lunes, enero 27, 2025

Vaticano II (32): Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


En esas condiciones, con los conservadores organizándose cada vez más, la alianza internacional recuperó las prisas que había perdido durante la tercera sesión, cuando había creído que lo tenía todo controlado. El día 13 de septiembre, un día antes de comenzar la cuarta sesión, Döpfner dio una rueda de prensa en la que vino a decir que había una suerte de clamor en el concilio, e incluso en las estancias papales, en favor de la idea de que aquella cuarta sesión fuese la última. Dijo que el trabajo sobre los esquemas pendientes estaba tope adelantado, y que por lo tanto bien podría el concilio estar terminado antes de las Navidades.

Todo esto era una puta mentira; lo que pasa es que Döpfner la soltó sin un ay porque, hay que reconocerlo, si hay alguien que miente mejor que un político, ese alguien es un cardenal de la ICAR. Lo cierto es que el concilio había ido embalsando los problemas pendientes en aquella cuarta sesión, a base de darle patadas a seguir a los temas que no sabía cómo resolver; y, en consecuencia, aquella sesión estaba totalmente atascada. Para entonces, además, los cardenales tendían a monopolizar las sesiones, haciendo muchas intervenciones y todo lo largas que podían; lo que se hacía en contra de la palabra de los obispos, quienes intervenían, si lo conseguían, en los minutos de la basura.

El día 14 de septiembre, el que abrió la cuarta sesión, tal y como el Papa había prometido, todo comenzó con la discusión del esquema revisado sobre la libertad religiosa. La discusión duró siete días, con 66 intervenciones.

El 18 de septiembre, viendo que Pol no había hecho ni puto caso de sus correos electrónicos, los del Grupo Internacional de Padres elaboraron y distribuyeron una nueva carta. Se la dirigieron a los moderadores del debate amparándose en el artículo 33.7 de las reglas de funcionamiento del concilio, según el cual un mínimo de 50 padres conciliares podía someter a la asamblea, o bien un esquema alternativo, o bien un grupo de enmiendas. Reclamaron su derecho a explicar ante la asamblea un informe propio conteniendo una forma diferente de concebir la doctrina sobre la libertad religiosa. Los moderadores recibieron la carta, se bajaron el slip, y se limpiaron los tropezones de mierdilla del ojete con ella.

Así las cosas, la cuarta versión del esquema se votó como base para la discusión, con sólo 224 votos en contra. A finales de octubre, se remitió una quinta versión, que recibió decenas de votos cualificados (enmiendas). Con esas enmiendas se hizo una nueva revisión y un sexto borrador, remitido el 17 de noviembre.

Esta sexta edición del esquema seguía sin gustarle al Grupo Internacional. El 18 de noviembre, distribuyó una nueva carta a 800 prelados. En la misma, eso sí, reconocían que el artículo 1, dedicado a la religión verdadera, había sido bastante mejorado. Sin embargo, consideraban que la libertad religiosa debería referirse al bien común y no a las leyes vigentes. En todo caso, los cambios propugnados en la carta fueron desoídos.

El esquema se basaba en un principio fundamental, que había sido horneado en el Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos. Este principio era: en los Estados modernos, la neutralidad religiosa estatal debía ser la norma; y, consecuentemente, autoridades civiles y religiosas deberían colaborar únicamente en aspectos concretos. Los conservadores tendían a considerar que este principio apartaba a la Iglesia de la convicción de que existe una religión verdadera y que, por lo tanto, es deseable que la gente crea en ella (es decir: el proselitismo). Consecuentemente, pensaban los conservadores que los Estados, como en el pasado, debían colaborar para conseguir dicho objetivo.

Al día siguiente, una mayoría suficiente apoyó el texto.

El 3 de diciembre, monseñor Giuseppe di Meglio, un especialista canonista, circuló una extraña carta en la que venía a decir que los votos del día anterior demostraban que la mayoría de los padres conciliares consideraba inaceptable las aplicaciones prácticas del nuevo esquema. En la práctica, Di Meglio propugnaba un sistema en el que la religión católica debería ser la religión estatal donde fuese posible; y donde no lo fuese las otras creencias serían toleradas, más que aceptadas. Los puntos de vista progresistas, sin embargo, tendían a señalar que la libertad de conciencia era una condición humana irrenunciable.

El esquema, en todo caso, quedó santificado, por así decirlo, en el momento en que recibió el apoyo del Francisquito. Tras ello, la votación final fue tan sólo un trámite, aunque todavía hubo una irreducible aldea conservadora que puso 70 votos negativos sobre la mesa.

El esquema sobre la libertad religiosa, en todo caso, no era sino el aperitivo. La verdadera sala de máquinas de los planteamientos progresistas; yo diría que el texto para el cual, de alguna manera, fue convocado el concilio Vaticano II, era y es el texto sobre la Iglesia en el mundo moderno. Éste era el texto en el que los progresistas no quería ni un adarme de confluencia o pasteleo con los conservadores; lo querían como su carta de presentación ante el mundo de la segunda mitad del siglo XX; un mundo en el que, definitivamente, la Iglesia ya no podía aspirar a tener el papel protagonista que había tenido hasta entonces, y en el que, por lo tanto, resultaba tan imperativo salvar el business model.

En el mes de febrero de 1965, como medio año pues antes de abrir la cuarta sesión, este texto fue estudiado muy meticulosamente en una serie de reuniones celebradas en un barrio periférico de Roma, Ariccia. Participaron en aquellas reuniones 29 padres conciliares, 38 peritos y una veintena de laicos. A principios de abril, las comisiones conjuntas Teológica y sobre el Apostolado de los Laicos aprobaron el texto surgido de aquellas discusiones. El 11 de mayo lo aprobó la Comisión Coordinadora, y a finales del mismo mes fue el propio Francisquito el que dijo nos parece bien.

El texto que tanto le gustó a Pol era un puto monstruo. El esquema había comenzado teniendo una dimensión razonable: 45 páginas. Pero para entonces tenía más de 120. Los peritos teólogos habían hecho su labor. Así las cosas, el texto hubo de ser discutido de nuevo en sesión, cosa que pasó entre el 21 de septiembre y el 8 de octubre.

Entre las intervenciones producidas, pronto destacaron las de quienes, como el cardenal Siri, echaban de menos que el texto no hablase de cosas de las que se supone que la ICAR tiene que hablar siempre. Cosas como el pecado, la verdad de la Cruz, la necesidad del arrepentimiento en la espera de la resurrección de la carne; chorradas de ésas, que obviamente para la Iglesia no lo son, pero que verdaderamente, como destacó el genovés, a veces lo parecía un poco.

Yo no creo que se pueda decir que se produjo una oposición ultramontana al texto. La verdad, en el año 1965, con todo lo que estaba cayendo en el mundo, podía haber prelados que soñasen con tiempos pasados en los que la Iglesia hacía un poco lo que quería, entre otras cosas porque operaba en un mundo poblado por gentes que creían que por sacar un santo en procesión iba a llover o dejar de llover; pero, por mucha nostalgia que tuvieran, cualquier persona con dos dedos de frente (y nunca me verás, en estas notas, sostener la idea de que los curas son lerdos; de hecho, lo que son, es muy listos) tenía que concluir que el texto sobre la Iglesia en el mundo moderno tenía que hacer concesiones en la dirección en que querían los progresistas. Sin embargo, las críticas llegaron por la, por así decirlo, poca profundidad teológica del texto. Por construir una Iglesia que es la Iglesia actual: una institución blandita, woke, que a veces parece como que se avergüenza de las cosas en las que (presuntamente) cree.

Aquello, sin embargo, no fue, como digo, un típico enfrentamiento entre progres y conservadores. De hecho, conspicuos miembros de la Alianza Internacional, como el cardenal Frings, de hecho intervinieron para reclamar una revisión del texto, no tanto porque dijera cosas que no debía decir; como por la forma muy confusa en que las decía. Consecuencia, creo yo, de aquellas reuniones de febrero, en las que a todas luces se permitió a demasiada gente meter las zarpas en el documento.

Otro problema que presentaba el esquema, según la impresión de muchos, era que había quedado asimétrico. Dedicaba mucho texto a algunos asuntos que estaban cerca de ser paridas; pero, sin embargo, apenas dedicaba cuatro líneas al tema del racismo, como si no fuese un problema acuciante. Un cardenal español, Bueno y Monreal, abogó, lo cual no deja de ser sorprendente, por la introducción en el esquema de alguna referencia a la “posible propiedad comunal de la tierra”; no sé muy bien qué tal le sentaría al general Franco estas palabras con leve aroma a reforma agraria. Finalmente, muchos padres acusaron al esquema de ser excesivamente optimista; de creer demasiado en el hombre, por así decirlo. Algo que está, en efecto, en contradicción con la doctrina de la Iglesia, pues si el hombre es tan cojonudo, no debería necesitar que le visitase un Cristo para lavarle el pecado original y esas cosas.

Entre las discusiones que todavía estaban pendientes, una muy interesante, por lo que tiene de discusión sobre lo que verdaderamente importa (la pasta) es la de los poderes de los obispos sobre las escuelas católicas. El esquema sobre el oficio pastoral de los obispos había sido discutido en la segunda sesión y modificado para votarse en la tercera. El artículo 35 de aquel esquema abordaba la relación de los obispos con las órdenes religiosas estableciendo que el obispo debería tener autoridad sobre las escuelas católicas. En realidad, los poderes concedidos al obispo llegaban incluso a darle competencias de auditoría, y de comprobación de que la pedagogía y la higiene de la escuela era la adecuada. En otras palabras, las órdenes religiosas podían seguir metiendo billetes en sus escuelas; pero allí quien mandaba era el obispo.

El 3 de noviembre de 1964, el Secretariado de los Obispos envió una carta en la que invitaba a los padres conciliares a votar negativamente estas previsiones. El resultado fueron 174 votos negativos y casi 900 enmiendas cualificadas. Los votos afirmativos fueron el 57%, es decir, no alcanzaron los dos tercios exigidos.

En ese punto, el Secretariado de los Obispos puso en marcha una enmienda al esquema, apoyada por 273 prelados, que básicamente introducía una frase en la que decía que la autonomía de las escuelas habría de respetarse. Se acusaba, yo creo que con razón, de no tener suficientemente en cuenta que los que sabían de educación eran las órdenes religiosas, y no los obispos; y que la idiosincrasia de cada escuela se ponía en peligro. Así las cosas, el 6 de octubre de 1965 se presentó para el voto un texto que había introducido la enmienda sobre la autonomía. Otrosí: saca tus sucias manos de mi pasta, puto obispo de mierda.

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