jueves, enero 30, 2025

Vaticano II (35): El triunfo que no lo fue



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


Aquel 6 de diciembre, todos los padres conciliares recibieron del Papa un anillo de oro en recuerdo de su actuación. Si el Francisquito se creyese las mierdas que suelta desde el balcón cada domingo, todo eso de la humildad y que los sacerdotes son los primeros pobres de la Tierra y esas gilipolleces, les habría regalado cualquier cosita barata de madera, o así. Pero la cabra siempre tira al monte. El concilio Vaticano II había conseguido, en la visión francisquital, reformar lo que tenía que reformar para poder conservar la pasta, que era de lo que se trataba. Aquel anillo fue una forma de decir micción cumplida, camaradas.

También el día 6, una bula papal emitida en la mañana estableció un jubileo extraordinario desde el 1 de enero hasta el 29 de mayo de 1966. Clin, clin, clin, más ingresos para la caja.

En la tarde de aquel lunes, el BOE vaticano, es decir L’Osservatore Romano, publicó el esperado decreto de Pol con la reforma de la Curia. Decía el Francisquito que lo primero que había que reformar era el Santo Oficio, ya que el Santo Oficio es la sala de máquinas de la autoridad moral de la Iglesia. Así que se le cambiaba el nombre por el de Sagrada Congregación por la Doctrina de la Fe; y se le realizaban diversas reformas, entre ellas la eliminación de la sección destinada a censura de libros y publicaciones. La Iglesia, pues, le brindaba al mundo lo que al mundo ya le importaba tres cojones que le diese, porque hacía ya muchas décadas que a todos los católicos del mundo se les daba una higa que la Iglesia prohibiese leer esto o aquello. Ya sabes: te dicen que el burro sigue al dedo pero, en realidad, es el dedo el que sigue al burro.

El martes 7, el Papa se marcó una turra de la leche ante los padres conciliares. Vino a decir que nunca antes la Iglesia se había preocupado tanto por entender a la sociedad sobre la que actúa y a la que sirve (aunque mejor habría dicho “de la que se sirve”). Que, vaya, la afirmación probablemente es cierta; pero, si se ha tomado 2.000 años en hacer cosa tal, supongo que no esperaría que encima le diésemos las gracias.

Luego se votaron las mierdas que quedaban (libertad religiosa, actividad misional, ministerio y vida de los sacerdotes), y se procedió a la ceremonia de clausura, el día 8.

El concilio Vaticano II se terminó en un momento en el que comenzaban a aparecer grietas en el sólido frente germano. El Vaticano II no es un tema de Juan XXIII ni de Pablo VI. Su verdadero demiurgo fue el cardenal Frings, aunque supo permanecer entre bambalinas muchas veces, y hablar a través de sus caniches: Döpfner, Suenens, Bea. Sin embargo, conforme se llegaba al final de la asamblea, la unidad de destino en lo universal entre Frings y su teólogo de guardia, Karl Rahner, estaba empezando a resquebrajarse. El cardenal, esto es al menos lo que yo creo, empezaba a barruntarse que hacer todas las cosas que quería hacer Rahner, construir esa Iglesia blandi blub que lo acepta todo, que lo permite todo, que te deja ser homosexual, ir a misa disfrazado de lagarterana, llamarle puta a la Virgen aunque sea cariñosamente; permitir todo eso, digo, en el fondo era ir hacia ninguna parte. En esta conversión tuvo un papel muy importante el teólogo personal de Frings, Joseph Ratzinger, quien a finales del concilio estaba muy alejado de Rahner, y más que lo estaría en los años por venir; por no hablar de aquéllos en los que tomó el báculo francisquital.

A mí me parece, pero es una impresión personal, que al final del concilio, y en los años por venir, cuando menos algunos de los miembros de la reata que había guiado el gobernalle del concilio en la dirección que consideraban adecuada, no pocas veces retorciendo o ninguneando sus reglas y los derechos que asistían a aquellos que discrepaban con ellos; muchos, digo, de los miembros del bloque progresista, se comenzaron a sentir como el coronel Nicholson al final de A bridge over the river Kwai cuando, a punto de pasar el tren, musita: “Dios mío, ¿qué he hecho?”

El L aniversario del concilio, efectivamente, pilló a Ratzinger de Francisquito. Por esta razón, y por la declaración del año como Año de la Fe, Ratzinger publicó su carta apostólica Porta Fidei. Y ahí ya se dicen cosas. Cita Ratzinger a Karol Wojtila al afirmar de las constituciones del concilio: Necesse est ut congruenter legantur; es decir, que hay que saber leerlas e interpretarlas; además, in ambitu Ecclesiasticae Traditionis; es decir, que dicha interpretación ha de hacerse en consistencia con las tradiciones de la Iglesia. Y se cita a sí mismo al aseverar (las mayúsculas son mías): Si id legimus AC RECTA HERMENEUTICA percipimus, ipsum ese fierique magis ac magis potest magna vis ad Ecclesiam renovandam, quod est semper necessarium. Otrosí: “Si leemos y acogemos [los textos del concilio] guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”. Pero, ojo, la hermenéutica ha de ser correcta; lo cual viene a asumir que hay una (o más de una) incorrecta.

En términos generales, hay una clara voluntad vaticana, obvia por otra parte, por presentar el concilio como un triunfo. Yo, sinceramente, creo que no lo fue. El Vaticano II dejó un montón de cosas en paso. En las constituciones hay un montón de cosas que están apuntadas, sugeridas, o se dicen “por el contexto”. Esto no es forma de hacer las cosas. El concilio no es un libro de instrucciones: es, prácticamente, el libro de instrucciones que tú quieras leer. Como consecuencia, condujo a la Iglesia a una situación de indefinición, con obispos sosteniendo ideas radicalmente diferentes unas de otras; y una grey creyente que, en muchos lugares, observó el espectáculo con escepticismo hasta que se cansó, y los mandó a la mierda.

Rápidamente, surgieron dos hermenéuticas conciliares, dos interpretaciones de lo escrito. Una de ellas establecía (como hizo Ratzinger cincuenta años después) que todo lo que se puede leer en los textos del concilio, ha de leerse en consistencia con las enseñanzas eternas de la Iglesia. La otra interpretación tiende a considerar que esas vinculaciones con las tradiciones de la Iglesia son sólo una postura de compromiso. Que el Vaticano II tiene su propio discurso, nuevo, distinto. Según esta interpretación, los textos del concilio apenas apuntan lo que quieren decir. Lo que verdaderamente quieren decir es algo que decidirá quien los lea. En otras palabras: una patente de corso para mear en la dirección que a cada uno le pete.

Pero vayamos con la Iglesia después del concilio. Tal y como habían quedado los documentos aprobados en la asamblea ecuménica, el principal documento que la Iglesia daba al mundo era la constitución Gaudium et Spes, es decir, lo que hasta ahora hemos conocido como esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno.  Era el documento más extenso, y también el que más hablaba de aspectos externos a la propia organización de la ICAR.

Quienes impulsaron la Gaudium et Spes, claramente, se quedaron encantados de haberse conocido a la hora de comer, y esperaban, con esa media sonrisa que exhiben los curas en los momentos gozosos, que el mundo les recibiese con brazos abiertos, guardándole a la Iglesia un sitio en la nómina de ideologías e instituciones con superioridad moral sobre el resto del mundo; sobre las gentes pequeñoburguesas, egoístas e hijoputescas que estaban estropeando el mundo. El latín había desaparecido de los altares, y de los salterios. A pesar de que Juan XXIII (en un gesto que normalmente no se conoce ni se cita, quizás porque no cuadra con la visión que se tiene de él) había impulsado una instrucción por la que el latín debía regresar como lingua franca en los seminarios, aquello marcó un declive rapidísimo de la lengua de Cicerón entre los hombres de Iglesia; hasta el punto de que una generación después del concilio, 25 años después por lo tanto, la inmensa mayoría de los sacerdotes era ya incapaz de decir una misa en latín.

Además, puesto que las referencias aprobadas por el Vaticano II eran producto de pactos más o menos complicados, degenerando los textos definitivos hasta hacerlos demasiado genéricos, demasiado indefinidos, la reforma de la liturgia que surgió como resultado del concilio fue, básicamente, un caos. En corto: la mayoría de las diócesis empezaron a hacer lo que les salió del pingo; y así nacieron las misas con txalapartas tocando reggae, o con niños normalmente desmotivados cantándole a Dios con música de Simon y Garfunkel.

Se ha estimado que la respuesta a la producción del concilio, a pesar de que el Rahner Team probablemente pensaba que sería la producción de grandes colas de ciudadanos de izquierdas decidiendo volver a misa, lo que supuso fue la decisión de diez millones de católicos de dejar de atenderla. A finales del siglo XX ya se estimaba que en las grandes ciudades católicas del mundo, apenas ya el 30% de los formalmente católicos iban algún domingo a escuchar las memeces del cura. Y, ya, si la cuenta se hacía entre la gente de menos de 35 años, el resultado era, y es, para echarse a llorar. Para eso, entre otras cosas, se inventó la Jornada Mundial de la Juventud. A base de juntar los retales de jóvenes de catequesis del mundo, se acaba juntando cientos de miles de personas; y así parece que la difusión del catolicismo entre los jóvenes es, nunca mejor dicho, la hostia.

Las enseñanzas de un concilio ecuménico son, en cada momento en que se producen y durante muchos años (porque hay bastantes menos concilios que mundiales de fútbol, afortunadamente), la medida de la fe de los creyentes. El concilio Vaticano II plantea un problema importante, porque su medida de la fe, si se lee con cuidado, resulta ser, en muchos puntos, no sólo distinta, sino contraria, a pasados concilios, y a enseñanzas tradicionales de la Iglesia. Se podrá decir: es que la Iglesia siempre estuvo errada, y es ahora cuando acierta. Y podrá ser verdad. Pero lo realmente importante es que un cambio de este calibre convierte al catolicismo en ese Robocop de la primera película, que tenía dos instrucciones contrarias en su disco duro, y se quedaba tolili porque no sabía a cuál obedecer.

Muy particularmente, el Vaticano II es un concilio que ha sentado las bases para que muchos teólogos, despertando aquí a un dragón Smaug que lleva durmiendo desde los tiempos evangélicos, cuestionen el principio de la autoridad teocrática francisquital del PasPas. Esto es lo que hacía Hans Küng, quien cierta vez dio una conferencia (de la que yo fui oyente directo) durante toda la cual se refirió al Papa obrante, Juan Pablo II, con la expresión “el ciudadano Wojtyla”.

Si para unos el Vaticano II no fue sino el apunte de cosas en las que había que profundizar, para otros, los conservadores, fue una aberración en conflicto con las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, a las que la Iglesia no puede renunciar. Y, las cosas como son, puesto que los conservadores tienen para sí la ventaja de que pensar qué habría pasado de haber ganado ellos el concilio es una ucronía incomprobable, para ellos es la fuerza moral derivada de argumentar que la Iglesia, tras el Vaticano II, no ha dejado de perder vocaciones, y hoy por hoy los seminarios tienen menos estudiantes que subrayados tienen los libros de Hayek de la biblioteca de Silvia Intxaurrondo. Tal vez tenía que ser así; pero el hecho es que la reforma de la Iglesia no ha detenido la pérdida de peso social de la Iglesia. Convertir a los sacerdotes en una especie de laicos inspirados ha hecho que la mayoría de la gente no le vea sentido a ese largo y tedioso cursus honorum que, para más inri, habitualmente no está muy bien pagado. 

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