El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
En todas las etapas de la Historia de la ICAR ha habido gentes y grupos de gentes partidarias de la independencia de los obispos. En estas posturas “soberanistas”, por así llamarlas, han tenido mucho que ver los príncipes y reyes detentadores del poder terrenal, que siempre han apreciado una ventaja enorme en la existencia de fuertes Iglesias nacionales que puedan manejar. En el concilio Vaticano II, el principal soberanismo era el de los padres conciliares más progresistas; ya que, al estar las visiones más conservadoras refugiadas en la Curia, lógicamente el conservadurismo era centralista y tenía en el Papa a su principal campeón.
Como segunda cuestión, quizá algo más técnica pero no
exenta de importancia práctica, estaba el asunto de que, si previamente se
decidía que sí, que los obispos formaban un cuerpo propio junto al PasPas y no,
o no siempre, debajo de él, todavía había que definir si esos obispos
soberanos, capaces de decidir por sí mismos, habían de ser sólo aquellos
obispos con diócesis propias, o también la ventaja iba a beneficiar a esos
obispos virtuales que lo son de sedes sin acólitos que sólo existen
formalmente. El tema tiene su enjundia, porque esos obispados sin contenido
siempre han sido una manera de extender la Curia, otorgando privilegios menores
a quienes, por lo que sea, no pueden ser, o no pueden ser todavía, cardenales.
La última cuestión era la más importante: una vez definida
la colegialidad episcopal; una vez definida, pues, la existencia de una
soberanía propia entre los obispos, ¿cómo se relacionaba esa capacidad de mando
con la de un señor que se supone que es un señor por cuya boca habla Dios?
Como espero haberos demostrado, pues, detrás de palabras
como “colegialidad”, “Misterio” o “Constitución Jerárquica”, lo que estaba a
punto de producirse era una discusión fundamental: la discusión sobre el nivel
de autonomía de los obispos respecto del Papa. Cosas como, por ejemplo: si el
cura Ariel dice que el sexo prematrimonial no es aceptable, ¿puede un obispo,
por ejemplo porque sea titular de una diócesis africana donde el sexo
prematrimonial se viene practicando milenios, edulcorar o aún desmentir dicha
orden?
La colegialidad fue una de las grandes discusiones del
Vaticano II, como de hecho ha sido tradicionalmente la gran discusión de la
Iglesia. Esta discusión se centraba en el capítulo 3 de la constitución
dogmática sobre la Iglesia, y se basaba en tres interpretaciones diferentes.
Según la primera, la que podemos llamar conservadora o
papista, el colegio de obispos no ejerce su poder por derecho divino, sino por
derecho humano. Como consecuencia, es el Francisquito el único que tiene poder
derivado de Dios, y es él quien le concede a los obispos el poder que le sale
del culo.
La segunda interpretación, abrazada por los liberales y
normalmente conocida (por quienes la conocen, claro) como extrema, sostiene que
el colegio de obispos es el único que tiene poder divino; lo que pasa es que
ese colegio tiene un jefe francisquital. El PasPas, pues, puede ejercer poder
total; pero lo hace como cabeza del colegio de obispos, como obispo de Roma, no
como Francisquito propiamente hablando. Como consecuencia, como representante
del colegio de obispos que es, está obligado a consultar y expresar el
sentimiento de dicho colegio.
Entre medias de estas dos interpretaciones encontramos la
moderada, en buena parte desarrollada por el Papa Montini: el Papa ejerce el
poder supremo en la Iglesia, y lo mismo hacen los obispos cuando actúan
unidos a su jefe, el Papa. O sea: el colegio de obispos puede ejercer poder
supremo, pero solicitando el consentimiento del PasPas. Es una distinción
filosófica: ambos, Papa y obispos, tienen una autoridad que les viene por poder
divino. Pero mientras el primero puede ejercerla cuando quiere, los segundos
tienen que pedir permiso. La autoridad divina papal es permanente; la de los obispos tiene interruptor.
Recordaréis que ya os he hablado del arzo Giuseppe Siri de
Génova; ese hombre que recibe algún que otro voto en el cónclave que se
reproduce en The Godfather III. El arzobispo IPhone era hombre del ala
conservadora de entre los conservadores, y por eso salió en tromba en la
discusión del esquema a recordar que lo acordado (con mucho esfuerzo) en el
Vaticano I, eso de la infalibilidad papal y tal, no se movía ni de coña. No fue
el único. Mucho más categórico fue el entonces arzobispo Dino Staffa (si, ya sé
que este apellido en español suena fatal; pero qué le vamos a hacer). Staffa
había sido nombrado en 1960 arzobispo de una de esas sedes que sólo existen
sobre el papel: la de Cesarea, en pleno Israel, al norte de Samaria. Le dieron
esa canonjía porque lo que siempre fue Staffa fue un hábil miembro de la Curia
(de hecho, en 1967 lo subieron a cardenal, el mismo año en que lo nombraron
prefecto de la Signatura Apostólica, o sea, el Tribunal Supremo en versión por
mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa). Staffa habló, y no decepcionó.
Que existía el colegio de obispos, dijo, eso no lo cuestionaba nadie. Pero la
cuestión era si la autoridad, en ese colegio, era una autoridad de uno, o de
varios. Y, vino a decir, ése era un tema que no había ni que discutirlo, porque
ya se había definido clarérrimamente en el Vaticano I, cuando se había decidido
que sólo Pedro y sus sucesores tenían la autoridad. Recordó que ya en el
Vaticano I se habían deslizado propuestas para limitar el poder Ariel en favor
de los obispos, y que habían sido devueltas al corral. La Iglesia, dijo, y en
esto no le faltaba razón, era una institución monárquica, no aristocrática (la
posibilidad de que algún día pueda ser una institución democrática ni se la
planteó, claro). Sólo le faltó ponerse el casco de mandaloriano y terminar la
chapa que dio declamando: This is the way.
Otro obispo conservador (se definía a sí mismo como
“tradicionalista”), el brasileño Gerardo de Proença Sigaud, arzo de Diamantina
entonces, se quejó de que se estuviese empezando a enseñar en el seno de la
Iglesia una doctrina, que tendía a defender la idea de que lo único auténtico,
lo único que había sido establecido por Jesús, fue el colegio de los apóstoles.
Con esa capacidad que sólo tienen los curas de enmerdar una discusión a base de
segmentar las cosas hasta el infinito, Sigaud se descolgó con la idea de que
una cosa era hablar colegialmente y otra hablar colectivamente; este tipo de
mierdas, la verdad, nunca ayudan. En todo caso, se mostró muy preocupado ante
la posibilidad de que el concilio no consiguiese evitar “dos grandes
precipicios”. El primero era el establecimiento de una especie de colegialidad
permanente, una institución mundial que vendría a ser como una especie de
concilio permanente. Si esto se hiciese así, decía el arzo, sería inevitable
que la asamblea de obispos tuviera que nombrar a algunos de ellos para que los
representaran, con lo que se crearía una especie de “parlamento mundial” dentro
de la Iglesia (o sea: una Curia, pero que el PasPas no podría manejar tan
fácilmente, porque no sería él quien nombraría a los miembros). Opinó el
brasileño que Jesucristo nunca tuvo la intención de crear algo así; aunque
fácilmente se le podría argumentar, pienso yo, que, en todo caso, lo que pasó
es que Jesús no se preocupó de esta movida porque tal vez juzgó que once
personas se pondrían de acuerdo fácilmente; pero, claro, en los tiempos
modernos no hay sólo once obispos en el mundo.
El otro abismo que obsesionaba al diamantino prelado era
la creación de “una especie de concilios nacionales o regionales permanentes”;
es decir: las iglesias nacionales.
La intervención de Sigaud fue la gran intervención de los
conservadores en la discusión del esquema sobre la Iglesia. Gustó mucho entre
los más ultramontanos y, muy especialmente, gustó a un obispo que no conocía a
Sigaud: monseñor Luigi María Carli, obispo de la diócesis de Segni. Tras la
intervención de Sigaud, Carli le envió una esquela felicitándolo. De aquello
nació una gran amistad. Carli le presentó a Sigaud a otro gran amigo suyo, el
sacerdote y arzobispo Marcel Lefèvre, superior general de los Padres Espiritanos;
y ahí empezó a fraguar algo. Lefèvre había sido arzobispo de Dakar y, cuando
dejó esa diócesis porque la Iglesia comenzó a preferir titulares locales para
los obispados del Tercer Mundo, se le dio una pequeña diócesis, Tulle, (cabeza
del departamento de Corrèze, hoy tiene 15.000 habitantes nada más), porque para
entonces Roma ya sabía que era muy echado para delante y que podía poner
problemas con sus planteamientos ultraconservadores. Su presidencia en la orden
misionera espiritana, sin embargo, le garantizó sitial en el concilio. Levèfre
tenía una amplia experiencia en el tema episcopal. De hecho, era un fundador
industrial de conferencias episcopales, pues había creado las de Madagascar,
Congo-Brazzaville, Camerún y África Occidental Francófona. Su inquietud no era
por el Papa, sino por los obispos. Consideraba que darle demasiado poder a las
conferencias episcopales difícilmente acabaría con la autoridad del jefe de
todo; pero sí podría tener la consecuencia de callar la voz de obispos que, por
decirlo así, se apartasen de la línea general (o sea, su caso). En realidad, es
una constante en la Iglesia que, cuanto más conservador es un prelado, más
individualista sea. Los obispos menos progresistas son siempre conscientes de
que habrá una jerarquía que los querrá controlar, o callar.
Sin embargo, ya lo tenía complicado, porque las presiones
progresistas, dentro y fuera de la Comisión Teológica, habían funcionado hasta
conseguir que el esquema que llegó para la discusión conciliar dijese algo que,
por otra parte, es muy claro en los evangelios, con testimonios mucho más
sólidos que lo de Pedro y la piedra: que Jesús había querido encargar la labor
evangelizadora a los apóstoles en conjunto, sin establecer ningún
organigrama entre ellos. Que, por lo tanto, lo que Jesús había hecho había sido
crear un colegio de obispos; aunque también le había dicho a Pedro lo de
su geológica prelación. A la Iglesia, en realidad, esto de decir una cosa y la
contraria nunca le ha costado demasiado.
Por supuesto, hubo elaboraciones para hacer compatibles
ambas realidades. Paul Léger, el titular de la sede montrealeña, dijo que la
institución del cura Ariel era perfectamente compatible con la creación del
colegio de obispos, porque alguien tiene que mandar para garantizar la unidad.
Un argumento eficiente, por mucho que yo lo considere antiteológico, puesto
que, en buena creencia católica, debemos creer que los apóstoles, y por ende
sus sucesores, están iluminados por Dios para su labor; razón por la cual no se
entiende que puedan discrepar gravemente entre ellos y necesitar, por ello, un
poder coordinador. A menos que la inspiración del Espíritu Santo sea como la
wifi y, de rato en rato, se caiga.
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