El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
El 21 de octubre de 1964, ya durante la tercera sesión, se discutió la sección del esquema que abordaba la relación con el ateísmo (sólo con el ateísmo, dado que, formalmente, se había evitado escribir la palabra “comunismo”). Los melindres no sirvieron de mucho, pues pocas horas después de comenzar el debate, monseñor Paul Yu Pin, titular de la sede de Nanking, lideró la petición de 70 padres conciliares en el sentido de que se analizase en el esquema el tema del ateísmo comunista. Yu Pin, a pesar de que tenía que saber cómo se las gastaba Mao Tse Tung, no tuvo reparo en decir que el comunismo era “uno de los más grandes, más evidentes y más desafortunados fenómenos de la modernidad”. Había que hablar de él, dijo el obispo chinorri, porque lo contrario sería dejar sin consuelo a “todos aquéllos que gimen bajo el yugo del comunismo, y han de afrontar grandes penalidades injustamente”. Al Vaticano, las cosas como son, siempre se le ha dado bastante mal, y se le sigue dando, acordarse de las minorías cristianas retroputeadas del mundo. Los chinos le venían a decir a Pol que él podía estar muy cómodamente sentado en su puta silla gestatoria de los cojones; pero que no estaría mal que tuviese, de vez en cuando, algún recuerdo, y alguna acción, hacia los que estaban, literalmente, crucificados.
El cardenal Josef Beran, titular de la sede de Praga, que vivía en Roma exiliado precisamente porque en la capital checoslovaca los comunistas habrían hecho tranchetes con él, blandió ante los padres conciliares noticias de la prensa de su país en las que el comunismo oficial se jactaba de haber introducido topos en todas y cada una de las comisiones del concilio. Y he de decir que yo siempre he pensado que, esta vez, no mentían. Dame una labor más fácil que sobornar a unos tipos que todo en esta vida, y en la otra, lo hacen por la pasta.
El 7 de abril de 1965, Pol fundó un Secretariado de No
Creyentes, para fomentar el diálogo con los ateos. Al frente fue colocado el
cardenal vienés König, que ya había sido utilizado varias veces por el Vaticano
para tratar con comunistas.
El 14 de septiembre, cuando empezó la cuarta sesión, el
capítulo sobre el ateísmo en el esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno
había sido recauchutado. Pero seguía sin hablar del comunismo. El 29 de
septiembre se circuló una carta, signada por 25 obispos, dando diez razones por
las que el comunismo debía ser tratado por el concilio. El principal argumento,
totalmente cierto, era que el silencio sobre la materia sería tomado por
cobardía. La carta era obra de monseñor Carli, y sus principales propagandistas
fueron monseñores Sigaud y Lefebvre; es decir, la internacional conservadora,
por así decirlo. Hasta 450 padres conciliares se adscribieron a los postulados
del Grupo Internacional de Padres.
El 13 de noviembre, la comisión encargada del esquema
repartió una nueva versión; que seguía, impasible el vaticano, sin hablar de
comunismo. Carli protestó oficialmente a los presidentes, arguyendo, con razón,
que las normas del concilio establecían que todas las enmiendas debían
imprimirse y darse a conocer. Cosa que esta vez no había ocurrido. Acusó a la
comisión de haberse convertido “en una instancia judicial sin derecho a
apelación”. Su protesta provocó el anuncio del cardenal Tisserant de que se
iniciaría una investigación oficial.
Dado que el 15 de noviembre se iba a votar el texto, los
conservadores prepararon sus enmiendas en forma de voto cualificado, invitando
a los padres conciliares a unirse al mismo. La distribución del texto, sin
embargo, fue complicada, porque aquel fin de semana se celebraba en Florencia
el aniversario de Dante Alighieri, y hasta 500 padres conciliares se fueron
allí.
Horas después uno de los peritos de la comisión, el jesuita
padre Roberto Tucci, que era el interlocutor habitual de los periodistas, dio
una rueda de prensa en la que, preguntado por el voto cualificado y las
enmiendas conservadoras, dijo que no habían llegado a la comisión. Y añadió:
“no hay nada de extraño en ello; quizás la petición se encontró alguna luz roja
por el camino”. Al día siguiente, un reputado periodista de los temas
vaticanos, Gian Franco Svidercoschi, publicó que, según sus fuentes, la enmienda
sobre el comunismo había llegado tarde.
El 17 de noviembre, monseñor Sigaud publicó un comunicado,
en el que decía que tanto él como el arzo Levebvre habían entregado
personalmente la documentación pertinente al Secretariado General totalmente
dentro del plazo. El 18, Svidercoschi confirmó estas afirmaciones. Eso sí, dijo
que el secretario general telefoneó a la comisión para informarles de que había
llegado el paquete; pero se lo quedó para comprobar las firmas. Entretanto,
Tisserant había terminado sus mierdas y le había comentado a Pol sus
conclusiones. Todo apuntaba a que quien se había quedado la documentación de
los conservadores había sido el secretario de la comisión, monseñor Achille
Glorieux, titular de la sede de Lille, Francia. Este hecho fue de conocimiento
de los plumillas el 23 de noviembre.
Aquel mismo día, a las cinco, el Francisquito, celebrando el
décimo aniversario del Consejo Episcopal de Latinoamérica, recibió a los
obispos de la zona. En su discurso se refirió a los peligros del ateísmo
marxista por su poder en la vida social y económica de Latinoamérica.
El día 24, todos los periódicos publicaron que Glorieux
había sido el tipo que había parado las enmiendas conservadoras. Ese mismo día,
la comisión recibió un mensaje del Francisquito, indicándoles que tenían que
incluir una nota al pie en el esquema que se refiriese a la doctrina de la
Iglesia sobre el comunismo (no muy partidaria). La comisión decidió cumplir con
la orden haciendo referencia a diversas encíclicas de Pio XI, Pío XII, Juan
XXIII y el propio Pablo VI. Además, en el esquema se introdujeron las palabras
que copio en cursiva: “En su total devoción a Dios y a los hombres, la Iglesia
no puede dejar de repudiar, como ya se ha hecho antes, con pena pero con
toda la firmeza posible, todas esas doctrinas y acciones ponzoñosas que
contradicen la razón y la común experiencia de la humanidad, y destronan al
hombre de su excelencia nativa”. Más aún: monseñor Garrone, a quien ya hemos
leído en estas notas confluyendo con los germanos, y que era el miembro de la
comisión que tenía que leer el informe sobre el esquema, fue obligado a
reconocer, durante su intervención, la gestión negligente que se había hecho de
las enmiendas; si bien dijo que todo había sido sin intención (los cojones). Lo
que siguió fue un caos. Según el miembro de la comisión que hablase, habían
llegado a tiempo 332 enmiendas, 334 o 297. Y, lo que es peor: cuando Sigaud
pidió los originales para chequear las firmas, se le contestó que los
documentos originales ya no estaban disponibles.
El 3 de diciembre, el Grupo Internacional de Padres
distribuyó una nueva carta, argumentando que las secciones del esquema sobre
comunismo, matrimonio y la guerra eran todavía una ful; por lo que solicitaba
un voto negativo al esquema. En la votación, sin embargo, sólo consiguió 131
votos negativos.
El futuro de estos desvelos y de estas componendas es el
parágrafo 21 de la constitución Gaudium et spes; y es más bien poca
cosa. El concilio Vaticano II viene a decir, sin decirlo con esa claridad, que
los tiempos de apartar, incluso de reprimir, a los ateos, han pasado; que
ahora, a la Iglesia lo que le compete es intentar entenderlos y, con las
habituales herramientas de la paciencia y la convicción, sacarlos de su error.
Pero no enfrentarse a ellos. La lectura del parágrafo hace imposible imaginar
que fue el teatro de las discusiones sobre el comunismo, la verdad. En esto, el
Vaticano, que no olvidemos es un Estado con sus pies forzados diplomáticos,
consiguió su objetivo de no malquistarse con nadie. Que, oye, eso significó
mantener a muchos cristianos jodidos bajo el comunismo; pero, ojo, no puso en
discusión el business model. Que es, no te olvides, de lo que se trata.
Una vez superados estos puertos de montaña, los finales del
concilio arribaron hacia temas más pastueños para la ICAR. Concretamente, la
guerra y el asunto que estaba en el frontispicio de las preocupaciones
geopolíticas de la época: la amenaza nuclear.
Sabido es que una parte no despreciable del business
model de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana ha sido siempre adverar
la justicia de sus guerras, mientras en plan teórico y general el catolicismo
se declaraba, y se declara, pacifista. La guerra no es un terreno dialéctico en
el que la ICAR se sienta incómoda porque, la verdad, le resulta fácil
levantarse a tres o cuatro metros del suelo, adoptar esa postura en plan “yo
estoy muy por encima de los problemas del siglo”, y comenzar a decir sandeces
sobre la paz mundial y lo bien que nos tenemos que llevar todos los seres
humanos (hasta que a la Iglesia le de por decirnos que nos tenemos que llevar
mal, porque llevarnos bien pone en peligro la pasta).
Los parágrafos 84 y 85 del esquema sobre la Iglesia en el
mundo moderno estaban dedicados al tema de la guerra y de la amenaza nuclear.
Los padres conciliares conocieron su texto el 12 de noviembre de 1965. El texto
provocó la incomodidad de un obispo estadounidense: monseñor Philip M Hannan,
titular de la sede de Nueva Orleans, Luisiana. Así que se puso a preparar
enmiendas.
A Hannan no le gustaba el categorismo que utilizaba el texto
del esquema cuando decía que “todo uso de las armas nucleares es absolutamente
ilícito”. Asimismo, tampoco le gustaba que el esquema dijese que la guerra no
es un medio apropiado para restaurar derechos violentados. Le parecía al arzo,
y yo creo que tenía razón, que ambas afirmaciones, y muy particularmente la
segunda, estaban un poco fuera de la realidad. Eran afirmaciones
francisquitales, pronunciadas por una institución que no se llevaba nada en
todo aquello y que, por lo tanto, no se molestaba en hacer un análisis
mínimamente profundo de lo que estaba diciendo. Hannan, mucho más realista,
retrucaba en sus enmiendas preguntándose, retóricamente, qué otro mecanismo
puede poner en marcha un pueblo, que no sea la guerra, cuando es invadido. ¿De
verdad el invasor se va a marchar si se le ofrecen polos de limón?
Otra cosa que no le gustaba al luisiano era que el parágrafo
85 condenase a “toda nación en posesión de armas nucleares” (lo cual equivalía,
claro, a que todos los obispos estadounidenses volviesen a casa condenando a su
gobierno y su parlamento). Asimismo, Hannan argumentaban de que la afirmación
de que “la posesión de armas nucleares agrava las causas de las guerras” era
una gilipollez. Que, en realidad, es justo al revés. De hecho, Hannan ya había
advertido a la comisión correspondiente de estos errores en 1964. Pero los
miembros de la comisión se habían aliviado los tropezoncillos del ojete con sus
mensajes.
Hannan compartió sus cuitas con otro arzo, esta vez de
Baltimore, monseñor Lawrence Joseph Shenan. Hannan pretendía enviar una carta a
todos los padres conciliares. Shenan, prudente, quiso saber si Hannan había
hablado con los alemanes; pero Hannan le vino a decir, elegantemente, que ese
factor le importaba un huevo. Así que se dedicó a difundir su carta y recabar
firmas que la apoyasen. Consiguió las de: los cardenales Spellman y Shenan; los
arzobispos de Washington, México Distrito Federal, Durban, Hobart y Paraná; el
arzobispo maronita de Tiro; y el arzobispo franciscano de Tlalnepantla, México.
El 2 de diciembre, se distribuyó una nueva versión del
esquema, y se anunció el voto en dos días. Los estadounidenses tradujeron la
carta a varios idiomas y la distribuyeron a pelo puta.
A las siete y media de la mañana del día 3, comenzó el
reparto de cartas. Fue un trabajo realizado fundamentalmente por monjas, que
también habían trabajado toda la noche anterior para preparar los sobres. A las
cuatro y media de la tarde habían terminado.
La carta solicitaba un voto negativo en la votación del 4.
De hecho, consideraba que, si los votos negativos eran suficientes, ni siquiera
debía resolverse la cuestión en el concilio, sino ser ya desviada al sínodo de
obispos. Recordaba Hannan que si una porción relevante del mundo había podido
conservar sus libertades, había sido precisamente gracias a la posesión de
armas nucleares. Que decir las cosas que decía el esquema era como decir que
tener policía en una ciudad causaba el crimen en dicha ciudad.
La posición del arzobispo, sin embargo, se vio debilitada el
mismo día de la votación, sábado 4, cuando se supo que el cardenal Shehan había
cambiado de opinión y votaría a favor. Siendo cardenal, cabe imaginar que algo
de pasta debió de circular para convencerlo.
Aquel día también se extendió el rumor de que el propio
Francisquito Pol le había enviado una carta al cardenal Spellman, intimándole a
terminar con aquella campaña de cartas. El domingo 5, la comisión encargada del
esquema publicó una carta del obispo de Eichstäat, Alemania, Joseph Schröffer,
que era su presidente; cofirmada por el arzobispo Garrone. Venía a decir el
alemán que los prelados que habían firmado la carta en contra del texto del
esquema no lo habían entendido bien.
Con unas dosis de cinismo sólo posible en un personaje que,
sobre ser cardenal, que ya es de por sí un oficio bastante cínico, era, además,
alemán, Schröffer argumentaba que en ninguna parte del esquema se decía que la
posesión de armas nucleares “fuese inmoral”. Que, vaya, lo decía. Asimismo,
continuaba, el esquema no negaba que la libertad pudiese conservarse temporalmente
a través de la posesión de armas nucleares. Que lo único que hacía el esquema
era negar que la carrera de armamentos pudiera ser una estrategia para
conservar la paz. También negaba que se dijese que las armas nucleares causasen
guerras (que sí lo decían). Por último, en un retruécano en modo experto, decía
que el esquema no negaba el derecho de alguien agredido a responder a la agresión
con la violencia. Lo que pasaba era que eso era algo que se admitía “por el
contexto”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario