miércoles, octubre 21, 2020

Franco y Dios: 24: una propuesta con freno y marcha atrás)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Pacelli, como ya he relatado, había llegado a la conclusión de que tenía que romper las resistencias de su secretario de Estado, cada vez más contrario a las posiciones demandadas por el Estado español; y que esa ruptura pasaba por dar algún paso en el sentido de recuperar el derecho de Patronato. Supongo que esto último es algo que le costó mucho tiempo de reflexión al Papa, pues es una idea en la que él, ni como canonista ni como diplomático, creía; pero como jefe de Iglesia tenía que tener en cuenta algunas cosas más que los fríos argumentos de la lógica.

Así las cosas, con fecha 21 de marzo de 1940, el Papa alumbró una fórmula de compromiso. En la misma, el Vaticano seguía afirmando su convicción de que el Concordato de 1851 estaba kaput, pero se avenía a renovarlo con dos grandes condiciones:

La primera condición era que toda elección de candidatos para las sedes episcopales por parte del gobierno español se hiciera collatis consiliis, esto es, mediando siempre consultas previas con la Santa Sede. En otras palabras: Franco se debería comprometer a no nombrar a alguien si llegaba a tener un email del Vaticano diciéndole que ese alguien no le gustaba. Y ése era un proceso que habría que hacer antes de los nombramientos, no después.

La segunda condición era que el gobierno español se comprometiese a guardar todos los acuerdos concordatarios, y muy en especial los referidos a la jurisdicción de los obispos. Por lo tanto, se buscaba que el episcopado tuviera plena independencia y, por lo tanto, no se viera constreñido por evoluciones como la nazificación de España representada por el famoso, y no ratificado, convenio cultural hispano-alemán.

En la práctica, la propuesta de Pacelli venía a resucitar la fórmula desarrollada durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. Los nombres de los candidatos a una sede vacante serían sometidos a una comisión de prelados presidida por el cardenal primado. La Comisión optaría por uno o más candidatos y el gobierno, una vez hecha la designación, la comunicaría al Vaticano, que podría, o no, dar su visto bueno.

A Yanguas, el conocimiento de esta oferta le movió al optimismo; la consideraba compatible con las reivindicaciones de Madrid. Los problemas, sin embargo, estaban en la segunda cláusula. ¿La aceptaría Madrid? Resulta difícil pensar que sí: con ese acuerdo en la mano, tal vez el franquismo no hubiera tenido elementos para impedir el regreso del cardenal Vidal a España.

Sin embargo, todo esto son hipótesis. Lo cierto es que la propuesta del propio Papa no pasó de ser un mero borrador de trabajo. El 4 de abril de 1940, un enviado de la Secretaría de Estado vaticana entregó en la embajada de España una carta del Papa para Franco, fechada el 24 de marzo; tres días después de que Pacelli desarrollase su borrador de solución, pues. Pero otro documento importante que estaba pendiente: la contestación oficial del Vaticano a la Nota presentada por España en enero de aquel mismo año, no fue entregada; ni lo sería, de hecho. La Santa Sede, pues, entre la segunda mitad de marzo y los primeros días de abril había mudado su postura y había tascado el freno con España.

El Papa, en audiencia con el embajador Yanguas el 4 de mayo, no se cortó a la hora de decirle que la solución que había esbozado el 21 de marzo se había desarrollado contra el criterio de la inmensa mayoría de la Curia. España, le vino a decir, tenía pocos amigos en la cuestión concordataria, pero aun así la cabeza de la Iglesia había decidido transigir. Sin embargo, con los días su embarazo y su incertidumbre habían ido creciendo, como habían crecido sus dudas.

¿Por qué? Pues porque, increíblemente, el régimen, que casi tocaba un acuerdo con la punta de los dedos, la cagó.

Hablamos del gravísimo incidente de Sevilla con el cardenal Segura.

El cardenal Segura, esto era algo de lo que ya la República había tenido pruebas, era hombre de carácter recio y terquedad legendaria. Ambos sentimientos, que un tiempo pudo aplicar a la lucha de la España confesional contra el laicismo radical de la República, ahora los aplicaba en afirmar una rotunda, inacabable, rocosa repugnancia hacia la Falange y las bases fundamentales del nuevo régimen. Rey y señor espiritual de la mayor sede apostólica del sur de España, se aplicó, con ahínco, a hacer de Andalucía una especie de aldea gala, si no antifranquista, que la verdad es que lo fue no pocas veces, sí, de alguna manera, alternativa a las bases dominantes del régimen.

El cardenal Segura, ultramontano como pocos, era, sin embargo, el peor enemigo de los alemanes en España. En ninguna otra persona que pudiera llevar en aquella España una vida pública y, digamos, libre, encontraba el nacionalsocialismo un enemigo más poderoso. Con una transitividad estricta, la enemiga del clero andaluz, dirigido por Segura, hacia las influencias de Von Stohrer, se transmitía a la Falange. Diversos párrocos sevillanos dedicaban sus homilías dominicales a perorar sobre el tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sistemáticamente. A menudo, y para evitar problemas de censura o delito, desplazaban geográficamente el tema, juzgando, por ejemplo, la situación en la Italia de Mussolini; pero todo el mundo entendía. Ellos hablaban de cabesa Benito, pero todo dios sabía de quién estaban hablando. Aquellas encendidas homilías en las que se criticaba al Duce y su política religiosa, animadas por Segura, le habrían de provocar ya problemas en forma de protestas del consulado italiano; tuvo que ordenar a sus prelados que volviesen a hablar del pecado, del hijo pródigo, de los panes y los peces, de esas cosas. Sin embargo, sólo era una tregua. Con ocasión del aniversario de los acuerdos de Letrán, Segura publicó una pastoral furibunda, muy en su estilo ultramontano, aseverando que dichos acuerdos no habían resuelto el problema del Papa prisionero del Estado italiano.

Los sermones antifascistas recomenzaron, con un foco fundamental en la parroquia de San Silvestre. Entonces ya no fueron los italianos, sino la propia Falange, la que protestó. De nuevo, Segura adoctrinó a su grey para que hablase del pecado, y de que no eran partidarios.

Sin embargo, al alborear el año 1940, cuando, como sabemos, Falange inició su campaña de absorción de las organizaciones católicas (agrarias, estudiantiles, laborales), Segura redobló sus ataques. En enero de 1940, Segura se vio con Serrano Súñer y, al parecer, le advirtió de que Falange estaba yendo de demasiado lejos. El domingo siguiente, Segura, en su homilía de las doce, escogió para comentar el pasaje de la Biblia que nos previene de que tengamos cuidado “de los lobos vestidos con piel de oveja”; con medias palabras y sugerencias, se despachó a gusto, y todo el mundo lo entendió perfectamente.

Así las cosas, llegó la Semana Santa de 1940, gran celebración religiosa que el gobierno había decidido celebrar especialmente en Sevilla, con la presencia del jefe del Estado. En los días anteriores, el ambiente se había enrarecido. Era costumbre entonces que Falange forzase que los nombres de los Caídos por Dios y por España (o sea, menos de la mitad de todos los caídos) fuesen inscritos en las paredes de las principales iglesias de cada ciudad. Cuando pretendió hacer lo mismo en Sevilla, Segura les contestó que no mamasen, y eso exacerbó los ánimos. Pocos días antes de la Semana Santa, jóvenes falangistas habían hecho pintadas en la fachada del Palacio Arzobispal, reproduciendo consignas falangistas.

El cardenal Segura, que tenía un temperamento muy violento de donde le era muy difícil bajarse, todavía seguía cabreado cuando Franco llegó a Sevilla para las celebraciones de la Semana Santa. En 1940 tenía sesenta años y mucha vida a sus espaldas; estaba llegando a ese momento de la existencia en la que todo te la suda mucho; pero mucho. Consecuentemente, realizó un gesto yo creo que mal medido, pero muy suyo: pretextando una indisposición, dejó a Franco solo en la catedral. La cosa no quedó ahí, de hecho. Como puntillosamente recuerda Serrano en sus memorias, el cardenal, que presuntamente estaba enfermo de la muerte, permaneció en su palacio arzobispal mientras Franco presidía la ceremonia religiosa. Pero inmediatamente después que el jefe del Estado dejó la iglesia pues, según el protocolo, debía instalarse en un palco del Ayuntamiento, recuperó la salud, salió del palacio y presidió el resto de la ceremonia.

Aquel desaire de Segura fue gordísimo, sobre todo desde un punto de vista cualitativo, porque era el tipo de putada que Franco no olvidaba por serle especialmente dolorosa. Las cosas, sin embargo, se pusieron peor todavía días después cuando Segura, en el curso de una homilía, dijo que la calidad de caudillo, en España siempre había tenido un sentido peyorativo, pues un caudillo, en español, habitualmente había significado “jefe de una partida de ladrones”.

Pues, sí. Los libros de texto al uso actual, querido lector si es que eres púber; y, desde luego, la teórica sobre la guerra civil que sostienen los actuales licenciados en Historia, pretende convencerte de que, tras terminar la guerra civil, la oposición a Franco estaba en el exilio y en una serie de organizaciones clandestinas de izquierdas que bla. Pero, la verdad, todo ese ejército de presuntos opositores jamás apeló a Franco de ladrón en público, en medio de una fiesta mayor. Segura sí que lo hizo. Pero España era un régimen cerradamente nacionalcatólico que blablablá. Son cosas que pasan cuando haces Historia con el puzle de los Pîtufos de cuatro piezas.

La Prensa sevillana se lanzó a la yugular del cardenal, acusándolo de haberse negado a grabar el nombre de José Antonio Primo de Rivera en una de las paredes de la catedral, y los nombres de los caídos en la fachada de la iglesia del Sagrario. Segura contestó, públicamente, escudándose en el canon 1178, que obliga a toda dignidad eclesial a impedir cualquier acción relativa a una iglesia que desmienta “la santidad a la que está destinada”. En consecuencia, Segura le comunicaba al gobernador civil, comunicación de la que se hicieron eco los periódicos, que “si contra su negativa los nombres de los Caídos por Dios y por España se graban en los muros de la Santa Iglesia Catedral o de las parroquias del Arzobispado, Su Eminencia fulminará las más graves penas canónicas contra quienes, directa o indirectamente, puedan considerarse autores de tal homenaje”.

El 30 de marzo (atad cabos: una semana después de que Pacelli hubiese elaborado su borrador, pero unos días antes de aquél en el que, probablemente, pretendía comunicarlo a la embajada), el general Franco recibió al nuncio Cicognani, a quien había llamado con urgencia. Y no se anduvo por las ramas. Quería que Segura dejase de ser arzobispo de Sevilla. Sic. Cicognani dijo aquello de los fontaneros; eso de “esto no va ser tan fácil, aquí va a haber que picar…”; y Franco le contestó: haga lo que tenga usted que hacer, pero arranque esa puta cañería podrida y métasela por donde le quepa.

Serrano nos cuenta en sus memorias que un domingo por la noche, posterior a esta entrevista en mi opinión, regresaba el cuñado de una tarde en La Granja con la familia. Como entonces no había móviles, fue al llegar a Madrid cuando se encontró con el recado de que le habían llamado varias veces con urgencia con recado del director general de Seguridad. Cuando pudo contactar con él, el director general le transmitió la orden del ministro Beigbeder de tramitar una orden de expulsión de España a nombre de Pedro Segura, de profesión Espada de Trento.

Serrano dice que puso pies en pared y que no estaba dispuesto a hacer tal cosa. Es hasta posible que fuese así, porque no era un tipo idiota en lo absoluto, y no se le podía escapar el cachondeo internacional que se produciría si el franquismo declaraba persona non grata al mismo tipo que había merecido dicho tratamiento por parte de la República. Pero a mí, la verdad, me cuesta un poco creerlo. En fin, Serrano dice que, cuando el conde de Mayalde le dijo que Franco estaba de acuerdo, resolvió llamar al jefe del Estado, al que dice haber convencido del argumento que acabo de expresar. Personalmente, considero que, si la orden de expulsión de Segura se manejó como posibilidad, es evidente que a Franco alguien le convenció de que el gesto le iba a salir muy caro. Que ese alguien fuese Serrano, ya no lo tengo yo tan claro (aunque él sí parece estar seguro de ello).

Franco, sin embargo, nunca, o casi nunca, se bajaba completamente de las burras. Sacaba un pie fuera, a veces medio cuerpo; pero casi siempre permanecía encima del equino, porque a terco no lo ganaba casi nadie. Consecuentemente, se avino a no poner a Segura en la frontera; pero eso no quiere decir que aceptase su continuidad al frente de la sede arzobispal.

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