miércoles, abril 17, 2019

El cisma (8: el rey de Castilla pierde la paciencia)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil


Enrique de Castilla estaba interesado en controlar como pulga cojonera el viaje italiano de Pedro de Luna. Llevaba el Papa de Aviñón unos aliados un poco sospechosos. Inicialmente, De Luna había buscado, y conseguido, un medio compromiso por parte de franceses y aragoneses, en el sentido de que ellos le prestarían la flotilla en la que iba a viajar. Sin embargo, quienes finalmente se comprometieron fueron Martín, hijo del Humano y rey de Sicilia; y Luis de Anjou. Las dos potencias, Francia y Aragón, prefirieron pasar del asunto, y esto a Enrique, en el fondo, no le gustaba demasiado. Por lo demás, la gran prioridad del rey castellano, que ya no quería más cierres en falso, era conocer a fondo, y si era posible, controlar, la previsible entrevista entre los dos papas, que todo el mundo esperaba terminase en fracaso dados los antecedentes. Para satisfacer sus necesidades, el rey de Castilla envió a la expedición italiana a un peso pesado: Alfonso Egea, arzobispo de Sevillla. Egea era un talibán cismático, así pues no había peligro de que el Papa aviñonés viese en su presencia problema alguno.

Génova, en esas semanas, se convirtió en la capital del mundo. Allí se llegaron centenares de prohombres de la grey cristiana, a cuál más importante. El 5 de julio, en la ceremonia central de su estancia, el Papa aviñonés realizó una consagración general de beneficios eclesiásticos a la muy variada multitud de obispos y cardenales que las habían recibido en los últimos tiempos. Sin embargo, mientras estos actos litúrgicos se desarrollaban, en realidad De Luna estaba preparando la guerra. Había llegado el aragonés a la conclusión de que la única forma de imponer su magisterio apostólico era llegarse a Roma e imponerse por la fuerza de las hostias mundanas. Así pues, comenzó a negociar con Pisa y Florencia los necesarios pactos para poder pasar hacia el sur, llegándose a Roma; amén de enviar emisarios al siempre importante duque de Milán. Aprovechó para ello, sobre todo, la rebelión de los pisanos contra Florencia, unas veces poniéndose al lado de unos, otra de otros.

A principios de octubre, el Papa cismático tuvo que abandonar Génova a causa de la peste; pero aun así mantenía todos sus planes de entrar en Italia. La razón fundamental de su optimismo es que, por fin, la implicación aragonesa en su causa se hizo más evidente, y comenzó a recibir tropas y pertrechos que le eran muy necesarios. Era además consciente De Luna de que el momento era propicio para el golpe de mano, pues en Roma las cosas no iban bien. El nuevo Papa pronto había probado las miles del mando, lo cual, como suele ocurrir, le había llevado a extrañarse de sus otrora padres políticos. En consecuencia, en Roma había un enfrentamiento a tres bandas entre las familias Orsini, Colonna y los propios del Papa, que debilitaba notablemente la causa de éste. Ladislao, rey de Nápoles y uno de los baluartes del Papa cismático en Italia, estaba muy presente en aquellas banderías, y las excitaba a menudo.

En esas circunstancias, la causa de Pedro de Luna ganó un alfil, realmente inesperado, en Castilla. Pedro de Frías cardenal de España, cayó en desgracia frente al rey Enrique. Frías era un viejo enemigo de De Luna; aunque no tenemos una información muy precisa de cómo se produjo aquella enemiga, sí sabemos que cuando menos alcanzó el punto de ebullición durante los tiempos de la sustracción de obediencia. Frías había optado para la cátedra primada toledana cuando quedó vacante; sede arzobispal que, como sabemos, el aragonés quería para su sobrino. Este conflicto acabó por ponerlos a uno contra el otro. El 10 de junio de 1404, haciendo uso de las atribuciones que le había devuelto el rey castellano, De Luna ordenó que a Frías se le retirasen los beneficios inherentes a la rica sede de Osma.

Frías, sin embargo, seguía siendo un personaje muy escuchado por el rey, y eso le valía para mantener gabelas y poderes. Sin embargo, en 1405, ya pues en el año de la tournée italiana del Papa aviñonés, tuvo una violentísima discusión con Juan Vázquez de Cepeda, obispo de Segovia. La discusión fue tan brutal y violenta que ambos llegaron a las manos, brillaron las dagas, y Frías, de no haber estado presente el infante Fernando que los separó, tal vez habría dado el poco edificante espectáculo de, siendo él cardenal, haber hecho un pincho moruno de obispo. Enrique, bastante horrorizado, lo hizo encerrar en un monasterio de franciscanos. En puridad, pensó en enviarlo a la Corte teocrática de Aviñón, pero sus asesores se apresuraron a convencerle de que era muy mala idea.

Frías quedó obviamente desesperado, pues el cambio de estatus era tal que yo creo que hoy no nos lo podemos imaginar. Hoy en día, estamos acostumbrados a ver que políticos (pocos) caen en desgracia y acaban siendo unos don nadie. Pero por lo menos pueden seguir caminando por la calle, haciendo negocios, asistiendo a fiestas. En la Edad Media, sin embargo, podías pasar, sin solución de continuidad, de ser el puto amo a levantarte a las cuatro de la mañana para las maitines y desfilar descalzo y malamente abrigado por un claustro mesetario, en silencio total. La desesperación demostró la catadura de Frías, pues no tuvo reparos en vender a su rey. El cardenal, en efecto, envió a Savona, donde el Papa se había refugiado de la peste, una serie de emisarios oficiosos haciéndole a De Luna ofertas contrarias a los intereses de Enrique. El tema fue descubierto por Egea, quien como sabemos estaba allí, y en una carta fechada el 14 de febrero de 1406 se despacha contra el cardenal en los peores términos: en el fecho del cardenal, fablando con debida reverençia paresçeme que devriades ser avisado que non toviesedes serpiente en vuestro seno donde vos podiese recreçer dapno nin enojo.

Tengo yo por muy probable que las noticias sobre la traición de Frías acabaron por convencer a Enrique de Castilla de algo de lo que yo creo que venía siendo consciente de tiempo atrás: la necesidad de acabar con el cisma de una puta vez. Aquello estaba envenenando en exceso las relaciones internacionales, siempre tan frágiles y disponibles a generar guerras y enfrentamientos sin cuento; y, como demostraban los hechos ligados al cardenal de España, también amenazaba el tema con abrir grietas dentro de los propios Estados. Este cansancio respecto de la dualidad al frente de la cristiandad le movió a enviar a Francia una nueva embajada, formada por Fernán Pérez de Ayala y fray Alfonso de Alcocer.

Ambos embajadores llevaban una nueva proposición para Carlos VI: puesto que ambos Papas se llenaban la boca afirmando su deseo de resolver el cisma cuanto antes, y Benedicto se había empeñado en defender la idea de que sólo una entrevista personal entre ellos podría allegar dicha resolución, ambos deberían ser obligados a mantener dicha entrevista, con el compromiso de partida según el cual, si no había acuerdo, ambos se harían a un lado. Los asesores del rey francés encontraron la idea muy propia y la llevaron al Consejo Real, que la aclamó. Y no creo que sorprenda a nadie el dato de que, una vez que el Consejo Real hizo cosa tal, los doctores de la Sorbona, todos, la aclamaron como si fuera un gol de Messi.

Fue un triple desde once metros de Enrique de Castilla, a quien le valió de mucho ser un detallado y fino conocedor de las sutilezas de la política francesa. Digamos, pues, que Ayala y Alcocer fueron enviados a París en el momento adecuado; aprovechándose, además, de que, como la Corte teocrática aviñonesa estaba de parranda en Savona, no tenían que pasar por ahí y, por lo tanto, los tiempos eran fáciles de controlar. La cosa es que, cuando se produjo la embajada Juan sin Miedo, duque de Borgoña, que estaba fuertemente apoyado en las fuerzas locales de París y por la propia universidad, había decidido disputarle al duque de Orleáns su poder efectivo, pues éste era, podríamos decir en lenguaje actual, el primer ministro de Francia en ese momento. Los borgoñones, siempre atentos a las posibilidades de distinguirse de los francos propiamente dichos (“sucios borgoñones”, recordad, los apela el fiel siervo Delcojón) eran decididos partidarios de la cesión. Enrique, por lo tanto, sabía que defecaba sobre estiércol. Para los sorboneros y, en general, para las fuerzas vivas de la ciudad de París, la embajada castellana y sus propuestas no eran otra cosa que munición para darle por culo a Orleáns quien, como también sabemos, era un decidido cismático.

Antes de que acabase el año 1405, la Universidad de París se pondría manos a la obra, y envió una representación a Roma para suplicarle al Papa que trabajase por la unidad. Enrique también envió la suya algo más tarde, formada, en este caso, por fray Alonso de Alcocer, Fernán López de Stúñiga y Alfonso Rodríguez. Los castellanos estaban en febrero de 1406 en Savona, donde había sentado sus reales la Corte del Papa aviñonés.

La embajada de Ayala y Alcocer a París tenía un objetivo fundamental y tal vez no del todo evidente, pero que, en cualquier caso, se consiguió: con un apoyo tan decidido y oficial a la via compromissi, Enrique iba buscando gripar el proyecto de Pedro de Luna de entrar con sus tropas en Italia. Y lo consiguió. Tuvo un inesperado aliado en la peste, que se obstinó en no desaparecer del norte de Italia y, consecuentemente, retrasó en exceso los planes de De Luna. Las guerras son caras cuando se libran, pero no lo son menos cuando están a la espera de ser libradas; y mucho menos en los tiempos en que los ejércitos cobraban su soldada adecuadamente, y no los cuatro cochinos euros al mes que el Estado español nos pagaba a los obligados miembros del Ejército del pueblo (y no es una forma de hablar; eran cuatro euros). Las cosas fueron tornando poco a poco, e igual de poco a poco el Papa aragonés se fue dando cuenta de que no sólo sus planes de entrar en Italia se hacían más lejanos, sino que incluso le cabía temer por su seguridad. Siendo que fue siempre Pedro de Luna una persona bastante temerosa de su estatus personal y de morir por mano violenta, pronto dio instrucciones de que se situase una galera surta a los pies de su palacio-residencia, preparada en todo momento para permitir su huida.

Cada vez que intentaba allegar Benedicto las voluntades que una vez le habían prometido marchar a su lado cuando pusiera el belfo hacia el sur, alguien le faltaba. O le faltaban todos los importantes. El 5 de noviembre de ese año, sin embargo, recibió una buena noticia: la muerte de Inocencio VII. Pero esta vez el colegio cardenalicio romano no perdió el tiempo ni vaciló, y eligió un nuevo consejero-delegado en la persona de Angelo Corario, quien eligió para reinar sobre la cristiandad el nombre de Gregorio XII. Con esta elección, las insistencias de París para que abandonase su proyecto italiano se redoblaron; así pues, Benedicto regresó a Marsella sin haber logrado su objetivo de hacer Italia suya, de haber asediado Roma, física y teológicamente, hasta haber obligado al Papa romano a besarle los pies.

Los vientos habían cambiado y, además, por fin, después de tres intentos, la Paloma Muda había acertado. Al elegir Papa a la persona de Corario, los romanos habían ejecutado un gambito inteligente, pues a este pontífice le sobraba la inteligencia estratégica que le faltaba a sus dos predecesores, y de que Luna no carecía, aunque a menudo permitía que su orgullo y terquedad tan aragoneses se la nublaran. Goyo, en efecto, se apresuró a escribirle una carta a Benedicto, que éste pudo leer en Tolón camino ya de Marsella, en la que se mostraba partidario de la via compromissi y se ofrecía para dimitir si él hacía lo propio. Roma siempre había entendido que lo que tenía que hacer ante el conflicto del cisma era sostenella y no enmendalla. Pero, por fin, en la sede vaticana había una persona lo suficientemente inteligente como para saber que, antes de atacar, hay que ejecutar un gambito. Que hay un momento para enrocarse, y otro para intercambiar piezas. Esto es algo que Pedro de Luna, sinceramente, no esperaba.

2 comentarios:

  1. Buenas tardes.

    En un párrafo que comienza con "Frías..." se ha colado unas "gavelas" cuando en español se escribe con "B". Puede ser que como herencia portuguesa la escriba usted con "V", o así venía en el documento que consultó.

    Es una gilipollez mía. Cada cual tiene sus manías. Usted ha explicado en multitud de ocasiones su uso de terminología "distinta" para que los posibles copiadores/pegadores quedasen con el culo al aire si no leían el trabajo presentado. No se si estaba usted pensando en el Doctor Pedro Sánchez.

    Por otro lado, estoy dsifrutando de las novelas de A. Dánvila que recomendó (bueno, no las recomendó pero yo también tengo mis vicios). En verdad no son del gusto del siglo XXI pero para los que estudiamos Historia a mediados de los años 80 son muy interesantes. Aunque están en las antípodas me recuerdan a algunas que leí de Manuel Fernández y Gonzáles, aunque éste no sabía practicamente nada de Historia

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Tienes razón. Es un error que cometo con facilidad, y no me viene del portugués, sino simplemente de que dentro de la cabeza me "suena" mejor con v.

      Y, sí, Danvila era un escritor un tanto barroco, pero su erudición lo compensa crecientemente.

      Borrar