que una moqueta usada) le impidió incumplir el acuerdo de Porcuna.

En realidad, el tratado fue el comienzo de unas negociaciones entre Boabdil y el equipo de Fernando el Católico, una vez que aquél recuperó Granada, para una voladura controlada del reino; el objetivo cristiano siempre fue que toda España dejase de ser musulmana. Boabdil, sin embargo, pretendía seguir siendo rey, y por ello, al mismo tiempo que negociaba con los cristianos, enervaba a los suyos para hacerles la guerra. Sin embargo, la gran batalla preparada por Boabdil, aún en contra del criterio de su madre la guerrera, quedó en poquita cosa, aunque causó gran mortandad entre los caballeros musulmanes. Y, de los que quedaron, muchos, como Abel Comixa, habían pactado con el de Aragón un tratamiento adecuado para sí y sus familias una vez completada la Reconquista, así pues no tardaron en dejar solo al rey. Bueno, no solo. Porque en ese momento de soledad a Fátima, que hasta entonces ha mostrado un realismo que su hijo no quiso apoyar, le entra la vena de defender la ciudad hasta la muerte. Los nobles nazaríes, reunidos en consejo, votan, sin embargo, por unanimidad, que no tiene sentido presentar resistencia armada.

Fernando de Aragón y Boabdil se enfrascaron entonces en una negociación interminable en torno a las capitulaciones de la rendición. El rey nazarí esgrimía constantemente dos triunfos a su favor: el primero, la posibilidad de que unas condiciones humillantes provocasen una revuelta popular que ni él mismo pudiese sofocar; y, en segundo lugar, su presunta decisión suicida de encerrarse en la ciudad y morir matando. En medio de todo eso, apareció Fátima para poner un obstáculo más. En uno de los borradores leyó que, a la entrega de las llaves de la ciudad, Boabdil (que, recordemos, al menos teóricamente era, desde Porcuna, vasallo de la corona castellana) debía hincar rodilla en tierra y besar la mano del rey cristiano. Fátima, sin embargo, insistió en que la entrega tenía que ser algo así como la rendición de Breda, esto es un acuerdo entre soberanos, entre iguales. Fernando de Aragón, que no se iba a parar en gilipolleces, accedió: Boabdil, a caballo, haría el gesto de ir a desmontar (presuntamente, para echar rodilla en tierra y lamerle los nudillos) pero Fernando, en gesto magnánimo, le pediría que siguiese en la montura. El 2 de enero de 1492, a orillas del río Genil, se entregó la ciudad.

La persona más feliz aquel día en Granada era Moraima, quien podría volver a ver a su hijo, seis años después. Y, quizá, tan feliz era Moraima como infeliz Isabel la Católica. Existen muchos indicios de que la reina cristiana llegó a tener verdadero cariño por aquel chaval. En carta al ya obispo de Granada, Hernando de Talavera, la reina católica comenta la marcha del niño con su padre, y, no sin cierto tono de angustia, propone: «paréceme que allá donde está lo debemos siempre cebar, visitándole con color de visitas a su padre, y enviándole algo». Estos deseos no se albergan en favor de un chavalote que te importa un culo.

En marchando de Granada, no sólo el rey Boabdil, sino todos los caballeros que con él marchan en total silencio, tornan a mirar la ciudad que dejan, y rompen a llorar. Y es entonces Fátima, el marimacho; Fátima, la mujer que fue apartada por su hijo tras el tratado de Porcuna, es decir en los momentos en los que el rey nazarí, con tal de quitar de enmedio a El Zagal, hizo lo que fuese, incluso mentir, faltar a su palabra, incluso hacer gestos bélicos cuyo éxito no podía garantizar; Fátima, pues, que tenía la sensación de que Granada se había perdido porque su hijo era, básicamente, un gilipuertas que había pasado de escucharla cuando más necesario le habría sido; Fátima, pues, ya no puede más, en lugar de llamarle a su hijo nenaza y tonto la haba, como debería haber hecho, dicen que dice aquello de: «Justa cosa es que el rey y los caballeros lloren como mujeres lo que no supieron defender como hombres».

Ella, obvio es, tiene los ojos secos.