viernes, abril 17, 2020

Fernando (27: Murat se hace con todo, todo y todo)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

Una vez que las cosas se hubieron apaciguado, al menos relativamente, y después de ese procedimiento, por otra parte sobradamente conocido, en el cual los políticos se dijeron responsables de un proceso en el que poco habían hecho, las autoridades de la Junta se retiraron al Palacio Real, donde les esperaba el asténico y egoísta infante don Antonio, auténtico producto él mismo de la rama podrida del árbol Borbón. Una vez reunidos con su jefe formal, los españoles se fueron a ver a Murat, quien seguía en el atasco de la cuesta de San Vicente, no muy lejos pues, y le instaron a abandonar cualquier violencia pues, le dijeron, “bajo la fianza de los poderes públicos acaba de promulgarse la amnistía”. La verdad, no le reprocho a Murat que pensara, si es que lo pensó, que vaya panda de anormales le había venido a ver; ¿la Junta promulgando una amnistía de qué? Aun así, taimado como era y había aprendido a ser, Murat les dijo que sí, que guay, y los dejó marchar para, inmediatamente después de verlos cómo se iban, dictarle a sus secretarios una comunicación oficial para Antoñito el Borbonero.
En dicha comunicación, Murat le comunicaba a los españoles que Carlos IV había llegado a Bayona, y que allí tanto él como su hijo Fernando “se han remitido enteramente al Emperador para el juicio de su querella”. En la solución de la misma, les decía, tanto la integridad e independencia del reino y sus privilegios serían garantizados, y que “si los españoles juzgan necesarias algunas alteraciones en su constitución, éstas no se harán sino a su voluntad y según sus luces y opiniones”. Aunque muy pronto veremos cuál era el homeopático concepto que tenían los franceses de consultar a los españoles.

Acto seguido, haciendo gala de eso tan de político de decir una cosa y la contraria, Murat instaba a los gobernantes españoles para que aconsejasen “a los capitanes generales, a los arzobispos, a los alcaldes y a los prelados de las órdenes religiosas” que se sujetasen a Napoleón y de que serían responsables de cualesquiera conflictos y rebeliones. Y seguía: “haced conocer a las cabezas del clero y de la nobleza que la conservación de sus privilegios penderá de la conducta que tengan con el Emperador”. Y, por fin: “anunciad que todo pueblo en el que un francés haya sido asesinado, será quemado inmediatamente”. Todo aquél que al día siguiente fuere encontrado con armas, especialmente con puñales, en Madrid, “será considerado enemigo de los españoles y de los franceses, y será inmediatamente pasado por las armas”.

La última perla del comunicado es ésta: “deseo también que hagáis saber oficialmente a la Nación la protesta de Carlos IV, y que continuéis gobernando en nombre del Rey de España, sin nombrar cuál”. Según este limitadito, pues, los españoles podían salir a la calle a gritar: "¡Viva No Sabemos Quién!"

Una hora después les envió otra comunicación a los de la Junta prohibiéndoles toda relación con Cevallos, por ser ya servidor tan sólo del príncipe de Asturias; y les ordenaba dirigirse directamente a Carlos IV.

Poco tiempo después, hechas estas comunicaciones, Murat hizo publicar un decreto en español y francés por todo Madrid en el que quedaba claro el sólido apoyo que daba a la amnistía de los sucesos de las horas anteriores. Todos aquéllos que se encontraban presos tras haber sido encontrados con armas en la mano (y eso, hay que recordarlo, incluía hasta las facas) sería arcabuceado. Toda reunión de más de ocho personas sería violentamente disuelta con fuego de fusilería. Este bando, por cierto, se debe a la mano de un español: José Marchena y Ruiz de Cuesta, secretario de Murat, de quien Chateaubriand dice que era “un sabio inmundo y un aborto lleno de talento”.

En realidad, el bando era una formalidad puesto que desde bastante antes que lo comenzó a conocer el pueblo de Madrid, esto es desde las tres de la tarde del 2 de mayo, y hasta bien entrado el 4, habían comenzado a verificarse los fusilamientos.

El día 3, con Madrid en manos ya del pérfido Macron, el infante Paquito de Paula dejó Madrid. El día 4 lo hizo el infante Antonio, quien ni soñó con oponerse, ni de palabra, ni de obra, ni de omisión, a las órdenes de Murat. Un valiente, el chavalote. Ni siquiera se despidió de los miembros de la Junta que presidía. Ese mismo día, 4, pues, con la pólvora del fusilamiento de centenares de españoles todavía trufando el aire de la montaña del Príncipe Pío, Murat le escribe a la Junta comunicándole que toma el mando de la misma entretanto Napoleón no dirime la querella entre los dos Borbones, padre e hijo. O sea, el famoso “todos tranquilos, ahora vendrá una autoridad, militar por supuesto, que dirá qué hacer”, del 23 de febrero de 1981, pero en versión gabacha.

En la Junta, la verdad, nunca había habido nadie con capacidad de estar a la altura de la Historia; la supervivencia de todos sus miembros a los hechos del 2 de mayo lo atestigua mejor que nada. Ellos, al contrario que la mayoría del pueblo de Madrid, sí tenían muchas cosas que perder: Haciendas, señoríos, privilegios, gabelas. Se quedaron quietecitos y se limitaron a informar a Fernando de todo lo sucedido y preguntarle qué debían hacer. En la noche del 4, los hombres del gobierno de España recibieron la visita del francés, quien no tuvo oposición para ser nombrado presidente de aquel ominoso órgano de gobierno compuesto por: fray Francisco Gil y Lemus, Miguel José de Azanza, Sebastián Piñuela y Gonzalo O'Farril, todos ellos como secretarios de despacho; el duque de Granada, presidente del Consejo de las Órdenes; el marqués de Caballero, presidente del Consejo de Hacienda; el marqués de Las Amarillas, decano del Consejo de la Guerra; Arias Mon y Velarde, decano del Consejo de Castilla y conde de Montarco, consejero de Estado; y, finalmente, como secretario, el conde de Casa-Valencia.

No debió de ser una noche fácil para O'Farril, quizá el miembro de todos ellos con más prurito, pues en la sesión del día 5 presentó su dimisión por decirse en desacuerdo con la presidencia de Murat. Eso espoleó algo los ánimos puesto que al día siguiente lo seguirían en la decisión Francisco Gil y el marqués de Las Amarillas. Sin embargo, el día 7, con dos cojones muratones, la Junta aprobó una norma por la cual nadie podía dimitir. Ese mismo día la Junta recibió el decreto firmado por Carlos IV en Bayona tres días antes, por el que se re-proclamaba rey de España y nombraba al gran duque de Berg su lugarteniente en el país. Sin embargo, la Junta, dado que no había recibido ninguna notificación oficial de la renuncia de Fernando, quiso darse por enterada del decreto, pero no lo publicó.

La renuncia borbonera llegó a Madrid el día 9. En dicho decreto, se revocaban los poderes de gobierno otorgados a la Junta y se le ordenaba sujetarse a todo lo que Carlos IV les quisiera mandar. Hay que decir que esta comunicación estaba dirigida al infante Antonio Pascual; pues Fernando, en Bayona, a pesar de ser otro cobarde como su pariente, supongo que no se pudo ni imaginar que había dejado Madrid.

El ominoso día 5, a Bayona había llegado Evaristo Pérez de Castro, oficial de la primera Secretaría de Estado, acompañado por un militar español, José de Zayas. Traía una comunicación de la Junta (verbal, para evitar interceptaciones) en la que básicamente consultaba al que en ese momento era su rey si deseaba comenzar las hostilidades contra el francés, y si quería disponer el nombramiento de una Junta clandestina que pudiera operar desde algún lugar con libertad si a la legal le faltaba dicha libertad. La comunicación incluso insinuaba la posibilidad de convocar Cortes.

Conocida esta propuesta de la Junta, Fernando expidió dos decretos en la mañana del día 5. El primero, a la Junta de Gobierno, de declaraba preso de los franceses y autorizaba a la Junta a trasladarse adonde considerare conveniente, y añadía que las hostilidades deberían comenzar una vez que los reyes fuesen recluidos en Francia. En la segunda comunicación, al Consejo Real, reiteraba la información de que no tenía libertad de movimientos, e instaba una convocatoria de Cortes en algún lugar seguro de España.

Una vez ocurridos los hechos del 2 de mayo, y una vez que Napoleón se hubo quitado la careta y hubiese declarado su apoyo a Carlos IV en la querella dinástica, pero sólo para poder dominar la corona de España por sí mismo; una vez que todo esto ocurrió, digo, y sólo entonces, Fernando se abonó a la idea de que España debía presentar algún tipo de resistencia al francés; y, para colmo, lo hizo durante una mañana solamente. Hasta entonces, como he dicho, todo lo que le había importado era prevalecer personalmente frente a su padre Carlos IV, y yo, por lo menos, no albergo ninguna duda de que, si Napoleón le hubiera insinuado que él era su caballo Borbón ganador, no habría tenido ningún problema en lamerle los pies al francés; porque todo lo que quería Fernando era ganar la pelea dinástica. Ahora, sin embargo, la pelea dinástica se había ido a la mierda; la había ganado un tercero, la mano que, en realidad, llevaba ya meses, sino años, meciendo la cuna de España. Ahora, casi repentinamente, Fernando se acordaba de los españoles, de sus derechos históricos, del papel de las Cortes, de toda esa mierda de la que hasta entonces había pasado, y volvería a pasar.

Los dos decretos fueron enviados a Madrid a través de un discreto mensajero, que consiguió entregárselos a Azanza el día 6 o el 7. Por otra parte, Pérez de Castro, quien obviamente conocía también la respuesta de Fernando, llegó el 8 a Madrid. Allí se encontró a una Junta sumida en pruritos jurídicos a partir del 9 pues, decían, cómo podían obedecer aquellos dos decretos de Fernando si resulta que el Borbón, en esos papeles, los instaba a resistir; pero en el decreto oficialmente anunciado por los franceses retiraba todo poder a la Junta. Personalmente considero que el tema está claro: si tienes un decreto oficial de tu rey que dice que tienes que dimitir y luego tienes otros dos, también de su firma, que, entre otras cosas, dice que carece de libertad, entonces todo lo que tienes que hacer es concluir que tu rey no fue libre en el momento de redactar aquél en el que te cesa. Pero, claro, para concluir eso los miembros de la Junta deberían ser mínimamente valientes, y no lo eran.

En lo que no les critico es en el argumento de que, si publicaban los dos decretos del rey llegados por intermedio de Pérez de Castro, no sólo volverían a producirse, sin duda, los problemas de orden público, sino que cabía sospechar que la vida del propio Fernando podría estar en peligro. Azanza, de hecho, ocultó los dos textos entre las páginas de un libro, para terminar quemándolos en el momento en que el Borbón llegó a Valençay.

Esto quiere decir, querido lector, que, efectivamente, las pruebas fehacientes de estas órdenes son febles, pues los textos se perdieron; Cevallos, en Bayona, también había destruido todas las pruebas. A pesar de que esto deja lugar para pensar que todo esto es una engañifa y una invención yo, la verdad, doy estos dos decretos por existentes. En primer lugar, porque son varias las memorias que los recuerdan y, lo que es más importante, lo hacen en los mismos términos, lo cual hace pensar que varias de las personas implicadas en todo aquello (Cevallos, O'Farril, Azanza) sí hicieron apuntes personales, más o menos crípticos, con el texto de aquellos decretos. La misión de Pérez de Castro y elementos de su propia correspondencia también parecen abonar la tesis.

Dicho esto, si alguna base hay para decir, o sospechar, que el día 5 de mayo por la mañana, Fernando de Borbón tuvo un gesto que sus partidarios pueden pensar de auténtico rey de España, la verdad es que toda su valentía se acabó ahí. A partir de ese momento, todo lo que veremos hacer, y sobre todo lo que veremos no hacer, a Fernando de Borbón, tiene que ver con el simple y puro miedo. Un miedo pastueño, corderil, entregado, yo diría que incluso presidido por el recuerdo de esos dos decretos, pues, si verdaderamente existieron, Fernando, quien ya de por sí tenía una personalidad cobardona y debilucha en lo sicológico, tenía que pensar que, en el momento en que, por una razón u otra, Napoleón llegase a tener la inteligencia de que él había osado redactar aquellos textos y hacérselos llegar a sus terminales en Madrid, tal vez su vida habría acabado en ese mismo momento. 

Ésta es la gran tragedia de la Historia de España en los inicios del siglo XIX; la tragedia, no del 2 de mayo de 1808, sino del 5 de mayo. El día en el que, tal vez, Fernando tuvo, en la mañana, un gesto de gallardía y valentía dinástica en defensa de España (bueno, de lo-que-estaba-a-punto-de-ser-España; hagamos una concesión a quienes piensan que España no existe sino desde 1812); mientras que, en la tarde, entregó la corona, el país, al pueblo español, su Xbox, y todo lo que le pidieron. Gallardía y cobardía; agua y aceite. Los españoles, en cambio, somos unos putos amos a la hora de mezclarlos.

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