El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
En la cuarta sesión también tuvo un protagonismo inesperado y excesivo (porque la verdad es que nunca fue un tema que el concilio se plantease seriamente) el asunto del celibato de los sacerdotes. Durante todo el concilio había habido especulaciones aquí y allá en la Prensa con que si los padres conciliares iban a permitir los matrimonios. En realidad, lo que hubo más, como ya hemos visto, fueron discusiones sobre el diaconado, y la posibilidad de que hombres casados pudieran profesar. Sin embargo, al inicio de la cuarta sesión, monseñor Pedro Koop, titular de la sede de Lins, Brasil, publicitó una intervención suya ante el concilio en la que venía a decir que si la Iglesia quería salvarse en Latinoamérica, más le valía permitir los curas casados. Se apoyaba en el precedente de que Pío XII le había permitido a los padres luteranos casados que se convirtiesen al catolicismo convertirse en sacerdotes conservando a su churri. La propuesta fue apoyada por una especie de carta-manifiesto de un grupo de laicos y laicas (y algún laique habría también, digo yo).
El 11 de octubre, dos días antes de la discusión del esquema
sobre el sacerdocio, el secretario general, monseñor Felici, anunció que tenía
una carta especial escrita por el PasPas al cardenal Tisserant. En la carta,
Pol decía que había tenido información de que en la discusión iba a salir el
tema del celibato, y que quería decir cuál era su impresión sobre el tema.
El celibato, vino a decir, era un tema tan delicado, y tenía
tantas consecuencias potenciales a largo plazo para la Iglesia, que él
consideraba que debía preservarse en la Iglesia Latina, y que de hecho su
observancia debería reforzarse. Solicitaba que todo aquel cura que quisiera
opinar sobre la movida, que lo hiciese por escrito; no quería discursos en la asamblea
conciliar sobre el tema. Los padres conciliares obedecieron básicamente; aunque,
en la discusión del esquema sobre el sacerdocio, abogaron por cambios de
redacción en la toma de posición sobre el celibato, destinados a no cerrar las
puertas a que un Papa futuro decidiese eliminarlo. La Comisión, sin embargo, no
aceptó este matiz.
A los curas, sin embargo, con resolver el problema de su
celibato, sólo se les había quitado de delante una parte de su problema; y no
el más gordo. El (eventual) folleteo sacerdotal es, no hay que negarlo, un tema
de altura. Pero mucho más lo es el tema del matrimonio y la maternidad de los
laicos y las laicas; el tema que, de hecho, y ya llegaremos a esto, acabaría
por girar definitivamente el gobernalle del concilio.
En buena medida, el concilio Vaticano II se convocó para
recauchutar y reformar la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, y muy
particularmente sobre el matrimonio mixto (entre católicos y no católicos), que
estaba muy apolillada. El tema, sin embargo, no estaba tan claro. El gran
propagandista de la reforma de la doctrina eclesial sobre el matrimonio era el
cardenal Döpfner; pero se encontraba con la eficaz oposición de los obispos
estadounidenses, liderados en esto por el cardenal Spellman. A los estadounidenses
se unían los británicos, liderados por el arzobispo John Heenan; y, por
supuesto, por los irlandeses, en apretada falange tras monseñor Conway. También
se les unió el australiano Gilroy, uno de los presidentes del concilio.
La oposición a los planteamientos del cardenal bávaro estuvo
tan bien coordinada que, en un solo día de debate, a Döpfner le quedó claro que
más le valía hacer una de las triquiñuelas a las que era aficionado siempre que
sabía que iba a perder. Esta vez, haciendo valer su estatus de moderador, lo
que hizo fue cortar de raíz el debate, dándolo por celebrado; y pasarle la
cuestión al PasPas, pensando que jugando el comodín de la llamada lo mismo
sacaba algo.
La decretal conciliar sobre la materia, no fue publicada
hasta que el concilio hubo pasado, en marzo de 1966; y no alteraba gran cosa la
posición oficial de la Iglesia. Aún quedaba otra batalla, sin embargo. El
matrimonio también era tratado como asunto de discusión en el esquema sobre la
Iglesia en el mundo moderno. Durante la tercera sesión, uno de los moderadores,
el cardenal Agagianian, anunció que partes de la doctrina sobre esa materia
habían quedado reservadas para la comisión francisquital sobre el control de
natalidad. El 29 de octubre de 1964 comenzó el debate sobre el artículo 21 del
esquema, que iba sobre el matrimonio y la familia. En esencia, allí se discutió
sobre el tema interminable, sobre el cual los sacerdotes yo creo que discutirán
hasta el día del Juicio Final, de si entre los objetivos del auténtico y santo
matrimonio católico ha de estar sólo la fecundación (Señor mi Dios/yo no lo
hago por vicio/sino por poner un hijo a tu servicio) o también forma parte
de la santidad el puro amor conyugal. El tema tiene su aquél, puesto que, si
admitimos que el amor conyugal forma parte del sagrado sacramento matrimonial,
entonces deberemos admitir que tomar pildoritas para ponerle barreras a los
espermatozoides tiene sentido católico.
Ésta es la clave de todo el asunto: un follar por follar,
¿tiene sentido en el marco de un matrimonio sagrado?
Obviamente, había gente más bien poco partidaria. El
cardenal Ottaviani, por ejemplo, habló en contra de la frase incluida en el
esquema, según la cual es responsabilidad de los esposos decidir el número de
hijos que tendrán. El español Juan Hervás y Benet, titular de la sede de Ciudad
Real, habló en dicho sentido, quejándose de lo poco que se hablaba en el
esquema acerca de la confianza en la Divina Providencia (o sea, el viejo
“hijos, los que Dios te dé”, de toda la vida).
De todas las intervenciones liberales en favor de un punto
de vista abierto, la que menos le gustó al Francisquito fue la del cardenal
Suenens. Fue tan así que lo llamó a sus habitaciones. Días después, el 7 de
noviembre, cuando el concilio estaba de hecho discutiendo otra cosa, Suenens se
levantó, como un arrepentido en una sesión de autoinculpación maoísta, y se
culpó de haber cuestionado la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio (cosa
que, las cosas como son, formalmente había hecho al venir a decir que los que
deciden sobre las cuestiones del matrimonio son los esposos).
Por su parte, el obispo titular de Yakarta, Indonesia,
Adrianus Djajasepoetra, le dio a aquellos tipos del concilio un baño de
realidad al explicarles que estaban pensando sólo en una pequeña parte de los
matrimonios que se producen en el mundo. Que, en la mitad del globo, la gente
se casaba casi sin conocerse previamente.
El esquema fue tan profundamente recauchutado que hubo que
discutirlo de nuevo en la cuarta sesión. Allí, los obispos polacos se quejaron
muy amargamente de lo poco que parecía importarle a la Iglesia la interrupción
voluntaria del embarazo. El 12 de noviembre, los progresistas distribuyeron un
texto en el que defendían que la decisión sobre tomar o no contraceptivos
pertenecía a los esposos, siempre y cuando el objetivo de tomar la píldora
fuese incrementar el amor conyugal. El texto del esquema fue aprobado con 484
votos cualificados, es decir acompañados de enmienda. La comisión, sin embargo,
pasó de la mayoría de éstas. El 25 de noviembre, quizás como respuesta a esta
actitud de la comisión, Pablo VI envió cuatro enmiendas de su cosecha. Cuando
dichas enmiendas llegaron a la comisión, se rogó que los expertos asesores
abandonasen la sala. Este gesto creó muchísimos nervios y una actitud
pasivo-agresiva por parte de muchos progresistas. El Francisquito, sin embargo,
tenía tan claras las cosas que, al día siguiente, le envió una carta a los
miembros de la comisión en la que fríamente les informaba de que podían
discutir sobre cómo introducir las enmiendas en el texto; pero lo que no podían
discutir era si las iban a incluir.
La primera de estas enmiendas introducía en la lista de
“deformidades” de la dignidad de la vida matrimonial la “contracepción
artificial”. Así pues, la Iglesia condenaba la poligamia, el divorcio, el amor
libre, y ahora también las pastillitas. Pablo VI exigía también que el texto
citase expresamente la encíclica de Pío XII Casti Connubii, escrita
rabiosamente en contra de la planificación familiar. La comisión cumplió a
medias. En lugar de introducir la cita a la contracepción artificial, incluyó
el retruécano “prácticas ilícitas contrarias a la generación humana”; y pasó de
Pío XII.
La segunda enmienda borraba la palabra “también” de la frase
en la que se decía que la procreación era también un objetivo del
matrimonio. Y se introducía la siguiente frase: “los hijos son el regalo
supremo del matrimonio y contribuyen muy sustancialmente al bienestar de sus
padres”. Aquí, la comisión obedeció.
La tercera enmienda solicitaba sustituir las palabras “no es
legal” por la expresión “no debería ser legal”, al afirmarse la prohibición a
los creyentes para el uso de métodos de planificación familiar. La comisión
adoptó la enmienda, pero de nuevo se negó a hacer otra citación que pedía
Montini a la encíclica de Pío XII.
Por último, la cuarta enmienda se refería a la tentación de
usar planificación familiar en el ámbito del matrimonio o incluso el aborto. La
enmienda llamaba a resistir dicha tentación a través de la castidad conyugal.
La enmienda fue introducida en su sustancia.
Así enmendado, y tras una revisión por el propio
Francisquito, que mucho no se fiaba de la comisión, el texto llegó al concilio
el 3 de diciembre. Enseguida, el gesto de no haber introducido las referencias
a la Casti Connubi se convirtió en el principal punto de fricción. El
tema era jodido. Los progresistas podían defender que la Iglesia tenía que
modernizarse. Pero eso de colocarse en frente de un texto elaborado y publicado
por un Papa casi contemporáneo, eran palabras mayores. El tema se resolvió
aduciendo que había un error de imprenta en una de las notas al pie, y avisando
a los padres de que, si votaban, votaban la referencia de marras bien hecha.
Fue una imposición de Pablo VI, y así el texto obtuvo la mayoría más que
necesaria.
Tras el arreón de los temas relacionados con el folleteo,
llegó el otro gran Miura con el que tenía que lidiar el Vaticano II: el
comunismo. Era, y es, obvio que uno de los elementos singulares del mundo
moderno, en oposición al más antiguo, es el comunismo. Que a la Iglesia el
comunismo no le mola tiene su lógica, teniendo en cuenta que el comunismo
considera a la Iglesia el opio del pueblo. Pero, en el marco de esas nuevas
relaciones con el mundo que se esperaban para la institución eclesial, ¿qué tipo
de actitud se podría tener frente al socialismo dialéctico? ¿Y respecto de esa
actitud religiosa que suele acompañar al propio comunismo: el ateísmo?
Vayamos con los precedentes. El 3 de diciembre 1963, cuando
el concilio era joven pues estaba terminando su segunda sesión, el titular de
Diamantina en Brasil, monseñor Geraldo Sigaud, se fue a ver al secretario de
Estado vaticano, monseñor Cicognani, para presentarle una petición colectiva de
más de 200 padres conciliares, dirigida al Francisquito Pol. Estos padres
conciliares querían un esquema (es decir, una decretal en el futuro, cuando
fuese aprobada) en la que “se estableciese con claridad la doctrina social de
la Iglesia” y, consecuentemente, “los errores del marxismo, el socialismo y el
comunismo fuesen refutados”. Todos aquellos obispos, procedentes de 46 países,
notaban el aliento de las ideologías de izquierdas en sus nucas; y consideraban
que la Iglesia estaba haciendo muy poco para defenderse.
El PasPas no respondió a esa petición. O no directamente. El
6 de agosto de 1964, publicó su primera encíclica, Ecclesiam suam. En
este texto, Pablo VI llamaba al diálogo con el ateísmo comunista, por mucho que
tuviese el deseo de “condenar todos aquellos sistemas que niegan a Dios y
persiguen a la Iglesia”.
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