miércoles, mayo 10, 2023

El otro Napoleón (29: Fate, ma fate presto)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



A la gente en Francia se le quedó cara de gilipollas con los sucesos de Siria. ¿Acaso no se había hecho, y ganado, la guerra de Crimea para regular la vida de los cristianos en el Imperio turco musulmán? Para el emperador, reglar esa situación era algo que tenía que hacer; y algo que también quería, porque le venía muy bien para congraciarse con el electorado católico. Sin embargo, sabía que se enfrentaba a los ingleses, siempre poco proclives a que Francia colocase una pica en alguno de los hitos de la ruta hacia la India.

De hecho, para poder organizar la expedición de Siria, Napoleón tuvo que hacer promesas a Londres. Tuvo que prometerle a Inglaterra que Francia sería algo así como el ejecutor de una política europea, pero que no actuaría por sí sola; además, prometió limitar la expedición a seis meses. Así se estableció en una convención firmada el 5 de septiembre. Con estas condiciones se formó una fuerza de 7.000 hombres al mando del general Charles-Marie-Napoleon de Beaufort d'Hautpoul. A finales de agosto, las tropas estaban en Beirut.

El sultán, de todas formas, y porque no quería ver a las tropas europeas en sus predios ni en pintura, había enviado a Damasco a un comisario especial, Fuad Pachá, con todos los poderes para resolver la situación. Fuad, sin embargo, yo no tengo del todo claro si era un inútil, o en realidad era muy listo. Hizo prender y fusilar a una sesentena de pringaos, a los que ejecutó, en realidad, sin prueba alguna; pero no logró tocar a un solo instigador real de las violencias. El gobernador de la plaza fue también fusilado, pero en el mayor de los secretos. Luego se desplazó a Beirut, donde condenó a muerte a varios drusos que, de todas formas, se escaparon del maco.

Aquello fue una parodia de represión de la violencia; pero, sin embargo, como otras muchas veces, a los ingleses el tema ya les hacía pandán, porque por lo menos parecía lo que se quería. Con ese aval para los turcos, Beaufort abandonó todo plan de atacar. Así las cosas, ordenó a las tropas avanzar por el Líbano en medio del calor, para buscar pruebas de las agresiones; pero los responsables, por lo general, huían. El movimiento de Beaufort, sin embargo, sirvió para que se hiciese bastante claro que la Sublime Puerta no estaba haciendo lo suficiente en el tema, por lo que Fuad fue presionado para llegar más allá. Así las cosas, 700 drusos fueron deportados a la Tripolitania y se exigieron reparaciones económicas para los maronitas; pero, en realidad, no recibieron nada, pues todo de lo que fueron beneficiarios fue de las ayudas llegadas de Francia e Inglaterra.

Mientras tanto, Londres se inquietaba cada vez más por ver que la expedición se prolongaba, por lo que reclamó a los franceses que cumpliesen su palabra (¿en serio?) y llamasen a las tropas de vuelta. Thouvenel respondió diciendo que si los franceses abandonaban el Líbano en ese momento, abandonarían esa tierra a su suerte, es decir, de nuevo a la violencia. Rusell les contestó que no, que no había colado; que de ninguna manera iban a permitir que los franceses se instalasen en el Líbano como habían hecho en Roma. Se reunió una conferencia diplomática en París que, después de muchos dimes y diretes, consiguió acordar la evacuación el 5 de junio de 1861. Se acordó alrededor de un proyecto presentado por Prusia, por el cual el Líbano obtenía una regulación propia que dividía el país en distritos, bajo el mando de un gobernador cristiano, nombrado por el sultán, y una policía y tribunales mixtos. Este régimen funcionó medio siglo, lo cual es todo un logro.

En todo caso, el gran tema europeo seguía siendo el asunto italiano, que ni de coña había quedado solucionado. Piamonte se había anexionado el Milanesado, la Romaña, Florencia y la Toscana y los ducados; pero los soberanistas italianos no tenían suficiente. Bastaba un vistazo a cualquier mapa para darse cuenta de que quedaba mucha tela por cortar. Venecia, Roma y Nápoles seguían fuera del sueño piamontés, y eso no podía ser. Cavour habría de morir pronto, pero las bases de su proyecto habían quedado ya sólidamente establecidas.

Hemos de recordar que el cuerpo expedicionario francés que en la ya lejana fecha de 1849 había sido enviado por Francia a Roma todavía seguía allí. La suya era una presencia cada vez más difícil de justificar por parte de los franceses puesto que, desde que los austríacos habían prácticamente abandonado el teatro italiano, no tenía razón de ser. El ministro Thouvenel quería repatriar aquellas fuerzas ASAP. Sin embargo, Antoine Alfred Agenor de Gramont, duque de Gramont y embajador de Francia ante el Vaticano, no era de esa opinión, pues consideraba que la presencia de las tropas era la que evitaba cualquier explosión nacionalista en la ciudad.

El verdadero gobernante de la teocracia vaticana era el cardenal Giacomo Antonelli, secretario de Estado; en realidad, Pío IX ni siquiera frotaba una clámide sin su opinión o permiso. Sin embargo, últimamente su influencia de había debilitado algo a causa de la presencia en el Vaticano de un inteligente prelado belga con una larga carrera en Argelia: Frédéric François Xavier Ghislain de Merode. Merode, un antiguo soldado él mismo, comprendiendo que los franceses estaban albergando con seriedad la idea de abandonar Roma, se aplicó a crear las propias tropas vaticanas. Escogió como comandante a un general francés, Louis Juchaut de Lamoricière, un militar al que conocía de África y que había sido proscrito por el régimen en 1851, por lo que no le tenía ningún cariño al Imperio. Nombrar a aquel hombre para dirigir las tropas papales era la mejor forma de darle un zasca en todo el bebe a monsieur l'Empereur. Lamoricière abordó una campaña de opinión pública y reclutamiento, sobre todo en las regiones occidentales de Francia, profundamente católica, llevándose una sustanciosa cosecha de voluntarios. Mientras tanto, al Vaticano llegaban grandes cantidades de pasta procedentes del monstruoso crowfunding decimonónico que se montó para salvar a la sede de la cristiandad.

En estas circunstancias, lo único que podía hacer Francia era llamar a su ejército para que abandonase Roma. En mayo de 1860, Gramont y Antonelli pactaron la repatriación gradual de las tropas francesas, de forma que las últimas tropas francesas que abandonasen la ciudad eterna debían hacerlo a lo largo del mes de agosto.

Todo esto estaba más o menos pactado con Cavour o, cuando menos, eran movimientos que se producían con su conocimiento. Pero Piamonte no era la única incógnita de la ecuación. Estaba también Garibaldi.

En abril había habido ya movimientos insurreccionales en Palermo, aunque habían sido reprimidos. Era rey de Nápoles un monarca joven, Francisco II, que no estaba del todo convencido de restablecer la Constitución de 1848. Garibaldi puso sus ojos sobre Sicilia, y comenzó a preparar un desembarco de voluntarios, muy en secreto, desde Génova. Cavour se llegó por allí y trató de convencer al sanguíneo revolucionario italiano de que aquel movimiento era, tal vez, un tanto irreflexivo y peligroso. Pero se encontró con que su propio rey, el chulo, le decía a Gari que no se cortase. Así pues, Cavour le permitió a Garibaldi reclutar mil voluntarios, armarlos y embarcarlos en dos naves. En la mañana del 6 de mayo, Los Mil, como se los conoció, partieron hacia el sur.

El día 11, la expedición tocó tierra en Marsala. Conforme fueron avanzando por la isla, diversas bandas de bandidos y de combatientes se les fueron uniendo; de modo y forma que, cuando llegaron a la altura de Palermo, no tuvieron que hacer un gran esfuerzo para tomarla de las manos de las tropas monárquicas. Tardaron un mes en ser dueños de la isla entera; con permiso, obviamente, de los uomine di respettu.

Víctor Manuel, en ese momento, le pidió ayuda a Luis Napoleón; necesitaba a los franceses para consolidar la pura victoria militar. El emperador de Francia, públicamente, recomendó que en Sicilia se abordasen las reformas políticas, y se mostró partidario de la confluencia, por así decirlo, con el Piamonte. Dijo claramente que él no deseaba la anexión de Sicilia; pero que para poder contrarrestar los vientos revolucionarios, hacía falta que el rey de Nápoles y el de Piamonte se entendiesen. Luis Napoleón, claramente, entendía que era mucho mejor que cualquiera que fuera la evolución que se produjese en Nápoles, el rey Francisco tenía que formar parte de ella de alguna manera. Así, de hecho, pareció entenderlo también el propio Paco, quien pareció ensayar las reformas que se le pedían. El rey de Nápoles hizo crisis de gobierno y petó su ejecutivo de políticos de corte liberal, agradable a los piamonteses. Después de eso intentó acercarse a Cavour, pero el primer ministro del Piamonte jugó un rato al gato y al ratón con su interlocutor hasta que descubrió sus cartas y le exigió el abandono de la isla de Sicilia. El rey de Nápoles se negó, pero no estaba en condiciones de poder enviar tropas viables a la isla, por lo que fue claramente vencido por Garibaldi en Milazzo.

En ese momento, si no el emperador, en Francia sí que había gente que estaba un tanto inquieta con el tono que estaban tomando los acontecimientos. Thouvenel, cuya obligación, al fin y al cabo, era tener previstos los movimientos del tablero dentro de cuatro o cinco jugadas, tenía muy claro que si caía la pieza de dominó napolitana, el camino estaría franco hasta el Foro romano; por eso intentó meterle a aquel proceso un tanto de orden multinacional, y le propuso a Londres que ambos le dejasen claro a Garibaldi que no podía pasar de Calabria. Francia necesitaba, por así decirlo, conservar un recuerdo de reino de Nápoles en pie para que no ocurriese algo que podía terminar de enfrentar al emperador con el backbone de su régimen. Lord John Rusell, sin embargo, no tragó el anzuelo. Inglaterra no se jugaba casi nada en el teatro mediterráneo; sus intereses en esa bañera estaban en otros sitios: Gibraltar, Malta, Chipre, Grecia. A ellos, Italia se la sudaba un poco y, además, tenían muy claro que, cuando más se emputecía el dosier italiano, más jodido lo tenía Francia; y nunca debes desaprovechar una oportunidad de debilitar a tu rival. Así las cosas, el jefe de la diplomacia inglesa, con un papo de la hostia todo hay que decirlo, le contestó que no avalaría ninguna prohibición a Garibaldi porque “los pueblos tienen todo el derecho a rebelarse contra sus regímenes tiránicos”. Londres, la verdad, para entonces había digerido ya la idea de que algún día existiese un Estado italiano unificado sobre bases piamontesas y, en consecuencia, no estaba dispuesta a enfrentarse a ese supuesto.

El único que estaba dispuesto a intervenir, para así impedir una modificación del status quo mediterráneo, era Rusia. Pero, claro, Rusia estaba a tomar por culo de Italia; sólo intervendrían en compañía de Francia, y Francia estaba presa de su reciente decisión de abandonar Roma y, con ella, el teatro italiano.

Luis Napoleón, digámoslo claro, no quería la independencia de Italia como nosotros la conocemos. Su objetivo era contraprogramar al congreso de Viena, pero no crear una nueva unidad política de primer nivel (ejem...) en Europa. Él quería un reino italiano en el norte, otro en el sur y, entre los dos, como un tampón, la soberanía del Papa. Eso, en general. En particular, su objetivo era, claramente, poder abandonar Roma sin que eso comprometiese la seguridad del PasPas.

Cavour respondió a todas esas presiones con un típico doble lenguaje; mientras le echaba la bronca a Garibaldi por bruto, preparaba la anexión de Sicilia. Así que envió a la flota del almirante Carlo Pellion di Persano a la isla, para poner al Piamonte al frente de la revolución que había iniciado Garibaldi, pero que ahora nadie en Turín quería que dirigiese el sanguíneo jefe de los voluntarios. Las tropas piamontesas bajaron el suflé siciliano muy rápidamente y Garibaldi, una vez que tuvo claro el mojo, cruzó el estrecho. El rey Francisco II, que se había quedado completamente solo, abandonado de su gobierno y de sus fuerzas armadas, se embarcó el 6 de septiembre hacia Gaeta; al día siguiente, Garibaldi entraba en Nápoles.

Así las cosas, pues, el sur de Italia había caído en manos de los piamonteses. Pero, claro, también había pasado lo que temía Thouvenel: sin obstáculos a la vista, Garibaldi no hacía sino gritarle a sus Mil que, ahora, irían a Roma. Le recordaron que en Roma todavía había tropas francesas, y el revolucionario italiano contestó, fríamente que, entonces, se les enfrentaría. En realidad, el suyo era un movimiento más coordinado con Cavour de lo que parecía; los piamonteses estaban ya, para entonces, estableciendo presencia en algunas provincias pontificias con la disculpa de protegerlas del peligroso revolucionario; pero, en realidad, las estaban okupando.

Cavour dejó dicho que Luis Napoleón le dijo a sus dos enviados, Luigi Carlo Farini y el general Enrico Cialdini, cuando le explicaron los planes de anexión total de Italia: fate, ma fate presto. O sea: hacedlo, pero hacedlo ya. En esas circunstancias, el proyecto piamontés sólo tenía un opositor de importancia: Thouvenel.

4 comentarios:

  1. Anónimo11:05 p.m.

    Caray... Perdona el fuera de tema. Pero ¿Crees que Líbano sea un país viable? La situación que describes para el siglo XIX parece que no ha cambiado casi nada; más bien se ha agravado por la intervención de terceros países y actores. ¿NO será mejor dividirlo? ...

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    1. Es un país roto y con fortísimas tensiones sociales derivadas de su ubicación en el llamado Creciente Shií. Lo malo es que yo creo que partirlo tampoco solucionaría gran cosa.

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    2. Anónimo7:15 p.m.

      Oh, Perdona ¿Qué es el Creciente Shií? ¿Se refiere a terrritorios donde esta corriente va ganando influencia apoyados por Irán?

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    3. Algo así, en efecto

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