miércoles, septiembre 06, 2017

1453 (4)

Como ha habido una pausa vacacional, tal vez necesites que te diga que este post sigue a otros tres que encontrarás aquí, aquí y aquí.


Bueno, pues ya tenemos a Murad II colocado a la cabeza del Imperio turco. La mayoría de los historiadores está bastante de acuerdo en que el reinado muradí colocó en el trono a un tipo con cierta tendencia a la abulia y dispuesto a los arreglos pacíficos con todo vecino. Sin embargo, pronto el emperador Manuel se lo habría de poner jodido. El basileus bizantino, haciendo una interpretación bastante libre de los términos del testamento de Mehmed, reclamó la tutela permanente de los nietos de éste, a lo que Murad se negó con cajas destempladas. El emperador respondió tratando de emponzoñar el Imperio mediante la liberación del disidente Mustafá y del ex visir Djuneïd, además de venderles armas y esas cositas. Murad buscó la alianza con los genoveses, que ocupaban la llamada Nueva Focea, frente a Mitilene, y quienes lo ayudaron para capturar a Mustafá y colgarlo de un poste.

lunes, septiembre 04, 2017

Trento (27)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El Papa le envió a sus legados instrucciones claras de que quería un concilio cojonudo. O, más bien, lo que él consideraba un concilio cojonudo. Para ello, hizo algo más que aleccionar a sus representantes en la asamblea. Comenzó a cursar órdenes indeclinables que, en la práctica, provocaron un auténtico tsunami de obispos italianos en dirección a Trento. Ante la ausencia de alemanes y franceses, eso dejó a los españoles solos ante el peligro. La legación hispana, sin embargo, ni modo de arredró por eso. De hecho, el conjunto de obispos españoles, una vez más dirigidos por el titular granadino Pedro Guerrero, se convirtió en una minoría altamente influyente, dada su solidez teológica y, sobre todo, la enorme fuerza moral que les concedía el hecho de ser la institución eclesial europea que podría exhibir un comportamiento menos escandaloso.