lunes, octubre 29, 2018

Isabel (38:a vueltas de nuevo con la sucesión)

Atenta la compañía con:

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Para Isabel, reina de Inglaterra, la ejecución del conde de Essex, y sobre todo la muerte de Burghley que, no se olvide, venía a unirse a otras más anteriores (Walsingham, Drake) vino a ser un mensaje claro relativo a sus propios problemas con la marcha del tiempo. En el gozne entre siglos, la reina de Inglaterra comenzó a dar claras muestras de ser una anciana bastante decrépita. En octubre de 1601, según las crónicas, a su llegada al Parlamento tuvo un probable desvanecimiento en el momento de abandonar el carruaje donde venía, y poco faltó para que besase el suelo.

La evidente decadencia física de Isabel se producía sin que los debates sobre su sucesión, que como ya hemos contado en estas notas habían sido muy intensos, hubiesen llegado a algo concreto. Según el genealógico que se consultase, los candidatos con razones reales (nunca mejor dicho) para serlo podían llegar hasta quince, aproximadamente; si bien entre los que más fuerza tenían se encontraban Jacobo y la infanta española.

En realidad, lo que hacía más complicado el tema de la sucesión no era la hiperinflación de candidatos, que al fin y al cabo era algo que había ocurrido en el pasado y se volvería a presentar en el futuro. El verdadero problema es que para Isabel hablar de ese tema era como hablar de algo extremadamente doloroso; así pues, su renuncia a que el asunto se discutiera en los niveles elevados del poder inglés era total. Para desesperación del entourage anglicano, esa actitud por parte de Isabel regalaba enormes espacios de propaganda a Robert Parsons y otros libelistas católicos, dedicados en cuerpo y alma a defender los derechos de la infanta española.

Entre los no católicos, el candidato más obvio era Jacobo. El rey de Escocia no sólo tenía un hijo viable (su príncipe Enrique), sino que había tenido dos vástagos más: Isabel y Carlos. Jacobo, por lo tanto, parecía un candidato susceptible de garantizar la continuidad dinástica, que era algo que desde las veleidades de Enrique VIII preocupaba mucho a los hombres de Estado de Londres.

La candidatura de Jacobo, sin embargo, se puso en grave peligro a finales del siglo XVI, cuando un católico llamado Valentine Thomas fue detenido en Northumberland, acusado de robar caballos, y llevado a Londres engrilletado. Thomas, que acabó condenado a la cárcel de por vida, trató de salvar su gañote acusando al rey escocés de participar en una movida para matar a la reina Isabel; lo cual colocaba a Jacobo frente al Bond of Association y la denominada Ley de Seguridad Real. En los términos de estas leyes, todo candidato a la Corona inglesa que fuese pillado en una movida para cargarse al rey vigente, sería eliminado del concurso-oposición.

Isabel creyó, o tal vez quiso creer, a Thomas. Jacobo protestó, y ella terminó enviándole una carta diciéndole que, hombre, cómo iba ella a creerse que él podía ser tan cabrón. Sin embargo, luego ocurrió el incidente de la bolsita de Essex y el presunto mensaje de Jacobo, por lo que la reina decidió mantener en la Torre de Londres al ladrón de caballos, no fuera que tuviera que sacarlo a pasear algún día.

Tras la ejecución de Essex, Jacobo envió a Londres a uno de sus principales asesores, el conde de Mar, y a uno de sus, digamos, abogados del Estado, Edward Bruce, para encontrarse con la reina y los miembros de su Consejo Privado. El objetivo que iba buscando Jacobo era convencer al poder inglés de que él no tenía nada que ver con las veleidades del conde HORECA. En la práctica, estos contactos comenzaron una discreta negociación en torno a la sucesión de una por el otro. Conociendo a Isabel, esas entrevistas no debieron ser ningún placer. La reina detestaba hablar del tema, y más que lo detestaba todavía teniendo en cuenta que Jacobo tenía algunas reivindicaciones que hacer en el presente; por ejemplo, exigía que Isabel le cediese el gobierno sobre algunos Estados ingleses, como un medio para poder superar, en el futuro, las eventuales renuencias legales de jurisconsultos que se pudieran negar a que fuese rey de Inglaterra sobre la base de que era rey sólo de Escocia.

Las cosas, además, se complicaban. Lord Henry Howard, un personaje que podríamos describir como el autor intelectual del “essexismo”, comenzó a cartearse con Jacobo a espaldas del Consejo Privado de la reina, y de la reina misma. Le contó la milonga de que se había creado toda una red de conspiradores en Palacio contra la causa del rey escocés, de la que formarían parte Ralegh y lord Cobham, cuñado del propio Cecil. Buscaba, claro, dividir a Cecil y sus aliados (que lo habían sido durante el alzamiento de Essex) sin que ellos lo supieran. El rey escocés mordió el anzuelo.

En los contactos de Mar y Bruce con la reina, ésta terminó por negarse en redondo a todas sus pretensiones. Los dos altos negociadores escoceses eran conscientes de que no podían volver a Edinbra con las manos vacías; eso les volvió temerarios. Contactaron con Howard, quien les introdujo a Cecil. En mayo de 1601, consiguieron organizar un encuentro con la mano de la reina en un edificio propiedad del duque de Lancaster, en el Strand. En dicho encuentro, Cecil tranquilizó a los escoceses diciendo que todas las cosas que había dicho Essex sobre él, en el sentido de que apoyaba las pretensiones españolas al trono en lugar de las de Jacobo, era mentira. Y no sólo eso, sino que se ofreció a convencer a la reina para que la pensión otorgada a Jacobo regresase a su magnitud inicial de 5.000 libras al año. Ante las ofertas de los escoceses y tras mucho pensárselo, Cecil aceptó abrir una línea de comunicación con Jacobo, a cambio de que éste lo tuviese en cuenta en el gobierno de la nación cuando reinase sobre ella.

Jacobo, en efecto, respondió a la correspondencia cifrada que le envió Cecil prometiéndole un futuro muy venturoso al frente del gobierno de Inglaterra; esto, sin embargo, se produciría a cambio de varios servicios presentes, fundamentalmente el impedimento de toda paz con España o, si se prefiere, la definitiva marcha atrás en la política puesta en marcha por Isabel en Boulogne. Jacobo no quería ningún acuerdo con España previo a la muerte de la reina, pues consideraba que algo así abriría de nuevo las especulaciones sobre los derechos dinásticos de la familia pucelana. Cecil entendió el mensaje y, casi automáticamente, abandonó la causa pacifista en el Consejo Privado, dejando solo a su cuñado en esto.

En Valladolid, sin embargo, los planes para colocar a Isabel, la medio hermana del rey español, en el trono de Londres eran cada vez más ambiciosos. El rey español sabia muy bien para entonces que el ocupante de la Santa Sede, Clemente, y el rey francés, Enrique IV, estaban tratando de coser una alianza antiespañola en Europa, y sabía bien que Jacobo podría ser un conspicuo miembro de la misma en cuanto tuviera Inglaterra bajo sus pies. Paradójicamente para alguien tan creyente como él, las noticias que le llegaron de Roma de que Ana de Dinamarca se había convertido al catolicismo y asistía secretamente a misa lo pusieron de los nervios; una noticia así hacía más posible todavía la alianza que él sabía que se estaba intentando fraguar. Dentro de ese pacto, además, lo más lógico era que se incluyese un acuerdo entre Jacobo y Enrique para someter las Provincias Unidas a un poder protestante que echase a los españoles.

Un día, según noticias que llegaron a España con rapidez, Jacobo estaba a punto de salir de caza, cuando observó que su mujer, la reina, llevaba un relicario colgado del cuello. Entonces le pidió permiso, lo descolgó, y se lo puso él mismo, según dijo, para que lo protegiese de posibles accidentes. Ni al rey Felipe ni a sus consejeros se les escapó el significado del gesto, unido al hecho de que hubiese sido tan rápidamente difundido: era una señal del rey escocés en el sentido de que podía llegar, fácilmente, a entenderse con católicos.

En febrero de 1601, Felipe III confirmó definitivamente la candidatura de la infanta Isabel al trono de Inglaterra. Fue un movimiento desesperado, propio de este rey poco proclive para lo taimado y para el pensamiento lateral y a largo plazo, dado que dicha candidatura planteaba más problemas que los que solucionaba: Alberto, el marido de la infanta, era impotente. El problema, de hecho, era tan evidente que el propio archiduque le dijo al rey que era mala idea defender las pretensiones dinásticas de su mujer. La verdad es que el matrimonio ya estaba talludito (Isabel tenía 35 años y él, 46) y disfrutaba de una condición soberana independiente, pues eran reyes de las Provincias Unidas. Para ellos, tenía mucha más lógica alcanzar pactos con Jacobo, arrancarle la cesación en la ayuda a Mauricio de Nassau, que enfrentarse a él intentando quitarle la corona de Inglaterra.

Esta situación presionaba sobre los principales miembros del Consejo de Castilla, de modo que algunos querían seguir en la matraca de las últimas décadas, mientras otros querían abrir negociaciones formales con Escocia. Incluso se planteó la posibilidad de que el príncipe Henry fuese enviado a España para su educación.

A Felipe, sin embargo, le pudo el prurito religioso. Al contrario que otros hombres de su tiempo, que eran conscientes de que la fe religiosa era algo accesorio frente a las necesidades de la geopolítica, el rey había heredado de su padre esa convicción de tener la misión histórica de defender la verdadera Fe sin la cual, la verdad, las relaciones internacionales del Imperio español podrían haber sido mucho más realistas de lo que lo fueron. A Felipe no le gustaba la idea de permitir la sucesión de una reina hereje por un rey hereje, y pronto vino a tener un gran aliado el conde (que no conde-duque) de Olivares. Enrique de Guzmán y Ribera acababa de cesar como virrey de Nápoles, regresando a España y a Valladolid, donde ocupó sitial en el Consejo de Estado. Quique era un político que vivía con una obsesión, que era la unificación de Inglaterra y Escocia bajo un mismo rey. Lo que había que hacer, en su opinión, era labrar una alianza hispano-franco-vaticana para imponerle a Inglaterra un rey católico. No creía en la candidatura de la infanta Isabel porque consideraba que el nuevo rey tenía que ser una figura muy poderosa y carismática.

Los planes de Olivares, como vino a pasar durante más de un siglo con la mayoría de las ideas que salieron del cacumen de esa noble casta, eran, básicamente, humo. No sólo eran humo, sino que dependían, fundamentalmente, de que la Quinta Armada y la invasión de Irlanda llegare a buen fin. Pronto, sin embargo, llegaron a Valladolid las primeras noticias de que aquellos planes habían salido como la mierda. Águila, acorralado y sin esperanzas de recibir ayuda de Tyrone, había acabado por rendirse a los ingleses. Mountjoy, intensamente tranquilizado por una carta de la reina en la que le dejaba claro que sus victorias hacían que ella hubiera dejado de pensar en su posible connivencia con Essex, no tuvo problema en dejar que los hispanos dejasen Kinsdale con armas y bagajes. Tyrone huyó al Ulster pero, la verdad, no pudo evitar que la mayoría de los señores de la guerra irlandeses acabasen por pactar su sumisión formal a la Corona inglesa. El propio Tyrone intentó parlamentar a finales de 1602, pero Isabel se negó (de momento).

En ese mismo tiempo, Navidades de 1602, pues, se podía decir, sin ánimo de mentir, que Isabel se había ganado un lugar entre los grandes monarcas de Europa, cosa que tratándose de Inglaterra podría pensarse que va de suyo pero no es verdad; y que, por lo tanto, era un monarca sólidamente establecido y en lo mejor de su momento. Pero no era verdad. Isabel, 44 años ya reinando, era cada día un cuerpo más torturado. Tenía setenta años, que son como noventa y veinte de hoy en día. Sus criados disponían permanentemente bajo su cuerpo un auténtico ejército de almohadones que buscaban mitigar los muchos dolores que sentía. Algunos informes diplomáticos hablaron entonces de que tenía una protuberancia en una mama...

Además del sufrimiento físico y la enfermedad en sí misma, Isabel comenzó a mostrar los primeros signos de demencia. Convocaba a personas a su lado y, cuando llegaban, las echaba a gritos, pretextando que nunca las había llamado. A las personas mayores, la muerte de alguien querido les suele provocar fuertes descensos en su capacidad corporal y mental, probablemente por las dosis de depresión que les introduce. En el caso de Isabel, esa muerte fue la de su mejor amiga, Kate Carey, condesa de Nottingham y dama de la Corte, que había estado cuarenta largos años a su lado. Sobre si Kate y Elisabeth fueron amantes se ha escrito mucho; no es algo que pueda afirmarse con claridad, pero tampoco hay un solo historiador serio, en mi opinión, que pueda desmentirlo. El caso es que Kate murió el 24 de febrero de 1603. No fue una muerte esperada porque ella era relativamente joven aun (57). Isabel quedó destrozada.

Apenas una semana antes, y es más que probable que no podamos desconectar en absoluto los dos hechos, Isabel había decidido rendir un último servicio a Inglaterra: dejar solucionado, ahí es nada, el tema de Irlanda.

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