Cuando Franco decidió mutar en Franco
Pacelli, como ya he relatado, había llegado a la conclusión de que tenía que romper las resistencias de su secretario de Estado, cada vez más contrario a las posiciones demandadas por el Estado español; y que esa ruptura pasaba por dar algún paso en el sentido de recuperar el derecho de Patronato. Supongo que esto último es algo que le costó mucho tiempo de reflexión al Papa, pues es una idea en la que él, ni como canonista ni como diplomático, creía; pero como jefe de Iglesia tenía que tener en cuenta algunas cosas más que los fríos argumentos de la lógica.
Así las cosas, con fecha 21 de
marzo de 1940, el Papa alumbró una fórmula de compromiso. En la misma, el
Vaticano seguía afirmando su convicción de que el Concordato de 1851 estaba kaput, pero se avenía a renovarlo con
dos grandes condiciones:
La primera condición era que toda
elección de candidatos para las sedes episcopales por parte del gobierno
español se hiciera collatis consiliis,
esto es, mediando siempre consultas previas con la Santa Sede. En otras
palabras: Franco se debería comprometer a no nombrar a alguien si llegaba a
tener un email del Vaticano diciéndole que ese alguien no le gustaba. Y ése era
un proceso que habría que hacer antes de los nombramientos, no después.
La segunda condición era que el
gobierno español se comprometiese a guardar todos los acuerdos concordatarios,
y muy en especial los referidos a la jurisdicción de los obispos. Por lo tanto,
se buscaba que el episcopado tuviera plena independencia y, por lo tanto, no se
viera constreñido por evoluciones como la nazificación de España representada
por el famoso, y no ratificado, convenio cultural hispano-alemán.
En la práctica, la propuesta de
Pacelli venía a resucitar la fórmula desarrollada durante los años de la
dictadura de Primo de Rivera. Los nombres de los candidatos a una sede vacante
serían sometidos a una comisión de prelados presidida por el cardenal primado.
La Comisión optaría por uno o más candidatos y el gobierno, una vez hecha la designación,
la comunicaría al Vaticano, que podría, o no, dar su visto bueno.
A Yanguas, el conocimiento de
esta oferta le movió al optimismo; la consideraba compatible con las
reivindicaciones de Madrid. Los problemas, sin embargo, estaban en la segunda
cláusula. ¿La aceptaría Madrid? Resulta difícil pensar que sí: con ese acuerdo
en la mano, tal vez el franquismo no hubiera tenido elementos para impedir el
regreso del cardenal Vidal a España.
Sin embargo, todo esto son
hipótesis. Lo cierto es que la propuesta del propio Papa no pasó de ser un mero
borrador de trabajo. El 4 de abril de 1940, un enviado de la Secretaría de
Estado vaticana entregó en la embajada de España una carta del Papa para
Franco, fechada el 24 de marzo; tres días después de que Pacelli desarrollase
su borrador de solución, pues. Pero otro documento importante que estaba
pendiente: la contestación oficial del Vaticano a la Nota presentada por España
en enero de aquel mismo año, no fue entregada; ni lo sería, de hecho. La Santa
Sede, pues, entre la segunda mitad de marzo y los primeros días de abril había
mudado su postura y había tascado el freno con España.
El Papa, en audiencia con el
embajador Yanguas el 4 de mayo, no se cortó a la hora de decirle que la
solución que había esbozado el 21 de marzo se había desarrollado contra el
criterio de la inmensa mayoría de la Curia. España, le vino a decir, tenía
pocos amigos en la cuestión concordataria, pero aun así la cabeza de la Iglesia
había decidido transigir. Sin embargo, con los días su embarazo y su
incertidumbre habían ido creciendo, como habían crecido sus dudas.
¿Por qué? Pues porque,
increíblemente, el régimen, que casi tocaba un acuerdo con la punta de los
dedos, la cagó.
Hablamos del gravísimo incidente
de Sevilla con el cardenal Segura.
El cardenal Segura, esto era algo
de lo que ya la República había tenido pruebas, era hombre de carácter recio y
terquedad legendaria. Ambos sentimientos, que un tiempo pudo aplicar a la lucha
de la España confesional contra el laicismo radical de la República, ahora los
aplicaba en afirmar una rotunda, inacabable, rocosa repugnancia hacia la Falange
y las bases fundamentales del nuevo régimen. Rey y señor espiritual de la mayor
sede apostólica del sur de España, se aplicó, con ahínco, a hacer de Andalucía
una especie de aldea gala, si no antifranquista, que la verdad es que lo fue no
pocas veces, sí, de alguna manera, alternativa a las bases dominantes del
régimen.
El cardenal Segura, ultramontano
como pocos, era, sin embargo, el peor enemigo de los alemanes en España. En
ninguna otra persona que pudiera llevar en aquella España una vida pública y,
digamos, libre, encontraba el nacionalsocialismo un enemigo más poderoso. Con
una transitividad estricta, la enemiga del clero andaluz, dirigido por Segura,
hacia las influencias de Von Stohrer, se transmitía a la Falange. Diversos
párrocos sevillanos dedicaban sus homilías dominicales a perorar sobre el tema
de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sistemáticamente. A menudo, y
para evitar problemas de censura o delito, desplazaban geográficamente el tema,
juzgando, por ejemplo, la situación en la Italia de Mussolini; pero todo el
mundo entendía. Ellos hablaban de cabesa Benito, pero todo dios sabía de quién estaban hablando. Aquellas encendidas homilías en las que se criticaba al Duce y
su política religiosa, animadas por Segura, le habrían de provocar ya problemas
en forma de protestas del consulado italiano; tuvo que ordenar a sus prelados
que volviesen a hablar del pecado, del hijo pródigo, de los panes y los peces,
de esas cosas. Sin embargo, sólo era una tregua. Con ocasión del aniversario de
los acuerdos de Letrán, Segura publicó una pastoral furibunda, muy en su estilo
ultramontano, aseverando que dichos acuerdos no habían resuelto el problema del
Papa prisionero del Estado italiano.
Los sermones antifascistas
recomenzaron, con un foco fundamental en la parroquia de San Silvestre.
Entonces ya no fueron los italianos, sino la propia Falange, la que protestó.
De nuevo, Segura adoctrinó a su grey para que hablase del pecado, y de que no
eran partidarios.
Sin embargo, al alborear el año
1940, cuando, como sabemos, Falange inició su campaña de absorción de las
organizaciones católicas (agrarias, estudiantiles, laborales), Segura redobló
sus ataques. En enero de 1940, Segura se vio con Serrano Súñer y, al parecer,
le advirtió de que Falange estaba yendo de demasiado lejos. El domingo
siguiente, Segura, en su homilía de las doce, escogió para comentar el pasaje
de la Biblia que nos previene de que tengamos cuidado “de los lobos vestidos
con piel de oveja”; con medias palabras y sugerencias, se despachó a gusto, y
todo el mundo lo entendió perfectamente.
Así las cosas, llegó la Semana
Santa de 1940, gran celebración religiosa que el gobierno había decidido
celebrar especialmente en Sevilla, con la presencia del jefe del Estado. En los
días anteriores, el ambiente se había enrarecido. Era costumbre entonces que
Falange forzase que los nombres de los Caídos por Dios y por España (o sea, menos de la mitad de todos los caídos) fuesen inscritos en las paredes de
las principales iglesias de cada ciudad. Cuando pretendió hacer lo mismo en
Sevilla, Segura les contestó que no mamasen, y eso exacerbó los ánimos. Pocos
días antes de la Semana Santa, jóvenes falangistas habían hecho pintadas en la
fachada del Palacio Arzobispal, reproduciendo consignas falangistas.
El cardenal Segura, que tenía un
temperamento muy violento de donde le era muy difícil bajarse, todavía seguía
cabreado cuando Franco llegó a Sevilla para las celebraciones de la Semana
Santa. En 1940 tenía sesenta años y mucha vida a sus espaldas; estaba llegando
a ese momento de la existencia en la que todo te la suda mucho; pero mucho.
Consecuentemente, realizó un gesto yo creo que mal medido, pero muy suyo: pretextando
una indisposición, dejó a Franco solo en la catedral. La cosa no quedó ahí, de
hecho. Como puntillosamente recuerda Serrano en sus memorias, el cardenal, que
presuntamente estaba enfermo de la muerte, permaneció en su palacio arzobispal
mientras Franco presidía la ceremonia religiosa. Pero inmediatamente después
que el jefe del Estado dejó la iglesia pues, según el protocolo, debía
instalarse en un palco del Ayuntamiento, recuperó la salud, salió del palacio y
presidió el resto de la ceremonia.
Aquel desaire de Segura fue
gordísimo, sobre todo desde un punto de vista cualitativo, porque era el tipo
de putada que Franco no olvidaba por serle especialmente dolorosa. Las cosas,
sin embargo, se pusieron peor todavía días después cuando Segura, en el curso
de una homilía, dijo que la calidad de caudillo, en España siempre había tenido
un sentido peyorativo, pues un caudillo, en español, habitualmente había
significado “jefe de una partida de ladrones”.
Pues, sí. Los libros de texto al uso actual, querido lector si es que eres púber; y, desde luego, la teórica sobre la guerra civil que sostienen los actuales licenciados en Historia, pretende convencerte de que, tras terminar la guerra civil, la oposición a Franco estaba en el exilio y en una serie de organizaciones clandestinas de izquierdas que bla. Pero, la verdad, todo ese ejército de presuntos opositores jamás apeló a Franco de ladrón en público, en medio de una fiesta mayor. Segura sí que lo hizo. Pero España era un régimen cerradamente nacionalcatólico que blablablá. Son cosas que pasan cuando haces Historia con el puzle de los Pîtufos de cuatro piezas.
La Prensa sevillana se lanzó a la
yugular del cardenal, acusándolo de haberse negado a grabar el nombre de José
Antonio Primo de Rivera en una de las paredes de la catedral, y los nombres de
los caídos en la fachada de la iglesia del Sagrario. Segura contestó,
públicamente, escudándose en el canon 1178, que obliga a toda dignidad eclesial
a impedir cualquier acción relativa a una iglesia que desmienta “la santidad a
la que está destinada”. En consecuencia, Segura le comunicaba al gobernador
civil, comunicación de la que se hicieron eco los periódicos, que “si contra su
negativa los nombres de los Caídos por Dios y por España se graban en los muros
de la Santa Iglesia Catedral o de las parroquias del Arzobispado, Su Eminencia
fulminará las más graves penas canónicas contra quienes, directa o
indirectamente, puedan considerarse autores de tal homenaje”.
El 30 de marzo (atad cabos: una
semana después de que Pacelli hubiese elaborado su borrador, pero unos días
antes de aquél en el que, probablemente, pretendía comunicarlo a la embajada),
el general Franco recibió al nuncio Cicognani, a quien había llamado con
urgencia. Y no se anduvo por las ramas. Quería que Segura dejase de ser
arzobispo de Sevilla. Sic. Cicognani dijo aquello de los fontaneros; eso de “esto no va ser tan fácil,
aquí va a haber que picar…”; y Franco le contestó: haga lo que tenga usted que
hacer, pero arranque esa puta cañería podrida y métasela por donde le quepa.
Serrano nos cuenta en sus
memorias que un domingo por la noche, posterior a esta entrevista en
mi opinión, regresaba el cuñado de una tarde en La Granja con la familia. Como
entonces no había móviles, fue al llegar a Madrid cuando se encontró con el
recado de que le habían llamado varias veces con urgencia con recado del director
general de Seguridad. Cuando pudo contactar con él, el director general le
transmitió la orden del ministro Beigbeder de tramitar una orden de expulsión
de España a nombre de Pedro Segura, de profesión Espada de Trento.
Serrano dice que puso pies en pared y que no estaba dispuesto a hacer tal
cosa. Es hasta posible que fuese así, porque no era un tipo idiota en lo
absoluto, y no se le podía escapar el cachondeo internacional que se produciría
si el franquismo declaraba persona non
grata al mismo tipo que había merecido dicho tratamiento por parte de la
República. Pero a mí, la verdad, me cuesta un poco creerlo. En fin, Serrano
dice que, cuando el conde de Mayalde le dijo que Franco estaba de acuerdo,
resolvió llamar al jefe del Estado, al que dice haber convencido del argumento
que acabo de expresar. Personalmente, considero que, si la orden de expulsión
de Segura se manejó como posibilidad, es evidente que a Franco alguien le
convenció de que el gesto le iba a salir muy caro. Que ese alguien fuese
Serrano, ya no lo tengo yo tan claro (aunque él sí parece estar seguro de
ello).
Franco, sin embargo, nunca, o casi nunca, se bajaba completamente de las burras. Sacaba un pie fuera, a veces medio cuerpo; pero casi siempre permanecía encima del equino, porque a terco no lo ganaba casi nadie. Consecuentemente, se avino a no poner a Segura en la frontera; pero eso no quiere decir que aceptase su continuidad al frente de la sede arzobispal.
Gracias
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