lunes, julio 04, 2022

La implosión de la URSS (27: Réquiem por millones de almas)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro 



Desde el momento en que Ucrania había comenzado a remover sus deseos independentistas, en 1990, los rusos residentes en Crimea habían comenzado a movilizarse para quedarse en Rusia. Se organizó un referendo, el 20 de enero de 1991, que proponía la creación de una república crimea autónoma. El 90% votaron a favor de esta autonomía que se debería adherir a la Unión, independientemente de lo que hiciese Ucrania.

El gobierno ucraniano, tratando de no echar gasolina a la hoguera, le devolvió en febrero de 1991 a Crimea el estatus de república autónoma (que había perdido en 1946). El objetivo fundamental en ese momento del gobierno ucraniano era no joder su propio referendo de independencia y, la verdad, lo consiguieron: el 1 de diciembre, el 54% de la población de Crimea votó por la independencia de Ucrania, es decir la idea recibió un importante nivel de apoyo por parte de los rusófonos.

Los políticos más extremadamente nacionalistas de Rusia, sin embargo, comenzaron, después del referendo, a exigirle a Yeltsin la retrocesión de Crimea. Kravtchuk, en Beloveje, dejó, por esta razón, claro que, en su opinión, que las tres repúblicas signatarias aceptasen formar parte de una comunidad significaba que se aceptaban unas a las otras con sus fronteras actuales; así lo dice el artículo 5 del acuerdo. Crimea p’a mí, pues.

El presidente ucraniano llevó el acuerdo de Beloveje, días después de la firma, a su propio parlamento. La cámara ucraniana confirmó el principio de que la comunidad no debía de tener instituciones propias y que sólo podría tener funciones de recomendación o asesoramiento. Asimismo, declararon que el artículo 5 vinculaba a un respeto a las fronteras incluso si la comunidad era disuelta o alguna república la abandonaba.

El 21 de diciembre, en Alma-Ata, Bielorrusia, Kazajstán,  Rusia y Ucrania acordaron una declaración común sobre el futuro del armamento nuclear emplazado en la vieja URSS. El documento tiene un artículo, el 5.3, que establece que el armamento situado en tres de las repúblicas signatarias se trasladará a la cuarta (Rusia, por supuesto). Todo ello debería estar terminado el 1 de julio.

¿Y Gorvachev? Bueno, el ya ex secretario general del PCUS había hecho todo lo posible por bombardear la reunión de Beloveje. En primer lugar, le ofreció a Nursultán Nazarvaiev, el líder kazajo, ser el primer ministro del gobierno de la nueva Unión; promesa que, al parecer, fue la razón principal de que el asiático no estuviese en Beloveje, y no fueron pocas las veces que le llamaron para que estuviese. Otra cosa que, aparentemente, hizo, fue pedirle ayuda al ministro de defensa, el mariscal Chapochnikov, para hacer algo que disolviese la reunión; pero el militar, con buen criterio, se negó.

Lejos de conseguir lo que buscaba, Gorvachev iba a ser testigo de cómo la unión eslava de Beloveje mutaba con rapidez. El día 13 de diciembre, los presidentes de cinco repúblicas asiáticas ex soviéticas se reunieron en Asjabad, que como sabéis es la capital de Turkmenistán, y sacan un comunicado en el que vienen a decir que cómo es posible que les hayan dejado de lado en la creación de la Comunidad ésa tan bonita. Todos dicen querer formar parte de la CEI pero, claro, sólo si se les otorga estatus de Estado fundador. Ya recordaréis, en todo caso, que el acuerdo de cinco días antes ya preveía que se pudiera adherir hasta el Coto de Doñana si quería. El 21 de diciembre, en Alma-Ata, es decir en la misma convocatoria donde se acordó lo de los pepinos nucleares, las cinco repúblicas de Asia Central o repúblicas tan-tan (Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán) fueron aceptadas como Estados fundadores junto con Armenia, Azerbayán y Moldova, que es como los moldavos quieren que se conozca a Moldavia. Aquello, la verdad, cada vez se parecía más a la URSS, con la excepción de los bálticos, que ni comunidad, ni unión, ni hostias en vinagre.

En la posible lista de la CEI quedaba una patata caliente pero, la verdad, ni dios quería hablar de ella: Georgia. El país, para entonces, era un puto shambles de peleas y enfrentamientos, y nadie quería a ese jovencito problemático viviendo en la misma casa.

Yeltsin, muy probablemente, tenía el proyecto de resucitar su proyecto federal. Para ello contaba con el sentir de las repúblicas asiáticas que, la verdad, estaban deseando que se montase algún tipo de sistema de federación con una estructura común con el territorio ruso. El tema, con el tiempo, le saldría como el culo, como veremos.

A Milhail Gorvachev ya no le quedaban triunfos en la manga. Desde el momento en que el comandante en jefe del Ejército le había dicho que no pensaba mover un jeep para evitar la creación de la CEI, no tenía capacidad real de oponerse a los planes de Yeltsin y sus socios más o menos cercanos. Así pues, su única reacción fue hacer como que nada estaba pasando y que, en consecuencia, ser presidente de la URSS todavía significaba algo.

El 10 de diciembre, 48 horas después de Beloveje, sacó finalmente la cabeza de la tierra para firmar una nota de prensa en la que decía: “el destino de un Estado multinacional no puede ser decidido por los dirigentes de tres repúblicas. No puede ser decidido sino por la voz constitucional, con la participación de todos los Estados soberanos, tomando en cuenta la voluntad de sus pueblos”. Un comunista apelando a "la voluntad de los pueblos" que gobierna; cosas veredes, Sancho. 

En once días, como sabemos, esta posición quedaría desmentida cuando, en Alma-Ata, quedase claro que no eran sólo tres los que querían construir la comunidad; y, aunque no le habían consultado a sus pueblos, no parece difícil estimar que cualquiera de ellos hubiese ganado un referendo.

El final político de Gorvachev se parece un poco al de Benedicto XIII, ese Papa aragonés que se negaba a asumir que había dejado de ser Papa. El presidente de la URSS se consideraba todavía presidente de la URSS; no le daba ningún valor jurídico al gesto de que tres estados signatarios del acuerdo inicial de creación de la misma la hubiesen declarado disuelta. Además, en un gesto un poco infatuado, Gorvachev consideraba que el pueblo ex soviético se lo debía todo a él, a sus reformas. Lo cual es cierto sólo a medias.

Gorvachev exigió que Beloveje pasara por la aprobación del Congreso de los Diputados del Pueblo, a los parlamentos de cada república y un referendo. No le faltaba razón; al fin y al cabo, meses antes, había obtenido un claro mandato de ese mismo pueblo soviético en el sentido de conservar la Unión. Pero, claro: es que Gorvachev se obstinaba en no querer entender que el golpe de Estado de agosto de 1991 lo había cambiado absolutamente todo. Tal vez, si hubiese sido él quien se hubiese subido a un tanque delante de la Casa Blanca; si hubiese sido él quien apareciera delante de los ciudadanos soviéticos salvando el camino a la democracia, el tema podría tener otro tono. Pero no había sido así.

El referendo no le convenía a nadie salvo a Gorvachev; así pues, nadie le hizo ni puto caso.

El Soviet Supremo de Rusia abordó el día 12 de diciembre el debate que pedía Gorvachev. Al término de un debate acalorado, 185 diputados votaron la denuncia del tratado de 1922 y la creación de la CEI, frente a 5 votos en contra y 10 abstenciones. Todo eso le quedaba a Vladimir Lenin: 5 votos de 200. Tal vez es que nunca tuvo más; como se dedicó a callar a hostias las bocas que discrepaban con él, nunca lo sabremos. Tras ese trámite, el Parlamento ruso ni se molestó en reunirse para el tema.

El día 23, Gorvachev le escribió una carta a todos los presidentes de las repúblicas que habían estado dos días antes en Alma-Ata; lugar al que, por cierto, nadie tuvo el detalle de invitarle. Era su último cartucho. En la carta, Gorvachev argumentaba que la CEI era la heredera de la URSS, una de las dos grandes superpotencias mundiales. Y que el heredero de algo así no podía ir por la vida sin una estructura que le garantizase la presencia y la interlocución internacional. Gorvachev, pues, jugaba la baza que siempre le había ido bien: por ahí fuera, los lerdos que ni saben localizar San Petesburgo en un mapa y aun así opinan sobre el pasado, presente y futuro de la URSS, todavía me quieren.

Lo que buscaba estaba claro: que, finalmente, se decidiese crear una estructura con presencia de derecho internacional (“como la Comunidad Europea”, fue su señuelo); y que, claro, todo el mundo estuviese de acuerdo que, para ese papel, como Gorvachev, nadie. De alguna manera, trataba de arrastrar Beloveje hacia Novo-Ogarevo. Y proponía que fuese el Soviet Supremo de la URSS quien tomase notaría de la desaparición de la URSS y liderase el proceso, no tres tíos reunidos en una finca.

De nuevo, nadie le hizo caso. Si en Alma-Ata, más que en Beloveje, había quedado claro que los miembros de la URSS certificaban su desaparición, con la misma lógica habían declarado el fin de su presidencia. Aquella carta, pues, no dejaba de ser la carta de un particular. El acuerdo de Alma-Ata había decidido la creación de dos pequeñas instituciones: el Consejo de Jefes de Estado y el Consejo de Jefes de Gobierno. En ninguno de los dos se esperaba a Gorvachev. Otra cosa que acordaron fue la disolución definitiva, con fecha 30 de diciembre, de las instituciones de la URSS.

Su última semana presidencial la pasó Gorvachev como si nada: concediendo condecoraciones, haciendo chorradas de ese tipo. Y recibiendo mensajes desde todas las partes del mundo. Lo que nunca le había fallado. El presidente Bush lo llamó para darle ánimos; Mitterrand le invitó a visitar París. Hasta el final, quienes nunca le habían fallado, los no-soviéticos, estuvieron con él. Los soviéticos, mayoritariamente, lo odiaban de tiempo atrás, recelaban de él; ni siquiera estaban seguros de que no hubiese intentado, en agosto de 1921, provocar el regreso de la dictadura del proletariado.

El día de Navidad, Milhail Gorvachev charló con el presidente Bush y grabó su mensaje de Navidad, en el que destacó de nuevo su oposición a cómo se habían organizado las cosas. En la tarde estaba citado para transferir los códigos nucleares. Todo estaba preparado: habría de venir Yeltsin y se celebraría una ceremonia formal.

Yeltsin, sin embargo, vio el mensaje de Gorvachev, y se mosqueó. Se mosqueó tanto que decidió no ir, y envió al general Shapochnikov a recoger los putos números. El mariscal informó a Gorvachev de que, contrariamente a lo inicialmente pactado, Yeltsin no iría a su despacho, sino que lo recibiría en la Sala Catalina del Kremlin.

Gorvachev se encabronó, le dio la maleta al mariscal, y le dijo que, por él, ya estaba.

Y así fue cómo acabó ese sueño tan bonito -dicen los que lo han soñado- de Vladimiro Lenin. El sueño de millones de muertos, de familias rotas, de personas torturadas y obligadas a vivir una vida de mierda porque un hermano o un primo fue considerado enemigo del Estado, o porque su compañero de oficina, por no tener que aguantar una descarga más, los “delató”. El sueño de personas obligadas a ser internadas en siquiátricos sin tener problemas mentales, sólo porque pensaban diferente. El sueño de los hombres, las mujeres y los niños deportados en masa, en vagones de ganado, a miles de kilómetros, porque supuestamente habían colaborado con el enemigo alemán, marchando al destino de morir de frío, de hambre, de desesperación. El sueño de la gloriosa dictadura del proletariado, ese estadio intermedio en el que hay que hacer algunas concesiones antes de llegar al nirvana social; sí, ése que nunca llega. El sueño por el que una pequeña parte de la población de la URSS obligó al resto a vivir vidas de mierda, ocupar apartamentos de mierda, coger autobuses de mierda para ir a trabajar, comer mierda comprada con grandes esfuerzos en supermercados desabastecidos, recibir atenciones médicas de mierda, para que ellos viviesen en pisos donde podrían vivir tres pianistas sin molestarse, tuviesen siempre una limusina en la puerta, economatos donde había de todo y prácticamente regalado, las mejores escuelas, las mejores universidades. Y, sobre todo, el vodka, y las putas.

Hermoso sueño el de Lenin. Sobre todo, para él.

Para mí, la URSS queda quintaesenciada en el gesto de Nikolai Ivanovitch Bujarin la mañana que la NKVD fue a buscarlo a su casa para detenerlo, tal y como lo cuenta su segunda esposa, Anna Milhailova Larina, en su libro de memorias Lo inolvidable. Cuando fue detenido, Bujarin acumulaba ya varias semanas de comparecencias en el Comité Central del PCUS, donde había sido objeto de burlas y acusaciones a gritos por parte de la patota entonces habitual de Stalin, los Kaganovitch, los Molotov, pero también, por ejemplo, Yuri Leodinovich Piatakov, quien se destacó entre las voces que lo interrumpían para apelarlo de rata, de tío mierda, de mentiroso; tan sólo para ser acusado poco después de conspirar con los nazis y ser, él también, fusilado.

El día que la policía secreta se presentó en la conocida como Casa del Gobierno, el gran complejo de viviendas donde vivía el gotha comunista, para detener a Bujarin, éste le dio un último abrazo a su hijo Yuri, tan pequeño que apenas entendía nada, y le pidió perdón. Le pidió perdón por haber destrozado su vida, pues él sabía bien que el comunismo no se contentaría con acabar con él. Eso es la URSS. Esposas, esposos, hijos, amigos, nietos, respondiendo con sus vidas por las faltas que sus maridos, mujeres, padres o abuelos cometieron; con el agravante de que ni siquiera las cometieron o, si las cometieron por ser opositores, lo que hicieron no fue sino pedir lo que los comunistas de fuera de la URSS estaban pidiendo a gritos en esos momentos.

Anna Larina cuenta en su libro que, inmediatamente después de la detención de su marido, la policía secreta se presentó en el apartamento para registrarlo. Lo pusieron todo patas arriba y, pasado un tiempo, Larina pasó por la cocina y se encontró allí a los policías, unos ocho, sentados en el suelo. Habían parado para comer, habían extendido un papel de periódico en el suelo, y allí habían colocado unas tajadas de jamón, que probablemente eran de los propios Bujarin. Estaban sentados, comiendo, charlando, riendo; como una partida de albañiles que estuviera cambiando las cañerías de la casa y hubiera parado para descansar. Para ellos, pues, haberse llevado a un hombre hacia el paredón, haber destrozado la vida de su familia, haber provocado la locura de su padre (profesor de matemáticas, desde entonces no hizo otra cosa que escribir compulsivamente fórmulas matemáticas sin orden ni concierto), haber hundido el destino de su detenido en un manto de silencio que duraría décadas; para ellos, digo, hacer eso era un acto cotidiano; una más de las cosas que se hacían, cada día, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Pero, eso sí, luego hay que ver cómo contertulios de dudosa cultura se echan las manos a la cabeza en la televisión, en la radio, porque resulte que los regímenes políticos en Polonia, en Hungría, sean ultraconservadores. Yo, sinceramente, creo que estamos a punto de colapsar bajo el peso de tanto tontopollas. 

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