El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Aquel 6 de diciembre, todos los padres conciliares recibieron del Papa un anillo de oro en recuerdo de su actuación. Si el Francisquito se creyese las mierdas que suelta desde el balcón cada domingo, todo eso de la humildad y que los sacerdotes son los primeros pobres de la Tierra y esas gilipolleces, les habría regalado cualquier cosita barata de madera, o así. Pero la cabra siempre tira al monte. El concilio Vaticano II había conseguido, en la visión francisquital, reformar lo que tenía que reformar para poder conservar la pasta, que era de lo que se trataba. Aquel anillo fue una forma de decir micción cumplida, camaradas.
También el día 6, una bula papal emitida en la mañana
estableció un jubileo extraordinario desde el 1 de enero hasta el 29 de mayo de
1966. Clin, clin, clin, más ingresos para la caja.
En la tarde de aquel lunes, el BOE vaticano, es decir L’Osservatore
Romano, publicó el esperado decreto de Pol con la reforma de la Curia.
Decía el Francisquito que lo primero que había que reformar era el Santo
Oficio, ya que el Santo Oficio es la sala de máquinas de la autoridad moral de
la Iglesia. Así que se le cambiaba el nombre por el de Sagrada Congregación por
la Doctrina de la Fe; y se le realizaban diversas reformas, entre ellas la
eliminación de la sección destinada a censura de libros y publicaciones. La
Iglesia, pues, le brindaba al mundo lo que al mundo ya le importaba tres
cojones que le diese, porque hacía ya muchas décadas que a todos los católicos
del mundo se les daba una higa que la Iglesia prohibiese leer esto o aquello.
Ya sabes: te dicen que el burro sigue al dedo pero, en realidad, es el dedo el
que sigue al burro.
El martes 7, el Papa se marcó una turra de la leche ante los
padres conciliares. Vino a decir que nunca antes la Iglesia se había preocupado
tanto por entender a la sociedad sobre la que actúa y a la que sirve (aunque
mejor habría dicho “de la que se sirve”). Que, vaya, la afirmación
probablemente es cierta; pero, si se ha tomado 2.000 años en hacer cosa tal,
supongo que no esperaría que encima le diésemos las gracias.
Luego se votaron las mierdas que quedaban (libertad
religiosa, actividad misional, ministerio y vida de los sacerdotes), y se
procedió a la ceremonia de clausura, el día 8.
El concilio Vaticano II se terminó en un momento en el que
comenzaban a aparecer grietas en el sólido frente germano. El Vaticano II no es
un tema de Juan XXIII ni de Pablo VI. Su verdadero demiurgo fue el cardenal
Frings, aunque supo permanecer entre bambalinas muchas veces, y hablar a través
de sus caniches: Döpfner, Suenens, Bea. Sin embargo, conforme se llegaba al final
de la asamblea, la unidad de destino en lo universal entre Frings y su teólogo
de guardia, Karl Rahner, estaba empezando a resquebrajarse. El cardenal, esto
es al menos lo que yo creo, empezaba a barruntarse que hacer todas las cosas
que quería hacer Rahner, construir esa Iglesia blandi blub que lo acepta todo,
que lo permite todo, que te deja ser homosexual, ir a misa disfrazado de
lagarterana, llamarle puta a la Virgen aunque sea cariñosamente; permitir todo eso, digo, en el fondo
era ir hacia ninguna parte. En esta conversión tuvo un papel muy importante el
teólogo personal de Frings, Joseph Ratzinger, quien a finales del concilio
estaba muy alejado de Rahner, y más que lo estaría en los años por venir; por
no hablar de aquéllos en los que tomó el báculo francisquital.
A mí me parece, pero es una impresión personal, que al final
del concilio, y en los años por venir, cuando menos algunos de los miembros de
la reata que había guiado el gobernalle del concilio en la dirección que
consideraban adecuada, no pocas veces retorciendo o ninguneando sus reglas y
los derechos que asistían a aquellos que discrepaban con ellos; muchos, digo,
de los miembros del bloque progresista, se comenzaron a sentir como el coronel
Nicholson al final de A bridge over the river Kwai cuando, a punto de
pasar el tren, musita: “Dios mío, ¿qué he hecho?”
El L aniversario del concilio, efectivamente, pilló a
Ratzinger de Francisquito. Por esta razón, y por la declaración del año como
Año de la Fe, Ratzinger publicó su carta apostólica Porta Fidei. Y ahí
ya se dicen cosas. Cita Ratzinger a Karol Wojtila al afirmar de las
constituciones del concilio: Necesse est ut congruenter legantur; es
decir, que hay que saber leerlas e interpretarlas; además, in ambitu
Ecclesiasticae Traditionis; es decir, que dicha interpretación ha de
hacerse en consistencia con las tradiciones de la Iglesia. Y se cita a
sí mismo al aseverar (las mayúsculas son mías): Si id legimus AC RECTA
HERMENEUTICA percipimus, ipsum ese fierique magis ac magis potest magna vis ad
Ecclesiam renovandam, quod est semper necessarium. Otrosí: “Si leemos y
acogemos [los textos del concilio] guiados por una hermenéutica correcta, puede
ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre
necesaria de la Iglesia”. Pero, ojo, la hermenéutica ha de ser correcta; lo cual
viene a asumir que hay una (o más de una) incorrecta.
En términos generales, hay una clara voluntad vaticana,
obvia por otra parte, por presentar el concilio como un triunfo. Yo,
sinceramente, creo que no lo fue. El Vaticano II dejó un montón de cosas en
paso. En las constituciones hay un montón de cosas que están apuntadas,
sugeridas, o se dicen “por el contexto”. Esto no es forma de hacer las cosas.
El concilio no es un libro de instrucciones: es, prácticamente, el libro de
instrucciones que tú quieras leer. Como consecuencia, condujo a la Iglesia a
una situación de indefinición, con obispos sosteniendo ideas radicalmente
diferentes unas de otras; y una grey creyente que, en muchos lugares, observó
el espectáculo con escepticismo hasta que se cansó, y los mandó a la mierda.
Rápidamente, surgieron dos hermenéuticas conciliares, dos
interpretaciones de lo escrito. Una de ellas establecía (como hizo Ratzinger
cincuenta años después) que todo lo que se puede leer en los textos del
concilio, ha de leerse en consistencia con las enseñanzas eternas de la
Iglesia. La otra interpretación tiende a considerar que esas vinculaciones con
las tradiciones de la Iglesia son sólo una postura de compromiso. Que el
Vaticano II tiene su propio discurso, nuevo, distinto. Según esta
interpretación, los textos del concilio apenas apuntan lo que quieren decir. Lo
que verdaderamente quieren decir es algo que decidirá quien los lea. En otras
palabras: una patente de corso para mear en la dirección que a cada uno le
pete.
Pero vayamos con la Iglesia después del concilio. Tal y como
habían quedado los documentos aprobados en la asamblea ecuménica, el principal
documento que la Iglesia daba al mundo era la constitución Gaudium et Spes,
es decir, lo que hasta ahora hemos conocido como esquema sobre la Iglesia en el
mundo moderno. Era el documento más
extenso, y también el que más hablaba de aspectos externos a la propia
organización de la ICAR.
Quienes impulsaron la Gaudium et Spes, claramente, se
quedaron encantados de haberse conocido a la hora de comer, y esperaban, con
esa media sonrisa que exhiben los curas en los momentos gozosos, que el mundo
les recibiese con brazos abiertos, guardándole a la Iglesia un sitio en la
nómina de ideologías e instituciones con superioridad moral sobre el resto del
mundo; sobre las gentes pequeñoburguesas, egoístas e hijoputescas que estaban
estropeando el mundo. El latín había desaparecido de los altares, y de los
salterios. A pesar de que Juan XXIII (en un gesto que normalmente no se conoce
ni se cita, quizás porque no cuadra con la visión que se tiene de él) había
impulsado una instrucción por la que el latín debía regresar como lingua
franca en los seminarios, aquello marcó un declive rapidísimo de la lengua
de Cicerón entre los hombres de Iglesia; hasta el punto de que una generación
después del concilio, 25 años después por lo tanto, la inmensa mayoría de los
sacerdotes era ya incapaz de decir una misa en latín.
Además, puesto que las referencias aprobadas por el Vaticano
II eran producto de pactos más o menos complicados, degenerando los textos
definitivos hasta hacerlos demasiado genéricos, demasiado indefinidos, la
reforma de la liturgia que surgió como resultado del concilio fue, básicamente,
un caos. En corto: la mayoría de las diócesis empezaron a hacer lo que les
salió del pingo; y así nacieron las misas con txalapartas tocando reggae,
o con niños normalmente desmotivados cantándole a Dios con música de Simon y
Garfunkel.
Se ha estimado que la respuesta a la producción del
concilio, a pesar de que el Rahner Team probablemente pensaba que sería
la producción de grandes colas de ciudadanos de izquierdas decidiendo volver a
misa, lo que supuso fue la decisión de diez millones de católicos de dejar de
atenderla. A finales del siglo XX ya se estimaba que en las grandes ciudades
católicas del mundo, apenas ya el 30% de los formalmente católicos iban algún
domingo a escuchar las memeces del cura. Y, ya, si la cuenta se hacía entre la
gente de menos de 35 años, el resultado era, y es, para echarse a llorar. Para
eso, entre otras cosas, se inventó la Jornada Mundial de la Juventud. A base de
juntar los retales de jóvenes de catequesis del mundo, se acaba juntando
cientos de miles de personas; y así parece que la difusión del catolicismo entre los jóvenes es, nunca mejor dicho, la hostia.
Las enseñanzas de un concilio ecuménico son, en cada momento
en que se producen y durante muchos años (porque hay bastantes menos concilios
que mundiales de fútbol, afortunadamente), la medida de la fe de los creyentes.
El concilio Vaticano II plantea un problema importante, porque su medida de la
fe, si se lee con cuidado, resulta ser, en muchos puntos, no sólo distinta,
sino contraria, a pasados concilios, y a enseñanzas tradicionales de la
Iglesia. Se podrá decir: es que la Iglesia siempre estuvo errada, y es
ahora cuando acierta. Y podrá ser verdad. Pero lo realmente importante es que
un cambio de este calibre convierte al catolicismo en ese Robocop de la primera
película, que tenía dos instrucciones contrarias en su disco duro, y se quedaba
tolili porque no sabía a cuál obedecer.
Muy particularmente, el Vaticano II es un concilio que ha
sentado las bases para que muchos teólogos, despertando aquí a un dragón Smaug
que lleva durmiendo desde los tiempos evangélicos, cuestionen el principio de
la autoridad teocrática francisquital del PasPas. Esto es lo que hacía Hans
Küng, quien cierta vez dio una conferencia (de la que yo fui oyente directo)
durante toda la cual se refirió al Papa obrante, Juan Pablo II, con la
expresión “el ciudadano Wojtyla”.
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