jueves, marzo 21, 2024

Cruzadas (y 39): El repugnante episodio constantinopolitano

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Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 

  



A lo largo de todas estas tomas sobre las cruzadas hemos dejado un poco de lado a Bizancio. Sólo lo hemos tratado en la medida en que era necesario para el interés central del relato, que era contar la aventura de los cristianos latinos en Siria y Tierra Santa. Sin embargo, obviamente Bizancio estaba viviendo tiempos interesantes y, sin duda, convulsos. La monarquía de los Commenos fue un tiempo de enfrentamientos cada vez más duros entre el poder imperial y el poder feudal, en línea con lo que se veía en toda Europa.

Las muchas necesidades de un imperio cada vez más a la defensiva tenían la consecuencia de que Constantinopla cada vez podía abstraerse menos del creciente poder que acumulaban sus jefes militares. Al igual que había pasado en las últimas fases del Imperio Romano, el Imperio Bizantino se encontraba ante la circunstancia de que la frontera entre el basileus y un general con suficiente tropa a su mando se desdibujaba.

La llegada al poder de los Commenos había supuesto la prevalencia aristocrática. Esta dinastía, sin embargo, desapareció en el marco de una revolución que había dejado el Imperio en una situación de anarquía o, más bien, una situación en la que cada señor feudal impuso su ley, sin que ninguno de ellos pudiera prevalecer sobre los demás. Esto ocurrió además, como ya hemos visto, en un momento en el que el contacto entre Constantinopla y el poder latino había sido estrecho, y se había demostrado muy difícil. El concepto totalizador del Imperio, que no admitía más que una nacionalidad, la de origen griego, había chocado con las ambiciones y los conceptos de sus hermanos de fe, y eso había pasado desde el minuto uno de la primera cruzada.

Desde el siglo VII hasta el X, las sucesivas conquistas de territorios bizantinos, sobre todo por parte de los musulmanes, habían puesto en jaque al Imperio como modelo económico. Bizancio, sin embargo, gracias a la posición geográfica que ocupaba, seguía siendo una potencia comercial de primer nivel, a través, sobre todo, de los puertos de Constantinopla y Tesalónica. Para defender y mantener este estatus, el Imperio necesitaba fuertes aliados en el mar y, de hecho, encontró al más fuerte: Venecia. La gran potencia talasocrática europea, sin embargo, no hacía nada gratis. A cambio de ser las venas del comercio que seguía pagando, con sus exacciones, el boato y el funcionamiento del Imperio, Venecia cobraba sustanciosas comisiones en forma de privilegios comerciales y aduaneros. De hecho, los siglos en los que se desarrolló la mayor parte del movimiento cruzado, el XI y el XII, fueron también testigos de una literal invasión veneciana en diversos rincones del Imperio. Una invasión de personajes privilegiados por la ley que no servirá para otra cosa que para ahondar la zanja existente entre griegos y latinos. Éste es el origen del odio entre cristianos que se manifestará muy pronto cuando una mitad de ellos: los latinos, no muestre escrúpulo alguno en masacrar y someter a la otra mitad.

En 1185, elementos de lo que podríamos llamar la nación bizantina, articulados y de alguna manera manipulados por la aristocracia, alimentaron la revolución que le costó el puesto y la vida al emperador Andrónico Commeno. La masa enfervorecida, en una de esas típicas situaciones en las que tienes claro para qué te alzas pero nada claro cómo organizarás la victoria, escogió a Isaac Angelo para ser el nuevo basileus, y lo hizo, claro, sin pensárselo mucho. Isaac II ni era un buen gobernante ni tenía liderazgo. Heredó un imperio que era un gigante con pies de barro, y que ya sólo podía sobrevivir a costa de que los súbditos que podía controlar pagasen impuestos abusivos. Los nobles, por lo demás, no lo respetaban, puesto que sabían que, en realidad, quienes habían montado la revolución habían sido ellos. Cada cuanto, aparecían levantamientos nuevos, con nuevos pretendientes a la corona. El Imperio, mientras tanto, estaba en peligro. En un extremo los búlgaros, en el otro los turcos, presionaban cada vez más fuerte. Hubo una nueva revolución, animada por el propio hermano del emperador, Alexis. Isaac II fue detenido y se le arrancaron los ojos, lo cual dio lugar al mandato de Alexis III, que sería emperador ocho años, hasta el 1203.

Alexis III, sin embargo, no sirvió sino para demostrar que se podía ser más nenaza y más inútil que su hermano, aunque pareciese difícil. Para entonces, en Bizancio se había dejado de ponerle nombre a las sublevaciones, pues el Imperio vivía en un alzamiento continuo. El hijo de Isaac II, llamado Alexis como su tío, se aprovechó de esa situación tan inestable y, buscando la ayuda de los cruzados que estaban viajando a Oriente Medio, restituyó a su padre en el trono y se vio él mismo asociado a él con el nombre de Alexis IV. Sin embargo, una nueva revolución los descabalgó del poder y trajo a Alexis V Ducas, llamado Murzuflo, que es algo así como el cejijunto o de las cejas pobladas. Este Breznev bizantino, sin embargo, duró poco tiempo, pero es muy importante para nuestro relato porque fue quien provocó el desastre del 1204 que aquí os estoy contando.

Bizancio a principios del siglo XIII estaba rodeada de problemas. Tanto los serbios como los búlgaros o los valaquios estaban levantados contra el Imperio y, como consecuencia de la debilidad del ejército griego, pronto surgió un Estado serbio y un gran imperio búlgaro. Por otra parte, Bizancio sostenía una rivalidad, a veces sorda, a veces bien clara, con los normandos en sus posesiones occidentales; y tampoco podía decir que fuese ganando precisamente. Ante todo eso, como os digo, Bizancio había reaccionado buscando el apoyo de Venecia; pero en Venecia cada vez era más común la idea de que, más que apoyar a Constantinopla, lo que tenía que hacer la Serenísima era quedarse con ella.

En estas circunstancias tan putomiérdicas fue cuando se supo en Constantinopla que una tercera cruzada se estaba formando. Nada menos que tres soberanos latinos (Felipe Augusto, Richie Leoncito y Federico Jiménez Barbarroja), auspiciados por el PasPas, iban camino Soria. Para entonces, además, la profunda sima entre griegos y latinos había cavado algún metro más. En Constantinopla, la noticia de que un hijo de Federico, Enrique, se había casado con Constanza, heredera normanda del reino de Sicilia, había provocado un rechazo total en Bizancio; tanto que Isaac Angelo había decidido contestar cerrando una alianza nada menos que con Saladino (alianza que, entre otras cosas, permitió que Antioquía permaneciese ajena a las últimas boqueadas de los reinos cruzados). Fue en estas circunstancias como Federico, quien os recuerdo que decidió hacer el viaje a Oriente Medio por tierra, se llegó a las murallas de Constantinopla. Isaac, contra el sentir de su pueblo, fue conciliador y le dejó pacer, y pasar. Sin embargo, hay que recordar que, en esa época, otro jefe cruzado, Ricardo Corazón de León, se hizo con la isla de Chipre, aprovechándose de que estaba malamente defendida por los griegos.

Federico Barbarroja supo ser conciliador con los bizantinos. Pero Enrique VI, su hijo, ya era otra cosa. Casado como estaba con una normanda, el desprecio a los griegos lo tenía en casa. Cuando se produjo la revolución que trajo al poder a Alexis III, ya muerto su padre, Enrique juzgó que había llegado el momento de hacer algo. Para adquirir derechos de intervenir en los asuntos constantinopolitanos, por así decirlo, Enrique casó a su hermano Felipe de Suabia con Irene, la hija del depuesto Isaac. En ese momento, estaba preparando también una cuarta cruzada, medidas todas para facilitar su acceso al trono imperial, que era lo que verdaderamente le importaba.

Enrique del Sacro Imperio, por lo tanto, ambicionaba quedarse con lo que hoy llamamos Alemania y Austria, una gran parte de Sicilia, y todas las posesiones de Bizancio, para recrear un gran imperio. En estas circunstancias, si un hombre con tanto poder territorial era elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, tendría poder y capacidad para abordar cosas como la unión de las iglesias de Oriente y de Occidente. Y eso suponía controlar la pasta y cargarse el business model del Vaticano. Como consecuencia, estos planes pusieron de los nervios al Francisquito.

El Papa, pues, desplegó todos los recursos que pudo para conseguir que los planes de Enrique capotasen, y que el enfrentamiento básico entre Roma y Constantinopla no mostrase el menor síntoma de resolverse. Todos estos conciliábulos pararon en una situación por la que Bizancio llegó a un acuerdo con Enrique que le garantizaba no ser agredida a cambio del pago de una fuerte cantidad de dinero, para la cual el basileus tuvo, todavía, que sangrar más a sus súbditos con lo que entonces se conoció en todo el Imperio como “el impuesto alemán”. De esta manera, consiguió que la cuarta cruzada (1197) no se ocupase de Constantinopla. Enrique VI, por otra parte, la cascó ese mismo año.

En esta cruzada ya no participó Felipe Augusto. Para entonces ya se había producido uno de los episodios más extraños de la Historia, como es el casamiento a pelo puta del rey con Isambur de Dinamarca, seguido de automática reclusión de la nueva esposa, reclamación de anulación del matrimonio y nuevo casorio con Inés de Méran. El PasPas Inocencio III, que estaba deseando tener una buena disculpa para meter en vereda al siempre relapso francés, lo excomulgó, así pues, difícilmente podía dirigir una cruzada. Eso sí, en la cruzada sí participó, una vez más, buena parte de la caballería francesa.

El gran jefe de aquella cruzada fue Enrico Dandolo, el dux veneciano. Dandolo es quien le dio a la cruzada el sentido definitivo que todas habían tenido un poco hasta entonces, pero ésta ya lo tuvo en exclusiva. Me refiero al sentido de la lucha de poder y, muy particularmente, el poder económico. Inocencio III, ya que hacía en muchas cosas honor a su nombre de pontífice, probablemente pensaba que estaba enviando una expedición para recuperar el Santo Sepulcro y todo eso. Pero Dandolo sabía bien que aquello era una guerra para ganar terreno y poder. A costa de quien fuera.

A este sentido político-militar contribuyó el movimiento que había ordenado Enrique casando a su hermano con una princesa bizantina. Felipe de Suabia, en efecto, reclamó de los cruzados ayuda para la reimposición en el trono de su suegro Isaac. A Dandolo aquella petición le vino, como aquel que dice, como pepino en ano. El destino inicial de la cruzada: Egipto, fue abandonado, y los barcos pusieron proa hacia Constantinopla. Las fuerzas latinas, por fin, tenían una disculpa para hacer lo que verdaderamente querían, que era atacar a sus hermanos cristianos.

Para Venecia, la jugada era potencialmente perfecta. Envueltos en la bandera de la cruzada por el bien de la cristiandad, se les abría la posibilidad de controlar todos los mercados de Oriente y, con ello, asestar un golpe final, definitivo, a sus rivales genoveses. A finales de junio del 1203, la flota cruzada estuvo a la vista desde las torres de Constantinopla. La ciudad resistió como pudo, pero el caso es que no podía. Así pues, en julio la ciudad fue tomada y, como os he dicho, Isaac II y su hijo Alexis IV fueron colocados en el trono.

A partir de ahí, comenzó la imposible cohabitación entre latinos y griegos. Lo que formalmente había sido una expedición de ayuda para regular una situación interna del Imperio, en realidad, había sido una invasión en toda regla. El invasor siempre se muestra altivo, chulesco e intratable; y los griegos bizantinos no eran, desde luego, los humanos más dados al respeto por el prójimo, creyéndose como se creían la polla de Montoya. Cuando Isaac y su hijo Alexis comenzaron a desplegar las dosis de comepollismo que no tenían más remedio que desplegar frente a sus salvadores latinos, la gente se soliviantó. La revolución ocurrió al principio del año 1204, depuso al emperador y a su hijo, y a ambos les costó la vida. Isaac murió en prisión y Alexis IV fue estrangulado por orden de Alexis V, el Cejas.

Alexis V era un líder popular. Llegó a basileus porque los griegos lo consideraban capaz de romper con los cruzados. Y, cuando llegó al trono, como Zapatero con Iraq, tuvo muy claro que tenía que cumplir su promesa si quería ser respetado. Los cruzados, ante esta situación, concluyeron una alianza interna por la que se comprometían a colocar un gobierno latino, no griego, en Constantinopla. Se repartirían el botín de la ciudad y, después, formarían un Consejo, con seis venecianos y seis franceses, que elegiría como emperador a “aquél de entre ellos que pudiese gobernar mejor el país para la gloria de Dios, de la Santa Iglesia Romana, y del Imperio”.

Debilitado como estaba el Imperio, el asalto apenas duró tres días. El 13 de abril del 1204, Constantinopla capituló, y los cruzados entraron en ella. Una ciudad cristiana tomada por cristianos que, a partir de ese momento, se dedicaron a saquearla a gusto, en una de las escenas más repugnantes de la Historia.

Dejemos hablar a Nicetas Coniata: Al son de la trompeta, y blandiendo sus espadas desenvainadas, se aplicaron a saquear casas e iglesias. Yo no sé cómo abordar la descripción de las impiedades que cometieron estos sinvergüenzas. Rompieron las santas imágenes veneradas por los fieles. Tiraron las reliquias de los mártires en lugares infames que no puedo ni nombrar [o sea, sugiere que las tiraron a la mierda]. Desparramaron el Cuerpo y la Sangre del Salvador. Estos precursores del Anticristo, estos ejecutores de las profanaciones que han de preceder su llegada, cogieron los cálices y los copones y, después de haberles arrancado las pedrerías y otros ornamentos, los usaron como copas para beber. Nadie podría imaginar la profanación a la que sometieron a la Gran Iglesia. Destrozaron el altar, repleto de piedras preciosas y admirado en todo el mundo, y se repartieron los fragmentos, como se repartieron todo lo que de algún valor había en la iglesia. Metieron sus mulas y caballos en la nave para poder cargar los vasos sagrados, la plata arrancada y el oro que habían arrancado de las sillas, del púlpito y de las puertas, además de una infinitud de otros restos. Algunas de estas bestias se tumbaron en el suelo brillante y pulido. Entonces ellos las atravesaron con sus espadas y profanaron la iglesia con su sangre y sus excrementos. Una mujer pública, vendedora ambulante de encantamientos y sortilegios, se sentó en la silla patriarcal. Entonces, ella comenzó a cantar una canción obscena y se puso a bailar por toda la iglesia. Con un furor salvaje, violaron a todas las mujeres, y sobre todo a las más dignas de respeto, las más virtuosas, es decir, las niñas más jóvenes, las religiosas consagradas a Dios. Toda la ciudad no era sino desesperación, lágrimas y gritos, En 1453, cuando Constantinopla se pierda definitivamente para la cristiandad, habrá cronistas locales que, todavía, escribirán: “al menos ellos (los turcos) no violaron a nuestras mujeres”.

Después de todo el pillaje, borrachos de oro, de vino y de semen, los miembros del Consejo se reunieron para elegir al nuevo emperador. Eligieron a Balduino de Flandes, que fue coronado en Santa Sofía.

El mando de Balduino, sin embargo, venía con condiciones. La victoria sobre los griegos la había labrado Venecia, y Venecia nunca da hilo sin puntada. El emperador latino recibió poco más de la mitad de la ciudad; la otra mitad se la quedaron los venecianos. Hasta el siglo XV, para dejar claras las cosas, el dogo de Venecia llevaría el título de Señor de Un Cuarto y Medio del Imperio Griego.

Dado que los cruzados habían ido a lo que habían ido, buena parte del Imperio les importaba más bien poco; y es por eso que la toma de Constantinopla del 1204 fue el pistoletazo de salida para la creación de Estados griegos que anunciaban, en buena medida, el sudoku balcánico. En las riberas del Mar Negro, los señores bizantinos de toda la vida, los Commenos David y Alexis, formaron lo que se llamó el Imperio de Trebisonda. Pero fueron poderes griegos los que crearon el gobierno despótico del Épiro, los principados de Filadelfia y de Rodas, así como el Imperio de Nicea.

La intención de los latinos en Constantinopla nunca fue reproducir el Imperio, sino el Estado normal en sus tierras de origen; el Estado feudal, pues. Además, tanto Balduino de Flandes como su sucesor, Enrique de Henao, tuvieron siempre mucho que hacer batallando contra los súbditos que se les rebelaban, pues populares, lo que se dice populares, nunca lo fueron.

Tenían vecinos bien complicadillos. Kaloján, también conocido como Johannitsa, el zar búlgaro, tenía una actuación cada vez más invasora e imperialista; y contó, además, con la ayuda de los griegos que, al fin y al cabo, habían perdido su imperio, mientras que se organizaban en el Imperio de Nicea.

Un año después del saqueo, en el 1205, Kaloján comenzó las hostilidades. El ejército latino fue vencido cerca de Andrinópolis, lo que dejó buena parte de los Balcanes a disposición del zar búlgaro durante dos años. Sin embargo, en el 1207, cuando proyectaba hacerse con Tesalónica, fue asesinado.

En Nicea, Teodoro Lascaris, el fundador de aquella unidad política, estaba al frente de todo un movimiento para recuperar Constantinopla. Lascaris, además de un líder nato, estaba emparentado con los Angelo y los Commenos, lo que le daba cierta legitimidad dinástica. Había sido general de Alexis III y había sido reconocido por su bravura. Además, era el candidato de la Iglesia.

Lascaris obtuvo importantes victorias contra los ejércitos del Imperio de Trebisonda y también los turcos selyúcidas. Poco a poco, consiguió dominar gran parte de la antigua Asia bizantina. Tanto él como quien le sucedió en 1222, Juan Ducas Vatatzès, lograron crear un pequeño imperio próspero y unificado. Para los latinos, esto era mala noticia; pero peor lo era aún teniendo en cuenta que, en sus fronteras occidentales, el imperio del Épiro estaba consiguiendo básicamente lo mismo. Los búlgaros, sin embargo, cambiaron la suerte del despotado del Épiro cuando su gobernante, Teodoro Commeno Ducas, fue definitivamente vencido en el 1230. El zar búlgaro, Iván Asén II, ofreció una alianza a Juan Vatatzès. Juntos, búlgaros y nicenos atacaron Constantinopla en el año 1236, sin éxito. En 1241 murió Iván Asén, lo que debilitó la alianza, y le permitió al fantasmagórico imperio latino vivir para luchar un día más (bueno, en realidad, 25 años). A su muerte, Vatatzès dejó un próspero y capaz imperio niceno.

A Juan lo sucedió Teodoro Lascaris II, quien continuó con la actividad guerrera el Imperio de Nicea. En 1258 fue sustituido por el usurpador Miguel Paleólogo. A la muerte de Teodoro II, su sucesor legítimo era su hijo, Juan IV Lascaris, que tenía ocho años. Miguel Paleólogo, que era uno de los generales griegos y estaba lejanamente emparentado con Vatatzès, pretextó que tenía que proteger al chaval, con lo que consiguió hacerse con un puesto importante en el Imperio. Se implicó en varias conspiraciones, y después de una en la que había tenido un papel especialmente importante se hubo de refugiar en la corte del sultán de Rum, en aquel momento Rukn al-Duniya wa l-Din al Sultan al-Azim Kilij Arslan IV ibn Kay Kusraw, o seja Kilij Arslan IV.

A pesar de este problemilla, pronto quedó claro que, ante una regencia complicada y con muchos enfrentamientos, Miguel aparecía como una figura de poder y capacidad. Por ello, acabó siendo asociado al joven emperador con el título de déspota. Una vez consolidado en el Estado niceno, Paleólogo marchó contra las tropas del Épiro. El Épiro se había aliado con Guillermo de Villehardouin II, cuarto príncipe de Acaya en la Grecia Franca, y con el rey de Sicilia, Manfredo, para arrancarle al Imperio de Nicea sus posesiones en los Balcanes. En 1259, Miguel venció sobre los coligados en Pelagonia. Fue una victoria muy importante porque el principado de Acaya era un principado latino que resultaba fundamental en ayuda del Imperio latino de Constantinopla. Miguel Paleólogo le asestó con esa victoria un golpe decisivo al proyecto de recuperar el Imperio griego.

El general, ahora emperador, necesitaba una flota para poder tomar Constantinopla. No había manera de conseguir la mejor flota del Mediterráneo, la veneciana, porque Venecia se estaba literalmente forrando con el Imperio latino. Esto le movió, por lógica, a acercarse a la segunda mejor flota del Mediterráneo, que era la genovesa.

En marzo de 1261, Miguel Paleólogo y los genoveses firmaron una convención en Nymphaeum. Simple: todos los privilegios que en su día Bizancio le había entregado a Venecia, ahora le eran adjudicados a Génova. En Esmirna habría un puerto exclusivamente genovés. Todo el Mar Negro quedaría cerrado al comercio internacional, salvo el genovés y el pisano. En Chios y Lesbos se creaban sendas colonias genovesas, con sus propios magistrados y su propio clero.

El 25 de julio del 1261, las tropas de Miguel Paleólogo, estaban ante las murallas de Constantinopla, e hicieron sonar las trompetas de ataque. Atacaron de noche, colocando a sus mercenarios balcánicos en la vanguardia; pero, la verdad, la ciudad no se defendió. La situación de los latinos era tan débil que los invasores escalaron las murallas sin oposición. Por lo demás, la ciudad estaba petada de civiles colaborantes de la causa griega. Tras un simulacro de resistencia, las puertas de la ciudad se abrieron, y los griegos entraron en Constantinopla bailando canciones de Locomía. En ese mismo momento, el emperador salía de la ciudad disfrazado de obrero. A pesar de la durísima toma de Constantinopla por los latinos medio siglo antes, los griegos no se vengaron. Quemaron las casas justas para convencer a los latinos de que se fueran; todo lo querían conservar para restituírselo a los herederos de sus poseedores originales.

Constantinopla había sido tomada por un déspota asociado a un emperador. Pero, lógicamente, ahora quería más. Primero, Miguel Paleólogo, que tardó unos días en entrar en la ciudad, lo hizo solo, pues ni se molestó en traer a Juan IV Lascaris de Nicea. En Constantinopla, se hizo coronar por el patriarca Arsenio. Además tenía un hijo, Andrónico, con el que quería fundar una dinastía. Así pues, Miguel hizo casar a las hermanas de Juan Lascaris con nobles occidentales, para así hacer que sus intereses no estuviesen situados en el ámbito del Imperio; y al emperador de Nicea lo cegó y enjaretó en un castillo cerca del Mar de Mármara.

Con esta reconquista, y aunque todavía habría movimientos que son calificados de cruzadas, se puede considerar que quedó cerrado ese periodo que llamamos con dicho sustantivo. Un proceso histórico interesante, en el que, por cuarta vez en la Historia (que cuente yo) se produjo una evolución interesante.

¿A qué me refiero con esto? Pues me refiero a un proceso en el que, más que un ejército, es toda una civilización la que decide intentar prevalecer, de nuevo, más que sobre un ejército, sobre otra civilización. Son procesos que podríamos llamar de imperialismo global; procesos que, aunque no lo pretendan a veces de forma denotada, en realidad están buscando modificar o quebrar la senda normal evolutiva de una determinada zona del mundo y las personas que lo pueblan. Estos cuatro ejemplos que me salen a mí son: Alejandro, las cruzadas, la dominación musulmana de Occidente y las invasiones mogolas. Evidentemente, habrá otros. Y, cuando menos en mi opinión, lo más interesante de todo es el proceso de mixtura que generan. Aunque en eso, probablemente, las cruzadas son el proceso que menos huella permanente dejó, yo creo que no está de más recordarlo.

En fin: como colofón, has de saber que si, leyendo estas notas, te han entrado ganas de predicar la recuperación de Jerusalén para la cristiandad, éste es el señor a quien tienes que convencer, como sucesor legítimo que es de los reyes hierosolimitanos.



5 comentarios:

  1. Anónimo1:34 p.m.

    Ha sido estupendo.
    Gracias.

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    1. Anónimo1:34 p.m.

      Mierda de Gugel.
      Soy Cide Hamete Benengueli

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  2. Muy buena serie pero me voy a poner puñetero con el último párrafo: Felipe es al que debemos apoyar, siendo nuestro señor natural, pero no deja de ser uno de los pretendientes al trono de Jerusalén. A partir de la Tercera Cruzada, a medida que el título se volvía más intrascendente, se fueron multiplicando los aspirantes. Por un lado, los Lusignan no renunciaron nunca a su reclamación y sus herederos (actualmente los Saboya) la mantendrían (Y dado que, actualmente, la casa de Saboya está dividida en dos pretendientes ya tendríamos dos aspirantes)

    Pero, por otro lado, entre que Federico II se proclamó rey en la VI cruzada y que luego los Anjou compraron sus derechos a la nieta de Isabel de Jerusalén, ese trono quedó bastante asociado al Napolitano y, tal y como trataste en otra serie, la sucesión al trono de Nápoles es "complicadilla": por un lado se la disputan las distintas ramas que reclaman la herencia de Renato I de Anjou: Los Habsburgo y las tres corrientes monárquicas francesas (Incluyendo los Bonaparte, porque ya puestos a reclamar...) pero por otra, también reclaman el trono hierosolimitano los herederos de Carlos III: Nuestro Felipe y los dos pretendientes a la herencia de los Borbón-Dos Sicilias, los duques de Calabria y Castro (Y aún podrían entrar ahí los tres pretendientes "carlistas")

    Es la maravilla de los títulos que tienen mucho prestigio pero ninguna realidad: los pretendientes se multiplican pero no vale la pena el esfuerzo de resolver la cuestión (Hasta que se vuelvan a organizar las cruzadas, claro)

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    1. Bueno, lo que pasa es que Lipe, y consecuentemente la Leo, tiene más conchas que nadie en este tema, considerando que también es el heredero del Imperio Romano de Oriente. Así que si no es por una cosa, es por otra.

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    2. Bufff, si la sucesión hierosolimitana es complicada, la romana es bizantina (nunca mejor dicho) No es sólo que hay dudas por la venta de los derechos de Andrés Paleólogo, que pudo o no habérselos vendido antes a Carlos VIII de Francia (Por algo los Reyes Católicos no usaron el título aún habiéndolo pagado) Es que, además su hermano Manuel, hizo lo propio vendiendo sus derechos al Sultán de Constantinopla, que había tomado el poder por el procedimiento legal establecido (a hostia viva) y había sido reconocido por Demetrio Paleólogo y el Megas Komnenos de Trebisonda. Por otro lado los Romanov también lo reclaman por la herencia de Zoe Paleólogo (Aunque su relación con los Rurikidas sea tangencial, como mucho) Y hasta los Habsburgo tienen una reclamación en tanto que herederos del Sacro Imperio (Y los Bonaparte porque asumen que el reconocimiento de Napoleón por parte de Francisco II les transmite sus derechos) Para liarla más, el ultimo Emperador Latino titular, transmitió sus derechos a los Anjou de Nápoles, con lo que podría entrar el carajal de la sucesión napolitana. Hasta este político rumano podría decir algo: https://en.wikipedia.org/wiki/Theodor_Paleologu

      Pero en el fondo, el problema gordo es que el Imperio Romano no era una monarquía hereditaria como la actual si no una dictadura militar montada por Augusto y la sucesión no era una cosa automática si no que se regía por por reglas más bien propias de la Mafia (O de la Secretaría General de PCUS, que usted bien conoce) Así que el "hereu" oficial tenía derechos pero no seguridades. Si nos fijamos en las "reglas" de la fase final del imperio, un candidato al trono debía de ser un aristócrata griego de credenciales ortodoxas impecables, que tuviera suficientes apoyos entre la aristocracia, el ejército y la iglesia y la fuerza militar suficiente como para mantener el poder (Muy importante esto último)

      Si mañana los griegos reconquistaran Constantinopla y decidieran restaurar el imperio, Felipe tendría sus puntos en base a la herencia de Andrés y creo que también sumaría el vínculo griego de su madre pero su Catolicismo le restaría (A partir de 1204, los ortodoxos se volvieron puntillosos con esos temas) Probablemente un militar griego ortodoxo que hubiera destacado en dicha reconquista tendría más opciones. Probablemente el factor decisivo fuera un buen presupuesto para sobornos y ante la duda, la cosa se resolvería a hostias, como era habitual en tiempos del imperio.

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