miércoles, abril 10, 2019

Después de Hitler (17: el genocidio praguense)

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Estamos ya en el día 8 de mayo, y el mariscal Iván Konev, al mando del I Frente Ucraniano, está llevando a cabo la penúltima acción bélica de la segunda guerra mundial: avanza por Checoslovaquia hacia el sur, camino de Praga. Pero que ésta sea la postrer acción bélica de la guerra no quiere decir, necesariamente, que sea la única; hay lugares, como la península de Curlandia, donde se sigue peleando si bien, cuando ese mismo día un oficial del Ejército Rojo informó de que se habían iniciado negociaciones de rendición, se dejó de disparar.

En la mañana del día 8, el general Bunyachenko y sus tropas vlasovitas dejaron Praga. El día anterior habían salvado la ciudad de la presión de las SS, ante la euforia de los alzados contra el poder alemán. Sin embargo, ahora el Consejo Nacional Checo de la resistencia, bajo control comunista, consciente de que el Ejército Rojo estaba ya a tiro de lapo de la ciudad, prefirió pedirles que se marcharan, conocedores como eran de lo poco queridos que eran entre los soldados ucranianos. El problema, sin embargo, seguía siendo el día 8 el mismo que días antes: los soviéticos tardaban demasiado en llegar a la capital del país. De hecho, lo que se temía que podía pasar, al final acabó pasando: al marcharse el Ejército Ruso de Liberación los alemanes, conscientes de que las tropas vlasovitas eran de hecho el único soporte que tenía la rebelión checa, iniciaron un ataque feroz. Las SS acopiaron en la plaza central de la ciudad más artillería y carros de combate que en ningún momento anterior, y comenzaron a bombardear los dos bastiones de la resistencia, el viejo ayuntamiento y el edificio de la radio. Ambos edificios colapsaron parcialmente, las líneas eléctricas y un transformador fueron totalmente destruidos y los obuses terminaron por reventar las conducciones de agua. De esta manera, en los otrora cuarteles generales de la resistencia la esquina que no se estaba incendiando era porque estaba inundada.

Ante su superioridad, las SS comenzaron a portarse como sabían. Por toda la ciudad comenzaron a acopiar civiles checoslovacos, muchos de los cuales eran fusilados casi al instante. Comenzaron, pues, una operación de limpieza étnica a gran escala y en toda regla; de ésas que las personas que usan la palabra genocidio con excesiva liberalidad deberían estudiar un poquito. Muertes todas éstas, cabe recordar, que Patton podría haber evitado muy fácilmente; así de edificantes son los finales de las guerras.

Es más: paradójicamente, entre las filas aliadas había dos unidades militares formadas por checoslovacos que, en ese momento, se estaban comiendo los testículos por no poder estar en Praga defendiendo a los suyos. La primera era una brigada de casi 4.000 hombres, integrada en el XXI Grupo de Ejércitos de Montgomery; llevaban seis meses asediando Dunquerque. Precisamente el 8 de mayo, el almirante Friedich Frisius, comandante del puesto alemán, se les rindió.

Por otro lado, Eisenhower había permitido que unos 150 hombres de esta unidad checa se desplazaran al III Ejército de Patton, para participar en la liberación de la Checoslovaquia occidental. El día 8, estos tipos estaban emplazados en Kysice, cerca de Pilsen, y estaban de los nervios. Su comandante, el teniente coronel Alois Sitek, se las había arreglado para entrar en contacto con la resistencia en Praga, y sabía bien lo que estaba pasando.

A las 11 de la mañana, sin poder ya más, Sitek contactó con el comandante de la II División, general Walter M. Robertson. Le informó de que en Praga estaba a punto de perderse todo y que la gente estaba cascándola a puñados. Le dijo que tenía a sus 150 soldados y unos mil checoslovacos a los que había conseguido reclutar. Tenían, además, transportes suficientes; así que le pidió permiso para mover el culo hacia Praga.

Robertson contestó lo que se podría imaginar de él. Personalmente, empatizaba mogollón con los intereses y las angustias de su compañero el teniente coronel que hablara raro. Estaba de acuerdo en que ir a Praga para ayudar estaba a huevo e, incluso, era, además, lo que había que hacer. Pero él tenía unas órdenes: permanecer en la línea de Pilsen; y si él tenía esas órdenes, Sitek también debía obedecerlas. Hay que tener un cuajo de la hostia para ordenarle a alguien que se quede sentado en su jeep mientras escucha por la radio cómo sus compatriotas son asesinados a tiros o debajo de los obuses. Pero, primero, Robertson era estadounidense; eso le garantizaba que los pueblos situados fuera de sus sacrosantas fronteras, mutatis mutandis, le importasen un cojón. Y, segundo, era militar; a los militares, este tipo de putadas nunca les han costado gran cosa.

Robertson, sin embargo, no se quedó ahí. Le puso una llamada a la plana mayor del V Cuerpo de Ejércitos estadounidense. Asimismo, desde el V Cuerpo llamaron al cuartel general del III Ejército. El estado mayor de dicho ejército llamó al SHAEF a Reims y pidió hablar con Eisenhower en persona. Y Eisenhower en persona les dijo que no movieran ni un pelo del culo. Cada palo, que aguante su vela.

Esa misma mañana del 8, Radio Praga había enviado su último mensaje de petición de auxilio en inglés. Pero los checoslovacos situados en Pilsen no pudieron hacer nada. Al mismo tiempo, sin embargo, la otra unidad formada por soldados checoslovacos, el I Cuerpo Blindado al mando del general Ludvik Sovoboda, avanzaba todo lo deprisa que podía. Esta unidad había sido incluida por los soviéticos en el I Frente Ucraniano, asignada al XXXVIII Ejército soviético como unidad de extrema movilidad. Ellos también habían llegado lo suficientemente cerca de la capital como para poder escuchar las emisiones de Radio Praga.

A la una de la tarde, el Consejo Militar de Praga realizó una última llamada de emergencia. Conocedores de las ejecuciones sumarias que estaban ya realizando las SS por toda la ciudad, habían resuelto luchar hasta el último hombre. Ya, la verdad, todo les daba igual. A las tres de la tarde, a pesar de la acción bastante efectiva de los rebeldes, que tenían panzerfausten para retrasar el avance alemán, el edificio del Ayuntamiento estaba bajo las llamas, y su tejado había colapsado.

Sin embargo, a las cuatro y cuarto de la tarde, todo cambió. Junto a la estatua de Juan Hus en la plaza mayor de la ciudad aparecieron alemanes con banderas blancas. El general Rudolf Toussaint, comandante de las fuerzas del ejército en Praga, había recibido noticias de la proximidad del Ejército Rojo. Ahora ya no quería luchar. Quería pactar un alto el fuego a cambio de una salida franca de la ciudad para las tropas germanas.

Toussaint y los rebeldes llegaron a un acuerdo a las seis de la tarde. Todo el armamento pesado en poder de los alemanes se rendiría en las afueras de la ciudad, mientras que el armamento ligero sería entregado al Ejército Nacional Checo antes de que los alemanes alcanzasen las líneas estadounidenses, que era a donde, lógicamente, pensaban dirigirse una vez que se marchasen. Todos los prisioneros de guerra en poder del ejército alemán serían transferidos a la policía checoslovaca. Quince minutos más tarde de que el general Kutlvasr firmase al pie del acuerdo, la principal columna germana, con unos 3.000 hombres, salió de la ciudad echando hostias. Praga, finalmente, se había salvado de un holocausto total; pero por el camino se habían quedado cientos, si no miles, de muertes inútiles, cuando no perfectamente evitables. Lo repito: las personas que ven que en los países de la antigua Europa de Este se imponen soluciones populistas o ideológicamente extremas suelen mirar ese proceso por encima del hombro, desde la superioridad que se han autootorgado. Nunca piensan en el tipo de experiencias que han vivido esos pueblos, cuántas veces se han visto abandonados, ninguneados, regalados en la almoneda de la geopolítica. Pero, claro, cómo van a pensar en eso si, por lo general, no tienen ni puta idea.

La mañana de aquel 8 de mayo, asimismo, comenzó el interrogatorio de Hermann Göring. Fue en el cuartel general de la XXXVI División de Infantería estadounidense, en la localidad austríaca de Kitzbuhel; y el interrogador fue el carcelero de Göring, el brigadier general Robert Stack. Genio y figura hasta la sepultura, Göring no pareció mostrarse en modo alguno impresionado por el hecho de haber sido apresado por los estadounidenses. De hecho, el día 7 Stack se había comunicado con el ayuda de cámara del general para comunicarle que quería que Göring se presentase en su despacho a las nueve de la mañana; pero el mayordomo, muy tranquilo, le había contestado que su jefe no tenía la costumbre de madrugar tanto; así pues, si no le importaba, mejor quedaban a las once o así. Stack le contestó: “pues mañana madrugará”. Madrugó.

Muy influido por los estúpidos informes de la muy estúpida inteligencia militar estadounidense, nada más comenzar el interrogatorio mañanero Stack se aplicó a sonsacarle a Göring cualquier información sobre el tan celebérrimo como falso Reducto Nacional, guarida nazi, guarida del lobo o como se la quiera llamar. El 8 de mayo de 1945, todavía los analistas de inteligencia militar americana seguían creyendo las polladas con que había coqueteado de vez en cuanto Göbels, según las cuales los nazis habían poco menos que vaciado los Alpes como un kiwi y habían construido dentro factorías y armas sin fin (y, por lo visto, estaban esperando a utilizarlas a que Hitler bajase de los cielos, resucitado y en loor de Santidad). Göring, que se extrañó sinceramente por las preguntas según todos los testigos disponibles, se limitó a contestar que, bueno, él creía haber oído que alguna vez se habían hecho planes en aquel sentido; pero que hacer, hacer, lo que se dice hacer, no se había hecho nada, mi general tontopollas.

Luego pasó a preguntarle Stack cuándo había visto a Hitler por última vez. Göring contó la verdad: que lo había visto por última vez en su cumpleaños, 20 de abril de 1945. Que lo había encontrado muy enfermo ya. Y que, después de la celebración, el Reichsmarschall se había pirado a Berchtesgaden, pero que Hitler no lo había acompañado. El 23 de abril, el general había descubierto que su Führer estaba totalmente rodeado por los soviéticos en Berlín, y recibió informaciones de que había tenido algún tipo de ataque, que le hizo sospechar que ya no era dueño de sus actos. Fue entonces cuando le mandó el famoso telegrama en el que proponía sucederlo al frente del Reich y negociar la paz, telegrama que provocó la reacción hitleriana que es sobradamente conocida.

Siguió contando Göring que en Berchtesgaden lo protegieron las SS, que se lo llevaron a Salzburgo cuando la RAF consiguió bombardear el lugar. Allí, siempre según su relato, lo esperaba un comando de las SS con órdenes de Hitler de apiolárselo; pero, siendo como era el general jefe del Aire, una unidad de dicho ejército pudo salvarlo. A partir de ese momento, sabiendo que la orden de Hitler de detenerlo como traidor iba en serio, todos los esfuerzos de Göring se centraron en ir al encuentro de las tropas estadounidenses.

La mitad de los elementos de este relato es verdad, y la otra mitad no sé si es estrictamente mentira, porque lo cierto es que Göring, en ese momento, estaba en condiciones de creerlo todo. De hecho, la sensación que sacó Stack de aquellos interrogatorios fue que Hermann Göring había perdido el contacto con la realidad. De hecho, llevaba consigo una carta, que le enseñó a su interrogador, dirigida personalmente al general Eisenhower. Una carta en la que Göring se ofrecía para colaborar con los aliados en la reconstrucción de Alemania. Da la sensación de que Stack no se molestó demasiado en explicarle a Göring que, en esos momentos, era considerado un criminal de guerra. En defensa del mariscal del Reich hay que decir que, en realidad, antes de los juicios de Nuremberg, nadie hubiera imaginado que una cosa tal se iba a celebrar. Pero, la verdad, que Göring, sabiendo lo que sabía, y habiendo hecho todo lo que había hecho, no fuese consciente de que no podía aspirar nada más que a la cadena perpetua o la horca, lo dice todo sobre su poca relación con el mundo real.

A primera hora de la tarde, el otrora número dos en el poder nazi fue trasladado a un avión militar estadounidense, que lo llevó hasta el cuartel general de las tropas americanas en Ausburgo, donde fue formalmente detenido. Göring hizo que el sargento intérprete le transmitiese a Stack su principal inquietud: quería saber qué uniforme debía ponerse cuando se presentase ante Eisenhower, y si debía llevar su pistola reglamentaria y su daga ceremonial. Stack, que hablaba un poco de alemán, le contestó personalmente: das ist mir ganz wurst, que viene a ser algo así como me importa un huevo.

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