lunes, abril 15, 2019

Después de Hitler (18: la firma en Alemania)

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El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
El genocidio praguense


El 8 de mayo, para variar, fue en Londres un día brillante y soleado. La gente se despertó nerviosa y azorada por las noticias y, nada más tomar la manduca, a eso de la una de la tarde, comenzó a salir a la calle y a concentrarse en las plazas y, sobre todo, en Whitehall. Las gentes aplaudieron a rabiar cuando pasó por allí mismo un autobús que había escrito en su lateral: Hitler missed this bus. En varios puntos de la ciudad se habían situado estratégicamente unos cuantos altavoces para trasnmitir la alocución radiada del primer ministro. En los alrededores de Downing St había como 50.000 personas (siete millones y medio, según los organizadores).


Finalmente, llegó el mensaje de Churchill:

Ayer por la mañana, a las dos horas y cuarenta y un minutos, en el Cuartel General aliado, el representante del Alto Mando alemán y de su gobierno, general Jodl, firmó el acta de rendición incondicional de todas las fuerzas alemanas de tierra, aire y mar en Europa, a la Fuerza Expedicionaria Aliada y, simultáneamente, al Alto Mando soviético. En el día de hoy, este acuerdo será ratificado y confirmado en Berlín. Las hostilidades terminarán un minuto después de la medianoche de hoy, 8 de mayo, pero en el interés de salvar vidas el alto el fuego comenzó ayer para aplicarse en todos los frentes. La guerra alemana, por lo tanto, ha llegado a su fin.

A eso siguió el anuncio por parte del primer ministro de la pronta liberación de las Islas del Canal, no lo cual provocó los naturales berros de felicidad.

Quede anotado como dato histórico que aquel VE-Day londinense, ni siquiera aquel día quiero decir, dejó de currar el Speaker's corner, ya se sabe, ese peripatético lugar the Hyde Park donde todos los mistabobos, los tontopollas y algún que otro esquizoide encuentran su momento para explicarle al mundo que Martians are coming, Jesus is your heal, y bla y blabla. De hecho, los oradores más comunes del rinconcito durante toda la guerra, los antigubernamentales, hicieron hasta horas extras. Diversos parlantes de variada habilidad le explicaron a los pocos londinenses curiosos o morbosos que les escucharon que en aquel mismo día se estaban plantando las semillas de una nueva guerra peor que la que se había vivido; y apostaban, de hecho, a que su origen sería Polonia o los Balcanes (o sea: como apostar porque el incendio comenzará en el almacén de madera).

A las 4 de la tarde, Churchill y los Royals se asomaron por el balcón de Buckhingam Palace, y se dieron un baño de aplausos. Luego la gente se agolpó delante del edificio del Ministerio de Sanidad; y no fue porque quisieran Paracetamol, sino porque pronto se dijo que allí Churchill iba a dar un segundo discurso. Lo esperaron a gritos de we want Winnie. Fue en el balcón de ese edificio donde Churchill salió con un puro en la boca e hizo el signo de la victoria. Fue el acabose. A las nueve de la noche, la fiesta la terminó el rey Jorge en una alocución radiada.

La Casa Blanca anunció la rendición a las 9 de la mañana, hora del Este.

A pesar de toda esta parafernalia en modo las tropas aliadas han alcanzado sus últimos objetivos, en realidad el 8 de mayo la lucha no había terminado. Como sabemos, en esas horas Praga todavía luchaba por su supervivencia y, lo que es más, en varios puntos de Checoslovaquia se habían producido rebeliones de resistentes que se enfrentaban a los alemanes.

Sin embargo, el tema realmente importante aquel día 8 era que los aliados occidentales respetasen finalmente el compromiso que habían adquirido con Moscú respecto de la ceremonia de Berlín. A primera hora de la tarde, una delegación procedente de Reims había llegado finalmente a Karlshorst. Eisenhower había decidido que lo representara en la ceremonia un escocés, el air chief marshal Arthur William Tedder. Sin embargo, después de que éste partiese, le había dado por pensar que tal vez, rememorando la famosa escena de Pretty woman, no le estaba haciendo suficientemente la pelota a los soviéticos (y, la verdad, no se la estaba haciendo; que me perdone mister Tedder, pero mandarle a él era como decir que aquella rendición se consideraba una rendición de segunda o de tercera). Así que remitió urgentemente un cable tanto a Londres como a Washington, en el que asimismo recomendaba que, con urgencia, ambos gobiernos enviasen un mensaje escrito al gobierno de la URSS (bueno, en realidad a la Secretaría General del Comité Central del Partido Comunista, pero no nos vamos a poner estupendos).

En dicho mensaje, Eisenhower quería que los gobiernos occidentales dejasen bien claro que en el acto de Reims los alemanes se habían rendido y que, por lo tanto, cualquier continuación de acción bélica por parte de unidades alemanas provocaría que éstas ya no fuesen consideradas como soldados, y que el general Eisenhower cooperaría con los soviéticos para eliminar esos focos de resistencia. O sea, remachaba: “Nosotros no reputamos posible que los alemanes sigan luchando contra los soviéticos sin que ello suponga que siguen luchando contra nosotros”.

Fue un movimiento inteligente. Buscaba dejar claro que no todo había terminado; que era necesario que el Karlshorst los alemanes dejasen clara su rendición incondicional. Buscaba dotar de contenido el acto de rendición. Básicamente, pues, buscaba equilibrar la cagada (porque lo fue) de que él ni se hubiera planteado estar allí.

Paradójicamente, más o menos a la misma hora en la que Eisenhower estaba pidiendo a los gobiernos occidentales que escribiesen aquel telegrama, el mariscal de campo Schörner también estaba haciendo una alocución por radio dirigida a sus tropas del Grupo de Ejércitos del Centro. En dicha alocución se refería a los falsos rumores surgidos en torno a una pretendida voluntad del Alto Mando alemán de rendirse a los aliados occidentales y a los soviéticos. Y decía: “ésta es una mentira miserable, que no debe minar vuestra voluntad de resistir, resistencia que debéis presentar al enemigo del Este”. “De acuerdo con las instrucciones del almirante Dönitz”, continuaba, “la lucha continuará hasta que hayamos garantizado nuestra seguridad frente a las tropas soviéticas”. Ciertamente, decía, la rendición frente a las fuerzas occidentales se había producido; pero frente a los soviéticos nunca habría tal cosa porque, dijo, “eso sería la muerte para todos nosotros”.

Fue la última vez que Schörner pudo soltar públicamente por la boquita sus meconios. Probablemente él no lo sabía en el momento de infatuar la voz en el micrófono; pero las tropas ucranianas que estaban tomando Checoslovaquia habían formado una pequeña unidad de gran movilidad con el objetivo de localizar el cuartel general del devoto nazi, y ya lo habían hecho para entonces. El coronel Vasily Buslaev, al mando de esta unidad, había conseguido hackear las transmisiones de Schörner y, triangula que te va, triangula que te viene, había conseguido adverar que el pollo estaba en Zatec.

La unidad de Buslaev ejecutó un ataque sobre la pequeña villa checa. Capturaron a nueve generales, un montón de oficiales y documentación probablemente muy interesante que, en buena parte, se tragaron los sótanos del Kremlin; pero no encontraron a su pieza mayor. Uno de sus oficiales le confesó a los ucranianos que había huido con su adjunto, que hablaba checo. Ambos se habían vestido de civil y habían salido a campo abierto, al encuentro de las líneas estadounidenses.

Mientras Schörner se iba al Tirol a tratar de escapar (se acabó entregando a los británicos, los cuales lo entregaron a los soviéticos, que lo mandaron diez años al maco. Una vez de nuevo en Alemania, fue encarcelado de nuevo porque, en ausencia, lo habían condenado por haber fusilado a un soldado que se había emborrachado. No recuperaría la libertad hasta 1963, y murió diez años después), avanzaban los preparativos para la ceremonia de Karlshorst.

El punto principal de la nueva ceremonia era la necesidad de introducir una nueva cláusula sobre el texto firmado en Reims, en la cual se afirmaba la rendición inmediata de todas las tropas y armas alemanas. Los alemanes se ponían de canto en esto y argumentaban, con bastante razón, que el texto valioso en términos de derecho internacional era el primero de los firmados, esto es, el de Reims. Cuando el mariscal de campo Keitel llegó aTempelhof, y sin salir del aeropuerto, le fue facilitada una copia del documento que venía a firmar. Esta nueva cláusula estaba claramente subrayada con una indicación clara de que era nueva.

Keitel se encaró con Zhukov y le dijo que él, cuando menos, no iba a firmar esa cláusula a menos que se le aclarasen bien sus consecuencias. Según sus memorias, argumentó que el ejército y el gobierno alemán no estaban en condiciones de hacer llegar a tiempo el comunicado del acuerdo a todas sus unidades, lo cual podría provocar que algunos comandantes no cumplieran la cláusula. Por lo tanto, exigía que el acuerdo llevase una cláusula más que dijese que la rendición sólo sería exigible 24 horas después de que las tropas hubieran recibido la oportuna comunicación; y que, por lo tanto, antes ni soldados ni mandos podrían ser castigados por no rendirse. Zhukov, finalmente, accedió a la propuesta, pero recortando las 24 horas a la mitad.

Estas últimas negociaciones se produjeron en medio de un clima de mutua desconfianza en DEFCON 1. Los soviéticos estaban convencidos de que lo que en el fondo buscaban los alemanes era rendirse sólo ante los aliados occidentales, y por eso querían mantener sus pertrechos y acometividad. Los alemanes, por lo tanto, querían ganar tiempo, para conseguir que, en el descuento, algunas tropas consiguieran todavía rendirse ante los aliados occidentales. Los soviéticos intentaron metérsela a los alemanes, puesto que, a pesar de haber acordado la cláusula de las 12 horas, no la metieron en el texto del acuerdo. Pero los germanos, siempre tan meticulosos, se dieron cuenta. Eso retrasó de nuevo el acto.

Entre unas cosas y otras, por lo tanto, la ceremonia de rendición no se pudo producir hasta las diez y media de la noche. La verdad es que los aliados occidentales dejaron bastante claro que, para ellos, todo aquello era un simple trámite. Su portentosa delegación estaba formada por Tedder; el general Jean de Lattre de Tassigny, comandante del I Ejército francés; y el general Carl Spaatz, jefe de la VIII Fuerza Aérea de los Estados Unidos.

Los alemanes (Keitel, Friedeburg y el general Hans-Jürgen Stumpff), una vez sentados, sacaron a pasear de nuevo la puta cláusula de los cojones. Keitel insistía en que necesitaba más tiempo para informar a las unidades alemanas. La cláusula prometida por Zhukov seguía sin estar en el documento. Y eran ya casi las once de la noche.

Siguieron discutiendo, todos conscientes de que si seguían así, haciendo el pollas, a las doce la noche, cuando tanto Truman como Churchill habían ya anunciado que comenzaría el alto el fuego, podrían darse por jodidos, ante la guerra y ante la Historia. Finalmente, Zhukov gritó en medio de la sala: “¡Le doy mi palabra de soldado!”

De hecho, habían pasado ya varios minutos desde la medianoche cuando Tedder pudo preguntarle protocolariamente a los representantes alemanes si habían leído el documento de rendición y si estaban dispuestos a firmarlo, y lo germanos asintieron. Todavía durante el momento físico de las firmas de firmantes y testigos, Keitel le pidió a su intérprete de ruso que le preguntase a Zhukov sobre la posibilidad de quitar del acuerdo la cláusula de la rendición incondicional también ante los soviéticos. Esta actitud puso a los de Moscú tan de los nervios que, a la una de la mañana, interrogaron a Keitel sobre la sinceridad de las intenciones alemanas respecto de la rendición.

El principal interlocutor de Keitel era Iván Serov, jefe logístico del I Frente Bielorruso. Serov le dejó claro al mariscal alemán que la URSS no aceptaría retraso alguno en la rendición alemana. Keitel ofreció enviar, en la tarde del día 9, un oficial a la plana mayor aliada, con mapas que mostrasen las unidades alemanas desplegadas en el Este, con indicación de sus comandantes.

Entonces, Serov pasó a preguntar por el gobierno Dönitz. Le dijo a Keitel que, en realidad, aquel gobierno estaba actuando como tal, cuando no tenía nada, y prácticamente a nadie, sobre lo que gobernar. Keitel entendió a la primera lo que buscaban los soviéticos (formar otro gobierno) y le dio largas; le dijo que haría falta tiempo para encontrar personas capaces de integrarse en un gobierno alemán que colaborase con los aliados.

A la una y media de la mañana, los aliados se reunieron de nuevo en la sala donde se había firmado la rendición, donde ahora se habían desplegado las inevitables viandas. Hasta trajeron una orquesta. Estuvieron de farra hasta casi las seis.

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