viernes, enero 31, 2025

Vaticano II (36): La crisis



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



Todo aquello tenía que hacer crisis. Y lo hizo el 25 de julio de 1968. La mera enunciación de la fecha ya nos dice algo: la vertiente conservadora de Iglesia, la que había perdido el concilio, incluso por goleada, estuvo tres años, tres, diseñando su venganza. Y lo hizo con una estrategia muy clara.

Por mucho que en el Vaticano II, y sobre todo su aftermath, no faltaron intentos, el concilio había conseguido mantener cuando menos formalmente incólume la autoridad francisquital. Sobre esto, los conservadores sabían que podían construir. Seguían teniendo una posición importante en la Curia (aunque no necesariamente dominante, como demostraría la elección de Albino Luciani); y servían a un Papa que, aunque entendía la necesidad de reformar la Iglesia y se resistía ante determinadas posiciones ultramontanas (sin ir más lejos, no se llevaba bien con Franco), también tenía postulados conservadores sobre los que se podía trabajar.

La comida de oreja, como digo, brotó en julio de 1968, cuando Pablo VI publicó su encíclica Humanae Vitae, o sea, Sobre la vida humana. En corto: esta encíclica tenía como objetivo reafirmar la posición de la Iglesia en el sentido de que la planificación familiar mediante contraceptivos está fuera de su doctrina y, por lo tanto, su uso es pecado.

La publicación de la encíclica dejó a legiones de teólogos católicos completamente pijarriba. En realidad, los hombres de inspiración germana, dicho sea con el sentido que he utilizado durante el relato del concilio, nunca pensaron que la Iglesia volvería a dar un paso así. La contracepción, como tal, apenas había aparecido en el concilio porque Juan XXIII, prudentemente, se dio cuenta de que allí se podía montar la mundial; y, tal vez, porque temía que, bajo la presión de los progresistas, la Iglesia acabase apartándose de uno de sus principios más troncales. Lo que hizo el PasPas fue nombrar una comisión de expertos que le asesorase en la materia personalmente. Cuando Juan XXIII la roscó y llegó Montini, éste no sólo mantuvo, sino que amplió la comisión asesora. En ese momento, todo el mundo (especialmente en Colonia, Berlín o Munich) entendió que Pol se estaba planteando darle un giro a la posición de la Iglesia sobre la píldora; píldora que, para entonces, estaban engullendo diariamente auténticas legiones de mujeres católicas, pero no gilipollas, por el mundo mundial. El concilio terminó sin que la comisión hubiera deliberado nada definitivo; pero nadie en el bando progresista se preocupó por ello. Sólo era cuestión de tiempo que la manzana cayese a sus pies, madura y lustrosa, y les permitiese decir al mundo: “soy católico; mira cómo molo”.

Incluso en los tiempos previos a la publicación de la encíclica, la rumorología fue muy fuerte en el sentido de que la comisión asesora le estaba aconsejando a Pablo VI abandonar los viejos puntos de vista sobre la contracepción. Diversos teólogos, incluso integrados en la propia comisión asesora, estaban escribiendo artículos abogando por la retirada de la prohibición católica a la píldora. El cambio más importante, en todo caso, se venía a producir en los confesionarios, donde muchos sacerdotes se mostraban, de una forma u otra, comprensivos con las feligresas que les confesaban estar usando esos métodos.

En este ambiente, llegó la Humanae Vitae, y cayó, literalmente, como una bomba sobre el mundo católico. La respuesta fue tan inmediata que apenas unas horas después de la publicación, se publicó asimismo un anuncio en el New York Times en el que diversos teólogos se posicionaban en contra del texto francisquital.

En Adelaida, Australia, una manifestación de estudiantes se congregó delante de una iglesia donde se celebraba misa. En Santiago de Chile, un grupo de sacerdotes y laicos se escondió toda la noche en una iglesia y, a la mañana siguiente, bloqueó la entrada de la gente a los oficios. Un teólogo suizo, fray Anton Meinrad Meier, dimitió de su trabajo en un seminario. Monseñor Joseph Gallagher dio una rueda de prensa en Roma anunciando que renunciaba al título de monseñor. En diversos países, publicaciones católicas publicaron artículos cuyos autores se preguntaban hasta qué medida debe el católico obedecer a una encíclica cuando la encíclica resulta ser una puta mierda. Hans Küng, desde Tubinga donde era profesor, hizo unas declaraciones aseverando que, entre su conciencia y las palabras francisquitales, el católico debía elegir su conciencia. En otras palabras, la crisis muy pronto alcanzó a la autoridad e infalibilidad papal.

¿Qué es lo que había pasado? En realidad, hay dos grandes versiones. Según la primera de ellas, Pablo VI estaba planteándose seriamente dar la espalda a la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la contracepción, pero había sido frenado por los conservadores. La eficacia de dicha presión venía a demostrar que el Francisquito era una especie de reo de la Curia.

La otra versión es la oficial, por así decirlo. La que expresó el profesor de la Universidad Laterana de Roma, monseñor Ferdinando Lambruschini, en el momento de presentar públicamente la encíclica. Según esta versión, Pablo VI estaría lejos de ser alguien presionado para escribir la encíclica; lejos de ello, era un hombre que había tenido el coraje suficiente como para escribirla, sabiendo las críticas que recibiría.

La encíclica, cierto es, no tenía que considerarse fruto de la infalible palabra del Francisquito. Eso sólo ocurre en cuestiones dogmáticas. Sin embargo, por el hecho de ser una encíclica, desde el momento de su publicación pasaba a formar parte del acervo de enseñanzas de la Iglesia; así pues, cuando menos en teoría, no resultaba tan fácil ser creyente y, al tiempo, regatearla.

Las posiciones de unos y de otros provocaron, rápidamente, una interesante discusión en el mundo católico. Porque la cosa es que cuando alguien te dice, como hace la ICAR, que te está transmitiendo una enseñanza trascendente, que va más allá de los tiempos, cualquier relación de dicha enseñanza con la realidad resulta compleja. Y abordar las cosas desde un punto de vista progresista no mejora las cosas; es más, las empeora.

Las empeora, en efecto, porque la posición de los teólogos progresistas del Vaticano II y sus años posteriores, en el sentido de que había que cambiar la postura de la Iglesia sobre la píldora, plantea una pregunta muy sencilla: ¿cómo puede una cosa ser pecado en el momento x, y no serlo en el momento x+y? ¿Cómo puede una cosa ser en un momento pecado y en otra no y, además, en ambos casos se esté produciendo una sincera y correcta transmisión de doctrina por parte de la Iglesia? ¿No es más lógico pensar que, en una de las dos posiciones, la Iglesia ha mentido y ha engañado? Pero, entonces, si la Iglesia puede mentir y engañar, si puede enseñar cosas que no son las correctas, ¿cómo sabremos que una enseñanza es correcta? Si la Iglesia, un suponer, viene hoy y nos dice que no debemos comer morcilla, ¿quién nos dice que no nos está engañando y que, dentro de dos, veinte o doscientos años, va a decir que, oye, una morcillita a la semana no le viene mal a nadie?

¿Tiene cada elemento de la moral de la Iglesia fecha de caducidad, como los yogures?

Y luego estaba el verdadero problema: el de la autoridad (porque detrás de la autoridad, no lo olvides, está la pasta; que es, te lo repito una y mil veces, lo único que importa). ¿Qué clase de Iglesia es ésa que publica la Humanae Vitae, pero también te enseña que un sacerdote confesando es, en ese momento, un mensajero de Dios; si resulta que puñados y puñados de sacerdotes estaban ya entonces diciendo en los confesionarios que, si la feligresa consideraba en conciencia que podía tomar la píldora, la tomase? ¿Quién coño está al volante?

Las parejas católicas del mundo entero, tras la Humanae Vitae, hubieron de enfrentarse al inesperado problema de que su sacerdote querido, el líder espiritual de su parroquia, les mintió al confesarlos. Lambruschini, en la conferencia de prensa del 29 de julio, fue claro: “todos aquéllos que, en los últimos tiempos, han enseñado de forma poco cautelosa que es compatible el uso de la píldora, deben cambiar su actitud”.

Esta frase iba dirigida especialmente a un viejo amigo nuestro: el arzobispo Döpfner, autor entonces de unas instrucciones oficiales a sus sacerdotes en las que les decía que una pareja católica que, “bajo su responsabilidad mutua, buscando el bienestar verdadero de sus hijos, llegare a la conclusión que no pueden evitar una conducta contraceptiva, no puede ser acusada de estar conculcando el matrimonio”.

Es evidente que los obispos y sacerdotes que habían avanzado en esta dirección no se iban a quedar callados. En Estados Unidos, la figura más prominente de la reacción fue Charles Curran, profesor asociado de Teología en la Universidad Católica de América, y vicepresidente de la Asociación Teológica Americana. Curran se dedicó a coleccionar firmas contra la encíclica, y consiguió más de 200. El manifiesto fue publicado en el New York Times el 30 de julio de 1968 y es, desde entonces, habitualmente conocido como The Curran Statement.

El documento afirma que “la encíclica no es una enseñanza infalible”, ya que “la Historia demuestra que un número importante de declaraciones de peso de autoridad similar o incluso superior a éste se han revelado como inadecuadas o incluso erróneas”. A continuación, afirmaba que las afirmaciones de la encíclica eran contrarias a las del Vaticano II.

Y aquí venía la bomba: “la encíclica asume constantemente que la Iglesia es lo mismo que su jerarquía”. Acto seguido, acusaba al Papa de haberse posicionado en contra de la opinión mayoritaria de su comisión de expertos. En otras palabras, venía a cuestionar muy seriamente su autoridad. Y luego seguía acusándole de no haber respetado una visión dinámica y acorde con los tiempos, consistente con la Gaudium et Spes (ésta es la parte más débil del manifiesto Curran. La verdad, la Gaudium et Spes es tan, tan etérea, que es compatible con casi todo).

Y terminaba: “Es una enseñanza común de la Iglesia que los católicos pueden disentir respecto de enseñanzas no infalibles, cuando existan suficientes razones para ello”. Que, las cosas como son, eso casi nunca lo ha dicho la Iglesia. En consecuencia, el tema de tomar o no la píldora es un problema de la conciencia de los esposos.

En la práctica, el Manifiesto Curran alumbró una nueva visión de lo que es un PasPas; visión que no se ha terminado por imponer, más que nada porque no es compatible con el control de la pasta. Esta visión, bastante racional, tiende a ver al Sumo Pontífice como una especie de Real Academia de la Fe. Quiero decir: su función es aceptar lo que los fieles piensan y quieren en cada momento, no tanto guiarles. Es, pues, una especie de notario de la Fe, más que propagador de la misma. Como digo, es una teoría atractiva. Pero plantea, al mismo tiempo, casi tantos problemas como los que teóricamente resuelve. 

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