lunes, abril 29, 2019

Después de Hitler (y 20: siempre, Polonia)

Batallas anteriores:

El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
El genocidio praguense
La firma en Alemania

Bueno, la segunda guerra mundial había terminado en el teatro europeo. Sin embargo, guerras tan complejas como ésta surgen como resultado de procesos complejos y, en consecuencia, su resolución final, al fin y a la postre, es algo más que la firma de un papel. Si bien algunos de los actores de Karlshorst hubieran deseado que no fuera así, lo cierto es que la guerra no había terminado del todo. No en todas partes.

En la medianoche del 8 de mayo, cuando todo el mundo en Europa se estaba preparando para el desarme y la rendición efectiva, el mayor Jan Tabortowski y sus 200 hombres todavía estaban preparando una acción bélica. Tabortowski era miembro del Ejército Polaco de Liberación y estaba en ese momento cerca de Grajewo, una población a unos 200 kilómetros de Varsovia, que albergaba una cárcel de relativas proporciones.

El EPL llevaba días preparando la operación, mediante, sobre todo, discretos informadores que habían paseado por Grajewo para proveer a los soldados de información precisa. En las celdas de Grajewo había varios miembros de la resistencia polaca que habían sido presos, y su objetivo era liberarlos. Otras unidades se ocuparían de la policía local y de la sede del NKVD, la policía secreta soviética.

El ataque, sin embargo, tenía otro objetivo. El EPL quería mostrar a Moscú, y sobre todo al mundo, que la guerra estaba lejos de haber terminado en Polonia mediante la solución que había colado de matute en Yalta Iosif Stalin, ante la inquietud de Churchill y la anuencia de Franklin Roosevelt, a quien todo se le daba una higa mientras Stalin le dijera que le iba a ayudar en la guerra contra Japón y le dejase montar sus Naciones Unidas de Lego. Así pues, la fecha del ataque no era ni mucho menos casualidad. Los polacos querían pegar tiros el mismo día 9, para fregar el Día de la Victoria.

Ya a finales de febrero de aquel año de 1945, el EPL había hecho públicos comunicados en los que dejaba claro que el acuerdo de Yalta era una ful de Estambul. Recordaban los polacos algo que era bastante obvio: ellos habían sido los primeros en presentar resistencia a Hitler (tocadita de pelotas a los británicos, que se habían cagado los pantys en Munich), y resulta que ahora eran también los últimos en tener resuelto lo suyo. Porque Yalta, decían bien claro, estaba muy lejos de haber resuelto el tema polaco.

Para la URSS, aquella toma de posición fue un problema menor. La Administración norteamericana, todavía bajo una fortísima inercia rusveltiana, apenas prestó oídos, y mucho menos apoyó con lo que hay que apoyar (con pasta y medios) a la resistencia polaca. En estas condiciones, a Stalin le costó poco montar la típica pollada en plan buena gente. En marzo, se mostró repentinamente dispuesto a negociar con dieciséis conspicuos miembros del movimiento clandestino polaco. Pero, bueno, cuando la cosa comenzó, Stalin se hizo un Stalin, y detuvo a todos los negociadores. Intentó que el tema quedase más o menos oculto, pero tal vez no había calculado que al menos uno de los negociadores, Stefan Korbonski, se oliese la tostada, decidiese no ir a Moscú y, finalmente, fuese capaz de informar al gobierno polaco en el exilio situado en Londres de que a sus compañeros se los había tragado la tierra camino del edificio de la NKVD donde iba a ser la entrevista.

Los polacos exiliados, exiliados ahora también de su propio país a pesar de que había comenzado a ser liberado, formaron en abril un nuevo gobierno en el exilio. Su primer acto oficial fue acudir a la conferencia de San Francisco, el 3 de mayo, para denunciar la detención de los dieciséis. El embrión de Naciones Unidades, sin embargo, era fruto de las negociaciones de Yalta, en las cuales, como sabrá quien haya leído mis notas al respecto, la URSS le arrancó a Roosevelt El Simple una serie de compromisos (entre ellos, el veto) que le otorgaban un peso insoslayable. Las Naciones Unidas servirían para condenar al régimen de Franco (y eso sólo durante un rato); pero nacían bajo la premisa de que los pedos de un ruso no huelen. Los soviéticos, eso sí, tuvieron que reconocer que aquellos tipos estaban detenidos. La confesión provocó un problema diplomático entre los aliados, pero de ésos que son como cuando un jugador se tira al suelo haciendo ostentosos gestos de dolor cuando, en realidad, tan sólo le pica un huevo, y no mucho.

El principal resultado de todo aquello, sin embargo, fue que el 9 de mayo los polacos concienciados tuviesen la sensación de que no tenían nada de lo que alegrarse. La resistencia polaca, todo hay que decirlo, era básicamente partidaria de la negociación con las partes interesadas, e incluía en ella al denominado gobierno de Lublin, procomunista. Sin embargo, dentro del movimiento, a la vista de que los acontecimientos se precipitaban, llegaba la rendición alemana y todo seguía igual, se convencieron de que aquello sólo se podía resolver a hostia limpia. Así que formaron el EPL, una débil amalgama, confluencia lo llaman algunos, de fuerzas más dispares de lo que querían confesar. La noche del 6 al 7 de mayo, coincidiendo con la primera firma de Reims (segunda según las cuentas de Montgomery), el EPL atacó al II Regimiento de Frontera del NKVD en Kurylowka, al sudeste del país. Y luego, en la medianoche del 8, llegó lo de Grajewo.

Los soviéticos que guardaban la cárcel no se lo esperaban ni de coña. Los polacos entraron en la prisión, inmovilizaron a todas las tropas de vigilancia, liberaron a los presos, robaron documentación policial y una radio, y se piraron. Algunas horas más tarde, el propio 9, el EPL atacó otra prisión en Bialystok. Y la cosa siguió. El 21 de mayo, un campo del NKVD en Rembertow, en las afueras de Varsovia, recibió otro ataque sorpresa que obtuvo el botín de más de 300 presos políticos polacos que salieron por la puerta haciendo la higa. El 27 de mayo los polacos incluso encontraron ayuda en los integrantes del Ejército Insurgente Ucraniano, que se había formado para conseguir la independencia de Ucrania respecto de la URSS (anda que no pedían nada). Ambas fuerzas combinadas cayeron como Hacienda sobre el pueblo de Hruybieszow, quemaron la prisión y se apiolaron a todas las tropas del NKVD que encontraron.

Dentro y fuera de Polonia, el sentimiento era generalizado entre los polacos en el sentido de que habían sido vendidos por los poderes occidentales. Lo cual era especialmente sangrante, teniendo en cuenta el aporte de gran valor que los polacos emigrados les habían hecho, sobre todo en Londres. Obviamente, el centro de todo era la cagada, porque no creo que se pueda llamar de otra manera, de Yalta. En Yalta, un Stalin que contaba con la ventaja de que sólo respondía ante sí mismo (es, siempre, mucho más difícil negociar con un dictador que con un gobernante demócrata) había sabido explotar la inocencia socialdemócrata de ese revolucionario de salón de club de 500.000 dólares que era Franklin Delano Roosevelt, un tipo de ésos tan común en los años treinta del siglo pasado en Nueva Inglaterra, hablándote de la justicia social mientras te da de cenar en su casoplón de sesenta habitaciones con vistas a su playa privada; y había sabido engañar a Winston Churchill, un hombre que ciertamente se las daría de incorruptible pero en el fondo lo era a cambio de las cosas que le interesaban; y mantener el control en el Mediterráneo le interesaba mucho.

Ciertamente, los polacos se equivocaban. Los poderes occidentales no les habían vendido. Les habían regalado.

Truman, por otra parte, si bien en algunos otros aspectos estaba totalmente decidido a darle la vuelta como un calcetín a la política del hombre del que había sido vicepresidente, en este asunto de Polonia no estaba tan dispuesto. Le gustase o no, le decían sus hombres de la Secretaría de Estado, Yalta era Yalta, y estaba firmada.

Sin embargo, conforme avanzaba el mes de mayo, ya en su segunda semana, el tema de Polonia era, claramente, ese asunto que había quedado pendiente después de cerrar todo lo demás. Churchill mantuvo una reunión con el general Alan Brooke y con Montgomery, para analizar las posibilidades que existían de presionar para la formación de un gobierno democrático en Polonia. El general Vladislav Anders, uno de los principales miembros del EPL, había llegado para entonces a la conclusión de que la única forma de enderezar las cosas en Polonia era llegar a un enfrentamiento con los soviéticos; y Churchill, si hemos de creer a Brooke, no le hacía ascos a la idea.

El primer ministro británico, sin embargo, decidió jugar con más cautela. Inicialmente lanzó la llamada Operación Unthinkable, un plan de guerra secreto que buscaba usar la fuerza militar británica combinada para forzar a los soviéticos a permitir un gobierno democrático en Polonia. No se trataba tanto, quizás, de una guerra abierta, sino de una serie de acciones que obligasen a los soviéticos a regresar a la guarida, a las fronteras orientales del continente, y aceptar de esta manera la voluntad de los aliados occidentales. Sin embargo, los generales pronto le quitaron la idea de la cabeza por difícilmente realizable desde el punto de vista militar, y escandalosa desde el político. Con el gesto de dejar pasar las cosas, Churchill y los británicos dejaron con un palmo de narices a los 200.000 polacos que lucharon en sus filas durante la guerra. Pero, bueno, la verdad es que los británicos están bastante acostumbrados a dejar en la estacada a todo aquél que no se coma sus mierdas de baked beans.

¿Y Praga? Bueno, en Praga las tropas soviéticas estaban ya muy cerca de la ciudad, lo que movió al comandante alemán, el general de las SS Karl Pückler-Burghaus a movilizar a sus tropas fuera de la ciudad. Todavía tenía la idea de escapar al control soviético y llegar para rendirse a los estadounidenses. La resistencia, sin embargo, le atacó muy duro en la carretera hacia Pilsen, por lo que se desvió hacia Pisek.

Los estadounidenses estaban quietos. Pocos días antes del 9, oliéndose la tostada, los soviéticos habían enviado repetidos mensajes a Reims intimando a las tropas de Patton para que no superasen los límites que se les habían marcado, ni siquiera con el chorrito de la meada. El avance de los nazis (aquí sí que se puede decir con exactitud, puesto que eran tropas de las SS) era sin embargo muy rápido y, muy a su pesar, los soviéticos se vieron obligados a pedir el comodín de la llamada. El mariscal Malinovsky, comandante del II Frente Ucraniano, solicitó asistencia a los estadounidenses para que le cerrasen a los alemanes el paso al oeste. Eisenhower, nos ha jodido, dijo que sí, que lo que quisieran los camaradas.

Así las cosas, la colaboración americano-ucraniana consiguió concentrar a los alemanes en el pueblo de Minin-Slivice, a unos 60 kilómetros de Pilsen. El 11 de mayo, tropas de la IV División Blindada del III Ejército de Patton bloquearon definitivamente el paso de las tropas de Pückler-Burghau, y le informaron de que, para rendirse, tenía que volver el rostro hacia atrás, puesto que el honor de recibir dicha rendición era de los soviéticos. El general de las SS se negó. Las tropas del XXV Cuerpo de Guardias Fusileros soviético se acercaban, así pues el alemán colocó sus tropas en un paso estrecho entre Minin-Slivice y Cimelice, y se preparó para morir matando.

En la tarde de aquel 11 de mayo, aquellos 6.000 hombres, muy veteranos es cierto, pero cansados y mal pertrechados, todavía obtuvieron una victoria, pues fueron capaces de rechazar a los soviéticos, quienes claramente se confiaron en exceso.

Para los alemanes, sin embargo, aquello apenas significaba nada. No tenían donde ir y estaban cada vez en peor posición. Además, hay que tener en cuenta el hecho de que los aliados, en aquel final acto de la guerra, por fin eran aliados. En Cimelice se reunieron para diseñar el ataque conjunto el general Sergei Seryogin, comandante de la CIV División de Fusileros soviética; y el teniente coronel William Allison, que era el comandante de la IV División Blindada estadounidense. Se acordó que antes del amanecer ambas tropas bombardearían a los alemanes desde sus posiciones y que, después, sería la infantería soviética la que avanzase.

Funcionó. En las primeras horas de luz del día 12, los soviéticos rompieron la primera línea de defensa de los alemanes. Así las cosas, a las 9 de la mañana Pückler-Burghaus firmó la rendición incondicional alemana. La capitulación se produjo ante los soviéticos. Poco después de firmar, el general alemán, seguro de que en la URSS sería juzgado por crímenes de guerra, se suicidó.

Aquel mismo día, las tropas alemanas que quedaban en la Checoslovaquia occidental fueron dominadas.

Sin embargo, no toda la guerra había terminado.

En Yugoslavia, el general Alexander Löhr, comandante de las tropas alemanas en el sudeste de Europa, también se negó a las condiciones de rendición. Tenía Löhr unos 13.000 alemanes a su mando, además de combatientes croatas y chetniks que luchaban contra Tito. Trató de escapar con esas tropas a Austria, consciente de que el país estaba bajo el control británico. Sin embargo, el día 9 Löhr fue capturado por la XIV División eslovena, que luchaba con Tito, en la población de Topolsica. El general alemán ofreció todas sus armas y pertrechos a cambio de un salvoconducto que le permitiese pasar a Austria. Los partisanos lo presionaron para que decretase un alto el fuego, pero las propias tropas alemanas se negaron. Así pues, los enfrentamientos volvieron, durante los cuales Löhr consiguió escapar, entró en contacto con los británicos y siguió moviendo sus tropas hacia Austria.

Sin embargo, las tropas de Tito consiguieron bloquear a los alemanes en Poljana, ya muy cerca de Austria. En ese momento el mariscal Alexander, que era el comandante de las tropas aliadas occidentales en la zona, estaba ya colaborando con los partisanos de Tito. Churchill y Truman estaban por ello preocupados ante la posibilidad de que los yugoslavos se anexionasen los territorios que iban ocupando los británico-partisanos a su territorio; así pues, querían que se fueran de ahí, como querían que abandonaran también la provincia austríaca de Carintia. Stalin, hay que decirlo, tampoco era muy partidario de apoyar a muerte a los milicianos procomunistas, preocupado como estaba por consolidar su posición en Polonia; ésta y otras cosas son, probablemente, las que acabaron malquistando a Tito con él, pues siempre tuvo la sensación de que Yugoslavia era una especie de segunda prioridad para Moscú; lo cual labró su calculada distancia respecto de la metrópoli ideológica durante décadas.

Los tres aliados, por lo tanto, estaban más que interesados en coser una rendición en los Balcanes que gustase a todas las partes. Alexander, en un gesto de buen rollito calculado desde Londres, envió a Poljana unos cuantos tanques británicos para apoyar. Los alemanes y croatas duraron dos días, el 13 y 14 de mayo, tras los cuales fueron derrotados. Löhr fue capturado de nuevo y digamos que no tuvo mucha oportunidad de opinar sobre su rendición.

El 15 de mayo, Tito comunicó a sus tropas en Yugoslavia que todas las tropas alemanas en los Balcanes habían sido vencidas. Ese mismo día, Moscú hizo el mismo anuncio sobre los frentes en los que estaba presente. La lucha contra los soviéticos, pues, terminó ocho días después que frente a los aliados occidentales. En el capítulo de ajustes finales, los británicos le devolvieron a Tito todos los combatientes croatas y chetniks que habían pasado a Austria antes del 9 de mayo. Dado que Tito incumplió su promesa de darles un juicio justo (la verdad es que los croatas se habían portado como cabrones), la violencia continuó durante un tiempo, hasta que las unidades croatas fueron totalmente masacradas.

En general, las unidades no alemanas que lucharon con los alemanes no tuvieron buen final. La legión de las SS Letonas, que había sido llamada para defender Berlín, se rindió a los americanos. Pero otra división de esta formación, que se quedó en Curlandia, cayó en manos soviéticas. La División SS de Galitzia, formada por ucranianos, logró llegar a Rimini en Italia, donde la ayudaron los polacos integrados en el ejército aliado. El general Anders, que era un panpolaco, consideraba que aquellos ucranianos procedían de zonas más polacas que rusas, y por eso se negó a entregarlos. Londres, aun sabiendo que la decisión iba contra Yalta, aceptó; 7.100 ucranianos salvaron el gañote de tener que aguantar a Stalin.

La última, última, última lucha de la guerra tuvo lugar en una isla holandesa, Texel, y no terminó hasta el 20 de mayo. Allí había tropas alemanas pero también georgianos que habían sido reclutados para el ejército alemán. Este batallón de la Legión georgiana fue ordenado en abril de 1945 a pasar al continente para ayudar en la lucha en Holanda, pero los georgianos se rebelaron contra sus jefes alemanes. Los georgianos sabían que incluso cayendo ante los aliados occidentales, éstos los entregarían a la URSS, que los masacrarían. Sin salida, pues, atacaron a los alemanes y tomaron el control de casi toda la isla. Sin embargo, los alemanes desembarcaron nuevas tropas allí. Se desarrolló una lucha a muerte literal (ninguna de las dos partes hizo prisioneros) en la que los alemanes acabaron cercando a los georgianos en la zona del faro de la isla. En la batalla final sólo quedaban unos cincuenta georgianos; los alemanes le ahorraron su trabajo a Stalin: les obligaron a cavar sus tumbas y luego los fusilaron. Sin embargo, quedaron algunas zonas de resistencia con combates, que sólo se detuvieron el día 20 cuando los canadienses desembarcaron en la isla.

Los canadienses, impresionados por el nivel de desesperación de los georgianos, trataron de negociar una mejora de sus condiciones. El teniente general Charles Foulkes trató de interceder por ellos, pero los 226 supervivientes fueron finalmente entregados a los soviéticos. Moscú, sin embargo, sensible al fuerte efecto de opinión pública que había llegado a tener el caso, permitió a la mayoría de aquellos combatientes que regresasen a casa aunque, eso sí, parece ser que les impuso la obligación de no hablar nunca de su experiencia en la guerra.

En peor situación estaba el ejército de Vlasov, claro. El 7 de mayo, el mariscal Ivan Konev había formado una tropa oculta a la que le encargó una misión. Sabedor de que el ejército de Vlasov trataría de llegarse a las líneas estadounidenses, la misión de aquella tropa era hacerse con Vlasov y Bunyachenko en cualquier caso, incluso pasando las líneas americanas (lo cual estaba prohibido). El 11 de mayo, los soviéticos supieron que Vlasov estaba en Lnare, un pueblo relativamente cercano a Pilsen, acompañado por Bunyachenko. Estaba allí negociando con algunos representantes de Patton. Se ordenó a una unidad motorizada que los capturase a cualquier coste. En las últimas horas de la tarde del día 11, una unidad motorizada soviética se dirigió al lugar donde Vlasov intentaba sin éxito doblegar la determinación estadounidense de respetar los pactos entre aliados. En la mañana del día 12, los estadounidenses les informaron de que los soviéticos se aproximaban a Lnare; que los Estados Unidos consideraban la población como parte de la zona de influencia soviética; y que, por lo tanto, los vlasovitas tenían que cuidarse de sí mismos. En la práctica, 15.000 soldados fueron dejados sin mando, y cada uno reaccionó como pudo. Algunos se disfrazaron de civiles y trataron de escapar, pero la mayoría permaneció allí, esperando su destino.

Esa decisión fue terrible para los dos mandos. Los vlasovitas, abandonados, se volvieron contra ellos; en estas circunstancias, no hay que extrañarse de que alguno informase a los soviéticos de que planeaban huir ambos en un pequeño convoy de cuatro vehículos.

Efectivamente, en las primeras horas de la tarde Vlasov y Bunyachenko dejaron Lnare. El primero se había escondido en un falso fondo de su vehículo, y el segundo iba vestido de civil. No les sirvió de nada, porque los vlasovitas que ahora colaboraban con los soviéticos los señalaron.

Ambos generales y otros mandos vlasovitas acabaron en 72 horas en la Lubianka de Moscú. Al año siguiente, fueron juzgados por traición, y ahorcados el 1 de agosto de 1946.

Dos semanas después de la firma de Karlshorst, el gobierno Dönitz fue arrestado en Flensburgo. Para entonces, el Ministro de Alimentación de Alemania, miembro del gobierno, tenía por única obligación efectiva lograr que en las reuniones del gobierno (cada mañana, a las diez) hubiese whisky suficiente. Tras ser arrestados, los miembros del gobierno fueron informados de la disolución del mismo ante el general estadounidense Lowell Rooks, el brigadier británico Edward Foord y el general soviético Nikolai Trustov. Sólo el almirante Von Friedeburg tuvo la decencia de suicidarse.

Ese mismo día, en el puente de Bremervörde, unos soldados británicos reconocieron y detuvieron a un hombre que andaba con su bigote rasurado y llevando un parche en el ojo. A pesar de que obviamente intentaba pasar por cualquier otra persona, el detenido era Heinrich Himmler. En la celda donde lo colocaron, algo más calmado, presionó como le habían entrenado una cápsula de cianuro que llevaba implantada en su dentadura, y se suicidó.




La guerra había terminado, definitivamente, al menos donde había comenzado y entre quienes la habían empezado.

Antes del The End, déjame que te diga una cosa.

Pensarás que todo empezó con Hitler. Pero, en realidad, te equivocas. Todo empezó con Göbels. Hitler tenía las potencialidades para mesmerizar a una nación entera y arrojarla al abismo; pero nunca las habría podido descubrir sin su adjunto de propaganda. Göbels fue quien le dio a Hitler el consejo fundamental, un consejo que luego él elaboraría por escrito, y que es éste: pon a la gente frente a frente a problemas complejos; y, cuando esté desesperada, dale soluciones sencillas. Nadie, jamás, se dará cuenta del trile, ni te pedirá cuentas. Lejos de ello, te seguirán.

Hemos contado en estas tomas la Historia de las últimas boqueadas de una gran locura. Una gran locura que, estoy un 100% seguro, tú piensas que a ti nunca te habría ocurrido. Es lo que piensan todas las personas que, desde el balcón del futuro, observan las tragedias del pasado; pobrecitos mongers del pasado, vaya panda de tontos...

Pero, la verdad, si te excitas cada vez que alguien aporta una solución sencilla a un problema complejo. Si escuchas a tu cuñado, el listillo de los postres y el cubata, o eres tú mismo ese cuñado; si, cuando escuchas a tu taxista decir eso tan manido de esto lo arreglaba yo en dos tardes, asientes; si te hace vibrar ese político que, desde babor o estribor, eso en realidad da igual (no te haces una idea de hasta qué punto da igual), te explica el qué, pero nunca el cómo; si para creer en algo te basta con que te lo formulen en un tuit; si alguna de estas cosas, o todas a la vez, te pasan, entonces no es que a ti te habría ocurrido lo mismo que a las masas enfervorecidas que acabaron muertas, mutiladas, violadas, empobrecidas, humilladas como nunca antes, por seguir la palabra de su Führer. Ya te digo: no es que a ti te habría pasado lo mismo; es que ya te está pasando.

3 comentarios:

  1. 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻

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  2. Lester Burnham10:14 a.m.

    Espléndido final, he disfrutado mucho estos tomos. Muchas gracias.

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  3. Gracias por todo de nuevo!

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