El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Philips y Rahner, los dos teólogos que habían animado la reunión de Fulda y la habían dotado de munición teológica, habían defendido que fuese capitidisminuido el capítulo sobre la vida religiosa con el argumento fundamental de que la introducción de un capítulo fuerte sobre la materia “confirmaría las objeciones de los protestantes de que en la Iglesia, a través del estado religioso, existen dos caminos básicos para la salvación [el secular y el regular]; que el laicado no es llamado a la perfección evangélica y, automáticamente, son de un nivel inferior de santidad; y que todos aquéllos que son miembros de órdenes religiosas son automáticamente considerados mejores que aquéllos que han decidido unirse en matrimonio”.
Estas palabras son muy importantes, por varias razones. En
primer lugar, porque, como ya ha ocurrido en otros puntos de estas notas,
revelan hasta qué punto la autocensura de los católicos germanoparlantes frente
a los protestantes, su innegable sentimiento de inferioridad respecto de ellos,
estaba dictando las grandes líneas evolutivas de la teología del Vaticano II.
En segundo lugar, demuestran un intento igualitario que es verdaderamente
revolucionario en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Revolucionario y
peligroso: porque jugar a situarlo todo al mismo nivel, a generar una igualdad
estricta entre todos los hijos de Dios, está muy bien, y no será este amanuense
quien exprese prurito contra ello. Pero lo cierto es que niega la esencia de
la existencia de Iglesia; porque la esencia de la existencia de la Iglesia
es la necesidad de que exista un magisterio, una autoridad. La necesidad de,
por decirlo en términos leninistas (porque el comunismo, queridos niños, no es
sino pensamiento religioso reciclado) una vanguardia revolucionaria que dirija
a todos los demás.
El tercer gran elemento de esta argumentación es la
confesión que se le escapa al final a los padres Philips y Rahner, en el
sentido de que el tema matrimonial es un estorbo. Convencidos, como yo creo que
lo estaban, de que no conseguirían convencer a los padres conciliares de que
abandonasen la exigencia de celibato, trataban de que, cuando menos, ese
celibato no molestase. Pero para que no molestase, insisto, no les quedaba otra
que proclamar la total igualdad entre todos los hijos de Dios; lo cual equivale
a preguntarse exactamente para qué están ahí los curas.
La presión de los germanos había provocado la salida del
capítulo sobre los religiosos, sustituido por un texto sobre la procura de la
santidad en toda la Iglesia.
La Unión Romana de Superiores Generales (que, no se
olvide, en todos estos principios también estaba apreciando peligro para su
pasta) decidió meterse en harina con aquel tema y, dos días antes de
comenzar la discusión sobre el laicado, le encargó un informe sobre la materia
al obispo Enrico Compagnone de Anagni, él mismo carmelita descalzo, y miembro
de la Comisión sobre los Religiosos por expreso nombramiento del Papa Juan
XXIII.
El informe de Compagnone le soltaba unas hostias como
panes a la Comisión Teológica. Hasta llegar el texto a dicha comisión, venía a
decir, el capítulo había sido enfocado, de una manera u otra, como un texto
dedicado a analizar a aquéllos dedicados a buscar la pureza evangélica (es
decir, aquéllos que deciden profesar). Sin embargo, al reformar este enfoque y
cambiarlo por un texto sobre la santidad en el seno de la Iglesia, esos matices
se habían desdibujado. Compagnone recordaba en su informe que elementos tan
importantes para la vida de la Iglesia y su apostolado como las misiones habían
sido posibles únicamente gracias a la labor de las órdenes religiosas. Por
ello, reclamaba que el esquema incluyese un capítulo específico “Sobre los
religiosos”, porque “Cristo quería que en su Iglesia hubiese almas consagradas
que siguiesen los consejos evangélicos”.
El 22 de octubre, el padre Johannes Schütte, superior
general de la Sociedad del Verbo Divino, propuso ante los padres conciliares la
existencia del capítulo sobre los religiosos. Algunos días después, el
inevitable cardenal Döpfner salió a la palestra. Hablando en representación de
“los de Fulda”, que venían a ser unos 79 obispos y cardenales, es decir,
bastante minoritarios cuantitativamente hablando, el cardenal se desplegó en
una defensa cerrada del concepto de santidad defendido en el texto alternativo,
es decir, la democratización de dicha santidad. Era necesario, dijo, refutar de
una vez y para siempre la idea de que existen diversas clases de cristianos. El
cardenal Bea fue más allá incluso en la labor de manchar, por así decirlo, la
constitución apostólica con el polvo del camino, al argumentar que era un error
que se hablase tanto de la santidad, cuando en el mundo, en realidad, había más
pecadores que santos. Algo que a mí, personalmente, me sirve de prueba de la
enorme simpleza, dicho sea con perdón, que habían alcanzado los argumentos
conciliares. Vale que la Iglesia necesitaba una pasadita por la humildad y por
las formas de pensar y de sentir del mundo moderno, que desde luego lo
necesitaba; pero de ahí a intentar equiparar, de alguna manera, al santo con el
pecador, hay un trecho que, por lo visto, el cardenal Bea y los que pensaban
como él estaban dispuestos a recorrer; y que, de hecho, se recorrió con
claridad en una de las principales excrecencias del catolicismo progresista del
Vaticano II, que es eso que conocemos como Teología de la Liberación.
Sinceramente, la Iglesia, con sus movidas y sus presuntos misterios y todo eso,
no es que tenga mucha lógica. Pero es que, ya, si, además, vamos y decimos que
más o menos es lo mismo la virtud que el pecado, entonces ya es que deviene en
una institución estúpida y totalmente innecesaria.
La intervención del cardenal Bea en el debate sobre el
laicado, en este sentido, se me aparece como un síntoma de hasta qué punto, en
el inicio de la segunda sesión, los prelados progresistas estaban un poco
bajando la cuesta de culo y sin frenos, sin reflexionar demasiado sobre las
consecuencias de sus postulados.
A la Iglesia, además, le pasa muy a menudo que, cuando
deja que alguno de sus miembros, como los progresistas del Vaticano II, se
ponga a hablar de igualdad y de verdaderas esencias cristianas, siempre
aparezca alguien que recuerde el contenido real de esas esencias. Esta vez fue
el obispo Frane Franic de Split, en Yugoslavia, quien le dijo a la asamblea de
colegas, la mayoría de los cuales vivían, literalmente, como curas, que una conditio
sine qua non para la santidad es la pobreza; porque, dijo, “cuando la
Iglesia era pobre, era santa; y cuando dejó de ser pobre, la santidad disminuyó
proporcionalmente”. Y le recordó a los obispos el dato de que, desde la Edad
Media (es decir, esto lo digo yo, desde el momento en que los santos pasaron a
ser personajes históricos, y no invenciones de monasterio), la mayoría de los
santos de la Iglesia habían sido miembros de las órdenes religiosas, y rara vez
obispos. Vino a decir, pues, que los obispos llevaban mil años demasiado
ocupados siendo ricos.
El 30 de octubre se quería votar para cerrar el tema; pero
había muchos padres conciliares que querían hablar, y sabían que podían porque
sabían que las reglas del concilio permitían una explicación de voto, siempre
que apenas cinco padres conciliares la solicitasen. El 31 de octubre, sin
embargo, la sesión la presidió el cardenal Döpfner, que sería muy progre pero
también sabía dictar como un tirano. Dijo que había recibido muchas protestas
de padres conciliares para los cuales era preocupante lo despacio que iba todo
en el Vaticano II; por lo que decretó que, para empezar, las intervenciones
deberían tener un límite de ocho minutos, en lugar de diez; y, además, les
exigió que fuesen directamente al tema que quisieran expresar. No sólo hizo
eso, sino que, posteriormente, interrumpió muy a menudo a los intervinientes
para recordarles esas normas que acababa de sacarse del testículo izquierdo.
Por lo demás, diversos obispos que habían solicitado hablar, sólo por
casualidad miembros de órdenes religiosas (y digo esto porque eran las órdenes
las principales enemigas del enfoque progresista en ese momento, por su empeño
de incluir en el esquema un texto específico sobre los religiosos) no fueron
invitados a coger el micrófono; mientras que otros que apenas habían expresado
su voluntad de hablar sí que pillaron cacho.
La actuación de Döpfner fue tan parcial y prevaricadora
que los padres conciliares que no habían podido hablar protestaron en privado
ante el cardenal, anunciando la petición de una investigación oficial. Pero no
pudieron hacerle llegar estos extremos, porque el señor cardenal se había ido
de finde a Capri.
Cuando el esforzado prelado, uno más de los muchos que van
por ahí diciendo que son el primer pobre de la Tierra pero se pasan fines de
semana en lugares paradisíacos por la jeró, regresó a Roma, el lunes, se
encontró el mensaje de los obispos preteridos, esperándole. En ese punto, los
llamó a su presencia, les pidió perdón con esa humildad sincera que sólo sabe
desplegar quien no cree ni una puta palabra de lo que está diciendo, y prometió
que no volvería a ocurrir de nuevo. Eso sí, acto seguido les conminó a
renunciar a su derecho a hablar. En otras palabras, les vino a decir: “tenéis
razón; pero que os den por culo”.
Los obispos se negaron con cajas destempladas. Ellos
hablarían, o ardería Troya. Pero, sin duda, aunque no podemos saberlo (yo
cuando menos no lo sé), da la impresión de que Döpfner sabía algo de la,
digamos, comprensión de las altas instancias hacia su postura, porque, en el
fondo, permaneció impasible el cardenal. Se ofreció, eso sí, a leer una especie
de sumario de los discursos pendientes, para lo que les preguntó qué puntos
consideraban esenciales.
Como digo, algo tenía que saber Döpfner, porque el caso es
que lo que dijo que pasaría, pasó. En la sesión del 7 de noviembre, el cardenal
leyó un sumario. Un texto muy corto y que fue juzgado como bastante oscuro.
Mi impresión personal, lo diré de la manera más
diplomática posible, es que el cardenal Döpfner era un chulo. No es algo que le
reproche mucho. Tenía mucho poder. La Iglesia católica alemana, además, siempre
ha tenido cierta tendencia a creerse la polla de Montoya; lo que pasa es que,
como la francesa tiene una opinión de sí misma todavía más encomiástica, a veces
no se nota. Los católicos alemanes, que por lo general juegan fuera de casa,
salvo en Baviera y tal, equilibran esa situación construyendo unas grandes
imágenes de sí mismos, en las que, por lo general, creen a pies juntillas.
Döpfner era un chulo, y creía en lo que estaba haciendo. Y no sólo eso: es que,
además, creía que sus posiciones, los postulados de la vertiente progresista
que de alguna manera había traído el concilio, eran tan aplastantemente
lógicas, que nadie, en el fondo, las contestaría. Pero ahí se equivocó.
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