martes, enero 28, 2025

Vaticano II (33): Con el comunismo hemos topado



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



En la cuarta sesión también tuvo un protagonismo inesperado y excesivo (porque la verdad es que nunca fue un tema que el concilio se plantease seriamente) el asunto del celibato de los sacerdotes. Durante todo el concilio había habido especulaciones aquí y allá en la Prensa con que si los padres conciliares iban a permitir los matrimonios. En realidad, lo que hubo más, como ya hemos visto, fueron discusiones sobre el diaconado, y la posibilidad de que hombres casados pudieran profesar. Sin embargo, al inicio de la cuarta sesión, monseñor Pedro Koop, titular de la sede de Lins, Brasil, publicitó una intervención suya ante el concilio en la que venía a decir que si la Iglesia quería salvarse en Latinoamérica, más le valía permitir los curas casados. Se apoyaba en el precedente de que Pío XII le había permitido a los padres luteranos casados que se convirtiesen al catolicismo convertirse en sacerdotes conservando a su churri. La propuesta fue apoyada por una especie de carta-manifiesto de un grupo de laicos y laicas (y algún laique habría también, digo yo).

El 11 de octubre, dos días antes de la discusión del esquema sobre el sacerdocio, el secretario general, monseñor Felici, anunció que tenía una carta especial escrita por el PasPas al cardenal Tisserant. En la carta, Pol decía que había tenido información de que en la discusión iba a salir el tema del celibato, y que quería decir cuál era su impresión sobre el tema.

El celibato, vino a decir, era un tema tan delicado, y tenía tantas consecuencias potenciales a largo plazo para la Iglesia, que él consideraba que debía preservarse en la Iglesia Latina, y que de hecho su observancia debería reforzarse. Solicitaba que todo aquel cura que quisiera opinar sobre la movida, que lo hiciese por escrito; no quería discursos en la asamblea conciliar sobre el tema. Los padres conciliares obedecieron básicamente; aunque, en la discusión del esquema sobre el sacerdocio, abogaron por cambios de redacción en la toma de posición sobre el celibato, destinados a no cerrar las puertas a que un Papa futuro decidiese eliminarlo. La Comisión, sin embargo, no aceptó este matiz.

A los curas, sin embargo, con resolver el problema de su celibato, sólo se les había quitado de delante una parte de su problema; y no el más gordo. El (eventual) folleteo sacerdotal es, no hay que negarlo, un tema de altura. Pero mucho más lo es el tema del matrimonio y la maternidad de los laicos y las laicas; el tema que, de hecho, y ya llegaremos a esto, acabaría por girar definitivamente el gobernalle del concilio.

En buena medida, el concilio Vaticano II se convocó para recauchutar y reformar la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, y muy particularmente sobre el matrimonio mixto (entre católicos y no católicos), que estaba muy apolillada. El tema, sin embargo, no estaba tan claro. El gran propagandista de la reforma de la doctrina eclesial sobre el matrimonio era el cardenal Döpfner; pero se encontraba con la eficaz oposición de los obispos estadounidenses, liderados en esto por el cardenal Spellman. A los estadounidenses se unían los británicos, liderados por el arzobispo John Heenan; y, por supuesto, por los irlandeses, en apretada falange tras monseñor Conway. También se les unió el australiano Gilroy, uno de los presidentes del concilio.

La oposición a los planteamientos del cardenal bávaro estuvo tan bien coordinada que, en un solo día de debate, a Döpfner le quedó claro que más le valía hacer una de las triquiñuelas a las que era aficionado siempre que sabía que iba a perder. Esta vez, haciendo valer su estatus de moderador, lo que hizo fue cortar de raíz el debate, dándolo por celebrado; y pasarle la cuestión al PasPas, pensando que jugando el comodín de la llamada lo mismo sacaba algo.

La decretal conciliar sobre la materia, no fue publicada hasta que el concilio hubo pasado, en marzo de 1966; y no alteraba gran cosa la posición oficial de la Iglesia. Aún quedaba otra batalla, sin embargo. El matrimonio también era tratado como asunto de discusión en el esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno. Durante la tercera sesión, uno de los moderadores, el cardenal Agagianian, anunció que partes de la doctrina sobre esa materia habían quedado reservadas para la comisión francisquital sobre el control de natalidad. El 29 de octubre de 1964 comenzó el debate sobre el artículo 21 del esquema, que iba sobre el matrimonio y la familia. En esencia, allí se discutió sobre el tema interminable, sobre el cual los sacerdotes yo creo que discutirán hasta el día del Juicio Final, de si entre los objetivos del auténtico y santo matrimonio católico ha de estar sólo la fecundación (Señor mi Dios/yo no lo hago por vicio/sino por poner un hijo a tu servicio) o también forma parte de la santidad el puro amor conyugal. El tema tiene su aquél, puesto que, si admitimos que el amor conyugal forma parte del sagrado sacramento matrimonial, entonces deberemos admitir que tomar pildoritas para ponerle barreras a los espermatozoides tiene sentido católico.

Ésta es la clave de todo el asunto: un follar por follar, ¿tiene sentido en el marco de un matrimonio sagrado?

Obviamente, había gente más bien poco partidaria. El cardenal Ottaviani, por ejemplo, habló en contra de la frase incluida en el esquema, según la cual es responsabilidad de los esposos decidir el número de hijos que tendrán. El español Juan Hervás y Benet, titular de la sede de Ciudad Real, habló en dicho sentido, quejándose de lo poco que se hablaba en el esquema acerca de la confianza en la Divina Providencia (o sea, el viejo “hijos, los que Dios te dé”, de toda la vida).

De todas las intervenciones liberales en favor de un punto de vista abierto, la que menos le gustó al Francisquito fue la del cardenal Suenens. Fue tan así que lo llamó a sus habitaciones. Días después, el 7 de noviembre, cuando el concilio estaba de hecho discutiendo otra cosa, Suenens se levantó, como un arrepentido en una sesión de autoinculpación maoísta, y se culpó de haber cuestionado la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio (cosa que, las cosas como son, formalmente había hecho al venir a decir que los que deciden sobre las cuestiones del matrimonio son los esposos).

Por su parte, el obispo titular de Yakarta, Indonesia, Adrianus Djajasepoetra, le dio a aquellos tipos del concilio un baño de realidad al explicarles que estaban pensando sólo en una pequeña parte de los matrimonios que se producen en el mundo. Que, en la mitad del globo, la gente se casaba casi sin conocerse previamente.

El esquema fue tan profundamente recauchutado que hubo que discutirlo de nuevo en la cuarta sesión. Allí, los obispos polacos se quejaron muy amargamente de lo poco que parecía importarle a la Iglesia la interrupción voluntaria del embarazo. El 12 de noviembre, los progresistas distribuyeron un texto en el que defendían que la decisión sobre tomar o no contraceptivos pertenecía a los esposos, siempre y cuando el objetivo de tomar la píldora fuese incrementar el amor conyugal. El texto del esquema fue aprobado con 484 votos cualificados, es decir acompañados de enmienda. La comisión, sin embargo, pasó de la mayoría de éstas. El 25 de noviembre, quizás como respuesta a esta actitud de la comisión, Pablo VI envió cuatro enmiendas de su cosecha. Cuando dichas enmiendas llegaron a la comisión, se rogó que los expertos asesores abandonasen la sala. Este gesto creó muchísimos nervios y una actitud pasivo-agresiva por parte de muchos progresistas. El Francisquito, sin embargo, tenía tan claras las cosas que, al día siguiente, le envió una carta a los miembros de la comisión en la que fríamente les informaba de que podían discutir sobre cómo introducir las enmiendas en el texto; pero lo que no podían discutir era si las iban a incluir.

La primera de estas enmiendas introducía en la lista de “deformidades” de la dignidad de la vida matrimonial la “contracepción artificial”. Así pues, la Iglesia condenaba la poligamia, el divorcio, el amor libre, y ahora también las pastillitas. Pablo VI exigía también que el texto citase expresamente la encíclica de Pío XII Casti Connubii, escrita rabiosamente en contra de la planificación familiar. La comisión cumplió a medias. En lugar de introducir la cita a la contracepción artificial, incluyó el retruécano “prácticas ilícitas contrarias a la generación humana”; y pasó de Pío XII.

La segunda enmienda borraba la palabra “también” de la frase en la que se decía que la procreación era también un objetivo del matrimonio. Y se introducía la siguiente frase: “los hijos son el regalo supremo del matrimonio y contribuyen muy sustancialmente al bienestar de sus padres”. Aquí, la comisión obedeció.

La tercera enmienda solicitaba sustituir las palabras “no es legal” por la expresión “no debería ser legal”, al afirmarse la prohibición a los creyentes para el uso de métodos de planificación familiar. La comisión adoptó la enmienda, pero de nuevo se negó a hacer otra citación que pedía Montini a la encíclica de Pío XII.

Por último, la cuarta enmienda se refería a la tentación de usar planificación familiar en el ámbito del matrimonio o incluso el aborto. La enmienda llamaba a resistir dicha tentación a través de la castidad conyugal. La enmienda fue introducida en su sustancia.

Así enmendado, y tras una revisión por el propio Francisquito, que mucho no se fiaba de la comisión, el texto llegó al concilio el 3 de diciembre. Enseguida, el gesto de no haber introducido las referencias a la Casti Connubi se convirtió en el principal punto de fricción. El tema era jodido. Los progresistas podían defender que la Iglesia tenía que modernizarse. Pero eso de colocarse en frente de un texto elaborado y publicado por un Papa casi contemporáneo, eran palabras mayores. El tema se resolvió aduciendo que había un error de imprenta en una de las notas al pie, y avisando a los padres de que, si votaban, votaban la referencia de marras bien hecha. Fue una imposición de Pablo VI, y así el texto obtuvo la mayoría más que necesaria.

Tras el arreón de los temas relacionados con el folleteo, llegó el otro gran Miura con el que tenía que lidiar el Vaticano II: el comunismo. Era, y es, obvio que uno de los elementos singulares del mundo moderno, en oposición al más antiguo, es el comunismo. Que a la Iglesia el comunismo no le mola tiene su lógica, teniendo en cuenta que el comunismo considera a la Iglesia el opio del pueblo. Pero, en el marco de esas nuevas relaciones con el mundo que se esperaban para la institución eclesial, ¿qué tipo de actitud se podría tener frente al socialismo dialéctico? ¿Y respecto de esa actitud religiosa que suele acompañar al propio comunismo: el ateísmo?

Vayamos con los precedentes. El 3 de diciembre 1963, cuando el concilio era joven pues estaba terminando su segunda sesión, el titular de Diamantina en Brasil, monseñor Geraldo Sigaud, se fue a ver al secretario de Estado vaticano, monseñor Cicognani, para presentarle una petición colectiva de más de 200 padres conciliares, dirigida al Francisquito Pol. Estos padres conciliares querían un esquema (es decir, una decretal en el futuro, cuando fuese aprobada) en la que “se estableciese con claridad la doctrina social de la Iglesia” y, consecuentemente, “los errores del marxismo, el socialismo y el comunismo fuesen refutados”. Todos aquellos obispos, procedentes de 46 países, notaban el aliento de las ideologías de izquierdas en sus nucas; y consideraban que la Iglesia estaba haciendo muy poco para defenderse.

El PasPas no respondió a esa petición. O no directamente. El 6 de agosto de 1964, publicó su primera encíclica, Ecclesiam suam. En este texto, Pablo VI llamaba al diálogo con el ateísmo comunista, por mucho que tuviese el deseo de “condenar todos aquellos sistemas que niegan a Dios y persiguen a la Iglesia”.

Aquellos principios yo no sé si estuvieron dictados por la pandilla de Fulda. Pero es probable que sea así, más que nada por el entusiasmo con que recibieron la encíclica, y la presión que hicieron inmediatamente en el sentido de que ese principio de diálogo debía impetrar el esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario