lunes, abril 01, 2019

Después de Hitler (16: Karlshorst y Praga)

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El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
Todos los indicios apuntan, por lo tanto, a que las tres potencias tenían algo parecido a un acuerdo para hacer un anuncio conjunto de la rendición alemana, rendición que convertiría al 9 de mayo como el VE-Day, el Día de la Victoria. Inmediatamente después de que Eisenhower diera su visto bueno a la firma de Karlshorst, Stalin había presionado para que se mantuviese aquella fecha. Tanto Truman como Churchill recibieron mensajes inequívocos por su parte en el sentido de que el día 9 debía producirse un pronunciamiento indubitado por parte de los alemanes que incluyese su rendición en el frente oriental. La principal presión de Stalin, por supuesto, era Checoslovaquia. Sabía que sus tropas apenas podrían estar en disposición de disputar el teatro praguense el mismo día 9, y de esa manera quería evitar la posibilidad de que las cosas fuesen de otra manera. Formalmente, revistió su reivindicación con noticias, reales o inventadas, de que había signos de que en la futura Alemania Oriental se estaban levantando importantes bolsas de resistencia. Stalin quería una rendición incondicional con vigencia en el primer minuto del 9 de mayo; quería entrar algunas horas después en Praga sin ser molestado.

La ruptura del embargo informativo por parte de la Associated Press, sin embargo, cambió eso. Dado que el mundo occidental no era el soviético y, por lo tanto, en Reino Unido y Estados Unidos no regían cosas como la estricta censura de prensa, los aliados occidentales sabían ya que no tenían nada que obtener de la fecha del 9 de mayo. Para ellos, por lógica, el Día de la Victoria sería el 8, pues era el día que, cuando menos a ellos, los alemanes se les habían rendido. Es evidente que a los políticos no les gustaba nada esa solución; ellos habrían preferido un solo día para todos. Sin embargo, rápidamente maquinaron una forma de abrochar ambas fechas: conceder dos días de vacaciones laborales para celebrar el 8. Evidentemente, eso suponía que los aliados se olvidasen como Día de la Victoria el que verdaderamente lo había sido para ellos, esto es el 7, puesto que en esa jornada el ejército alemán había bajado los brazos ante ellos.

La Casa Blanca, que no se olvide estaba dominada en aspectos militares por el general Marshall, un tipo que en Yalta ya había demostrado que no quería ni siquiera cambiar un cenicero de sitio en una mesa en la que estuviese sentado con Stalin, pronto se trató de adaptar políticamente a una situación en la que se pudieran salvar los muebles con los soviéticos. En resumen, Harry Truman aceptó, tras los consejos de Marshall en los que Eisenhower hizo coro, retrasar su anuncio sobre la rendición alemana “ a menos que el señor Stalin aceptase uno más prematuro”.

Churchill, sin embargo, no era de la misma opinión. A esas alturas de la película, después de Yalta, después de la detención de los polacos demócratas, y de tantas otras cosas, el primer ministro británico estaba, literalmente, hasta los cojones del camarada primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con bastante lógica por otra parte, le mandó un telegrama a Truman en el que le decía que, después de la indiscreción de la Associated Press, era imposible y de estúpidos mantener en secreto la rendición un día más. Estaba tan cabreado que solicitó una llamada de teléfono con Washington para discutir el tema directamente.

En la práctica, todos estos movimientos generaron un problema grave dentro de la coalición ganadora de la guerra y, muy particularmente, entre Gran Bretaña y la URSS. El premier británico seguía dándole vueltas a lo de la detención de los polacos e, ítem más, si hemos de creer a los diarios de Montgomery, ni siquiera pensaba que los soviéticos hubieran dado por perdida la partida danesa; de hecho, temía que los soviéticos aprovechasen la rendición alemana para desplazar más tropas hacia aquel teatro. Moscú, por su parte, seguía temiendo que sus aliados occidentales, finalmente, firmasen una paz separada con los alemanes.

Los soviéticos, de hecho, tenían la pretensión de contestar a un eventual gesto occidental de anunciar la rendición el 7 de mayo con un aplazamiento del suyo propio, que ya no sería el día 9 sino el 11 o 12 de mayo. El objetivo de este aplazamiento no sería otro que dar tiempo a las tropas soviéticas para terminar la lucha en muchos frentes orientales y, sobre todo, Praga.

En la primera tarde del día 7, el almirante William Leahy, jefe de gabinete del presidente Truman, llamó a Churchill. Lo hizo para comunicarle al primer ministro británico que el presidente americano estaba de acuerdo en discutir con los soviéticos el calendario de la difusión de la rendición. Churchill estalló en el teléfono. Hace una hora, le bramó a un acojonado Leahy, el propio ministro de Asuntos Exteriores alemán ha declarado en la radio desde Flensburgo que el ejército alemán había declarado su rendición incondicional. Con su habitual sorna, Churchill le dijo a Leahy que él mismo y el presidente Truman parecían ser las dos únicas personas sobre la Tierra que desconocían la rendición alemana. Visto que hay cada vez más filtraciones en Reino Unido y Estados Unidos, concluyó, a las seis de la tarde deberíamos hacer un anuncio. Incluso amenazó diciendo que el rey tenía previsto hablar personalmente en la radio a las nueve. Pero, finalmente, nada de esto pasó. Truman se mantuvo firme en su intención de que Stalin formara parte de las conversaciones. El momento de la comunicación oficial se fijó para las tres de la tarde del día 8, con efecto a la medianoche de dicho día.

El resto de la tarde del día 7 se consumió en un montón de cablegramas y llamadas telefónicas entre Reims y Moscú para montar la movida de Karlshorst. A las cinco de la tarde de aquel día, el brigadier general Robert Stack, al mando de la XXXVI División de Infantería, que se movía con una pequeña fila de vehículos cerca de Kaufstein, en Austria, adelantó a otro convoy rodante. Ese convoy resultó ser aquél con el que siempre se movía de un lugar a otro el mariscal del Reich Hermann Göring, incluyendo a su mujer, su hija y su cuñada, además de su cocinero y su mayordomía. Göring había contactado ya con los estadounidenses, al parecer. Stack se acercó al convoy detenido del que formaban parte más de setenta personas, buscó a Göring y, con un poco de guasa, le preguntó que si se rendía. El mariscal asintió.

Pero, con todo, el principal teatro de cosas en aquellos días de mayo era la última gran lucha pendiente, esto es: Praga. Recordemos que, en las horas anteriores, los estadounidenses habían llegado a Praga, si bien mediante meras avanzadillas que se habían pasado por el forro las instrucciones recibidas por Patton; sin embargo, tras llegar se habían tenido que retirar, una vez que el general Bradley le había recordado a Patton que tenía que respetar la línea que se le había marcado para respetar el espacio bélico de los soviéticos.

Algunas noticias de la sublevación de Praga habían llegado a la prensa o, por lo menos, a la prensa libre. En Reino Unido, la impresión reinante entre la opinión pública era que en la capital checa había pasado algo parecido al Brezal de Luneburgo y que, por lo tanto, tras la rendición de los alemanes, los propios checoslovacos dominaban la ciudad. Sin embargo, algunos periódicos informaban de que los comandantes alemanes de la ciudad, rechazando la firma de Reims (que ya se conocía), seguían luchando.

La inteligencia británica había captado mensajes cifrados de las SS en la última tarde del día 6, señalando que estaban a punto de lograr el control de la ciudad de nuevo. Así las cosas, Churchill contactó con Eisenhower el día 7 y le espetó directamente: “espero que todos los planes que tiene usted [se refería a los apliques relativos a la negociación con los soviéticos. Y ese que tiene usted habla por sí solo] no le impidan avanzar hacia Praga”. “Usted tiene la fuerza suficiente”, le recordó, “y el país está vacío”.

El primer ministro británico sabía lo que decía, pero también sabía a quién se lo decía. El Eisenhower militar puede que tuviera todos los ases en la manga aquel día y a aquella hora; pero el Eisenhower diplomático tenía las manos atadas.

En Praga, mientras tanto, los rebeldes comprobaban hasta qué punto los mensajes de las SS eran ciertos. Todo lo que les quedaban eran algunos puestos en el centro de la ciudad, que trataban de defender con más arrojo que eficiencia. Los alemanes, temerosos de que los vlasovitas se presentasen en la ciudad, habían atacado con el amanecer para atropellar a la insurgencia y acabar con ella a tiempo. A las cinco de la mañana, una columna de blindados, acompañados de generosa infantería, llegó a la plaza central de la ciudad, acabando con las últimas barricadas y prácticamente toda la resistencia en el interior de edificios. La Luftwaffe bombardeó las posiciones rebeldes y, en la entrada de la Facultad de Derecho, que se había convertido en el cuartel general de las SS, se juntó una columna de 30 carros de combate, llamados a darle el golpe de gracia a la rebelión checoslovaca.

Fue en ese momento cuando apareció por la ciudad la I División del Ejército Ruso de Liberación, equipada, entre otras cosas, con armas antitanque. El general Bunyachenko comenzó a luchar contra las SS prácticamente sin solución de continuidad, contando con una tropa muy motivada que sabía muy bien lo que se estaba jugando. Lo primero que trataron de controlar los vlasovitas fue el aeropuerto; buscaban con ello que cesasen los bombardeos y que, además, las tropas alemanas no pudieran ser reabastecidas. Otros dos regimientos bloquearon las carreteras de acceso a la ciudad, y el cuarto se unió a los rebeldes a la lucha en sus puestos.

Aquel día 7 terminó, pues, prácticamente, con la severa lucha en Ruzne por el control del aeropuerto de Praga. Fue un enfrentamiento muy difícil que causó un enorme volumen de bajas, pero finalmente el Ejército Ruso de Liberación logró controlar la infraestructura, y cortar el cordón umbilical que todavía podía alimentar a las tropas que ya propiamente podemos calificar de nazis.

A algunos centenares de kilómetros de allí, por lo tanto, se montaba a pelo puta la ceremonia de Karlshorst, mientras el teatro bélico praguense estaba en lo peor. Es una ironía del destino, pero lo cierto es que tiene toda la lógica. Casi todos los que habían participado en la lucha contra la hidra germana, y digo casi todos porque, la verdad, como Roosevelt pensaba que el mundo es cascada de colores, que tó er mundo é güeno y que aquí el que no lanza perfume es gilipollas, es muy probable que no deba formar parte de la lista; casi todos los que habían luchado contra Hitler, digo, tenían claro que la suya era una coalición para ganar una guerra, un acuerdo entre hijos de puta. Y que, en consecuencia, una vez metido, no habría nada de lo prometido.

Estados Unidos/Gran Bretaña y la Unión Soviética, la verdad, nunca fueron aliados de verdad. Se intercambiaron poquísima información, y cuando lo hicieron fue sólo porque temían las consecuencias de no hacerlo. Desde Stalingrado, como muy tarde, comenzaron a jugar dos partidas distintas dentro de la misma partida, cada uno con sus prioridades y sus líneas rojas. Stalin manipuló el futuro de Polonia, como Churchill el de Grecia, por poner sólo dos de los ejemplos más flagrantes. Aquello no podía por menos que friccionar cuando llegase el momento de la victoria; y friccionó. Y los que pagaron el pato fueron los que casi siempre lo pagan; porque, en la Historia de Europa, son muchos los que pelean pero, demasiado habitualmente, son los eslavos, y/o los polacos, los que se comen alguna que otra hostia. Luego, claro, el cultiparlante de turno se echa las manos a la cabeza de que sean países aficionados a posiciones extremas y populistas. Claro, claro, claro...

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