miércoles, julio 20, 2022

La implosión de la URSS (35: Putin, el inesperado)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto

 

Para Yeltsin, el gesto de devolver al corral a un primer ministro apenas semanas después de haberlo elegido, además en el marco de una decisión y una apuesta que todo el mundo sabía eran totalmente personales, no podía ser gratis. La Duma, por fin, había encontrado una razón de peso para impulsar el proceso de destitución presidencial con que soñaba desde el primer día. Los cargos: haberse cargado la URSS (porque, sí, en Rusia eso es algo teñido de delito), haber atacado al Parlamento en 1993, haber lanzado la guerra de Chechenia, haber descojonado la economía y, por el camino, el Ejército. Se creó una comisión de investigación para establecer estos cargos y actuar en consecuencia.

Pero Yeltsin era mucho Yeltsin.

El presidente comenzó tranquilamente un proceso de reflexión sobre la figura del nuevo primer ministro. Y, además, apareció en televisión afirmando tajante que quienes querían que dimitiese lo mejor era que se fuesen comprando una silla cómoda.

El problema, sin embargo, fue que el análisis que hizo el presidente lo llevó a la casilla de Salida; lo cual es lo mismo que admitir claramente lo equivocado que había estado semanas atrás. El propio Yeltsin admitió en la televisión que los tiempos políticos rusos demandaban la participación de políticos con peso y experiencia. Constatar este principio lo llevó a tener que reconocer que, tal vez, lo que tenía que conseguir era el regreso de Chernomirdin. Sin embargo, en cuanto esto se comenzó a roer en la opinión pública, la gente, lógicamente, alucinó. Lo vio, como digo, como la admisión de un error anterior.

Por lo demás, la dependencia de Yeltsin respecto de Chernomirdin era tan grande en ese momento que el primer ministro pudo y supo poner sus condiciones. En la práctica, sus poderes fueron notablemente reforzados, en contra de los del propio Yeltsin. En realidad, Chermonirdin fue más allá. Consciente de que el sistema constitucional ruso era un sistema imperfectamente democrático por su carácter excesivamente presidencial, exigió una reforma constitucional que reequilibrase la relación de poder entre presidente, gobierno y parlamento. En la práctica, pues, Chernomirdin quería lo que tienen la mayoría de los países occidentales, notablemente los europeos, es decir, regímenes parlamentarios en mayor medida que presidenciales. En el terreno práctico, también le exigió al presidente que el primer ministro no cambiase hasta el año 2000.

Aparentemente, Chernomirdin y la Duma podrían haber alcanzado un acuerdo en torno a todos estos temas. Pero, en realidad, no fue así. La Duma le sometió al consabido castigo de las dos investiduras fallidas. La razón fundamental es que el primer ministro, a pesar de propugnar que el Parlamento tuviese un papel más fuerte dentro del régimen, en realidad lo que buscaba era un proyecto de poder personal, en el que quería colocar a aquellas personas de su cuerda; y eso tampoco era del gusto de la Duma.

En la primera investidura, de los 226 votos que necesitaba para superarla, Chernomirdin se llevó 94. En la segunda, 138. Y no habría una tercera, puesto que, en el momento en que los comunistas anunciaron que sus 135 votos seguirían siendo negativos, la cosa no tenía pase.

En esa situación, Yeltsin estaba en una encrucijada. Podía presentar a Chernomirdin una tercera vez, con la amenaza de la disolución que, según Chernomirdin, bastaría para conseguir un voto positivo. O podía buscar otro candidato a primer ministro.

En el ánimo del presidente y de sus partidarios, sin embargo, pesaron las encuestas. Si la composición de la Duma no les gustaba, la que era de esperar resultase de unas nuevas elecciones en ese momento si Chernomirdin no tenía razón y los comunistas no se achantaban, sería todavía peor. Yeltsin se convenció, pues, de que no podía darle a los comunistas la oportunidad de convertirse en los dueños de la Duma y, por ello, optó por escoger otro primer ministro. Se manejaron muchos nombres, pero finalmente surgió con fuerza el de Yuri Milhailovitch Lujkov, viejo compañero de Yeltsin y carismático alcalde de Moscú. Lujkov tenía la capacidad de aportar una tupida red de contactos e intereses en el poder territorial ruso, tanto municipal como regional, que obviamente había tejido ejerciendo sus competencias. Como digo, ambos políticos eran compañeros, pero Yeltsin pronto receló de la ambición de Lujkov y del hecho de que era, claramente, un político con un proyecto personal, el tipo de persona que, cuando viese que sus intereses se contraponían a los de su jefe, no tendría problema en apuñalarlo. Así que el presidente siguió buscando. Se planteó la candidatura de Yegor Semionovitch Stroev, presidente del Consejo de la Federación Rusa; o Yuri Masliukov, que había sido uno de los grandes planificadores económicos de Gorvachev. La prensa incluso sugirió el nombre del general Lebed, aunque probablemente Yeltsin hubiese preferido graparse el escroto al párpado izquierdo antes de nombrarlo.

Parece ser que fue siempre el verso suelto Yablinksi quien pronunció por primera vez, en el ámbito de esta selección, el nombre de Yevgueni Maksimovitch Primakov. Hombre surgido del ámbito académico, ya había ascendido en la escala política con Gorvachev, quien llegó a ponerlo al frente del KGB; y con la democracia había sido ministro de Asuntos Exteriores. Yablinski colocó su nombre porque sabía que las resistencias de la oposición serían menores. En realidad, el gran problema para nombrar a Primakov primer ministro era el propio Primakov. Incluso Tatiana, la hija de Yeltsin, tuvo que presionar a la mujer del político para que lo convenciera, porque no quería ser jefe de gobierno ni de coña.

La Duma aprobó el nombramiento de Primakov, con 317 votos, a la primera. No podía ser menos. Primakov había decidido formar un gobierno de coalición, puesto que incluyó miembros como Gennadi Kulik, absolutamente querido por los comunistas (un político de especial longevidad, por cierto; nacido un año antes de las grandes purgas de Stalin, sigue siendo hoy en día diputado de la Duma).

Las relaciones entre presidente y primer ministro, en todo caso, no fueron perfectas. La situación política era la misma a la que se habría enfrentado Chernomirdin; y, por eso mismo, Primakov no tardó en percatarse de que las reglas que el fracasado primera ministro quería imponer tenían su lógica. Así, trató de convencer a Yeltsin de que, para que la Duma abandonase su posición de oposición constante y disolvente, era importante que, ahora que había un gobierno que le gustaba, el presidente se comprometiese a no disolverlo en un periodo de tiempo. El presidente, sin embargo, celoso de sus competencias, se negó.

A pesar de no haber querido ser primer ministro, una vez que aceptó, Primakov supo ejercer su labor de una forma generadora de apoyo y popularidad. Esto, automáticamente, generó las susceptibilidades de su jefe, quien empezó a pensar que, en realidad, su primer ministro había empezado a trabajarse su candidatura a sucederle. Yeltsin, que temía este efecto, en realidad lo había creado, pues había tenido el gesto, un tanto inexplicable, de aparecer en la televisión, el 28 de octubre de 1998, poco después de haberse formado el gobierno Primakov, y anunció que no se presentaría a las elecciones en el año 2000. Prácticamente, pues, invitó a los rusos a sumar dos y dos. Días después, una de las eminencias grises del Kremlin, Oleg Sissuev, declaró que la prioridad de Yeltsin era transmitirle a su sucesor una situación estable.

El año 1999 es el año que, por así decirlo, una Duma abiertamente hostil al presidente le tomó la palabra y, de hecho, se puso a trabajar para confirmar sus previsiones con antelación. Es decir: aunque había elecciones en el 2000, la Duma quería cesarlo en el 99. Yeltsin estaba perdiendo popularidad a raudales por las réplicas de un gran escándalo de corrupción ruso, el conocido como escándalo Skuratov (aunque, en honor de Yuri Illitch Skuratov, hemos de decir que lleva el nombre de quien lo investigó, no del corrupto). Ni formal, ni legal, ni políticamente, tenía Yeltsin ninguna garantía de que, al dejar el poder, estos temas no lo pudieran salpicar y, muy probablemente, estaba incluso casi convencido de que Primakov iría a por él. Por eso decidió que no debía ser su sucesor.

Los rumores de cese comenzaron a ser muy fuertes, si bien el 9 de abril de 1999, Yeltsin los desmintió oficialmente (lo cual, en política, casi equivale a una confirmación). Horas después, Primakov declaraba en la televisión que nunca se le había pasado por la cabeza la idea de ser presidente (más de lo mismo).

El 27 de abril, Yeltsin mueve ficha. Serguei Stepashin, el ministro del Interior, es nombrado viceprimer ministro. Primakov tuvo la misma información previa sobre el nombramiento que tuvisteis vosotros. Un par de semanas después, el 12 de mayo, Yeltsin recibe a Primakov en el Kremlin y le dice fríamente que ya ha cumplido su misión; que lo que le queda es presentar su carta de dimisión, con la disculpa que mejor le pete; que necesita tiempo para la familia, que va a escribir un libro, que tiene un embarazo de riesgo; lo que se le ocurra. Esta entrevista, sin embargo, es una escena de película, de ésas que no ocurren en la realidad, pero esta vez sí que ocurrió. En medio de toda esa discusión, con Primakov diciéndole al presidente, más o menos, que lo cesara si tenía huevos, a Yeltsin le da un amarillo, y todo tiene que interrumpirse para llamar a los médicos que, la verdad, para entonces están todo el día en el Kremlin como el equipo médico habitual del general Franco.

El enfermo Yeltsin se decide, pues, por la destitución, ya que Primakov no aceptaba irse por sí mismo. Eso supone pasar por la Duma, que era justo lo que no quería. El procedimiento se fijó para el 15 de mayo. Hacían falta cinco ponentes de acusación, por así decirlo, y 300 votos a favor. La cosa ya no estuvo ni en los votos; es que ninguno de los cinco ponentes se presentó. Aun así, el presidente presenta a Stepashin como candidato a primer ministro. El día 17, la Duma acepta el nombramiento por 301 votos, probablemente porque no se quiere gastar en el conflicto con el primer ministro, cuando ya van a por el presidente.

La pregunta del millón de dólares es: ¿es Stepashin el sucesor que está buscando Yeltsin? Muchos pensarán que sí. Pero los mejor informados ya saben que, en realidad, Yeltsin tiene otra opción oculta. En realidad, se ha decidido por un candidato oculto, alguien a quien apenas ha conocido a fondo en 1998, pero que considera su sucesor ideal. Se llama Vladimir Vladimirovitch Putin. Pero también son muchos de entre los que están en este secreto a los que les cueste creerlo. Al fin y al cabo, Yeltsin ha tenido cinco primeros ministros y 31 viceprimer ministros. Como el señor ése de la canción que era un truhan y era un señor, tan pronto ama como cesa y olvida porque, en realidad, la única persona que realmente le importa es él mismo.

La opción de Putin, sin embargo, es absolutamente necesaria para Yeltsin. El presidente, que como sabemos está buscando, básicamente, un inquilino del Kremlin que lo deje en paz en la investigación de las cositas guarras que haya podido hacer, se enfrenta, cada vez más, a un proyecto político sólido. El ambicioso Yuri Lujkov está al frente de un partido: Otetchestvo, La Patria. Asimismo, Primakov es colocado por Mirtimer Sharipovitch Shaimiev, el primer presidente de Tartaristán, al frente de Visia Rossiia, Toda la Rusia. Ambas formaciones acaban fusionándose en la OVS, Otetchestvo Vsia Rossiia, con Primakov como candidato a la presidencia. Hay partido.

Con las fuerzas políticas rusas reagrupándose a marchas forzadas, la Duma dominada por los comunistas y con factores como que, en 1999, el general Lebed todavía estaba sobre la Tierra, Yeltsin es crecientemente atacado por haber construido una camarilla que, se dice, confunde la política con los negocios personales; camarilla que estaría dirigida por su hija Tatiana, que para entonces se ha convertido en el pimpampún preferido de los programas satíricos y los Wyoming de turno. En este momento, 11 de agosto, Putin es designado jefe de gobierno. En ese momento, como ya he dicho, casi toda Rusia se pregunta quién coño es el alopécico ése. Chubais, se dice, ha intentado hasta última hora convencer a su jefe de no tomar esa decisión, temeroso de que la Duma no acepte el nombramiento. Sin embargo, la Duma aprobará el nombramiento de Vladimir, aunque con una mayoría muy pequeña. Asomado al abismo de una crisis institucional cuando, en realidad, apenas quedan meses para las próximas legislativas, el parlamento no soporta el vértigo.

En ese momento, Putin enamora a periodistas y gente en general (claro que enamorar a los periodistas nunca es difícil) por su calidad personal: es alguien joven; y su perfil intelectual. Con los años, de Vladimir Putin hemos terminado por destacar, mayoritariamente, su paso por el KGB, labores de seguridad e inteligencia y tal y tal. Pero eso, que por supuesto también se supo en su momento, estaba en un segundo plano del hecho de que había estudiado Derecho en la Universidad de Leningrado; ciudad a la que había regresado en 1990 bajo el ala de su antiguo profesor Anatoli Alexandrovitch Sobtchak para ocuparse de las relaciones exteriores de la ciudad. Cuando Sobtchak abandonó Rusia y se fue a Francia, Putin le siguió siendo fiel, algo que por lo visto pesó mucho en la valoración de Yeltsin. En Moscú volvió a realizar acciones en materia de seguridad e inteligencia. Tenía, pues, un currículo bastante completo, y una vitola de hombre eficiente, disciplinado y noble. Sí, noble.

Pero, sobre todas las cosas, Vladimir Putin, siendo joven y decidido, era todo lo que Yeltsin ya no podía ser: fuerte, resolutivo. La guerra de Chechenia regresaba, extendida a todo el Cáucaso y aún a Rusia. Rota la paz firmada, Basayev y el árabe Tamir Saleh Abdulá, más conocido como Ibn al-Khattab, actúan en el Daguestán. Remontando el Volga, Basayev inflama las repúblicas musulmanas a las que ya les falta apenas el canto de un duro para levantarse contra Moscú. Putin, en ese momento, aparece como ese tipo de hombre, extremadamente patriota, dispuesto a darlo todo por detenerlos.

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