miércoles, marzo 29, 2023

El otro Napoleón (14: Los Santos Lugares)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



En contra de la austeridad que parecía dictar el boicot monarquista, Luis Napoleón se planteó devolverle a la Corte imperial francesa sus pasados oropeles. Y, a juzgar por la imagen social que nos han dejado sus años, sobre todo los primeros del II Imperio, lo consiguió. Aquellos tiempos en las Tullerías, en efecto, han quedado impresos en la retina de la Historia como algunos de los más brillantes en lo que a oropeles y brillantez se refiere.

El gran melón colgado del párpado del emperador, sin embargo, serán los parásitos de sus parientes. Jerónimo y su hijo Napoleón se instalaron en el Palais Royal, el padre detentando un empleo ridículo (gobernador de los Inválidos) y ambos representando lo peor de una sociedad aristocrática. Su oficio principal: porculos. Especialmente Napoleón, Plonplon como le llamaban los parisinos, quien no puede soportar la idea de quedar apartado de la línea de la Historia en el momento en que al emperador se le ocurra generar un hijo con colita. En realidad, sus problemas son más profundos que eso. Siendo como era Plonplon un simple, yo creo que se lo describe mejor diciendo que era soplapollas, no era hombre que aprendiese nunca a medir bien sus movimientos; y menos aun en su edad joven. Por eso, en su juventud, cuando había sido testigo del cambio de Francia, se había hecho montagnard, anticlerical, socialista; y ahora pretendía ser napoleónico y, claro, lo conseguía sólo a medias, porque el personal tendía a ver en él ese típico sujeto a quien le da igual Juana que su hermana.

Pero vayamos con lo importante. ¿Cuál es la política de Napoleón III? Lo primero que hay que decir de ella es que la inquietud que había despertado el golpe de Estado de 1851 entre los hombres de la Europa del Congreso de Viena tenía su razón de ser. Una de las conclusiones más sólidas del Congreso de Viena había sido obligar a Europa a reaccionar como si determinados conflictos de naciones emergentes no existiesen; y esto es algo que la llegada de Luis Napoleón a las Tullerías corría el riesgo de cambiar. El nuevo emperador de Francia tenía la sensación de que Francia tenía labrada una deuda con las nacionalidades preteridas en Viena, y éste era un sentimiento que tenía dos nombres: Italia y Polonia. En la Francia pre e imperial, la verdad, había un sentimiento general, expresado tanto por Thiers como por Blanqui, lo cual es como decir tanto por Abascal como por Iglesias, en el sentido de que Francia tenía que convertirse en el heraldo de las nacionalidades sin padrino, porque esas nacionalidades sustentaban sus reivindicaciones en una modernidad a la que, en modo alguno, el Imperio renunciaba.

En las Tullerías, Luis Napoleón tenía un primer círculo de confianza, formado por tres personas. La primera de ellas era Jean-François-Constant Mocquard, su jefe de gabinete, por así decirlo y, entre otras cosas, el hombre que había sido portor de la petición de mano de Eugenia de Montijo. Mocquard era viejo amigo de la reina Hortensia. Había sido todo un partido en París, pero en aquel momento ya andaba por la sesentena. Era hombre culto y de pluma fácil, por lo que Napoleón, que nunca fue un escritor brillante, le hacía releer todos sus discursos, cuando no escribirlos directamente.

El segundo hombre era Enrico François Alexandre Conneau, normalmente conocido como el doctor Henri Conneau. Y en esos tiempos se lo conoce como la sombra misma del emperador. Conneau es el típico prototipo de hombre que vive por y para su jefe, sin tiempo libre, sin vida propia. En realidad, la única afición propia que se le conocía es que era un coleccionista de biblias, que adquiría en todos los idiomas habidos y por haber, hasta consolidar una verdadera colección de museo que finalmente hubo de vender para poder vivir. Porque el doctor Conneau, una de cuyas funciones era manejar para el emperador fuentes de dinero poco claras, fondos reservados diríamos hoy, de los que le habría sido muy fácil despistar esto o aquello, sin embargo nunca se quedó con nada. Un personaje casi de ficción, pues.

El tercer gran ayudante del emperador, su secretario particular, será un corso: Jean-Baptiste Franceschini-Pietri.

Luis Napoleón celebraba consejo de ministros en las Tullerías dos veces por semana, en la mañana. Llevaba la reunión del gobierno con mano firme; entre otras cosas, en la reunión no se permitía la discusión de ningún asunto que no propusiese él. La reunión consistía, pues, en que él fuese planteando los temas, ante los cuales los miembros del gobierno expresaban su opinión; una vez terminados los debates, el gobierno se marchaba y sólo entonces Napoleón III, en soledad, tomaba las decisiones que quisiera.

Morny recibió, a pesar de la distancia que se había ido construyendo entre él y el emperador, la presidencia del Cuerpo Legislativo que deseaba, desde 1854, tras la salida de Adolphe Augustin Marie Billaut. Permanecería en ese puesto hasta su muerte en 1865, con un interludio para ocupar la embajada frente a la Corte zarista. Persigny, por otra parte, abandonó el Ministerio del Interior para ser embajador en Londres. Un hombre que ganó mucho peso con el Imperio fue Rouher, en quien Napoleón veía un hombre verdaderamente muy trabajador. Fue vicepresidente del Consejo de Estado, ministro de Agricultura, de Comercio, de Estado, de Finanzas, y presidente del Senado. De hecho, la importancia de Rouher en la política del II imperio acabaría por ser tan importante que, en los últimos tiempos del régimen, se lo conocería popularmente como “el vice-emperador”.

Por su parte, Billaut, a quien hemos visto salir de la presidencia del Cuerpo Legislativo, será ministro del Interior en sustitución de Persigny; en 1860, el emperador lo nombró ministro sin cartera con la misión de defender los proyectos de ley del emperador ante las cámaras.

Pierre Baroche, por su parte, fue presidente del Consejo de Estado hasta 1869. Por su parte Pierre Magne, dirigió durante todo el Imperio los trabajos públicos y las finanzas. Otra estrella emergente será Walewski, quien aprovechó muy bien la progresiva caída en desgracia de Drouyn de Lhuys como jefe de la diplomacia francesa, así como la de Fould como ministro de Estado.

Este es, de forma muy esquemática, el equipo destinado a llevar a buen puerto los proyectos del emperador; que tienen mucho que ver, como ya os he dicho, con la escena internacional. El emperador, sin embargo, sabía bien que, en materia geopolítica, no eres nadie si no formas parte de una alianza. En ese momento, con la pinta que ofrecía Europa y las posibilidades que presentaba, Napoleón no veía otra alianza fecunda que no fuese la inglesa. A los ojos del francés, Inglaterra era como la contraversión del trío calavera de potencias absolutistas (Rusia, Prusia y Austria-Hungría). Para el emperador, el gran error de su tío en el primer imperio había sido infravalorar al enemigo inglés, y eso era algo que él estaba dispuesto a rectificar. Representante francés en un acto con tanto hondo significado político como los funerales del duque de Wellington, se presentó allí diciendo en toda hora que quería olvidar el pasado para construir el futuro.

La oportunidad de generar la alianza deseada llegaría en 1853, con lo que se conoció como el asunto de los Santos Lugares.

Durante todo el siglo XIX, el asunto de Medio Oriente había estado caliente. La creciente debilidad del imperio otomano movía mucho las cosas y, en los tiempos del I Imperio francés, las cosas se habían movido, geopolíticamente, entre Napoleón y el zar Alejandro. Años después, Luis Felipe había decidido no realizar la acción bélica que algunos de sus ministros, como Thiers, le demandaban para defender al pachá de Egipto, Mehmet Alí, que se había revuelto contra la Sublime Puerta. Al Orléans le dio vértigo enfrentarse al resto de las potencias europeas en esto.

Esta guerra de baja intensidad se reprodujo en Jerusalén a cuenta de los Santos Lugares. Los griegos ortodoxos y los católicos latinos se disputaban el control de los mismos, unos apoyados por Moscú, los otros por París. En mayo de 1850, Francia protestó formalmente ante la corte del zar por la actitud de los ortodoxos. El zar Nicolás le echó la culpa al sultán, que no tenía fuerzas ni capacidad para responderle. Siguieron meses de gestiones diplomáticas hasta que, finalizando 1852, se pareció llegar a un acuerdo, del que la imagen que se sacó en París era, básicamente, que Francia había aceptado cosas inaceptables. Napoleón, en efecto, había sido extremadamente cauteloso.

El acuerdo, sin embargo, no era del agrado del zar Nicolás. Aunque, como os digo, Francia había aceptado algunas cesiones, para el autócrata ruso, que aspiraba a ser, no el mayor, sino el único referente en Asia, todo aquello le parecía limitar excesivamente su poder. Considerado por muchos pueblos eslavos cristianos como el representante de Dios en la Tierra, Nicolás tenía un sueño: volver a colocar la cruz en lo más alto de la cúpula de Santa Sofía.

Así las cosas, Moscú comenzó negociaciones discretas con Sir Georgte Hamilton Seymour, embajador en Moscú, para negociar una repartición de los Santos Lugares una vez que le fuesen arrebatadas al turco. Mientras tanto, cultivaba la cercancía con el embajador francés, Barthélemy Dominique Jacques de Castellbajac, marqués de Castellbajac, un ex miembro de la Grande Armée.

Nicolás le ofreció a Inglaterra los dos caramelos que sabía que ya entonces Londres quería chupar en la zona: Creta y Egipto. Asimismo, los principados rumanos, Moldavia y Valaquia, Serbia y Bulgaria, permanecerían independientes bajo la soberanía del zar. Nicolás quería ocupar Constantinopla, pero trató de convencer a Seymour de que lo haría sólo provisionalmente.

Londres dijo que no; pero tampoco lo hico con alharaca. Como le ocurre casi siempre al Foreign Office a menos que los temas estén muy claros, la diplomacia inglesa era partidaria de no tocar el status quo, no fuera que la solución fuese a ser peor que el problema. Veramente, la diplomacia inglesa es de las pocas instancias políticas que han existido que siempre ha tenido claro que los hechos tienen consecuencias. El tratado de 1841 había sacralizado la independencia de la Sublime Puerta, garantizada por las potencias europeas, y a eso había que ajustarse.

Ni qué decir tiene que la negativa le sentó muy mal a Nicolás. El zar ruso era un personaje muy curioso. Siendo uno de los hombres más poderosos del mundo, dormía sobre dos planchas, tapado con una capa de soldado, se levantaba a las cuatro de la mañana, no tenía asuetos, y rarísima vez dejaba que alguno de sus ministros le presentase alguna objeción. Era un hombre austero que, en la capital mundial del vodka, sólo bebía agua y que, por supuesto, pensaba que los perros ingleses no tenían otra cosa que hacer que hacerle caso. Aquella negativa no podía ser la última palabra. Así que tiró de móvil, marcó el número de Alexander Sergueyevitch Menshikov, su ministro de Marina, y le ordenó que, inmediatamente, tomase el AVE para Constantinopla. Menshikov llegó a la capital otomana como si fuese Lady Gaga, rodeado de edecanes y a toda pompa; y se presentó ante el Sultán con una protesta formal por las limitaciones turcas a los movimientos de los ortodoxos en los Santos Lugares y, de hecho, exigiendo, en conservaciones secretas, que los turcos aceptasen que todas las personas residentes en el Imperio Otomano de fe ortodoxa estuviesen bajo el protectorado del zar.

El sultán, Abdul Medjid, no podía plantarle cara al ruso. Como gesto de buena voluntad cesó a su gran visir, Fuad, y lo sustituyó por Rifaat Pacha, mejor visto en Moscú. Los turcos trataban de ganar tiempo mientas contactaban con el embajador inglés, Lord Stratford de Redcliffe (Stratford Canning, primer vizconde de Stratford de Redcliffe). Redcliffe era conocido en Constantinopla como “el Sultán blanco”; era un miembro del peerage inglés en toda regla, envarado, híper formal; a su lado, Lord Grantham de Downton Abbey parecería un miembro de la facción anticapitalista de Podemos. Y, lo más importante: odiaba a los rusos sobre todas las cosas. El embajador inglés le dijo a Rifaat que les tirase a los rusos el hueso de los lugares santos, la custodia de la tumba de Jesús y esas movidas que, al fin y al cabo, a los musulmanes tampoco les importaban gran cosa; pero que permaneciesen impasible el turco en todo lo demás.

Los turcos le hicieron caso al inglés. Llegaron con cierta facilidad a un acuerdo con Menshikov para reglar la situación en los Santos Lugares. Pero, claro, no fue suficiente para los rusos. El almirante, espoleado por las cartas de su jefe, exigió el protectorado sobre los griegos ortodoxos, y los turcos le contestaron que no mamase. El 22 de mayo, y en muy mal plan, el plenipotenciario ruso cogía un paquebote en el Bósforo, singlando hacia Odesa.

En toda Europa, este gesto inquietó mucho. ¿Rusia, en guerra contra el turco? Eso supondría deshacer todo el nudo gordiano pacientemente labrado por la Santa Alianza. Otra vez en guerra, quizá.

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