lunes, septiembre 13, 2021

La Guerra de las Rosas (16): El eterno problema del Norte

  Un rey con dos coronas, y su pastelera señora

La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas 


La salida de Warwick fue sólo el principio. Por mar se enviaron pertrechos que fueron desembarcados en Newcastle y, a principios de noviembre, era ya el propio rey Eduardo el que estaba de camino. Margarita, enfrentada al hecho de que venía de camino un ejército muy superior al suyo, se subió a un barco y se marchó al santuario escocés. En el mar, sin embargo, una galerna atrapó a la flotilla. Los reyes y De Brézé fueron capaces de ganar Berwick en un bote, pero la mayoría de sus tropas quedaron naufragadas en Holy Island, donde sus posibilidades de defenderse de los yorkistas eran nulas.

El rey Eddie había llegado el 16 de noviembre a Durham; sin embargo, al poco de llegar a la población enfermó de paperas. En estas circunstancias, fue Warwick quien tomó el mando a la hora de ir a por los tres castillos lancastrianos, que a estas alturas ya deberíais saberos de memoria: Alnwick, Bamburgh y Dunstanburgh. El primero fue atacado por Lord Fauconberg, recientemente nombrado conde de Exeter, y por Lord Scales, Anthony Woodville, un lancastriano que en Towton había luchado del otro lado, y que se había reciclado. Bamburg fue sitiado por Lord Montagu y Lord Ogle. Finalmente, Dunstanburgh fue cosa de conde de Worcester y Sir Ralph Grey.

Los castillos no fueron frontalmente atacados, sin embargo, a causa de la fortaleza de sus defensas. Los yorkistas prefirieron dejarles que se cociesen en su propia salsa. De hecho, los yorkistas, que querían conservar las fortalezas intactas para usarlas a la hora de defender su propio poder cuando las controlasen, ni siquiera usaron el fuego artillero contra sus contrafuertes. Esta estrategia, sin embargo, tenía sus peligros. A pesar de los guiños del rey inglés hacia el escocés, en Escocia los old Lords seguían formando un sólido partido antiyorkista. Sus intenciones, conocidas por todos, eran liberar de su presión cuando menos al castillo de Alnwick. Entre estos lores antiguos se encontraba el conde de Angus, quien estaba especialmente promocionado para la ayuda, puesto que el rey Enrique le prometió, en aquel noviembre de 1462, otorgarle un ducado inglés si le ayudaba.

Así las cosas, poco antes de terminar el año, los yorkistas tuvieron noticias ciertas de que un ejército armado por los escoceses se encontraba de camino. Así que aceleraron las cosas y, el 27 de diciembre, y tras una rendición largamente negociada, entraban en Bambugh y Dunstanburgh.

Las negociaciones fueron largas, como he dicho. Los inquilinos de los castillos estaban en la quinta pregunta, comiéndose sus propios caballos; pero supieron especular con las prisas que tenía su negociador por llegar a un acuerdo. En tal sentido, consiguieron arrancarle al rey algunas condiciones probablemente excesivas. Entre ellas, todos los títulos y estados de la casa de Somerset fueron reinstaurados; pocos días después, el duque estaba en Alnwick, ayudando a quien hasta entonces había sido su gran enemigo, Warwick. Lo más sorprendente, sin embargo, fue que, a pesar de los precedentes que ya conocemos, Eduardo aceptase que Sir Ralph Percy fuese nombrado comandante, no sólo de Dunstanburgh, sino de Bamburgh también. Aquí, quizás, nos encontramos ante una de esas típicas circunstancias que, por muy buen historiador que se sea, no se pueden valorar adecuadamente desde el punto de vista del futuro. A mí, personalmente, me da toda la impresión de que las feraces, y feroces, tierras del Norte obedecían reglas que estaban muy por encima de la situación política del momento, y que hacían de los Percy los verdaderos gobernantes, si no políticos, sí sociales. Da la impresión de que los York tenían muy claro que si querían conservar el poder conseguido con sus victorias, era necesario que un Percy avalase ese poder; y, aunque existía siempre el riesgo de que se diese la vuelta en sus convicciones, era un riesgo que convenía correrse. A Percy, incluso, se le permitió generar tropas a base de reclutar a antiguos lancastrianos arrepentidos. Como digo, puede ser que los yorkistas no tuviesen más remedio que hacer las cosas así, al estilo de lo que pasa hoy en día en determinadas zonas del mundo con estrictas organizaciones tribales, en las cuales has de pactar con el señor de la guerra local; o puede ser, como también han escrito muchos historiadores, que Eduardo, simplemente, confiase excesivamente en sus fuerzas o se dejase llevar por una urgencia excesiva a causa de las noticias sobre el ejército escocés que se aproximaba.

En todo caso, ahora los York se podían centrar en el asedio de Alnwick. Sin embargo, no les dio el tiempo. El 5 de enero de 1463, el conde de Angus y De Brézé aparecieron por la zona con unos cuantos colegas armados. Warwick valoró la situación y decidió levantar el asedio. El debilitamiento de la presión yorkista fue tan evidente que Lord Hungerford, que era el capitán del castillo, se permitió la chulería de sacar a la mayoría de sus efectivos y hacerlos marchar por el campo al encuentro del ejército allegado.

Cronistas más o menos contemporáneos a los hechos escribieron que si aquel día los escoceses hubiesen atacado, habrían acabado con la nobleza inglesa casi en su totalidad. Pero no lo hicieron. Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a luchar, consciente de que las pérdidas, en todo caso, serían muy relevantes; y la guerra medieval, a pesar de la mala fama que tiene, era una guerra que repugnaba en cuanto podía la producción de muchas bajas, pues los condes, duques y reyes siempre tuvieron muy claro eso que dicen los argentinos: “soldado que huye, vale para otra guerra”.

Los escoceses, pues, se marcharon a la frontera, mientras que Alnwick, como si no hubiera pasado nada, le abrió sus puertas a Warwick unas horas después. Para los resistentes de la fortaleza, dicha resistencia había perdido su sentido en el momento en que los escoceses no habían querido aceptar la batalla. Así las cosas, a principios de 1463 Eduardo controlaba prácticamente toda Inglaterra, salvo, como puesto más importante, un castillo en el norte de Gales, el de Harlech.

Ya lo he dicho, sin embargo: para los yorkistas, el problema no era controlar; el problema era seguir controlando. Eduardo y Warwick no podían permanecer en el Norte para siempre y, de hecho, algunas semanas después de Alnwick, se marcharon, primero el rey y, después, su jefe de Estado Mayor. En cuanto sus caballos dejaron de ser puntitos en lo más alto de alguna lejana colina, el poder de la monarquía en Northumberland comenzó a ser más relativo que absoluto.

La cosa empezó por donde debía empezar: por Ralphie Percy. El flamante capitán de Bamburgh y Dunstanburgh sabía bien que, en el fondo, no se debía más fidelidad que a sí mismo. Estaba emplazado en una tierra que era más de su familia que de cualquier monarca y, por ello, no encontró problemas en desmentir los juramentos realizados. En marzo de 1463, autorizó a una pequeña fuerza formada por soldados franceses y escoceses reocupar los dos castillos.

Por dos veces, pues, el yorkismo había tomado el poder de los enclaves; y por tres veces ya los lancastrianos lo habían recuperado. Para el rey, eso significaba que tenía que rediseñar su estrategia militar, y diseñar una de carácter más político. En el caso de lo primero, se dio cuenta de que Warwick era como el Moisés de la Biblia, que cuando tenía los brazos en alto conseguía que los hebreos venciesen en sus batallas. Aunque la idea no le gustase, que no creo que le gustase, Warwick no podía vivir en Londres. El guardián de las Marcas tenía que residir en el Norte. Pero, lo he dicho, no quería. La verdad sea dicha, en Reino Unido se come de puta angustia; pero, conforme más al norte te desplaces, la cosa adopta perfiles cada vez más dramáticos; y es muy posible que lo mismo ocurriese con otros placeres de la vida. Prueba clara de que Warwick se resistió como gato panza arriba fue que en el mes de mayo fue su hermano, Lord Montagu, quien hubo de ser nombrado guardián de la Marca del Este, con una sustancialísima actualización salarial de por medio. Juan Neville, éste sí, estaba deseando tomar el mando y empezar a repartir hostias como panes. Sin embargo, tampoco es que le fuera de coña. Poco tiempo después del nombramiento atacó Newcastle, pero los neocastellanos le dieron para el pelo.

Así las cosas, arrastrando el escroto, Warwick volvió a tomar el camino del puto Norte. Se marchó de Londres el 3 de junio acompañado de Lord Stanley, su cuñado. Al llegar a Northumberland se encontraron las cosas tan jodidas que se apresuraron a mandarle un email al rey diciéndole que les mandara más tropas. Se decía que la reina Margarita había convencido al consejo de Regencia escocés de intentar una nueva invasión del norte inglés; se decía que les había ofrecido siete condados ingleses a cambio de su ayuda. Dicho y hecho: a principios de julio de aquel 1463, Jacobo III, el rey niño de Escocia, se colocó al frente de un ejército que se presentó en la Marca y puso sitio al castillo de Norham. Con él estaban Enrique VI, Margarita y María de Güeldres. En ese momento, los lancastrianos controlaban ya el famoso tridente (Alnwick, Bamburgh y Dunstanburgh), lo que les permitía cortocircuitar los envíos de pertrechos entre posiciones yorkistas.

Los escoceses, pues, lo tenían todo para triunfar. Pero la cagaron. De manera casi inexplicable, los hermanos Calatrava, Warwick y Montagu, marcharon hacia Norham sin ser molestados. Los escoceses que, se ponga Mel Gibson decúbito prono o decúbito supino, muy valientes a la vista del ejército inglés no es que hayan sido nunca, en cuanto vieron al kingmaker aparecer por la colina, salieron a la puta naja. Con el sur de Escocia protegido por unos nenazas acojonados, Warwick y Montagu resolvieron realizar una serie de razzias, llevándose por delante todo lo que encontrasen; misión en la que encontraron un poderoso aliado en el conde de Douglas, exiliado en tierras inglesas.

Aparte del triunfo escocés menor de capturar y ejecutar al hermano de Douglas, aquel verano los ingleses les arrearon a los escoceses todas las patadas en los huevos que les apeteció; y si pararon fue sólo porque se quedaron sin pan para las hamburguesas. A final de aquel verano, una cabe suponer que enrabietada Margarita salía de Bamburgh, por barco, acompañada de su fiel De Brézé y su hijo; pero no por su marido, que se quedó en el norte de Inglaterra. Marido y mujer ya no volverían a encontrarse.

Eduardo IV, por su parte, había conseguido en aquellas semanas un grandioso éxito político: la garantía parlamentaria de un subsidio de 37.000 libras para gastos militares. Con la pasta fresca, a principios de agosto el rey dio orden de que comenzase una importante leva en la zona de Newcastle. Esta vez, además, los yorkistas habían aprendido tres o cuatro cosas acerca de la necesidad de disponer de apoyo y capacidad de transporte naval, razón por la cual crearon una flota al mando de conde de Worcester.

Las cosas, sin embargo, fueron mucho más despacio de lo que se había pensado. Eduardo estaba en York en septiembre; pero en enero de 1464 todavía no había llevado a cabo ninguna operación militar, lo cual generó en los burgos y villas inglesas que habían puesto toda aquella pasta la sensación de que habían pagado los impuestos para que los soldados se fuesen de putas. La opinión pública debía de estar bastante cabreada, porque lo cierto es que Eduardo ordenó un reembolso de 6.000 libras para calmar las cosas (curiosos tiempos aquéllos en los que los gobernantes devolvían los impuestos si no sabían gastarlos).

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