jueves, enero 16, 2025

Vaticano II (27): La madre del cordero progresista



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie




El avance del concilio hacía que éste cogiese momento, y que cada vez fuese más inevitable, por así decirlo, ocuparse del texto que todo el mundo sabía más enjundioso, porque estaba en la sala de máquinas de las intenciones para las cuales el Vaticano II había sido convocado: el esquema que habría de analizar el papel de la Iglesia católica en el mundo moderno. O, dicho de otra forma: cómo seguir pillando cacho (y pasta) en un mundo occidental cada día más laico. Ya el 11 de septiembre de 1962, antes de comenzar el concilio, el Papa Roncalli había dejado claro, en una entrevista pública, que quería que se abordase la redacción de un texto con esa temática. En la visión de Juan XXIII, la Iglesia tenía responsabilidades y obligaciones en materias como la distribución de la riqueza del mundo, el subdesarrollo, la guerra y la paz. Por su puesto, se refería a la riqueza de otros, claro; la suya, la Iglesia la administra y, si acaso, la comparte, como le sale de los huevos.

Lo importante es que, gracias a este discurso de justicia social, manejando principios que nadie negará y contra los que nadie en su sano juicio se situará, el inteligente curita Roncalli estaba tratando de buscar un lugar bajo el sol para su vieja institución, no exenta de elementos extractivos. La Iglesia, en la visión del PasPas, debía hacerse perdonar los siglos y siglos en los que había estado emplazada en el flanco más carca de la Historia; y debía, por lo tanto, iniciar el camino hacia un futuro de buen rollito woke; pero, como estamos todavía hace sesenta años, salpimentado, también, con algunas llamadas morales, como el rechazo de la inmoralidad amatoria que se iba haciendo entonces con el mundo.

Ni qué decir tiene que esta intención, a quien mejor le sonó, fue a los progresistas. Casi al final de la primera sesión, el 4 de diciembre de 1962, uno de sus conspicuos portavoces, el cardenal de Mechelen Leo Josef Suenens, tomó la palabra para defender la idea de que la Iglesia tenía que hacer un análisis profundo de su posición en el mundo, porque, dijo, “este concilio debe convertir a la Iglesia en un faro real para las naciones”; discurso que se dijo y percibió como muy moderno, siendo más carca que mear de pie, pues no deja de estar iluminado por la vieja idea de que las naciones terrenales no son sino súbditas de la nación espiritual. Al día siguiente de este discurso, Juan XXIII creó la Comisión Coordinadora del concilio y colocó a Suenens en ella: lo quería ahí para fibrilar sus mierdas.

En la primera reunión de la Comisión de Coordinación, en enero de 1963, ya se habló del tema del esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno. Se diseñó un proyecto con seis capítulos: sobre la admirable vocación del hombre; sobre el hombre como ser social; sobre matrimonio y familia; sobre la promoción adecuada del desarrollo cultural; sobre el orden económico y el orden social; y sobre la comunidad de naciones y la paz.

Suenens, auténtico muñidor del esquema, propuso que fuese redactado por un grupo formado por los miembros de la Comisión Teológica y la del Apostolado de los Laicos, bajo la presidencia del cardenal Ottaviani y el cardenal Fernando Cento, de la Curia.

El trabajo comenzó rápidamente. El 24 de abril de 1963, el grupo redactor celebró una sesión a la que invitó a 23 observadores laicos, aunque sólo fueron 15 de los invitados. En el mes de mayo, el texto se consideraba terminado.

Sin embargo, el 4 de julio la Comisión Coordinadora se mostró más bien poco entusiasmada con lo que leyó. Se consideraba que el texto era demasiado prescriptivo, así que le encomendó a Suenens que lo arrugase un poco.

Yo creo que aquello fue una muestra de que había personas en la cúspide de la pirámide conciliar que se sintieron preocupadas por un texto que, quizás, tenía un tono demasiado liberal para ellos. El rechazo al texto trató de ser una forma de cambiar ese trazo; pero la cosa es que no fue así. Suenens obedeció; pero también maniobró. Así las cosas, el 29 de noviembre de 1963 se decidió que ocho candidatos nuevos, propuestos todos por la secta germano-escandinava, se incorporasen al grupo redactor. Y no sólo eso: se acordó crear una subcomisión coordinadora por encima de las diferentes subcomisiones que trabajaban en diferentes esquinas del esquema. Y los seis miembros de esa subcomisión superior fueron: los titulares de las sedes de Eichstätt y Essen, ya conocidos nuestros, monseñores Schröffer y Hengsbach; los titulares de Meaux y Lyon (auxiliar) en Francia, monseñores Jacques Ménager y Alfred-Jean-Felix Ancel; el obispo auxiliar de Panamá City, Mark McGrath; y Emilio Guano, titular de la sede de Livorno, en Italia. Estos seis miembros fueron autorizados a unir otros dos, y eligieron al titular de Pittsburgh, John Joseph Wright; y a Joseph Blomjous, titular de Mwanza, Tanzania. Todos ellos menos el panameño eran candidatos claramente decantados por la alianza progresista. Otra señal clarísima en ese sentido fue la designación como secretario de un teólogo conocido entonces por sus ideas progresistas: el padre Bernard Häring.

En otras palabras: tras las primeras dudas y oposiciones, la vertiente progresista del concilio movió sus hilos y consiguió dominar por completo el esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno. El objetivo claro era contraprogramar a las jerarquías episcopales italiana y española, que en ese tema estaban presidiendo la oposición conservadora.

En febrero de 1964, esta subcomisión central celebró una reunión en Zurich. Iban todo lo deprisa que podían, pero aun así cada vez parecía más probable que el esquema no estaría listo para la tercera sesión. Finalmente, la subcomisión decidió que, aunque el texto tenía alguna que otra mierda que pulir, lo mejor era enemigo de lo bueno; así que le propusieron al Francisquito que el texto fuese difundido entre los padres conciliares como estaba. El PasPas dijo soy bien. Las prisas tenían su sentido. Los liberales todavía estaban encontrando resistencias en subcomisiones y tal, por lo que decidieron que necesitaban el debate público para terminar de redondear la jugada. Fueron tan a toda hostia que un texto tan complejo como aquél (un esquema de 29 páginas, con un suplemento de 57) estuvo listo para septiembre.

Inmediatamente tras la distribución, las dudas comenzaron a aflorar. Buena parte de los conceptos progresistas que el ala liberal quería ver insertados en el esquema estaban, en realidad, en el suplemento. Pero muchos padres conciliares, a la recepción de la documentación, comenzaron a preguntarse, y con razón, qué hostias era aquel suplemento. ¿Era parte del esquema o no? Las inquietudes y dudas crecieron exponencialmente cuando se informó de que los contenidos del suplemento no serían objeto de discusión durante las sesiones. Pero, entonces, si estaban fuera de la discusión, ¿qué eran? Se vino a decir que era una especie de documento privado cuyo objetivo era transmitir el “estado de ánimo” de los miembros de la subcomisión. O sea, todo muy raro. Se redacta un texto; en ese texto, algunos redactores ponen problemas. Y como algunos de esos redactores no los pueden callar, redactan un documento paralelo en el que expresan “su estado de ánimo”.

El secretario general Felici declaró públicamente que el suplemento había sido elaborado por la comisión conjunta, y que había sido remitido “como un documento privado” sin estatus conciliar alguno pero, como os he dicho, para comunicar “el estado de ánimo de la comisión”. Luego hizo un segundo anuncio en el que recalcó que no se trataba de un documento conciliar y que no sería discutido; pero añadió que el texto había sido redactado por encargo de la Comisión Coordinadora, lo que claramente elevaba su importancia.

La Prensa acusó a Felici de estar dirigiendo, en su primer anuncio, una conspiración conservadora; de estar amputando las aportaciones progresistas al esquema. El secretario general tuvo que sacar una nota oficial de desmentido.

Fue en este ambiente en el que comenzó, el 20 de octubre, la discusión del esquemita de marras. Comenzó con todo el mundo convencido de que no sería posible acabar todos los trabajos relativos al esquema dentro de la sesión. De hecho, el cardenal Lercaro, uno de los moderadores, llegó a decir que, si la siguiente sesión se celebraba dentro del año siguiente, tampoco llegarían. Claramente, los responsables del debate estaban preparando el terreno para darle una patada a seguir a un esquema que se había atravesado claramente.

Cuando el cardenal Döpfner se levantó para hablar en nombre de la recua germano-escandinava y avalar la opinión de Lercaro, quedó ya claro de quién era el interés fundamental por el aplazamiento. El bando progresista apreciaba un riesgo en una gestión apresurada de un esquema que consideraba fundamental para sus postulados y, como siempre que los temas se torcían, prefería alargar las cosas. Con esa capacidad que suelen tener las personas progresistas de decir una cosa y la contraria, Döpfner, quien si por algo había destacado en los meses anteriores había sido por llevar al concilio a pelo puta, discutiendo cada pequeño suceso que consideraba un retraso en la agenda, ahora dijo que no cabía duda de que los padres conciliares necesitaban tener tiempo sobrado para poder considerar el esquema con detenimiento. Suenens intervino después para decir que era imperativo que el esquema recibiese varios de los textos incluidos en el famoso suplemento, sobre todo los relativos al matrimonio y la familia. Ahí es donde se vio el plumero progre: a los promotores del cambio eclesial les daba miedo que las prisas pudiesen generar una decretal excesivamente carca en termas de folleteo, frotamiento y embroque.

En todo caso, hay que reconocer que el esquema, a base de tanto recauchutado y tanta mierda, en realidad ya no placía a nadie. John Heenan, arzobispo de Westminster, quien para entonces ya había fundado un grupo de oposición llamado la Conferencia de San Pablo, calificó el texto, tal y como estaba, de “indigno de un concilio ecuménico”. Muy acertadamente, dijo que “el concilio corre peligro de ser la vergüenza del mundo si, después de haber invertido tanto tiempo discutiendo matices teológicos, decidiese resolver a toda prisa los temas relacionados con el hambre en el mundo, la guerra nuclear y la vida familiar”. Heenan tuvo palabras muy duras contra los expertos teólogos, a los que acusó de interpretar las cosas a su bola sin respetar los consensos teológicos; las suyas fueron unas palabras tan amargas que al día siguiente otro padre conciliar, alemán por supuesto, hubo de salir en defensa de los curitas asesores (fue, concretamente, el padre Benedict Reetz, superior general de los benedictinos ‑se ve que estaba predestinado‑ de Beuron).

Por su parte, el arzobispo Raymond Marie Tchidimbo, titular de Conakry, le dio un buen repaso a los redactores del esquema al recordarles que estaban hablando de los problemas del mundo, no de su mundo. Dijo, entre otras cosas, que el texto no decía nada del África, y apenas hablaba del racismo. Ausencia que también le preocupó al arzobispo de Washington, Patrick O’Boyle.

Monseñor William Conway, titular de la sede de Armagh, en Irlanda, se quejó amargamente de las pocas cosas que decía el esquema; entre otros temas, criticó duramente al esquema por olvidar por completo “aquellas zonas del mundo donde la iglesia vive encadenada y en silencio”, en lo que se puede suponer como una referencia a zonas no cristianas y al bloque comunista. También echaba de menos una referencia al “comercio del sexo” en los medios de comunicación (porque, sí; tú eres muy joven para recordarlo, pero hubo un tiempo en el que el discurso contra la cosificación sexual de la mujer lo sostenía la vertiente carca de la Iglesia). El arzobispo español Casimiro Morcillo se quejó de que se hablase poco de temas laborales y de los derechos de los migrantes, entre otros temas (tiraba con pólvora del rey; en ese momento, su país, España, era exportador de gente con mucha nesecidá; el problema de la inmigración, en nuestro país, no le importaba, literalmente, a puto nadie).

Las intervenciones terminaron el 10 de noviembre. Tras ello, 1.579 padres conciliares consideraron que el esquema era una base adecuada para seguir discutiendo. Como no quedó claro, el 30 de diciembre, cuando ya había terminado la sesión, la Comisión Coordinadora dictaminó que el famoso suplemento donde los progresistas tenían emboscadas muchas de sus ideas sería incorporado al esquema. Así las cosas, el documento, que inicialmente tenía 29 páginas, había engordado hasta las 79 en el verano de 1965, cuando fue enviado a los padres conciliares. Ese engordamiento, como habéis leído, no fue anunciado durante las sesiones, mucho menos votado; fue una decisión de la Comisión Coordinadora y de los moderadores, by the face y porque yo lo valgo.

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