miércoles, diciembre 11, 2024

Vaticano II (12): La reacción conservadora



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


En todas las etapas de la Historia de la ICAR ha habido gentes y grupos de gentes partidarias de la independencia de los obispos. En estas posturas “soberanistas”, por así llamarlas, han tenido mucho que ver los príncipes y reyes detentadores del poder terrenal, que siempre han apreciado una ventaja enorme en la existencia de fuertes Iglesias nacionales que puedan manejar. En el concilio Vaticano II, el principal soberanismo era el de los padres conciliares más progresistas; ya que, al estar las visiones más conservadoras refugiadas en la Curia, lógicamente el conservadurismo era centralista y tenía en el Papa a su principal campeón.

Como segunda cuestión, quizá algo más técnica pero no exenta de importancia práctica, estaba el asunto de que, si previamente se decidía que sí, que los obispos formaban un cuerpo propio junto al PasPas y no, o no siempre, debajo de él, todavía había que definir si esos obispos soberanos, capaces de decidir por sí mismos, habían de ser sólo aquellos obispos con diócesis propias, o también la ventaja iba a beneficiar a esos obispos virtuales que lo son de sedes sin acólitos que sólo existen formalmente. El tema tiene su enjundia, porque esos obispados sin contenido siempre han sido una manera de extender la Curia, otorgando privilegios menores a quienes, por lo que sea, no pueden ser, o no pueden ser todavía, cardenales.

La última cuestión era la más importante: una vez definida la colegialidad episcopal; una vez definida, pues, la existencia de una soberanía propia entre los obispos, ¿cómo se relacionaba esa capacidad de mando con la de un señor que se supone que es un señor por cuya boca habla Dios?

Como espero haberos demostrado, pues, detrás de palabras como “colegialidad”, “Misterio” o “Constitución Jerárquica”, lo que estaba a punto de producirse era una discusión fundamental: la discusión sobre el nivel de autonomía de los obispos respecto del Papa. Cosas como, por ejemplo: si el cura Ariel dice que el sexo prematrimonial no es aceptable, ¿puede un obispo, por ejemplo porque sea titular de una diócesis africana donde el sexo prematrimonial se viene practicando milenios, edulcorar o aún desmentir dicha orden?

La colegialidad fue una de las grandes discusiones del Vaticano II, como de hecho ha sido tradicionalmente la gran discusión de la Iglesia. Esta discusión se centraba en el capítulo 3 de la constitución dogmática sobre la Iglesia, y se basaba en tres interpretaciones diferentes.

Según la primera, la que podemos llamar conservadora o papista, el colegio de obispos no ejerce su poder por derecho divino, sino por derecho humano. Como consecuencia, es el Francisquito el único que tiene poder derivado de Dios, y es él quien le concede a los obispos el poder que le sale del culo.

La segunda interpretación, abrazada por los liberales y normalmente conocida (por quienes la conocen, claro) como extrema, sostiene que el colegio de obispos es el único que tiene poder divino; lo que pasa es que ese colegio tiene un jefe francisquital. El PasPas, pues, puede ejercer poder total; pero lo hace como cabeza del colegio de obispos, como obispo de Roma, no como Francisquito propiamente hablando. Como consecuencia, como representante del colegio de obispos que es, está obligado a consultar y expresar el sentimiento de dicho colegio.

Entre medias de estas dos interpretaciones encontramos la moderada, en buena parte desarrollada por el Papa Montini: el Papa ejerce el poder supremo en la Iglesia, y lo mismo hacen los obispos cuando actúan unidos a su jefe, el Papa. O sea: el colegio de obispos puede ejercer poder supremo, pero solicitando el consentimiento del PasPas. Es una distinción filosófica: ambos, Papa y obispos, tienen una autoridad que les viene por poder divino. Pero mientras el primero puede ejercerla cuando quiere, los segundos tienen que pedir permiso. La autoridad divina papal es permanente; la de los obispos tiene interruptor.

Recordaréis que ya os he hablado del arzo Giuseppe Siri de Génova; ese hombre que recibe algún que otro voto en el cónclave que se reproduce en The Godfather III. El arzobispo IPhone era hombre del ala conservadora de entre los conservadores, y por eso salió en tromba en la discusión del esquema a recordar que lo acordado (con mucho esfuerzo) en el Vaticano I, eso de la infalibilidad papal y tal, no se movía ni de coña. No fue el único. Mucho más categórico fue el entonces arzobispo Dino Staffa (si, ya sé que este apellido en español suena fatal; pero qué le vamos a hacer). Staffa había sido nombrado en 1960 arzobispo de una de esas sedes que sólo existen sobre el papel: la de Cesarea, en pleno Israel, al norte de Samaria. Le dieron esa canonjía porque lo que siempre fue Staffa fue un hábil miembro de la Curia (de hecho, en 1967 lo subieron a cardenal, el mismo año en que lo nombraron prefecto de la Signatura Apostólica, o sea, el Tribunal Supremo en versión por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa). Staffa habló, y no decepcionó. Que existía el colegio de obispos, dijo, eso no lo cuestionaba nadie. Pero la cuestión era si la autoridad, en ese colegio, era una autoridad de uno, o de varios. Y, vino a decir, ése era un tema que no había ni que discutirlo, porque ya se había definido clarérrimamente en el Vaticano I, cuando se había decidido que sólo Pedro y sus sucesores tenían la autoridad. Recordó que ya en el Vaticano I se habían deslizado propuestas para limitar el poder Ariel en favor de los obispos, y que habían sido devueltas al corral. La Iglesia, dijo, y en esto no le faltaba razón, era una institución monárquica, no aristocrática (la posibilidad de que algún día pueda ser una institución democrática ni se la planteó, claro). Sólo le faltó ponerse el casco de mandaloriano y terminar la chapa que dio declamando: This is the way.

Otro obispo conservador (se definía a sí mismo como “tradicionalista”), el brasileño Gerardo de Proença Sigaud, arzo de Diamantina entonces, se quejó de que se estuviese empezando a enseñar en el seno de la Iglesia una doctrina, que tendía a defender la idea de que lo único auténtico, lo único que había sido establecido por Jesús, fue el colegio de los apóstoles. Con esa capacidad que sólo tienen los curas de enmerdar una discusión a base de segmentar las cosas hasta el infinito, Sigaud se descolgó con la idea de que una cosa era hablar colegialmente y otra hablar colectivamente; este tipo de mierdas, la verdad, nunca ayudan. En todo caso, se mostró muy preocupado ante la posibilidad de que el concilio no consiguiese evitar “dos grandes precipicios”. El primero era el establecimiento de una especie de colegialidad permanente, una institución mundial que vendría a ser como una especie de concilio permanente. Si esto se hiciese así, decía el arzo, sería inevitable que la asamblea de obispos tuviera que nombrar a algunos de ellos para que los representaran, con lo que se crearía una especie de “parlamento mundial” dentro de la Iglesia (o sea: una Curia, pero que el PasPas no podría manejar tan fácilmente, porque no sería él quien nombraría a los miembros). Opinó el brasileño que Jesucristo nunca tuvo la intención de crear algo así; aunque fácilmente se le podría argumentar, pienso yo, que, en todo caso, lo que pasó es que Jesús no se preocupó de esta movida porque tal vez juzgó que once personas se pondrían de acuerdo fácilmente; pero, claro, en los tiempos modernos no hay sólo once obispos en el mundo.

El otro abismo que obsesionaba al diamantino prelado era la creación de “una especie de concilios nacionales o regionales permanentes”; es decir: las iglesias nacionales.

La intervención de Sigaud fue la gran intervención de los conservadores en la discusión del esquema sobre la Iglesia. Gustó mucho entre los más ultramontanos y, muy especialmente, gustó a un obispo que no conocía a Sigaud: monseñor Luigi María Carli, obispo de la diócesis de Segni. Tras la intervención de Sigaud, Carli le envió una esquela felicitándolo. De aquello nació una gran amistad. Carli le presentó a Sigaud a otro gran amigo suyo, el sacerdote y arzobispo Marcel Lefèvre, superior general de los Padres Espiritanos; y ahí empezó a fraguar algo. Lefèvre había sido arzobispo de Dakar y, cuando dejó esa diócesis porque la Iglesia comenzó a preferir titulares locales para los obispados del Tercer Mundo, se le dio una pequeña diócesis, Tulle, (cabeza del departamento de Corrèze, hoy tiene 15.000 habitantes nada más), porque para entonces Roma ya sabía que era muy echado para delante y que podía poner problemas con sus planteamientos ultraconservadores. Su presidencia en la orden misionera espiritana, sin embargo, le garantizó sitial en el concilio. Levèfre tenía una amplia experiencia en el tema episcopal. De hecho, era un fundador industrial de conferencias episcopales, pues había creado las de Madagascar, Congo-Brazzaville, Camerún y África Occidental Francófona. Su inquietud no era por el Papa, sino por los obispos. Consideraba que darle demasiado poder a las conferencias episcopales difícilmente acabaría con la autoridad del jefe de todo; pero sí podría tener la consecuencia de callar la voz de obispos que, por decirlo así, se apartasen de la línea general (o sea, su caso). En realidad, es una constante en la Iglesia que, cuanto más conservador es un prelado, más individualista sea. Los obispos menos progresistas son siempre conscientes de que habrá una jerarquía que los querrá controlar, o callar.

Sin embargo, ya lo tenía complicado, porque las presiones progresistas, dentro y fuera de la Comisión Teológica, habían funcionado hasta conseguir que el esquema que llegó para la discusión conciliar dijese algo que, por otra parte, es muy claro en los evangelios, con testimonios mucho más sólidos que lo de Pedro y la piedra: que Jesús había querido encargar la labor evangelizadora a los apóstoles en conjunto, sin establecer ningún organigrama entre ellos. Que, por lo tanto, lo que Jesús había hecho había sido crear un colegio de obispos; aunque también le había dicho a Pedro lo de su geológica prelación. A la Iglesia, en realidad, esto de decir una cosa y la contraria nunca le ha costado demasiado.

Por supuesto, hubo elaboraciones para hacer compatibles ambas realidades. Paul Léger, el titular de la sede montrealeña, dijo que la institución del cura Ariel era perfectamente compatible con la creación del colegio de obispos, porque alguien tiene que mandar para garantizar la unidad. Un argumento eficiente, por mucho que yo lo considere antiteológico, puesto que, en buena creencia católica, debemos creer que los apóstoles, y por ende sus sucesores, están iluminados por Dios para su labor; razón por la cual no se entiende que puedan discrepar gravemente entre ellos y necesitar, por ello, un poder coordinador. A menos que la inspiración del Espíritu Santo sea como la wifi y, de rato en rato, se caiga.

El siguiente paso que tenía que consumir el concilio era el esquema sobre la Virgen María. Desde enero de 1963, pocas semanas después de haberse cerrado la primera sesión del concilio, la Comisión Coordinadora había decidido que aquel texto se debería discutir de forma independiente al de la Iglesia. Podréis pensar: ¿por qué ese protagonismo? Pues porque la discusión en torno a la madre de Jesús tenía, y tiene, más enjundia de la que parece.

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