El Ebro fue un error
Los tenues proyectos de paz
Últimas esperanzas
La ofensiva de Cataluña
El mes de enero de las chinchetas azules
A la naja
Los tres puntos de Figueras
A Franco no le da una orden ni Dios
All the Caudillo's men
Primeros contactos
Casado, la Triple M, Besteiro y los espías de Franco
Negrín bracea, los anarquistas se mosquen, y Miaja hace el imbécil (como de costumbre)
Falange no se aclara
La entrevista de Negrín y Casado
El follón franquista en medio del cual llegó la carta del general Barrón
Negrín da la callada en Londres y se la juega en Los Llanos
Miaja el nenaza
Las condiciones de Franco
El silencio (nunca explicado) de Juan Negrín
Azaña se abre
El último zasca de Cipriano Mera
Negrín dijo “no” y Buiza dijo “a la mierda”
El decretazo
Casado pone la quinta
Buiza se queda solo
Las muchas sublevaciones de Cartagena
Si ves una bandera roja, dispara
El Día D
La oportunidad del militar retirado
Llega a Cartagena el mando que no manda
La salida de la Flota
Qué mala cosa es la procrastinación
Segis cogió su fusil
La sublevación
Una madrugada ardiente
El tigre rojo se despierta
La huida
La llegada del Segundo Cobarde de España
Últimas boqueadas en Cartagena I
Últimas boqueadas en Cartagena II
Diga lo que diga Miaja, no somos amigos ni hostias
Madrid es comunista, y en Cartagena pasa lo que no tenía que haber pasado
La tortilla se da la vuelta, y se produce el hecho más increíble del final de la guerra
Organizar la paz
Franco no negocia
Gamonal
Game over
A nadie ha de extrañar que en muchos libros más o menos contemporáneos de los hechos en los que se habla, por ejemplo, de la batalla del Ebro, sus autores se refieran al ejército republicano utilizando la expresión “el ejército comunista” o “las tropas comunistas”. Para entonces, en la zona republicana había una quiebra básica, que permanecería en el exilio en medio de polémicas interminables y cada vez más agrias, entre los comunistas y todos los demás. Jacinto Thoryo, un combatiente y escritor anarquista, dejó escrito que en los campos de concentración franceses, si alguien se paseaba entre los exiliados españoles preguntando quién era responsable de la derrota de la guerra, rara vez encontraba alguien que citase a Franco, porque todo el mundo culpaba a los comunistas. Es un sentimiento importante.
La quiebra sicológica que tiende a ver que una cosa son los comunistas y otra los republicanos es la que abre el portillo de un final de la guerra en el que medie el gesto republicano de bajar los brazos. La publicación por Juan Negrín de sus famosos 13 puntos dejó bien claro que ni Negrín tenía una posición realista para negociar (¿quién plantea 13 condiciones para decretar tablas en una partida en la que al contrincante le quedan casi todas las piezas y a ti apenas el rey, un peón y un álfil?); ni, en todo caso, los comunistas le iban a dejar (pues no se olvide que el discurso de Negrín se vio inmediatamente seguido por un monstruoso desfile militar en Barcelona con el que los comunistas le dijeron: no me toques los cojones, macho, no me toques los cojones).
Por otra parte, hay que entender que, conforme se fue perdiendo la guerra, la estrategia militar comenzó a tener cada vez menos padres. Si al principio de la guerra todas las fuerzas políticas y sindicales se lanzaron ávidamente a controlar a las tropas, porque no se fiaban de los militares profesionales y, además, estaban extrañamente seguros de que un ejército popular y revolucionario es mejor ejército que un ejército a secas; si al principio de la guerra pasó esto, digo, al final de la guerra los militares de carrera, muchas veces, fueron dejados en soledad frente a sus obligaciones porque, repentinamente, según qué responsables políticos habían perdido el interés por todas esas cosas: agujero que rellenaron, claro, los comunistas (porque culpas tienen; pero no todas son suyas). Conforme los militares puros y duros, algunos de ellos incluso de tibias convicciones republicanas, fueron dándose cuenta de que controlaban diversas parcelas de la República militar, comenzaron a coquetear con la idea de terminar la guerra por su cuenta.
Los militares en general, y el español en particular, siempre ha tenido, y sigue teniendo, un lógico espíritu muy de La Rendición de Breda. El militar tiene que luchar porque es su obligación, pero precisamente por eso, porque es un profesional de la lucha, tiene la expectativa de ser comprendido cuando pierde. Su oponente, lejos de dejarse llevar por sentimientos vengativos o de castigo, podría ser proclive a considerar que el militar enemigo no ha hecho sino aquello que estaba obligado a hacer y, por lo tanto, podría sentirse impelido a meterlo unos cuantos años en un castillo militar y, luego, dejarlo en paz. Los famosos juicios de Nürnberg no dejan de ser la solución que buscan los aliados para justificar que su actitud frente a los militares vencidos no va a ser esa actitud comprensiva.
Así las cosas, entre los militares de carrera destinados en el ejército de la República comenzó, un poco antes, durante y sobre todo después de la batalla del Ebro, la idea de que las operaciones republicanas eran, ya, las que les convenían a los comunistas y no a la República; y, sobre todo, la idea de que Franco, como militar, hablaría el mismo lenguaje que ellos y, por lo tanto, prestaría sus oídos a la oferta de un final pactado de la guerra en el que ellos sufriesen lo justo.
Una idea que, claro, venía a demostrar que ninguno de ellos conocía a Francisco Franco Bahamonde más allá de los partes de guerra.
A las cinco menos veinte del 16 de noviembre de 1938, con la voladura del puente del ferrocarril, cerca del pueblo de García, la batalla del Ebro había terminado. En la noche, el Alto Mando republicano hizo público un parte de guerra cuya relación con la realidad era más bien tenue. Declaraba “ampliamente logrados” los objetivos planteados el 25 de julio en la operación del Ebro. También se añadía que las tropas habían pasado el Ebro ordenadamente (en realidad el paso, sobre todo el de las últimas unidades, había sido a pelo puta, tanto que muchos soldados se habían ahogado) y que ni un solo fusil había quedado en manos del enemigo. La combinación entre el resultado de la batalla del Ebro y los acuerdos de Munich era ponzoñosa para la República. El mundo prorrepublicano había vivido, durante los últimos meses, alimentando la idea de que la República todavía tenía una enorme capacidad militar, capaz de enquistar la guerra civil española (“fijar al enemigo”, en expresión de Negrín) a pesar de que casi todas las potencias europeas querían que se acabase. Pero ese velo se había rasgado por la mitad.
En realidad, desde el mismo principio de la guerra había habido conversaciones de paz. La primera, obviamente, podemos considerar que es la conversación telefónica de Martínez Barrio con Mola, en la que el jefe de gobierno republicano intentó, de una forma un tanto naïf, parar el tren de la guerra. En agosto de aquel mismo 1936, Uruguay se dirigió a sus colegas de la Unión Panamericana para proponerles coser una paz entre los españoles en guerra. Esta iniciativa provocó algunos encuentros en San Juan de Luz, auspiciados por el embajador argentino; pero, la verdad, no llegaron a nada.
En diciembre de aquel mismo año, al calor de la victoria moral conseguida por los republicanos al haber parado el avance nacional sobre Madrid, París y Londres elaboran una nota conjunta en la que proponen un alto el fuego seguido de un referendo. Largo Caballero rechazó esa propuesta con un argumento que, la verdad, tenía mucho peso: para él, no había dos facciones de españoles que debían negociar, sino un gobierno legítimo y unos golpistas. En ese momento, además, como acabo de deciros, la no-derrota de Madrid tiene henchidos los pechos en el gobierno republicano (salvo el de Prieto, claro), y la situación no es la adecuada para que dicho Ejecutivo acepte unas negociaciones de paz.
El otro platillo de la balanza es Franco; y Franco nunca creyó en la posibilidad de un acuerdo negociado. Incluso en uno de sus momentos más amargos, en el invierno del 36, cuando los republicanos le habían encendido el pelo al ejército nacional en Guadalajara, no mostraba trazas de considerar que su estrategia debiera cambiar y, de hecho, le dijo al embajador italiano, Roberto Cantalupo, que aquello, o se resolvería por las armas, o no se resolvería.
Cuando se produjo la coronación de Jorge VI en Londres, los republicanos ya habían aprendido que Franco se había repuesto del disgusto de Guadalajara, que había cambiado prioridades y había decidido, acertadamente, que la guerra se ganaría destrozando el frente del norte. La República estaba perdiendo ya Vizcaya, y los más inteligentes y mejor informados en aquel gobierno y aquel ejército eran conscientes de que eso suponía que, en una pelea en la que ellos habían estado encima de su oponente, ahora éste había conseguido darle la vuelta al enfrentamiento. Julián Besteiro, sin duda el segundo prohombre socialista que se dio cuenta de que la República lo iba a perder todo (el primero fue Prieto), fue designado para ir a Londres a la coronación, y también se llevó consigo unas instrucciones del presidente Azaña, en el sentido de pulsar, discretamente, las posibilidades de impulsar un armisticio. El detalle no deja de ser típico de Azaña, un hombre por lo general, y durante la guerra ya no digamos, desconectado de la realidad, que siempre prefirió vivir en lo que él creía que era el mundo en lugar de tratar de entender qué era en realidad el mundo. Como digo, que Azaña llegase a considerar que él podía, en 1937, impulsar una negociación entre República y nacionales, por mucho que Inglaterra hubiera sido tan lerda como para apoyarla, lo dice todo de la excelente opinión que Azaña tenía de sí mismo, y del escasísimo contacto, apenas teórico, que siempre tuvo con la realidad de las cosas. Tal vez fue por conocer esos movimientos orquestales en la oscuridad por lo que Franco, en julio del 37, hace unas declaraciones a la Prensa internacional, en las que dice que ganará la guerra y que rechazará toda propuesta de mediación que cualquiera le haga llegar.
Prieto dijo en el exilio que mantuvo contactos diversos con personas y personalidades del bando nacional desde el verano del 37; y Negrín le dirá al coronel Segismundo Casado, ya en febrero de 1939, que desde el verano del año anterior ha venido intentando tender puentes con los nacionales. Lo primero, yo creo que es cierto, aunque también me apostaría a que las personas con las que contactó Prieto mandaban en la administración franquista menos que el PACMA en casa del Juli. Lo segundo, la verdad, no me lo creo. Siempre he pensado que fue una más de las muchas milongas que Negrín contó en aquellos tiempos para poder seguir luchando un día más. De hecho, es incluso posible que Casado se lo inventase, puesto que es la fuente.
Como todo el mundo sabe, el 1 de mayo de 1938 Negrín lanzó a los cuatro vientos sus famosos 13 puntos. Para muchas personas de su cuerda, ese detalle demuestra que Negrín quería negociar; yo, la verdad, me tomo esa interpretación con alfileres. En primer lugar, los 13 puntos de Negrín están notablemente desconectados de la situación real de la guerra; el primer ministro republicano pretende negociar, sí; pero también pretende que, previo a dicha negociación, el otro negociador acepte una serie de pies forzados que, como digo, no se corresponden para nada con la situación de la guerra. Además, está el hecho de que Negrín no sólo no quería (o yo creo que no quería) negociar; es que, además, no podía. No por casualidad, su tenue anuncio se vio seguido por un desfile monstruo en las calles de Barcelona, en el que los comunistas dejaron claro quién mecía la cuna del ejército de la República. Y ellos no querían negociar porque en mayo de 1938 Stalin todavía no sabía con quién tendría que acabar pactando: si con Francia y Reino Unido para unirse contra Hitler, o con Hitler para protegerse; y, para él, que la guerra civil española siguiese abierta, aunque perdida, era una trump card a la que no quería renunciar.
El 18 de julio de 1938 se produjo el famoso discurso de Azaña en el que abogó por las tres pes: paz, piedad, perdón (esa declaración que muchos en la moderna izquierda, ignorante hasta el vómito, atribuyen a su postrera confesión en el lecho de muerte). Pero, claro, para entonces Azaña manda en España más o menos lo mismo que lo que mandó Marcelino Camacho en la España franquista.
La última esperanza de un cambio de sentido en la guerra, sobrevenido desde Europa, se perdió, como ya he contado, el 29 y 30 de septiembre de 1938, cuando Neville Chamberlain llegó a un acuerdo con Adolf Hitler para evitar la guerra a causa de entregarle Checoslovaquia a los alemanes. Chamberlain, que era tonto de cojones y por lo tanto yo creo que no era bien consciente de lo que había firmado, salió de todo aquello muy crecido y diciendo que sólo era el principio; que ahora lo que había que hacer era arreglar el tema español. El 2 de octubre, Negrín hace un discurso radiado en el que aboga por que los españoles lleguen a un acuerdo; un discurso que probablemente fue promocionado por los ingleses. Al día siguiente, Franklin Delano Roosevelt, de nuevo supongo que por inspiración londinense, pues, la verdad, no sé si FDR supiera señalar a España en un mapamundi, lanza la idea de que los Estados Unidos y los Estados latinoamericanos se unan para promover un proceso de paz. Sin embargo, apenas unos días después, tanto el portavoz exterior de Burgos, el general Jordana, como el propio Franco, dejaron muy claro que con ellos que no se contase.
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