lunes, octubre 19, 2020

Franco y Dios (23: Pío toma el mando)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Una vez que Yanguas estuvo en Madrid, una de las primeras personas a las que vio fue al alarmado cardenal Gomá. Yanguas, ya liberado del peso de secretismo inherente a su cargo y delante de un crepuscular amigo cordial (moriría ese mismo año) no tuvo problema en soltar algo su lengua, a pesar de que, muy probablemente, sabía que sus palabras iban a terminar encima de la mesa del Papa (o, tal vez, precisamente por eso).

El embajador le dijo que la clave de bóveda del fracaso era Maglione; yo estoy de acuerdo con él. Todo había ocurrido porque Maglione, tal y como había dejado claro ante la Congregación de Asuntos Extraordinarios, estaba convencido de que España iba de farol con la amenaza de romper relaciones diplomáticas. El otro gran factor que veía Yanguas era la labor erosionadora de Tedeschini, quien nunca había dejado de trabajar en contra de la causa española. Por último, por supuesto, reconocía que estaba el inmovilismo de Franco quien, al contrario de lo que pensaban en Roma, estaba plenamente dispuesto a ir a un rompimiento. Gomá sabía bien, en su fuero interno, que eso era así: eran dos veces las que Franco le había dicho que si España reinstauraba el presupuesto de culto y clero y, en respuesta, el Vaticano no se abría a la negociación concordataria, retiraría al embajador. Por el tono en que le preguntó a Yanguas, da la impresión de que Gomá era otro de los que habían pensado que Franco iba de farol.

Resulta acojonante comprobar la cantidad de personas que, en la vida de Francisco Franco, lo trataron con frecuencia e, incluso, intensidad, y nunca llegaron a entenderlo. Y eso que, cuando menos según mi opinión, cuando la actuación de Franco se observa en su contexto ideal, esto es abarcando un periodo de tiempo suficientemente dilatado, uno se da cuenta de que dicha actuación era más simple que un examen de la ESO. Franco se había educado como persona en los cuarteles africanos; en lugares donde lo fundamental es tener el poder y, cuando no se tiene, ejercerlo igualmente para que nadie te pierda el respeto y el miedo. Michael Corleone decide que matará a su hermano Fredo, que lo ha traicionado, cuando, en el velatorio de la madre de ambos, lo abraza y consuela y, levantando la vista, ve cómo le están mirando sus matones lugartenientes. En ese momento, Corleone se da cuenta de que el respeto de esa gente que se juega la vida por él casi cada día pasa porque les demuestre que no deja pasar una. Pues bien: ése es, también, Franco. Todos aquellos que, como Gomá, como Maglione, pensaron que el jefe del Nuevo Estado español se iba a achantar ante el escándalo de un Estado católico rompiendo relaciones con el Vaticano se asemejan a ese pobre diablo que llega a pensar que en la mente de un mafioso puede llegar a pesar más el amor fraternal que el apetito de mando.

Gomá insistió sobre la necesidad de proveer las sedes vacantes. Otra prueba de miopía. Con la que estaba cayendo, lo de las sedes vacantes había pasado a ser el problema 3.456 en la lista de prioridades.

En el fondo de todo este conflicto late una diferencia importante y comprensible. Una diferencia de criterio que hay que tener muy en cuenta. Para los prelados españoles, que dirigían sedes hispanas, residían en España e interactuaban cada día con el pueblo español, con la Falange y con las estructuras del nuevo Estado, era más que evidente que Franco era una roca. Mejor dicho: que el franquismo era una roca. Ya he dicho muchas veces que el sueño ideal surgido de ese extraño fenómeno historiográfico por el cual la Historia la escriben los perdedores (situación en la que la verdad sufre casi tanto como cuando la escriben los ganadores), hoy se nos trata de convencer de que la guerra civil comenzó por un golpe de Estado provocado por una elite de unas pocas decenas de españoles que se alzaron contra todos los demás; elite que, consiguientemente, cuando ganó la guerra se puso a gobernar sobre un país formado por ciudadanos todos ellos reprimidos en sus ideas y en sus deseos. Esta versión, como digo, es muy bonita y, apoyada por los correspondientes fondos de subvención, hasta da para sostener décadas de cine patrio; pero eso no la hace más cierta.

Lo que los obispos como Gomá sabían, y no sabía el Vaticano, era que a Franco ya no lo iba a mover, literalmente, ni Dios. Ellos sabían bien que la única, extraordinariamente tenue, oportunidad de que Franco se fuera o se echase a un lado era que la vertiente monárquica del Ejército, la misma que le había hecho Generalísimo, le cobrase el favor y le obligase a aceptar la llegada de Juan El Demócrata De Boquilla desde Portugal; pero también sabían que esa posibilidad era más remota cada vez que el franquismo inhalaba una vez más. Los obispos daban sus homilías los domingos, visitaban a sus feligreses, y sabían bien lo que sentía el pueblo español en ese momento, aunque no se lo contase Preston. Sabían que había mucha gente que lo había pasado de mierda y ahora quería vengarse de quienes se lo habían hecho pasar de mierda; que mucha gente había caído del lado nacional e, independientemente de lo que fuese antes de la lotería, con la guerra se había vuelto nacional; que otros habían caído del lado republicano y ahora perdían el culo por lavar esa mancha pues, en realidad, ni creían ni habían creído nunca en ninguno de los bandos; que había personas que habían tenido otra ilusión para España, pero se acomodaban a lo que había porque, por lo menos, traía la paz (éstos eran la mayoría); y que los que decididamente hubieran luchado contra la nueva España no iban a hacerlo, entre otras cosas, porque andaban a hostia limpia entre ellos en la discusión de quién tuvo más culpa de la derrota.

El Vaticano veía las cosas de otra manera. Por Roma pululaban agentes ingleses y franceses que, en ese momento, estaban muy interesados en fibrilar la idea de que, si caía Hitler, Mussolini y Franco caerían tras él como fichas de dominó. Y, sobre todo, estaba la labor de zapa constante de los sacerdotes españoles exiliados, sobre todo catalanes y vascos, muy interesados en convencer a cualquiera que les escuchase de que “lo de Franco estaba hecho”, de que ese mismo día por la tarde divisiones de la Royal Army iban a invadir España desde Gibraltar, y que el general iba a tener que huir desde Cuatro Vientos en un avión, a los brazos de sus amigos argentinos, probablemente. Al ticket Maglione-Pacelli le pasó un poco eso de que cuando quieres oír algo, si va alguien listo y te lo dice, lo tomas como la puta verdad total. Al fin y al cabo estos dos señores príncipes de la Iglesia, no vivían de otra cosa. Exactamente igual que ellos iban al angustiado por la muerte y le contaban eso de la vida eterna y lo enganchaban, a ellos, que estaban deseando encontrar argumentos para petardear una negociación concordataria con España en la que no querían hacer ni la menor cesión, esos cantos de sirena que les venían a decir que para qué negociar con Franco si a Franco le quedaban los telediarios que durasen las Panzerdivisionen, les vinieron al pelo.

Maglione, en consecuencia, es al menos mi opinión, se autoconvenció de dos cosas: la primera, de que Franco iba a durar menos que una oblea tras su transubstanciación; y, dos, que podía tensar la cuerda todo lo que quisiera, porque el católico Franco nunca la rompería. En ambas cosas se equivocó, y se equivocó, sobre todo, por no escuchar más a los prelados de interior y menos a los del exilio. Ni Franco caería; ni habían conseguido entender su personalidad, siempre en persecución del poder, siempre dispuesta a apartar a todo aquél que se lo negase, sin importar la sotana que vistiese.

Isidro Gomá hizo un informe con todo lo que habló con Yanguas, informe que fue alabado por su claridad y utilidad por el Papa Pacelli. Algo que, en mi opinión, se entiende mal. Yanguas había sido visitante asiduo de Pacelli cuando era secretario de Estado e incluso cuando fue Papa, como lo fue también de Maglione, o de Montini, ya situado entonces en posición bastante elevada en la diplomacia vaticana. En la conversación entre Yanguas y Gomá apenas salieron temas diferentes de los que el embajador había tratado como tal; y la opinión del cardenal español tampoco cambió, salvo para señalar los muchos problemas que generaría una ruptura diplomática. Bajo estas premisas, ¿por qué, de repente, este informe de Gomá era tan útil? ¿Por qué un informe que no podía decir cosas muy alejadas de las que ya había dicho antes el cardenal o el nuncio Cicognani era tan esclarecedor? Para mí, la positividad con que Pacelli recibió estos papeles es una prueba más de lo radicalmente erróneo que estuvo el Vaticano en su valoración del problema español desde la primavera de 1938 hasta que estuvo ya bien entrado en año 1940.

Yanguas, sin embargo, habría de incumplir su amenaza, pues regresó a Roma. Lo hizo una vez pasado el tormentoso mes de enero de 1940; ese mes en el que Serrano Súñer decidió jugar definitivamente la baza de ser la correa de transmisión del nacionalsocialismo en España y comenzó a pasar largas tardes en la embajada alemana. Para cuando Yanguas regresó al Palacio de España, llevaba una carta autógrafa de Franco para el Papa. El ambiente, para entonces, estaba enrarecido. Le Temps, de nuevo, se había ocupado de las negociaciones entre el Vaticano y España, aireando sus diferencias en torno a la designación de obispos. Maglione había tirado de móvil, otra vez. La embajada española publicó una rectificación. L’Observattore, es de suponer que con indisimulado placer, le devolvió al franquismo los muchos desaires cometidos por éste en su Prensa: no la publicó.

El 19 de febrero, Yanguas fue recibido por el Papa, quien le había concedido la audiencia prácticamente en horas. Allí, el embajador le hizo entrega de una plica cerrada y sellada con la carta del general. Después de un rato de preguntas retóricas sobre qué tal España y bla, Pacelli pasó al asunto de la negociación. Trató el Papa de hacer entender al embajador que la postura española era demasiado intransigente. Yanguas, sin inmutarse, le informó, fríamente, de que el general Franco estaba dispuesto a aceptar algún tipo de audiencia o consulta con los prelados españoles; pero que el Patronato debía quedar incólume. Pacelli retrucó argumentando que el Vaticano tenía la obligación de ser consciente del largo plazo y, por lo tanto, tener en cuenta el riesgo de que, algún día, estuviese al frente de España algún mandatario con un perfil distinto al del general. Era, yo creo, un guiño a las noticias sobre la eclosión de Serrano como pretendida alternativa.

La carta de Franco era respetuosa, pero bien clara en sus posicionamientos. Cumplió a la perfección, probablemente, su función, que no era otra que dejarle claro al Papa que las convicciones religiosas del jefe del Estado español y de la propia sociedad española no eran un activo en el que pudiera confiar a la hora de considerar (la vía Maglione) que nunca se produciría un rompimiento. Beigbeder, por esos días, dio otro martillazo en el mismo clavo recibiendo a Cicognani y dejándole claro que, si Franco no nombraba obispos, pondrían el Palacio de España de Roma en Airbnb.

En esas condiciones, Pío XII asumió que tendría que enfangarse directamente en el problema.

En el momento en que se metió de hoz y coz en la situación del problema en 1940, Pacelli se encontró con que el asunto había mutado un poco respecto de los tiempos en los que, siendo secretario de Estado, él estaba más encima de la movida. La segunda guerra mundial había estallado, y eso no podía ser inocuo. Básicamente, lo que la guerra había provocado era que las fuerzas escépticas, cuando no contrarias, al régimen español, se hiciesen más radicales. Dentro del Vaticano, y muy especialmente dentro de la Congregación de Asuntos Extraordinarios, había toda una corriente de opinión en este sentido. Muchos cardenales comulgaban (nunca mejor dicho) con la objeción del Papa de que no podía concederse el derecho de nombramiento de obispos porque cualquier día podría haber otra persona al frente de España con otras ideas; esta tesis estaba muy abonada por el bullebulle antes comentado de quienes querían creer que a Franco le quedaban dos telediarios. Pero había otra facción más radical aún: la facción “pues si se quiere ir, que se vaya”. En la visión de estos prelados, el nazismo, tan hostil con los católicos, y el estallido de la segunda guerra mundial, había jugado a favor del catolicismo en muchos países enemigos del agresor. La verdad, tenían razón. La Iglesia católica, con el tufo a martirologio que Hitler le regaló, había ganado muchos puntos en Estados Unidos, por supuesto en Francia e, incluso, en Inglaterra. En unas circunstancias así, para esta corriente de opinión, que España rompiese la baraja no era ninguna tragedia. Obviamente, personajes como Tedeschini estaban por esa labor. Chocaron, sin embargo, con el espíritu conciliador de Pío XII, un Papa que no quería más movidas que las justas; y que, además, precisamente por pensar a largo plazo, que era lo que le llevaba a argumentar que algún día el mando en España podía cambiar, también era consciente de que esa situación internacional tan positiva para el catolicismo podía darse la vuelta con facilidad, porque las guerras no son eternas.

Pío comprendió que aquello lo tenía que solucionar él.

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