viernes, enero 14, 2022

El fin (6: A la naja)

 El Ebro fue un error

Los tenues proyectos de paz
Últimas esperanzas
La ofensiva de Cataluña
El mes de enero de las chinchetas azules
A la naja
Los tres puntos de Figueras
A Franco no le da una orden ni Dios
All the Caudillo's men
Primeros contactos
Casado, la Triple M, Besteiro y los espías de Franco
Negrín bracea, los anarquistas se mosquen, y Miaja hace el imbécil (como de costumbre)
Falange no se aclara
La entrevista de Negrín y Casado
El follón franquista en medio del cual llegó la carta del general Barrón
Negrín da la callada en Londres y se la juega en Los Llanos
Miaja el nenaza
Las condiciones de Franco
El silencio (nunca explicado) de Juan Negrín
Azaña se abre
El último zasca de Cipriano Mera
Negrín dijo “no” y Buiza dijo “a la mierda”
El decretazo
Casado pone la quinta
Buiza se queda solo
Las muchas sublevaciones de Cartagena
Si ves una bandera roja, dispara
El Día D
La oportunidad del militar retirado
Llega a Cartagena el mando que no manda
La salida de la Flota
Qué mala cosa es la procrastinación
Segis cogió su fusil
La sublevación
Una madrugada ardiente
El tigre rojo se despierta
La huida
La llegada del Segundo Cobarde de España
Últimas boqueadas en Cartagena I
Últimas boqueadas en Cartagena II
Diga lo que diga Miaja, no somos amigos ni hostias
Madrid es comunista, y en Cartagena pasa lo que no tenía que haber pasado
La tortilla se da la vuelta, y se produce el hecho más increíble del final de la guerra
Organizar la paz
Franco no negocia
Gamonal
Game over

El 21 de enero, los representantes de partidos y sindicatos en Barcelona se reúnen para ponerse a las órdenes del gobierno, ellos y todo el personal de sus organizaciones. Es la declaración del 21 de enero una declaración curiosa, puesto que, sensu contrario, su contenido nos viene a decir que dichas organizaciones no habían puesto a las órdenes del gobierno a su gente con anterioridad. Curioso Frente Popular éste que, como el gato de Shrödinger, tan pronto estaba dentro de la disciplina gubernamental, que fuera. El Consejo de Economía de la Generalitat, en una humorada digna de mejor fin, decreta que la semana que viene se detenga la actividad comercial en la ciudad. O sea: no abrirán las tiendas bajo las bombas. Cráneos previlegiados. La razón del cierre mercantil es que todos los hombres de menos de cincuenta años “y aquellas mujeres que voluntariamente se apunten” (micromachismo), se presenten a la autoridad militar, que les dirá lo que tienen que hacer. Zugazagoitia es preclaro a la hora de juzgar el ambiente de esos días. La República, dice, se limita a acopiar gente sin saber muy bien qué hacer con ella; y el espíritu de los movilizados es nulo, como lo es de los propios combatientes, que desertan en masa. Con no poca sorna, se pregunta el político socialista: “¿Por qué no poner en juego los temas catalanistas, tan frecuentemente vueltos, con razón o sin ella, contra el gobierno?” En otras palabras: en las últimas horas, la retórica basada en defender la tierra catalana ha desaparecido. Hasta eso ha desaparecido.

En esos días, diversos testimonios, como los de Vicente Rojo o Azaña, coinciden en que el Ejército del Ebro ya no existe; es una entelequia. Rojo reconoce que a las trincheras llegan grandes contingentes de personas. Pero son jóvenes inexpertos cuya prioridad es no verse embolsados por los nacionales; a la menor muestra de avance del enemigo, se piran.

Julián Zugazagoitia, en su imprescindible libro Guerra y vicisitudes de los españoles, nos cuenta que el 23 de enero de 1939 era secretario del Ministerio de Defensa. A las diez de la mañana de dicha jornada, su superior jerárquico en el Ministerio, que era también el primer ministro (o sea, Negrín), le ordenó convocar una reunión de los funcionarios de los organismos dependientes de Defensa; reunión en la que se les ordenará que, con toda la discreción de que sean capaces, procedan a evacuar la ciudad. O sea: marchaos, pero que no se os note, no sea que los pringaos a los que queremos convencer de que resistan se cosquen de la movida y se quieran marchar también o, peor, entregarnos.

En aquella reunión estuvieron, entre otros, el subsecretario del Ejército de Tierra, Antonio Cordón; el intendente general, Trifón Gómez; y el director general de Sanidad, doctor José Puche Álvarez. Negrín ni siquiera les indicó los lugares donde podrían colocar la documentación; se limitó a decirles que la subieran a Gerona, y que dejasen a dos o tres funcionarios en Barcelona para atender el teléfono; puso mucho énfasis en que la Administración no se marchaba de Barcelona, sino que sólo se iba a emplazar el aparato del gobierno en lugar seguro (o sea, el típico no estás gorda, lo que pasa es que eres fuerte). Por lo visto, son cosas diferentes. Zugazagoitia cuenta que, ante la imposibilidad real de encontrar vehículos para los papeles (no los había para las personas, y los iba a haber para los papeles), la mayoría fueron destruidos.

El 24 de enero, traspasados en varios puntos por los nacionales tanto el Llobregat como el Cardoner, Franco ordena avanzar por el norte de Barcelona, aislar la ciudad y, luego, romper el huevo. En Barcelona, en ese momento, toda la resistencia que queda son cinco grupos de guardias de asalto, dos de carabineros, uno de retaguardia, uno de ametralladoras y uno de defensa de costas, más una sección de blindados y otra de carros de combate. Pero esta descripción es más formal que otra cosa porque: primero, los efectivos de estas unidades lo que quieren es rendirse; y, dos, apenas tienen armamento, gracias a los lissstos de la batallita del Ebro de los cojones.

El 24, las gentes salieron a la calle a comprar comida como siempre. Como también ocurriría en Madrid en unas semanas, el personal se enfrentaba a la toma de la ciudad por los nacionales con un absoluto escepticismo. El día 25, ya no había ningún centro oficial en Barcelona. Todo es un caos. El general Hernández Saravia ha sido sustituido por el general Jurado (Enrique Jurado Lario); pero nadie parece saber dónde está el nuevo jefe. De hecho, la oficina central del GERO queda desierta antes de comer y, cuando el general Modesto la visite por la tarde (o diga que la visitó), se la encontrará vacía y con todos los teléfonos sonando insistentemente; lo cual sugiere que ni a las unidades del propio GERO se les informó de que el cuartel general iba a ser desmantelado.

A las doce y media de la mañana del día 26, las tropas nacionales culminan la envolvente sobre Barcelona, y se da la orden de ir entrando en la ciudad. El puerto está ocupado media hora después. En la mañana de aquel jueves, efectivos de la 5 División de Navarra están en las cumbres del Tibidabo y Vallvidrera. Yagüe está en Montjuïch y abre las puertas de la cárcel, de la que salen más de mil personas. Inmediatamente después de la hora de comer, tropas marroquíes entran en Barcelona por Sants, mientras que el general Solchaga desciende desde el Tibidabo.

La salida de Barcelona fue un caos. Responsable de la defensa de la plaza fue, al parecer, nombrado el coronel José Brandarís, pero nunca tomó posesión; en realidad, Barcelona la defendió (por decir algo) el general Saravia hasta que fue formalmente relevado. El 3 de enero de 1939 se toma, además, por fin y de forma un tanto inútil, la decisión de declarar el estado de guerra. Sabido es que la primera de las medidas tomadas por la República contra los golpistas fue contraprogramar la declaración de guerra que éstos hacían en todos los lugares que controlaban; esta actitud permaneció durante toda la guerra, porque, como ya os he explicado, el gobierno sabía que el estado de guerra suponía colocar en manos de los militares unos poderes que quería para sí y para las organizaciones del Frente Popular.

La decisión de declarar el estado de guerra estuvo dictada por las circunstancias. Desde que Franco consiguió partir la zona republicana en dos, consiguió que, en la práctica, nadie, ni en el gobierno ni en el ejército, tuviese una imagen completa de la situación bélica por el flanco republicano. Esto era ya cierto dentro de cada una de las zonas: cuando el general Jurado sustituyó a Hernández Saravia en Barcelona, el último apenas le pudo dar tres o cuatro informaciones difusas sobre la situación de las tropas a su mando. Siendo ya complejo dentro de cada zona, entre zonas era ya misión imposible. Por eso se decretó el estado de guerra: la situación en el centro se dejó en manos del GERC y sus jefes, por imposibilidad de controlarlo desde el gobierno. El 8 de febrero, José Miaja fue nombrado jefe de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, delegado del Ministerio de Defensa, además de ascenderlo a teniente general. Manuel Matallana, que era JEM, pasa a ser el jefe del GERC. Por su parte, a finales de diciembre, el general Vicente Rojo destituye a Hernández Saravia y coloca en su lugar al general Enrique Jurado, como ya os comenté. Os preguntaréis por qué, en momentos tan comprometidos, todavía andan los militares republicanos con ceses y movidas. La cosa tiene su sentido: al parecer, Hernández Saravia quería cesar al general Modesto.

Lo que quedaba de la Administración republicana en Barcelona fue transportado, en unos camiones que encontró Zugazagoitia a pelo puta, al Alto Ampurdán, a unos 130 kilómetros de la gran capital catalana perdida. En realidad, el gobierno de la República, y de la Generalitat, se estableció, salpimentado, por la zona. A 6 kilómetros de Figueras, en el castillo de Perelada, rodeado por medio museo del Prado, se estableció Manuel Azaña. Negrín, por su parte, tomó la conocida como Casa del Torero, en el camino entre La Agullana y La Bajol. En La Agullana, que es un sitio que si García Ejea escupe un hueso de aceituna mirando a Francia consigue que pase la frontera, también se instaló el puesto de mando del GERO; ese que, de nuevo en una situación shrödingeriana, tenía jefe pero no lo tenía; más el Estado Mayor Central, para entonces un departamento más teórico que la Dirección General del Castellano de la Consejería de Cultura del Gobierno Vasco; mientras que las subsecretarías de Armamento y de Aviación (porque, por quedar, todo lo que quedaba de la República eran sus departamentos militares) se emplazaron en Besalú y Cabanellas, respectivamente. Las subsecretarías del Ejército de Tierra, de Presidencia y todos los ministerios residieron en el castillo de Figueras.

Todo esto, en realidad, era una forma de hablar. El Estado republicano realmente efectivo cabía, en ese momento, en un taxi. Como reconoce Rojo en sus memorias, la retirada del cuartel general del GERO fue tan caótica que nadie, ni siquiera Negrín, sabía a ciencia cierta dónde estaban sus integrantes; de hecho, algunos de ellos habían cruzado ya a Francia, pero nadie lo sabía (en cuanto se supo, fueron leña para la propaganda comunista). Negrín celebraba, eso sí, consejos de ministros diarios en el castillo de Figueras, que venían a ser como el preludio de ésos otros, totalmente vacíos de contenido, que acabaría celebrando la fantasmagórica República en el exilio algunos años más tarde.

En ese ambiente, en un castillo repleto de gente refugiada, que dormía en las escaleras y en los armarios, que comía lo que encontraba y cagaba en cualquier agujero, se celebró la sesión de Cortes de Figueras. Una sesión magnificada y barnizada de heroísmo por mucha historiografía pero que, en realidad, para quienes la vivieron fue el epítome de la tristeza y la depresión. Comenzó a las diez y veinte de la noche del 1 de febrero, en medio de un frío helador que hizo que muchos de los asistentes ni siquiera se quitasen el abrigo. Estaban en un sótano apenas adecentado y en el Ampurdán, cuando viene la rasca, viene.

De los 437 diputados que habían sido elegidos en febrero del 36 (bueno, proclamados; los que fueron elegidos, es algo que yo creo que no lo sabremos nunca) estaban allí presentes 67. La República ha quedado reducida a estos nombres: Juan Negrín, Álvarez del Vayo, Ramón González Peña, Vicente Uribe, Antonio Velao, Bernardo Giner de los Ríos, José Giral, M. Torres, Juan M. Aguilar Calve, Pascual Leone, Eduardo Gallet, Ramón Plá de Armengol, Ramón Suárez de Picallo, Alejandro Viana, Pedro Longueira, Gabriel Pradal, Bibiano Ossorio Tafall, Vicente Sol, Muñoz G. Ocampo, Escribano, Vergara, Juan Pesset, Marco Miranda, Ramón Viguri, Mariano Tejero, Lasso Conde, Ragassol, Félix Templado, Zulueta, Pérez Martínez, Pasos, Pedro Vargas, Margarita Nelken, Antonio Mije, Navarro, Aznar, Amós Ruiz Lecina, Zancajo, Jáuregui, Vicente Sarmiento, Belarmino Tomás, José Aliseda, Marino Sanz, José Junco Toral, Julián Zugazagoitia, Castillo, Díaz Castro, Luis G. Gubertoret, Sosa Acevedo, Crescenciano Bilbao, Antonio Passagali, Borderas, Rodolfo Llopis, Edmundo Lorenzo, Sala, Manso, J. Comas, Padró, Miquel Santaló, Luis Fernández Clérigo, Ramón Lamoneda, Ramón Rubiera, Ginés Ganga y Martínez Barrio.

A esto había quedado reducida la II República española: unas pocas decenas de personas, la mayoría de ellos empezando ya a estar algo entrados en años, ateridos en un sótano al que llegaban, como un murmullo fantasmagórico, los rumores de una guerra que daba sus últimas boqueadas más arriba. La mayoría de los presentes está ahí para ver de lo suyo; y lo suyo es el momento en que huirán de España. En Figueras ya nadie cree en la República ni en la posibilidad de un apaño. Tanto los comunistas, adalides de la resistencia hasta el último suspiro; como los no comunistas que consideran que es posible la paz, mienten y se mienten. Los comunistas no tienen la menor intención de compartir el destino de aquéllos cuya muerte o desgracia conminan para así poder parar a la hidra franquista; están sólo esperando el momento adecuado para dejarse caer por Monóvar y coger los aviones, para luego pasarse décadas celebrando la figura de quienes, como Miguel Hernández, les dieron una lección de gallardía quedándose y enfrentando su destino. Los no comunistas saben perfectamente que no habrá componendas, y mucho menos las habrá si han de ser pactadas con un primer ministro en el que la mayoría ya no creen, pero lógicamente juzgan estúpido intentar remover ahora. Esa lucha regresará semanas después, en París, cuando ya todo esté perdido menos las toneladas de pasta que se han llevado del país; porque la discusión postrera sobre quién manda en la República exiliada, no lo olvidéis, es, pura y simplemente, una discusión sobre la pasta. 

Figueras es ese momento tenso que evoca García Márquez en la primera frase de Cien años de soledad. Ese segundo postrero en el que quien está a punto de ser fusilado trata de evocar los porqués que lo llevaron ahí. Los actos formales: los discursos, las declaraciones, las tomas de posición, guardarán las formas de una República que todavía dice sentirse legítima y hasta algo poderosa, esa República con un primer ministro que todavía utiliza expresiones como "fijar al enemigo"; oropeles retóricos diseñados para engañar a los futuros licenciados de Historia, siempre tan proclives a ser engañados para así humedecer sus sueños intelectuales. Pero eso es tramoya. La verdad de Figueras apenas se cuenta en los libros. La verdad de Figueras es el frío, las prisas, el miedo. El miedo. Y la tremenda, insondable, inmanente desconfianza mutua de unos respecto de otros. La postrera división de los arquitectos de la España del 36, velada bajo el manto igualador de la represión de la dictadura militar que ellos, en compañía de otros, provocaron. 

1 comentario:

  1. Anónimo9:33 a.m.

    "...además de ascenderlo a teniente general..."
    Empleo que no existía desde 1931. Eso sí, Miaja se cosió la tercera estrella, por si acaso.
    Eborense, estrategos

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