lunes, abril 25, 2022

El fin (46: Gamonal)

 El Ebro fue un error

Los tenues proyectos de paz
Últimas esperanzas
La ofensiva de Cataluña
El mes de enero de las chinchetas azules
A la naja
Los tres puntos de Figueras
A Franco no le da una orden ni Dios
All the Caudillo's men
Primeros contactos
Casado, la Triple M, Besteiro y los espías de Franco
Negrín bracea, los anarquistas se mosquean, y Miaja hace el imbécil (como de costumbre)
Falange no se aclara
La entrevista de Negrín y Casado
El follón franquista en medio del cual llegó la carta del general Barrón
Negrín da la callada en Londres y se la juega en Los Llanos
Miaja el nenaza
Las condiciones de Franco
El silencio (nunca explicado) de Juan Negrín
Azaña se abre
El último zasca de Cipriano Mera
Negrín dijo “no” y Buiza dijo “a la mierda”
El decretazo
Casado pone la quinta
Buiza se queda solo
Las muchas sublevaciones de Cartagena
Si ves una bandera roja, dispara
El Día D
La oportunidad del militar retirado
Llega a Cartagena el mando que no manda
La salida de la Flota
Qué mala cosa es la procrastinación
Segis cogió su fusil
La sublevación
Una madrugada ardiente
El tigre rojo se despierta
La huida
La llegada del Segundo Cobarde de España
Últimas boqueadas en Cartagena I
Últimas boqueadas en Cartagena II
Diga lo que diga Miaja, no somos amigos ni hostias
Madrid es comunista, y en Cartagena pasa lo que no tenía que haber pasado
La tortilla se da la vuelta, y se produce el hecho más increíble del final de la guerra
Organizar la paz
Franco no negocia
Gamonal
Game over   


En paralelo a estos preparativos, el CND trataba de conseguir medios para la salida de España de quienes quisieran hacerlo. El problema para la República es que sus últimos buques viables, una decena, estaban surtos en puertos soviéticos y la posibilidad de disponer de ellos era nula. En París, Trifón Gómez también multiplicaba sus esfuerzos, negociando sobre todo con la legación mexicana, el último gran apoyo que le quedaba a la República. En Madrid, tanto el cónsul británico como el francés se hicieron los orejas; el primero, porque siempre lo hacen, y el segundo, porque ya tenía el país petado de refugiados españoles.

Los ingleses, intimados para facilitar barcos de transporte, dijeron estar dispuestos a poner en juego naves por razones humanitarias; pero exigieron que todo se hiciera con el conocimiento y aquiescencia del general Franco. El Consejo, de hecho, llegó a considerar que había conseguido su objetivo. El cónsul francés acabó aceptando que ciudadanos españoles fuesen a Francia, pero siempre y cuando tuviesen un visado aceptado por otro país, es decir, estuviesen de tránsito. Para esos visados definitivos, la República contaba sobre todo con México y algunos otros países latinoamericanos; y, ahora, Reino Unido decía que podía poner barcos.

Pero, claro, no pensaban en Franco. El Generalísimo, según todas las trazas, estaba dispuesto a aceptar que tres o cuatro barcos, más o menos de estrangis, se llevasen a personas concretas; de hecho, el 16 de febrero ya el gobierno inglés le había transmitido una instrucción muy parecida a sus servicios consulares en España. Pero lo que pretendía el Consejo, esto es, una señora expedición de varios barcos, petados de españoles republicanos, escoltados por la flota británica (cuando lo imagino, pienso en la salida de los palestinos de Arafat de sus bases en Líbano, camino de Túnez, disparando al aire y sonriendo como si hubiesen ganado una guerra), eso no estaba dispuesto a aceptarlo, y no lo aceptó. Personajes como el propio Segismundo Casado acabaron saliendo de España en un barco inglés; pero lo que quería dejar claro Franco era que una golondrina no haría verano.

Os recomiendo un libro: El final de la esperanza. Personalmente, creo que es la mejor crónica sobre esos momentos de derrumbe de la República en Madrid, la peregrinación masiva hacia Levante, primero a Valencia, luego a Alicante, y las horas tensas en el puerto de la segunda de las ciudades, esperando la llegada de unos barcos que, finalmente, no pasaron de la bocana del puerto, con las tropas italianas en las afueras de la ciudad.

Finalmente, el 23 de marzo, a las nueve de la mañana, un DC4 parte de Barajas con destino en el aeródromo de El Gamonal, con dos pasajeros: Antonio Garijo Hernández y Leopoldo Ortega Nieto. También iban en el avión el teniente coronel José Centaño y dos miembros más del SIPM.

En Gamonal, los recibió el teniente de Aviación Ignacio Pombo. Pombo dirigió a los dos militares republicanos (Centaño y los otros del SIPM se quitaron de en medio) a una sobria habitación en un hangar, con una mesa y unas sillas. Allí estuvieron esperando hasta que entraron el comandante de Estado Mayor Carmelo Medrano Ezquerra, quien da la casualidad estaba en Melilla el 17 de julio de 1936 y, por lo tanto, era, probablemente, uno de los diez primeros militares que se había alzado contra la República; y el comandante de Infantería del Servicio de Estado Mayor Eduardo Rodríguez Madariaga. La función de Medrano y Rodríguez Madariaga era comprobar que Garijo y Ortega estaban adecuadamente documentados. Cuando lo comprobaron, entraron el coronel habilitado de Estado Mayor José Ungría, y coronel de Estado Mayor Luis Gonzalo Victoria, ambos del cuartel general de Franco.

Gonzalo Victoria, que presidía la sesión por ser el militar de mayor experiencia, le anunció a Garijo y Ortega que les iba a entregar una copia de las instrucciones para la entrega de la zona republicana. Garijo contestó que traía un documento firmado por el coronel Casado y el otro que había preparado Matallana, en el que se proponía una entrega por fases, como siempre había querido el Consejo Nacional de Defensa. Sin embargo, el acta de la reunión anota que, al entender Garijo que el documento Matallana no se correspondía con las instrucciones que traían los hombres de Franco, no es que no lo defendiera; es que ni siquiera lo entregó (aunque pronto veremos que, en realidad, sí que lo defendió).

Garijo, en ese momento, no sin dejar claro que el ejército republicano estaba vencido y que allí se estaba discutiendo su rendición, pretendió que sus interlocutores le diesen algunas precisiones (garantías, más bien) sobre lo que se había venido diciendo por parte nacional respecto de que las personas que no tenían crímenes de sangre no tenían nada que temer del final de la guerra. A Garijo le interesaban asuntos muy concretos: ¿se definiría crimen sólo con arreglo a la legislación anterior al 18 de julio, es decir, no se aplicarían las leyes de responsabilidad aprobadas ya en guerra? La responsabilidad penal, ¿era individual o colectiva? Es decir, si alguien, por ejemplo, había participado en la toma del Cuartel de la Montaña, sin que se pudiera adverar crimen concreto por su parte, ¿era, aun así, criminal?

Sin embargo, ahí se vio la celada de Franco al exigir que la reunión fuese una reunión de mandos intermedios: Gonzalo Victoria y Ungría contestaron que ellos eran unos mandados, y que la única orden que tenían era entregar las instrucciones para la entrega de la zona roja. En todo caso, el principal problema de discusión parece que fue que Garijo se negó a aceptar la idea, claramente expresada por los franquistas, en el sentido de que los militares podrían ser juzgados en consejos de guerra. Garijo arguyó que los militares republicanos no podían ser considerados rebeldes, porque habían permanecido fieles al gobierno constituido. A este argumento retrucó Ungría afirmando que los militares republicanos de carrera eran los responsables de que la guerra hubiera durado tanto; Garijo le vino a contestar, con toda la razón en mi opinión, que si los militares de carrera hubiesen mandado en el ejército republicano lo que debían haber mandado, tal vez lo que habría ocurrido es lo contrario.

Acorralado, Garijo, quien nunca sabremos si todo lo que dijo, lo dijo porque salió de su inteligencia o porque formara parte de una estrategia pactada con Casado y, quizá, con Besteiro (que es lo más probable), solicitó que la propaganda franquista bajase un poco el pistón; le vino pues a decir a los militares nacionales que no era bueno que fueran transmitiendo amenazas y promesas de venganza, porque eso podría provocar serios problemas de orden público en el área republicana. Asimismo, también argumentó contra cualquier ofensiva bélica.

Tal y como refleja el acta de Gamonal, el principal problema que presentaba el planteamiento de Casado y Matallana es que, al plantear una entrega por fases, venía a suponer que, entre el momento en que la República se rendía ante Franco y el momento en que Franco podía escribir eso de las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos no iban a pasar menos de 20 días. Esto se hacía, claro, para dar aire a las evacuaciones; pero, como casi todo lo que llevaba haciendo y diciendo Casado en el último mes, suponía no conocer a Franco.

El otro gran problema es que, como veremos, Casado pretendía hacerle el lío a Franco para que todo aquello, que era una rendición incondicional, acabase pareciendo un acuerdo de paz, un hecho pactado.

Garijo, en ese panorama, se gastó, sobre todo, tratando de arrancar de los franquistas algún compromiso, siquiera etéreo, sobre la emisión de salvoconductos para las personas sin crímenes de sangre que se quisieran marchar. Dijo que los solicitantes no serían más de cinco mil, aunque Ortega le interrumpió para decir que por lo menos serían el doble (ambos, en mi opinión, se quedaban cortísimos; los representantes de Franco pensaron lo mismo). La zanahoria con la que trataron de encelar a los franquistas, obviamente pactada con Casado, fue un documento confidencial del coronel en el que se venía a insinuar que podía repatriar 4.000 millones de pesetas de material republicano todavía existente en Francia; más la promesa de solicitar la extradición de Juan Negrín por delitos de sangre.

En fin, como quiera que Gonzalo Victoria y Ungría no se avinieron a ser muy claros en las aclaraciones sobre a quién, cuándo y cómo iba a alcanzar la benevolencia de Franco (oxímoron), Garijo se avino a leer el documento de las instrucciones que le habían dado y, nada más repasarlo, afirmó que sería de muy difícil aplicación. Se escudó en la imposibilidad del mando republicano a la hora de hacer que algunas unidades, sobre todo las comunistas, le obedeciesen (de donde cabe deducir que, probablemente, el plan de Matallana se basaba en entregar primero las áreas con mayor presencia de unidades comunistas, para que los ejércitos del Consejo y de Franco les pudieran someter).

El documento venía a decir que la República entregaría toda su aviación el 25 de marzo (en dos días, pues) y el resto del ejército se rendiría el 27. A Garijo, quien como ya os he dicho traía un plan que venía a dilatar la rendición hasta el 20 de abril más o menos, le pareció que aquello era muy rápido.

Los militares franquistas le vinieron a decir que era lo que había; y Garijo contestó que se lo contaría al Consejo. Los franquistas, fríamente, le dijeron que no creían que hiciera falta una nueva entrevista. Que el mismo día 25, cuando se entregase la aviación, en alguno de los aparatos podía viajar un propio, un mensajero, con la respuesta; así de seguros estaban (y era para estarlo) de que al Consejo Nacional de Defensa no le quedaba otra que decir amén Jesús (o, más bien, amén Paco).

Después de este diálogo, Garijo y Ortega se quedaron en el hangar, mientras que Gonzalo y Ungría se iban a ver a Franco. Regresaron a las cuatro de la tarde; en la sesión vespertina se dedicaron a destacar la (teórica) proclividad del ejército nacional a ser clemente con quien no tuviese delitos de sangre.

A las doce de la noche de aquel mismo día, Garijo depuso la información sobre su reunión frente al Consejo Nacional de Defensa. Se discutió mucho, como en Gamonal, sobre el concepto de crimen y sobre el tema de los 10.000 salvoconductos que, informó Garijo, a los militares franquistas les habían parecido muy pocos. Parece ser que también se dijo que Franco estaba dispuesto a dejar dos o tres puertos libres para la evacuación, que se podía hacer en barcos ingleses.

El CND no tuvo una opinión monolítica sobre la reunión. A Besteiro le pareció que había ido bien. Sin embargo, el anarquista González Marín consideraba irrenunciable la entrega por zonas porque, decía, esos veinte días era la única garantía efectiva de evacuación. Además añadió, y no se equivocaba, que los aviadores no entregarían los aviones; que se montarían en ellos y saldrían a la naja. Wenceslao Carrillo, por su parte, quería una rendición pública y conocida por la opinión pública, y exigía contrapartidas a la entrega de los aviones (lo cual es como de coña, porque ni la República estaba en condiciones de exigir nada, ni de hecho los aviones iban a ser entregados). Casado opinó, como Garijo horas antes, que los plazos eran imposibles de cumplir.

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