viernes, marzo 31, 2023

El otro Napoleón (15: La precipitación)

 Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


Más o menos desde que Menshikov había llegado a Constantinopla, Napoleón había dado una orden que había sido desaconsejada por todo su gobierno salvo Persigny, y muy particularmente por Drouyn de Llhuys, que la reputaba muy peligrosa: sacar a la flota francesa de Tulón y ordenarle que se fuese a patrullar en el Egeo. Sin embargo, este gesto no detuvo al zar. El autócrata ruso estaba espoleado por la situación en Inglaterra, donde había un gobierno de coalición dirigido por George Hamilton-Gordon, cuarto conde de Aberdeen y normalmente conocido como Lord Aberdeen. Como todo gobierno de coalición, le costaba tomar decisiones de gran relevancia, y esa inanidad era un acicate para Nico. Las posibilidades de Francia a la hora de concertarse con Inglaterra eran pocas; con el I Imperio muy fresco en la memoria, la mayoría de la sociedad inglesa era abiertamente hostil a los franceses, y no digamos si los comandaba un tipo llamado Napoleón. Así las cosas, el gobierno anunció en los Comunes que la reina, de acuerdo con el emperador vienés, sostendría la integridad del Imperio turco. El gobierno inglés presentó una protesta en Moscú por la actitud rusa. La flota del almirante Sir James Whitney Deans Dundas, surta en Malta, puso proa hacia los Dardanelos, donde ya estaban los de Tulón.

Para entonces, en Moscú había ya quien estaba tratando de plegar velas. Karl Robert (o Vasilievitch, en versión rusa) Nesselrode, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, trataba, cada vez que el zar se dignaba a escucharlo, de convencer a su jefe de tascar el freno. Nicolás no sólo no le hizo caso, sino que le ordenó escribirle un nuevo ultimátum a Constantinopla, y una nota a las potencias europeas. El 3 de julio, el ejército ruso, concentrado en Besarabia al mando del prínciple Alexander Milhailovitch Korchakov, entró en los principados rumanos.

Con el lenguaje de las armas ya encima de la mesa, julio y agosto se consumieron en negociaciones. El principal impulsor de las mismas era Viena. A Austria-Hungría, lo que más le obsesionaba en todo momento a mediados de siglo era el mantenimiento del frágil equilibrio europeo que se había conseguido tras el terremoto napoleónico. Napoleón, quizás por saber eso bien y por entender que en el Imperio todo el mundo le miraba a él de reojo, se preocupó muy mucho de dejar claro que él estaba por la misma labor a ras.

Viena presentó un proyecto de acuerdo por el cual diversas reivindicaciones rusas eran atendidas, a cambio, fundamentalmente, del mantenimiento de la integridad territorial turca. Moscú aceptó el borrador; pero no así Constantinopla. Rashid Pacha, sucesor de Rifaat, era un hombre menos contemporizador que, además, no confiaba nada en las promesas de ayuda de franceses y de ingleses. Así las cosas, en las mezquitas de la Sublime se predicó la guerra santa. El 8 de octubre, de hecho, las tropas turcas estaban barriendo a los rusos de las ricas tierras valaquias. Omar Pacha, el primero de los generales turcos, concentró sus tropas en el Danubio, justo enfrente de las de Gorchakov. Francia, Inglaterra, Prusia y Austria se unieron en un frente diplomático para evitar la guerra. Pero ésta llegó, sin embargo, tras la destrucción de la flota turca en Sinope. En efecto, el 30 de noviembre, la escuadra de Osmán Pacha, que había buscado abrigo en Sinope, fue atacada por la flota, muy superior, del almirante Pavel Stepanovitch Nakhimov (que sigue dándole nombre a barcos de guerra rusos actuales, por cierto). Los turcos sólo salvaron un barco, el vapor Taif. Tuvieron 4.000 muertos, más la práctica destrucción de la propia Sinope.

El príncipe Napoleón entendió bien que aquella acción acababa con toda posibilidad de mantener el status quo anterior sin más. Por eso, rápidamente Francia le propuso a Londres una ocupación naval conjunta del Mar Negro. En Inglaterra, Lord Palmerston, Henry John Temple, tercer vizconde de Palmerston, cada vez estaba más extrañado del gobierno Aberdeen y partidario de la guerra.

Formalmente, ése: el de la guerra, no era el deseo de Napoleón. Pero esta vez, como otras muchas, en realidad estaba mintiendo. La cabeza del Estado francés le tenía, por así decirlo, muchas ganas a los rusos, y razones para tenérselas. En primer lugar, Napoleón se sentía personalmente malquisto con el zar, quien había tratado con displicencia su acceso al mando imperial. Y, por supuesto, como Bonaparte que era, no podía olvidar que Rusia era quien finalmente había puesto a su tío de rodillas ante la Historia. Luis Napoleón, por otra parte, estaba convencido de que, si Inglaterra hacía hilo con Francia, la guerra contra Rusia sería corta; que es como siempre tienen que ser las guerras contra Rusia si quieres ganarlas. Para colmo, de la Francia sobre la que mandaba, profunda, yo diría que talibanescamente católica, no podía esperar más que apoyo en un conflicto que, cuando menos formalmente, iba del control de los Santos Lugares.

Antes de que comenzasen a hablar los obuses, Napoleón hizo un último intento, y redactó una carta personal para el zar de Rusia. En la misma, proponía lo que consideraba justo: el regreso de los navíos franceses e ingleses al Mediterráneo occidental, mientras que las tropas rusas regresaban intramuros de su raya. La carta era de 29 de enero, y fue contestada por el zar con un indisimulado tono retador, afirmando que Rusia sabría estar en 1854 donde estuvo en 1812, es decir, cuando derrotó a Napoleón.

Este cruce de cartas provoca la ruptura formal de relaciones diplomáticas. Palmerston, en un gesto muy estudiado, escoge uno de los muchos banquetes aristocráticos a los que acudía para, a los postres, levantar su copa y brindar “por los infantes de marina ingleses y franceses”. En Francia, las levas de 1849 y 1850 se completan. Napoleón rema a favor de corriente. El 3 de marzo, el Cuerpo Legislativo se reúne y aprueba, sin debate, un crédito de 250 millones de francos para la guerra; al estilo Pablo Iglesias, y porque el emperador no cree demasiado en que los bancos vayan a jugar limpiamente, se abre un crowfunding de la época para cubrir este empréstito. El dato de que se recaudaron 467 millones de francos lo dice todo de la popularidad de la guerra.

Finalmente, con fecha 10 de abril de 1854, Gran Bretaña y Francia concluyen una alianza para defender al Imperio Otomano. Es el inicio de lo que se conoció como La Guerra de Oriente.

Para los aliados, Francia e Inglaterra, la guerra presentaba varias cuestiones. Intuitivamente, lo lógico era apoyarse en la superioridad que sabían que tenían, que era la naval. Las flotas combinadas podrían presionar en el Báltico, atacar Konstadt y, una vez reblandecido ese punto, amenazar la misma San Petesburgo. Sin embargo, una acción de este tipo podría poner nerviosa a Prusia, a quien seguro no le gustaría encontrarse con otros ejércitos tocando los huevos en un solar (y una piscina) que tendía a considerar de su influencia. El Estado Mayor francés, por lo demás, quería enfrentamientos terrestres, quizás excesivamente presionada por la necesidad de nuevas glorias militares en un teatro, y ante un enemigo, del que podía exhibir pocas. Napoleón quería tomar Crimea, mientras que Palmerston y el ministro de la Guerra (Henry Pelham-Clinton, quinto duque de Newcastle, desde 1851 conde de Lincoln) soñaban con bombardear Sebastopol.

Ambos países designaron comandantes en jefe. Por parte inglesa lo fue Lord Ranglan (mariscal de campo FitzRoy James Henry Somerset, primer barón de Ranglan), antiguo ayudante de campo del ya extinto Wellington (y que, de hecho, estaba ya pidiendo pista, pues la roscó en 1855); por parte francesa, Napoleón prefirió a un buen conocido suyo: Saint-Arnaud, ministro de la Guerra, puesto que le dejó a Jean-Baptiste Philibert Vaillant, primer conde de Vaillant.

La fuerza destinada era relativamente modesta (cuatro divisiones, al mando directo de François Certain de Canrobert, Pierre François Joseph Bosquet, Élie Fréderic Foley y el príncipe Napoleón, a quien el emperador quería hacer el rodaje). Los ingleses todavía enviaron menos fuerzas, unos 25.000 hombres. Tras aprovisionarse los británicos en Malta, ambas fuerzas se encontraron en Gallipoli. A finales de mayo de 1854, todo estaba ya presto para el traslado.

Los rusos habían cruzado el Danubio y habían sometido a asedio a Silistria, en Bulgaria. Omar Pacha, el generalísimo de las fuerzas turcas (aunque el nombre otomanizado no debe llevaros a confusión; en realidad era un croata) presionaba a Saint-Arnaud para que se produjese una ofensiva en el río para desbloquear la ciudad búlgara. El Estado Mayor francés, sin embargo, consciente de que la mayor parte de los pertrechos y logística de las tropas galas se encontraba todavía de camino en el mar, prefería esperar. Semanas después, sin embargo, una vez resueltos los problemas de abastecimiento, la tropa franco-inglesa se puso en marcha hacia Varna. Pero no hizo falta luchar. El 2 de agosto, los rusos abandonaros Silistria y, de hecho, abandonaron los principados valaquianos. No fue el temor a la fuerza que se les acercaba lo que les hizo tomar esa decisión, sino las vacilaciones de Viena, que hacían pensar que la posibilidad de Austria pudiera colocarse abiertamente del lado de los aliados.

La retirada de los rusos excitó los ánimos belicistas ingleses, que ya estaban de por sí muy excitados. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha, o sea el Felipe de Edimburgo de la reina Victoria, era uno de los principales propagandistas de la idea de que, tras la retirada de los rusos, la tropa anglofrancesa que se encontraba ya en la zona lo que tenía que hacer era mover el culo hacia Crimea y dejar Sebastopol como un campus universitario después de un sábado de botellón. Pero aquello era, como tantas veces, una especie de brindis al sol. Las tropas aliadas apenas tenían en su seno militares mínimamente conocedores del terreno que iban a pisar y, en puridad, nadie conocía con certeza la capacidad bélica de los rusos.

Saint-Arnaud compró esta teórica y dio las órdenes oportunas. Pero eran órdenes precipitadas, un poco en plan pecholobo sietemachos ven aquí ruso de mierda que te voy a dar dos hostias bien dadas. Tres divisiones fueron desplazadas al área al norte de Varna para presionar al enemigo. Allí, en medio de zonas bastante desérticas, el cólera, que la verdad ya apuntaba maneras desde el embarque de Marsella, dio la cara en toda su extensión, y la soldadesca comenzó a caer. Allí donde estaban, los franceses no tenían ni carros de transporte, ni ambulancias, ni hospitales de campaña, ni medicinas. Habían hecho un avance basados en el convencimiento de que estaría todo chupado; pero ahora tuvieron que volver grupas cargados de enfermos que malmorían en sus parihuelas. Para colmo, o tal vez como resultado de una inteligente estrategia enemiga, Varna fue pasto de un incendio brutal que la dejó inhábil para prestar refugio a nadie.

A pesar de todo esto, a pesar de haber conseguido a buena parte de su armada en un conjunto de zombies vagabundos por una tierra hostil, Saint-Arnaud seguía creyendo a los ingleses. Los ingleses, la verdad, tienen una larga tradición consistente en no entender demasiado bien las fuerzas telúricas que gobiernan las dinámicas terrenas y humanas más allá de Trieste, más o menos. En las planicies danubianas, grietas y del Asia Menor, siempre han tenido el defecto de ver el vaso siempre demasiado medio lleno, y haber juzgado que todo era cascada de colores. 1854 no fue ninguna excepción, puesto que en el War Cabinet estaban todos convencidos de que llegarse a Crimea, arrasarla y llevarse hasta los clips de Sebastopol era algo que se haría en muy poco tiempo. Por esta razón, Saint-Arnaud tendía a no darle demasiada importancia a los problemas graves logísticos y de operatividad que experimentaba su tropa. Pensaba que serían prontamente equilibrados por victorias relámpago en el teatro de la guerra. A pesar de que prácticamente estaba el verano encima, pensaba, como lo pensaban los ingleses, que los rusos estarían firmando una paz humillante para ellos antes de que llegase el temido invierno.

La flota anglofrancesa, por decirlo todo, había tomado ya algunas islas y posiciones. El 14 de septiembre, 64.000 efectivos franceses, ingleses y turcos desembarcaban en Old Fort, bastante cerca de Sebastopol.

Digámoslo ya de entrada, porque yo creo que va a ser mejor: en la guerra de Crimea, todo lo que pudo salir mal, salió mal. La verdad, aquella guerra fue un puto desastre. Falló el aprovisionamiento, que no se había previsto bien y, consecuentemente, no se desplegó adecuadamente. Falló la coordinación entre jefes, pues la rivalidad entre los grandes generales era prácticamente diaria y, como consecuencia, nada funcionaba adecuadamente. Y tampoco funcionó la sabiduría militar de los expertos. Como ya hemos visto, incluso el ejército francés se había permitido la humorada de incluir entre los jefes designado a su primo el becario. Los soldados franceses siempre se ha considerado que eran una tropa de calidad; la mayoría de ellos estaba curtida en Argelia. Eran los mandos los que eran unos notas. Por lo que compete a los ingleses, simplemente no estaban preparados para algo como la guerra de Crimea. Buena parte de la operativa y los pertrechos del ejército británico estaba fosilizado desde Waterloo. Era una tropa bastante inútil y poco dada a ganar batallas por sí misma, es decir, por su propio empuje, como sí lo estaba la francesa.

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