jueves, marzo 14, 2024

Cruzadas (34): La reina coronada a pelo puta por un vividor follador

Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
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Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
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Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 

 

Efectivamente, en Alepo su atabeg Abú al-Fatih Amad ad-Din al-Malik al-Adil Zanki ben Mawdud, normalmente conocido como Imad ad-Din Zengi II (lo de II, para distinguirlo de su abuelo, Imad ad-Din Atabeg Zengi), estaba rebelado contra Saladino, y por lo tanto tanto Balduino como Raimondo III de Trípoli resolvieron ayudarlo. Sin embargo, finalmente el atabeg encontró mejor solución llegar a un acuerdo con Saladino; momento a partir del cual la situación geopolítica de los reinos cristianos de Oriente Medio pasó a ser desesperada. Para entonces, además, el rey leproso estaba en una condición deplorable, sin poder hacer uso normal de sus manos ni de sus pies, y parcialmente ciego.

Balduino se negó a hacer lo que le recomendaban sus gardingos, es decir, retirarse a algún palacio de la costa. Sin embargo, tuvo un ataque de fiebres gravísimo que le obligó a abandonar toda actividad. Así las cosas, en el momento de decidir la regencia por la que tanto habían suspirado tantos, eligió a su cuñado Guy de Lusignan, aunque la ciudad de Jerusalén propiamente dicha siguió bajo su control personal.

Tal vez Balduino pensó que Guy, siendo persona de origen modesto como segundón de familia noble, se avendría a escuchar sus consejos y los de su Corte. Pero no hubo tal. Una vez con el poder en su mano, Guy de Lusignan se demostró como una persona orgullosa y hasta mendaz que sentía un profundo desprecio por la nobleza local.

En octubre de 1183, en la primera marcha en la que Balduino no estuvo con sus tropas, Saladino estuvo a punto de multiplicar por cero al ejército cristiano. Sólo la tranquilidad de los comandantes de la tropa cruzada, que supieron no presentar batalla a pesar de las provocaciones islamitas, les ahorró el desastre total. Perder aquella batalla, de haberse producido, habría puesto además en peligro todo el mando cruzado, pues allí estaban Reinaldo de Châtillon, Raimondo de Trípoli, Amalrico y Guy de Lusignan, Joscelin III de Courtenay y casi toda la familia de señores de Ibelin. En el monte Tabor, pues, pudo acabar todo; pero, finalmente, los cruzados aguantaron, supieron mantenerse densos y quietos, y Saladino acabó por no querer el envite.

Internamente, sin embargo, Guy de Lusignan, un tipo para el cual la sutileza parece ser una habilidad desconocida, era cada vez más odiado. Balduino, buscando mejores aires para sus padecimientos, le ofreció intercambiar las ciudades de Jerusalén y Tiro, pero Guy se negó. Fue un detalle aparentemente inocente, pero en él Balduino vio claramente hasta qué punto Guy, en realidad todo el mundo en la Corte, le daba por amortizado y ya sólo esperaba su muerte. Así las cosas, Balduino reaccionó quitándole a Guy la condición de regente y, lo que es más, expresando públicamente su voluntad de dejar la corona de Jerusalén a su sobrino, el hijo de Sibila, entonces de cinco años de edad. El 20 de noviembre de 1183, el niño fue proclamado rey con el nada sorprendente nombre de Balduino V. En un último golpe para la Corte hierosolimitana y sus enfrentamientos constantes, Balduino designaba regente a su peor enemigo, Raimondo de Tripoli. Fue un auténtico “que os den a todos por el culo”, en toda regla.

Mientras ocurría esto en la alta política cruzada, Reinaldo de Châtillon seguía portándose como el príncipe que una vez había sido. Su experiencia como saqueador le había enseñado que, estando sus estados donde estaban, su mercado natural era Arabia. Armó una flota que aquel 1183 navegó por el Mar Rojo hasta el golfo de Acaba. Su objetivo principal era cortocircuitar los caminos de peregrinación mequí y tomar la propia ciudad de la Kaaba.

Aquellas intenciones, que Reinaldo nunca escondió porque era un bocachancla en modo experto, acabaron por mosquear a Saladino, y marcaron el final de la época en la que el kurdo aceptó el juego de ser un jefe militar pragmático que aceptaba treguas e incluso alianzas. La intención confesada de un líder cristiano de entrar en la ciudad santa de los musulmanes, arrasarla y en un momento dado hacer pizarritas escolares con la piedra santa, fue ya demasiado para un hombre que tenía unas solidísimas convicciones religiosas. Guerra santa, qué cojones.

Al-Malik al-Adil Saif al-Din Abu Bakr ibn Ayyub, muy conocido por los cristianos como Safadino, hermano de Saladino y gobernador de Egipto, envió a su propia flota contra los barcos de Reinaldo en el Mar Rojo. Ocho meses después, Saladino en persona asedió Kerak de Moab, la capital reinaldeña. Era noviembre del 1183. Reinaldo y Estefanía estaban en ese momento de fiesta, pues celebraban el matrimonio del hijo de Estefanía, Humphrey, con Isabela de Jerusalén, y el gotha de aquel pequeño reino estaba presente en el banquete. Aquello fue una escena parecida a la del hundimiento del Titanic, pues cuando los musulmanes se presentaron y comenzó una lucha fiera desde el castillo, en su interior la música siguió tocando y los celebrantes siguieron bailando. Estefanía, entre retadora y acojonada, hizo llevar a Saladino un menú degustación de la fiesta, invitándolo a que él y su gente se pudiesen unir a la celebración. Saladino dio orden a sus tropas de que no disparasen la artillería contra la torre donde estaban los novios consumando; pero ordenó que el resto del castillo fuese atacado. Aquello sólo paró, como casi siempre, cuando el musulmán tuvo noticias de que un ejército comandado por Raimondo de Trípoli, en compañía del propio rey, se acercaba.

Para cuando llegó al castillo de Kerak, Balduino no podía moverse de la cama y estaba ya completamente ciego. Murió un año después. Durante estos meses, sin embargo, se aplicó claramente en contra de Guy de Lusignan. Había llegado a la conclusión de que el marido de su hermana era un problema en potencia, y quería cauterizarlo. Incluso pensó en anular el matrimonio. Guy, por su parte, una vez perdida la bailía, se encastilló en sus posesiones de Ascalón con su mujer. Balduino respondió quitándole su feudo de Jaffa, y Guy respondió atacando y masacrando a los beduinos que pastoreaban sus rebaños en tierras de Ascalón. Enrabietado, Balduino convocó a su Corte y la hizo votar que Guy quedaba proscrito de la casa real, y que Raimondo de Trípoli quedaba designado regente. Murió en marzo de 1185, habiendo hecho a todos sus barones jurar fidelidad a su sobrino Balduino.

1185 fue la tercera vez en cuarenta años (1143, muerte de Fulco; 1174, muerte de Amalrico) en la que el reino de Jerusalén quedaba en manos de un niño. Balduino, nacido de Montferrat, hijo pues de Guillermo Espada Larga y Sibila, ahora Balduino de Jerusalén, tenía siete años. Parece ser que alguna minusvalía debía de tener, pues todo el mundo esperaba, como en el caso de su tío, una muerte prematura; y, de hecho, Sibila de Jerusalén pronto se desentendió de él, prefiriendo a las dos hijas de su siguiente matrimonio. Incluso alguna de la última previsión calculada por Balduino IV salió mal. Raimondo de Trípoli, como sabéis designado para ser su tutor, rechazó el honor; al parecer, convencido él mismo de que el niño moriría pronto, no quería estar cerca para que no se le pudiera acusar de haberlo envenenado o algo así.

En los términos del testamento del rey, caso de morir Balduino sin descendencia, la corona sería para el conde de Trípoli como regente hasta el 1195, año en el cual el Papa, el emperador occidental y los reyes de Francia e Inglaterra deberían deliberar y acordar sobre los derechos de las dos hermanas del rey, Sibila e Isabela.

En la práctica, tras la muerte del rey fue Raimondo III el que ejerció el poder en Jerusalén, aunque, como en el mus, con mucho miedo, dada su extrema impopularidad en la Corte local. Habiendo sido él un preso de los turcos durante mucho tiempo, había invertido ese tiempo en conocer el mundo musulmán, que conocía y se diría que admiraba. Esto lo había convertido en un convencido de que la única manera de que el proyecto cruzado perviviese sería alcanzar algún tipo de colaboración con los islámicos. No debe sorprender, pues, que casi su primera acción de tono como regente de Jerusalén fuese firmar una larga tregua de cuatro años con Saladino. La excusa de esta tregua fue la sequía, pero lo que iba buscando Raimondo fue lo que pasó: una creciente relación económica entre los reinos cristianos y sus vecinos musulmanes que él intentaba usar para alejar el fantasma de la guerra. Una especie de Comunidad Económica Europea avant la lettre. Además, los vientos le vinieron de cola porque Saladino estaba teniendo sus propios problemas con las disensiones internas de los musulmanes.

En septiembre del 1186, se cumplieron los pronósticos. El rey niño Balduino V falleció, en el palacio de su tío abuelo materno Joscelin, en Acre. Teóricamente, ya os lo he dicho, la cosa era tan clara y automática como que ahora Raimondo tenía nueve años de reinado-protectorado por delante. Pero, en realidad, no iba a ser así; una muerte tan prematura, apenas tras un año de reinado, iba a sacar a pasear toda la intrincada pelea dinástica hierosolimitana, ya de por sí complicada, pero que había sido complicada aún más por las cuestionabilísimas decisiones familiares que había tomado en su día el rey leproso.

Estaba el testamento, que otorgaba el poder a Raimondo. Pero, ¿y si Balduino había sido un mal rey, o un rey carcomido por su enfermedad y llevado por ella a escribir deseos extraños? En puro derecho dinástico, la corona era para Sibila. De hecho, la población de Jerusalén estaba por la labor de seguir la línea de su admirado rey Amalrico que, efectivamente, se paraba en ella.

Detrás de Sibila, o delante según se mire, estaba Guy de Lusignan. Pero, en realidad, Guy tampoco era la X del organigrama. Estaba su hermano Amalrico, que era quien realmente lo había casado y lo había introducido en la ecuación hierosolimitana. Y estaba también Reinaldo de Châtillon, el señor de Kerak, que se había convertido en un importante supporter por interés propio. La ecuación se completaba con el vividor follador Heraclio el Patriarca; y un elemento más: Gerardo de Ridfort, Gran Maestre de la Orden del Temple.

Gerardo era flamenco; de Flandes, se entiende. En su momento había sido uña y carne con Raimondo de Trípoli. Sin embargo, se habían empreñado, porque Gerardo había pensado en la posibilidad de matrimoniar una dama, la heredera del señorío de Botrun, lo que habría sido un braguetazo total; pero Raimondo había decidido darle esa mano a otro que literalmente compró a la esposa por una jugosa cantidad de pasta. Este disgusto le había llevado a hacerse templario y, siendo como era hombre bien organizado y que sabía repartir, pronto llegó a Gran Maestre. En realidad, su elección sorprendió bastante, pues estaba lejos de ser la persona reflexiva y diplomática que una orden como el Temple exigía. Pero, por lo que sea, los caballeros decidieron elegir a aquel tipo aventurero, echado para delante y básicamente un déspota y, diríamos hoy, un bullier.

Sibila se llegó a Jerusalén. Entró en la ciudad como dicen que entró Jesucristo, y se fue a la basílica del Santo Sepulcro, donde el vividor follador la coronó. 

La coronación fue hecha a pelo puta. Como digo, prácticamente Sibila entró, vio, y fue coronada. Los hospitalarios y no pocos clérigos y seglares protestaron por aquella cosa. Sin embargo, Heraclio, quien sin duda se llevó una buena pasta por ello, se mantuvo impasible el follador. Coronó a Sibila y, una vez hecho esto, en una fórmula que seguro había pactado con la reina a cambio de más pasta, la invitó a designar a aquel hombre que podía reinar adecuadamente el reino. Sibila, lógicamente, llamó a su marido Guy, que estaba allí al lado, y ella misma lo coronó. El continuador de la historia de Guillermo de Tiro dejó escrito que en ese momento Gerardo de Ridfort, uno de los muñidores de la escena, dijo en voz alta: “Esto, por lo de Botrun”.

Los barones del reino estaban en Nablús, reunidos en una asamblea que iba a proclamar a Raimondo rey de Jerusalén. Lógicamente, cuando les llegó el Whatsapp, se quedaron chupetizados. Raimondo se dio cuenta de que él no podía pelear con los mimbres dinásticos de Sibila. Pero Isabela, la hija de María Commena y mujer de Humphrey IV de Toron, sí. Isabela aportaba legitimidad dinástica frente a la siempre sospechosa legitimidad de Sibila (pues debe recordarse que el matrimonio de su madre con el rey había sido anulado); y Humphrey ofrecía la posibilidad de atraer a este bando a Reinaldo de Châtillon, al fin y al cabo casado con su madre.

El plan le pareció bien a los nobles de Nablús. Pero no a Humphrey quien, de hecho, fue el primero que advirtió a Sibila de lo que se estaba cociendo. El de Toron no tenía ninguna gana de ser rey de Jerusalén. Así las cosas, los barones hierosolimitanos juraron fidelidad a Guy de Lusignan. Bueno, no todos. Balduino de Ramleh, el jefe de la poderosa familia de Ibelin, abandonó el reino para no tener que prestar el juramento. Por su parte, con lógica, Raimondo III de Trípoli se retiró a sus estados, y rompió prácticamente toda relación con el reino del que era vasallo, aunque cada vez más teórico. A partir de ese momento, el condado de Trípoli comenzó a buscar su propio destino y a trabajarse sus propios intereses particulares, sin preguntarse si eso era bueno, malo o neutro para el reino. Esto quiere decir que, siendo como era una persona filosóficamente cercana a los musulmanes, convencido además de que Saladino era el poder naciente en la zona, y teniendo que mirar por los intereses de señoríos tan expuestos al ataque musulmán como Tiberias o Galilea, Raimondo de Trípoli se convirtió en alguien más proclive a escuchar a Saladino, su teórico oponente, que a Guy de Lusignan, su teórico amigo y señor.

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