Cuando Franco decidió mutar en Franco
Una vez que Yanguas estuvo en Madrid, una de las primeras personas a las que vio fue al alarmado cardenal Gomá. Yanguas, ya liberado del peso de secretismo inherente a su cargo y delante de un crepuscular amigo cordial (moriría ese mismo año) no tuvo problema en soltar algo su lengua, a pesar de que, muy probablemente, sabía que sus palabras iban a terminar encima de la mesa del Papa (o, tal vez, precisamente por eso).
El embajador le dijo que la clave
de bóveda del fracaso era Maglione; yo estoy de acuerdo con él. Todo había
ocurrido porque Maglione, tal y como había dejado claro ante la Congregación de
Asuntos Extraordinarios, estaba convencido de que España iba de farol con la
amenaza de romper relaciones diplomáticas. El otro gran factor que veía Yanguas
era la labor erosionadora de Tedeschini, quien nunca había dejado de trabajar en
contra de la causa española. Por último, por supuesto, reconocía que estaba el
inmovilismo de Franco quien, al contrario de lo que pensaban en Roma, estaba
plenamente dispuesto a ir a un rompimiento. Gomá sabía bien, en su fuero
interno, que eso era así: eran dos veces las que Franco le había dicho que si
España reinstauraba el presupuesto de culto y clero y, en respuesta, el
Vaticano no se abría a la negociación concordataria, retiraría al embajador.
Por el tono en que le preguntó a Yanguas, da la impresión de que Gomá era otro
de los que habían pensado que Franco iba de farol.
Resulta acojonante comprobar la
cantidad de personas que, en la vida de Francisco Franco, lo trataron con
frecuencia e, incluso, intensidad, y nunca llegaron a entenderlo. Y eso que,
cuando menos según mi opinión, cuando la actuación de Franco se observa en su
contexto ideal, esto es abarcando un periodo de tiempo suficientemente
dilatado, uno se da cuenta de que dicha actuación era más simple que un examen
de la ESO. Franco se había educado como persona en los cuarteles africanos; en lugares donde lo fundamental es tener el poder y, cuando no se tiene, ejercerlo igualmente para que nadie te pierda el respeto y el miedo. Michael Corleone decide que matará a su hermano Fredo, que lo ha traicionado, cuando, en el velatorio de la madre de ambos, lo abraza y consuela y, levantando la vista, ve cómo le están mirando sus matones lugartenientes. En ese momento, Corleone se da cuenta de que el respeto de esa gente que se juega la vida por él casi cada día pasa porque les demuestre que no deja pasar una. Pues bien: ése es, también, Franco. Todos aquellos que, como Gomá, como Maglione, pensaron que el jefe del Nuevo Estado español se iba a achantar ante el escándalo de un Estado católico rompiendo relaciones con el Vaticano se asemejan a ese pobre diablo que llega a pensar que en la mente de un mafioso puede llegar a pesar más el amor fraternal que el apetito de mando.
Gomá insistió sobre la necesidad de
proveer las sedes vacantes. Otra prueba de miopía. Con la que estaba cayendo,
lo de las sedes vacantes había pasado a ser el problema 3.456 en la lista de
prioridades.
En el fondo de todo este
conflicto late una diferencia importante y comprensible. Una diferencia de
criterio que hay que tener muy en cuenta. Para los prelados españoles, que
dirigían sedes hispanas, residían en España e interactuaban cada día con el
pueblo español, con la Falange y con las estructuras del nuevo Estado, era más
que evidente que Franco era una roca. Mejor dicho: que el franquismo era una
roca. Ya he dicho muchas veces que el sueño ideal surgido de ese extraño
fenómeno historiográfico por el cual la Historia la escriben los perdedores
(situación en la que la verdad sufre casi tanto como cuando la escriben los
ganadores), hoy se nos trata de convencer de que la guerra civil comenzó por un
golpe de Estado provocado por una elite de unas pocas decenas de españoles que
se alzaron contra todos los demás; elite que, consiguientemente, cuando ganó la
guerra se puso a gobernar sobre un país formado por ciudadanos todos ellos
reprimidos en sus ideas y en sus deseos. Esta versión, como digo, es muy bonita
y, apoyada por los correspondientes fondos de subvención, hasta da para
sostener décadas de cine patrio; pero eso no la hace más cierta.
Lo que los obispos como Gomá
sabían, y no sabía el Vaticano, era que a Franco ya no lo iba a mover,
literalmente, ni Dios. Ellos sabían bien que la única, extraordinariamente
tenue, oportunidad de que Franco se fuera o se echase a un lado era que la
vertiente monárquica del Ejército, la misma que le había hecho Generalísimo, le
cobrase el favor y le obligase a aceptar la llegada de Juan El Demócrata De
Boquilla desde Portugal; pero también sabían que esa posibilidad era más remota
cada vez que el franquismo inhalaba una vez más. Los obispos daban sus homilías
los domingos, visitaban a sus feligreses, y sabían bien lo que sentía el pueblo
español en ese momento, aunque no se lo contase Preston. Sabían que había mucha
gente que lo había pasado de mierda y ahora quería vengarse de quienes se lo
habían hecho pasar de mierda; que mucha gente había caído del lado nacional e,
independientemente de lo que fuese antes de la lotería, con la guerra se había
vuelto nacional; que otros habían caído del lado republicano y ahora perdían el
culo por lavar esa mancha pues, en realidad, ni creían ni habían creído nunca
en ninguno de los bandos; que había personas que habían tenido otra ilusión
para España, pero se acomodaban a lo que había porque, por lo menos, traía la
paz (éstos eran la mayoría); y que los que decididamente hubieran luchado
contra la nueva España no iban a hacerlo, entre otras cosas, porque andaban a
hostia limpia entre ellos en la discusión de quién tuvo más culpa de la
derrota.
El Vaticano veía las cosas de
otra manera. Por Roma pululaban agentes ingleses y franceses que, en ese
momento, estaban muy interesados en fibrilar la idea de que, si caía Hitler,
Mussolini y Franco caerían tras él como fichas de dominó. Y, sobre todo, estaba
la labor de zapa constante de los sacerdotes españoles exiliados, sobre todo
catalanes y vascos, muy interesados en convencer a cualquiera que les escuchase
de que “lo de Franco estaba hecho”, de que ese mismo día por la tarde
divisiones de la Royal Army iban a invadir España desde Gibraltar, y que el
general iba a tener que huir desde Cuatro Vientos en un avión, a los brazos de
sus amigos argentinos, probablemente. Al ticket Maglione-Pacelli le pasó un poco
eso de que cuando quieres oír algo, si va alguien listo y te lo dice, lo tomas
como la puta verdad total. Al fin y al cabo estos dos señores príncipes de la
Iglesia, no vivían de otra cosa. Exactamente igual que ellos iban al angustiado
por la muerte y le contaban eso de la vida eterna y lo enganchaban, a ellos,
que estaban deseando encontrar argumentos para petardear una negociación
concordataria con España en la que no querían hacer ni la menor cesión, esos
cantos de sirena que les venían a decir que para qué negociar con Franco si a
Franco le quedaban los telediarios que durasen las Panzerdivisionen, les vinieron al pelo.
Maglione, en consecuencia, es al
menos mi opinión, se autoconvenció de dos cosas: la primera, de que Franco iba
a durar menos que una oblea tras su transubstanciación; y, dos, que podía
tensar la cuerda todo lo que quisiera, porque el católico Franco nunca la
rompería. En ambas cosas se equivocó, y se equivocó, sobre todo, por no
escuchar más a los prelados de interior y menos a los del exilio. Ni Franco
caería; ni habían conseguido entender su personalidad, siempre en persecución
del poder, siempre dispuesta a apartar a todo aquél que se lo negase, sin
importar la sotana que vistiese.
Isidro Gomá hizo un informe con
todo lo que habló con Yanguas, informe que fue alabado por su claridad y
utilidad por el Papa Pacelli. Algo que, en mi opinión, se entiende mal. Yanguas
había sido visitante asiduo de Pacelli cuando era secretario de Estado e
incluso cuando fue Papa, como lo fue también de Maglione, o de Montini, ya
situado entonces en posición bastante elevada en la diplomacia vaticana. En la
conversación entre Yanguas y Gomá apenas salieron temas diferentes de los que
el embajador había tratado como tal; y la opinión del cardenal español tampoco
cambió, salvo para señalar los muchos problemas que generaría una ruptura
diplomática. Bajo estas premisas, ¿por qué, de repente, este informe de Gomá
era tan útil? ¿Por qué un informe que no podía decir cosas muy alejadas de las
que ya había dicho antes el cardenal o el nuncio Cicognani era tan
esclarecedor? Para mí, la positividad con que Pacelli recibió estos papeles es
una prueba más de lo radicalmente erróneo que estuvo el Vaticano en su
valoración del problema español desde la primavera de 1938 hasta que estuvo ya
bien entrado en año 1940.
Yanguas, sin embargo, habría de
incumplir su amenaza, pues regresó a Roma. Lo hizo una vez pasado el tormentoso
mes de enero de 1940; ese mes en el que Serrano Súñer decidió jugar
definitivamente la baza de ser la correa de transmisión del nacionalsocialismo
en España y comenzó a pasar largas tardes en la embajada alemana. Para cuando
Yanguas regresó al Palacio de España, llevaba una carta autógrafa de Franco
para el Papa. El ambiente, para entonces, estaba enrarecido. Le Temps, de nuevo, se había ocupado de
las negociaciones entre el Vaticano y España, aireando sus diferencias en torno
a la designación de obispos. Maglione había tirado de móvil, otra vez. La
embajada española publicó una rectificación. L’Observattore, es de suponer que con indisimulado placer, le
devolvió al franquismo los muchos desaires cometidos por éste en su Prensa:
no la publicó.
El 19 de febrero, Yanguas fue
recibido por el Papa, quien le había concedido la audiencia prácticamente en
horas. Allí, el embajador le hizo entrega de una plica cerrada y sellada con la
carta del general. Después de un rato de preguntas retóricas sobre qué tal
España y bla, Pacelli pasó al asunto de la negociación. Trató el Papa de hacer
entender al embajador que la postura española era demasiado intransigente.
Yanguas, sin inmutarse, le informó, fríamente, de que el general Franco estaba
dispuesto a aceptar algún tipo de audiencia o consulta con los prelados
españoles; pero que el Patronato debía quedar incólume. Pacelli retrucó argumentando
que el Vaticano tenía la obligación de ser consciente del largo plazo y, por lo
tanto, tener en cuenta el riesgo de que, algún día, estuviese al frente de
España algún mandatario con un perfil distinto al del general. Era, yo creo, un
guiño a las noticias sobre la eclosión de Serrano como pretendida alternativa.
La carta de Franco era
respetuosa, pero bien clara en sus posicionamientos. Cumplió a la perfección,
probablemente, su función, que no era otra que dejarle claro al Papa que las
convicciones religiosas del jefe del Estado español y de la propia sociedad
española no eran un activo en el que pudiera confiar a la hora de considerar
(la vía Maglione) que nunca se produciría un rompimiento. Beigbeder, por esos
días, dio otro martillazo en el mismo clavo recibiendo a Cicognani y dejándole
claro que, si Franco no nombraba obispos, pondrían el Palacio de España de Roma
en Airbnb.
En esas condiciones, Pío XII
asumió que tendría que enfangarse directamente en el problema.
En el momento en que se metió de
hoz y coz en la situación del problema en 1940, Pacelli se encontró con que el
asunto había mutado un poco respecto de los tiempos en los que, siendo
secretario de Estado, él estaba más encima de la movida. La segunda guerra mundial
había estallado, y eso no podía ser inocuo. Básicamente, lo que la guerra había
provocado era que las fuerzas escépticas, cuando no contrarias, al régimen
español, se hiciesen más radicales. Dentro del Vaticano, y muy especialmente
dentro de la Congregación de Asuntos Extraordinarios, había toda una corriente
de opinión en este sentido. Muchos cardenales comulgaban (nunca mejor dicho)
con la objeción del Papa de que no podía concederse el derecho de nombramiento de
obispos porque cualquier día podría haber otra persona al frente de España con
otras ideas; esta tesis estaba muy abonada por el bullebulle antes comentado de
quienes querían creer que a Franco le quedaban dos telediarios. Pero había otra
facción más radical aún: la facción “pues si se quiere ir, que se vaya”. En la
visión de estos prelados, el nazismo, tan hostil con los católicos, y el
estallido de la segunda guerra mundial, había jugado a favor del catolicismo en
muchos países enemigos del agresor. La verdad, tenían razón. La Iglesia
católica, con el tufo a martirologio que Hitler le regaló, había ganado muchos
puntos en Estados Unidos, por supuesto en Francia e, incluso, en Inglaterra. En
unas circunstancias así, para esta corriente de opinión, que España rompiese la
baraja no era ninguna tragedia. Obviamente, personajes como Tedeschini estaban
por esa labor. Chocaron, sin embargo, con el espíritu conciliador de Pío XII,
un Papa que no quería más movidas que las justas; y que, además, precisamente
por pensar a largo plazo, que era lo que le llevaba a argumentar que algún día
el mando en España podía cambiar, también era consciente de que esa situación
internacional tan positiva para el catolicismo podía darse la vuelta con
facilidad, porque las guerras no son eternas.
Pío comprendió que aquello lo tenía que solucionar él.
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