miércoles, octubre 24, 2018

Isabel (37: el asunto de los monopolios)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
En medio de los sucesos de Irlanda, antes incluso de que se hubiesen definido, Isabel reunió el que sería su último Parlamento, el 27 de octubre de 1601. La única razón de aquella reunión, como le solía ocurrir a las Cortes en aquella época, era asegurar la recaudación de impuestos ligada a la guerra que se estaba produciendo en la isla. El pueblo inglés, a través de las Cortes, ya le había dado casi un millón de libras, pero lo cierto es que la reina necesitaba otro millón para sostener la lucha en Irlanda, sin olvidar casi 400.000 libras que le seguía costando la aventura holandesa. Para entonces, la Corona había tenido que vender tierras y joyas para equilibrar el gasto, además de gravar de forma importante a los grandes comerciantes extranjeros establecidos en Inglaterra.

La intención de Isabel era una sesión corta. Entramos, pillamos el dinero, y salimos. Pero las cosas tenían otra pinta. John Croke uno de los miembros más combativos del Parlamento, fue elegido speaker, y aquello fue como una señal para comenzar a dar por saco. Algunos de los diputados, conscientes de que la fuerte presión fiscal iba a generar problemas económicos en sus circunscripciones (porque en toda era de la Humanidad, incluida la presente, nos pongamos decubito supino o decubito prono, subir impuestos daña el crecimiento económico), comenzaron a protestar por la medida. Como aquellos parlamentos tenían menos poder que los modernos, utilizaron una vía indirecta: en lugar de negarle a la reina unos recursos que ellos sabían que necesitaba, lo que hicieron fue denunciar el mal gobierno de las elites políticas, y exigir que se abordase su análisis y reforma antes de dar la pasta. Más o menos, o sea: si no es por negarte la pasta, reina; pero dártela para que luego haya gente que se lo pase pipa en prostíbulos, como que no.

Aunque Cecil trató de cortar el debate, éste se desarrolló rápidamente y acabó siendo un debate sobre la corrupción. La tesis, atractiva y en gran parte cierta, era ésta: los pobres de Inglaterra, el sufrido commoner, llevaban años puteados, pagando unos impuestos prohibitivos que les obligaban a trabajar de sol a sol, mientras que los poderosos del país, en ese mismo tiempo, se habían entregado a la molicie, la venalidad, las juergas, el fraude fiscal o el puro y simple saqueo de los recursos de todos. Cecil tenía sus razones para haber tratado de evitar este debate, pues uno de los centros del mismo habían sido precisamente los movimientos de su padre cuando era responsable del Exchequer. El peor de los casos era el de Thomas Sherley, el gestor a cuya responsabilidad se había colocado el mantenimiento y financiación de las tropas en las Provincias Unidas, y que, ahora se sabía, había estado quince años detrayendo una pequeña comisión para sí mismo, nada menos que de 20.000 libras anuales.

Ralegh, al fin y al cabo alguien cuyo origen no era de la casta noble a la que pertenecían la mayoría de los acusados, se unió al coro. En su opinión, el fraude fiscal cometido por los nobles cortesanos y terratenientes no tenía nombre (sí lo tiene: robo). Según él, fincas con un valor real de 4.000 libras tenían una valoración fiscal de apenas 30, para así evadir el pago de impuestos.

A esas alturas del debate, la cuestión de la corrupción desde el poder se asemejaba a una bola de nieve. De la evasión de impuestos, los diputados pasaron casi con naturalidad a la cuestión de la concesión de monopolios. Era éste un asunto de gran enjundia y que, además, afectaba directamente a la reina, pues era ella la que los concedía; por lo tanto, en la medida que esta práctica se desplegase para hacer favores y no para ganar eficiencia económica que, la verdad, era el caso, Isabel resultaba no ya afectada por la corrupción, sino su cómplice; más que su cómplice, su principal organizadora.

De todo ello había más que pruebas. Cuando el extraño e inútil monopolio para la fabricación de barajas fue denunciado y acabó en los tribunales, la reina ordenó a su Consejo Privado que le enviase al primer magistrado de la Corte una orden tajante para que detuviese el proceso. Pronto, miembros de los Comunes enviaron al Parlamento borradores de leyes regulando los monopolios, y exigieron que se discutieran. Aunque el speaker, todo hay que decirlo, hizo todo lo posible para que el tema no se hablara, finalmente un proyecto de ley entró en trámites. Sir Robert Wroth, uno de los parlamentarios más conspicuos y veteranos, tomó la iniciativa, nada fácil en aquel momento, de acopiar la información sobre todos los monopolios que había concedido Su Graciosa Majestad en los tres años anteriores, y la leyó en voz alta en el Parlamento. William Hakewill, otro de los padres conscriptos y habilidoso litigante (lo cual siempre es una herramienta de gran valor en los parlamentos abiertos, donde no sólo se dirimen preguntas y cuestiones previamente pactadas), preguntó de forma retórica si en esa lista estaba el pan; que era entonces, como sigue siendo ahora, el principal y más frecuente elemento de la dieta de las personas humildes (es éste el punto perfecto para colocar una pequeña digresión y decir que, la verdad, los ingleses, si bien la Providencia no los ha llamado por el camino de la sabiduría culinaria, sí que son capaces de elaborar unos panes excelentes). El propio Hakewill se contestó que no; pero, añadió, es sólo era porque todavía no se les había ocurrido a los poderosos.

Aquella sesión parlamentaria, además, estuvo aderezada por una manifestación en toda regla, que tuvo por escenario el patio de entrada del Parlamento. Hoy en día estas cosas sólo son posibles en la calle, pero aquéllos eran otros tiempos. A todos los testigos de la época les parece, además, que aquella manifestación estuvo magistralmente orquestada. El espíquer les ordenó que se dispersasen, pero la turba dijo que se buscara un columpio en la guardería parlamentaria y lo usara comme il faut. Sir William Knollys fue encomendado por la grey parlamentaria para negociar con ellos. Finalmente, consiguió que se fueran y, nada más que lo hicieron, Robert Cecil se levantó en su escaño para bramar: “¿Es que tenemos que aguantar esto?” Sin embargo nadie, absolutamente nadie, secundó su arenga. Así pues, en medio de un despreciativo silencio, se tuvo que volver a sentar.

Para Isabel (en realidad, para cualquier político, pues los políticos en el poder suelen perder la capacidad de percibir la verdadera democracia), aquella sesión del Parlamento presentaba una notable duda. Por un lado, el populacho, es decir esa recua de ingleses de baja estofa, normalmente malolientes y casi siempre borrachos, a los que ella, como su padre, profesaba un profundo, convencido y superior desprecio; esa gente, digo, estaba a piques de dictar una ley del Parlamento, de imponerle a ella un estado de cosas. A ella, nada menos, que estaba en el trono por el designio de Dios en persona. Por otra parte, si dejaba que sus tripas la aconsejasen y, en consecuencia, enviaba a aquella tropa de piojosos al mismo sitio adonde los envió cuando regresaron de librar sus guerras (de ella), se quedaría sin impuestos pues los diputados del Parlamento, claramente alineados con los intereses de sus circunscripciones (¡ah, la democracia de listas abiertas!), no se los darían. No obstante, era la reina; y la edad le había enseñado a ser bastante cabrona.

El 23 de noviembre, el speaker se presentó en el Parlamento con un mensaje regio. En dicho mensaje, Isabel echaba mano del sempiterno recurso de ponerse al frente de la manifestación para resolver el problema que ella misma había creado. La reina, decía, nunca había pensado, al conceder un monopolio, que dicha concesión podría ser ineficiente o corrupta (ja), así pues se comprometía a limpiar aquel campo, para lo cual haría una proclamación. Cecil dio un martillazo más en el mismo clavo al levantarse para confirmar esa intención y afirmar, campanudo, que no se iba a volver a conceder ni una letter of assistance más como la que había salvado el monopolio de las barajas. Vino a decir el chaperón de la reina que las justas peticiones de los shires serían atendidas; pero que una cosa era eliminar los abusos en los monopolios, y otra distinta to see sovereignity converted into popularity. Un poco, pues, la famosa frase de la transición franquista: a la ley, desde la ley. U otra cosa que también se decía mucho en aquella época, por parte de las personas críticas con el cine del destape: una cosa es la libertad, y otra el libertinaje.

La verdad es que aquel mensaje real se había producido, ya, en un ambiente jodido. Horas antes de la sesión parlamentaria, tanto en Londres como en Kent habían estallado rebeliones populares, que se oponían a las levas obligatorias que se habían puesto en marcha para la lucha irlandesa. A Isabel aquellas turbas revuelvas le dieron mucho miedo; la rebelión de Essex estaba muy cercana, y siempre podría ser que alguien tomase el testigo. En realidad, tenía tanto miedo que por aquel entonces tomó la costumbre de ir armada dentro de Palacio (lo cual no deja de ser una coña; para entonces, su mano artrítica apenas le habría dado para sacar el puñal de su funda, y eso con dudas).

El mensaje real, que fue publicado tres días después, se limitó a rescindir doce de las concesiones más escandalosas, como la sal, el vinagre, las ollas, las botellas, o la actividad de salado de pescado. Ciertamente, se prometía que no habría más letters of assistance; pero, por así decirlo, el núcleo duro del injusto (e ineficiente) esquema de concesiones reales permanecía en pie. La reina retenía el derecho a conceder en el futuro cuantas garantías de monopolio considerare.

A pesar de tan magra concesión, el Parlamento decidió enviar a su presidente y a una delegación de miembros a Palacio para agradecer a la reina que hubiese escuchado sus críticas. La fecha de la recepción quedó fijada para el 30 de noviembre y, en la misma, Isabel decidió aprovechar las cosas para soltar un discurso. En realidad, a la reina el tema de los monopolios le importaba poco. Pero todavía estaban en el aire los impuestos que ella quería aprobar, y por eso sabía que no le quedaba otra que pasarle una mano por el lomo a los comunes.

El resultado fue lo que los ingleses conocen como Golden Speech, expresión que lo dice todo sobre la importancia que le dan a esas palabras de la vieja. La importancia, sin embargo, no les llegó para aquilatar la memoria; porque la verdad es que lo que sabemos sobre el discurso es lo que algunos que lo oyeron contaron de él y luego fue recogido por otros; y, la verdad, como ya desde hace mucho tiempo han destacado los historiadores, cuando uno se mete a fondo en ese análisis, tiene la sensación de que hubo testigos que escucharon discursos completamente diferentes. Estamos, pues, ante una auténtica prueba histórica de ese entretenido juego de criajos conocido como El Teléfono Escacharrado.

Existe, desde luego, la posibilidad de acudir al propio borrador que utilizó Isabel, y que de hecho hizo publicar como panfleto. Pero existen otras versiones cuyo origen son personas que estuvieron allí y pudieron tomar notas. En todo caso, básicamente el discurso es eso: el discurso de un político. Isabel reniega de cualquier culpa que pueda tener ella, insistiendo en que todo ha pasado porque los cabrones de los monopolistas la engañaron; dice que nunca se ha mostrado insensible ante los sufrimientos del buen pueblo llano inglés (sí, ése al que negó las justas soldadas de las guerras y al que llevaba décadas negando las mejores viandas de los mercados para llenar su real barriga); y les recuerda a los diputados que a ella quien la ha puesto en el machito es Dios (el mismo que puso en el suyo a María, y bien que ella la decapitó).

Como el Golden Speech no deja de ser el discurso de un político hecho ante unos políticos, no ha de extrañar que cumpliera su función. El 5 de diciembre, una vez que todos los miembros del Parlamento supieron del contenido del discurso por un resumen con que les proveyó el Speaker, los comunes votaron los impuestos que Isabel quería. A decir verdad, en el Parlamento quedó una fuerte corriente de opinión según la cual la reina había soltado unas palabritas y hecho alguna que otra concesión menor, pero, en realidad, había dejado las cosas como estaban. Este partido lampedusiano obtuvo pronto confirmación de sus sospechas, pues esa misma Navidad, Palacio volvió a maniobrar para descarrilar una denuncia contra Edward Darcy y su extraño, inútil y corrupto monopolio sobre las barajas de cartas. El Consejo Privado de la reina, de hecho, decretó amenaza de prisión y querella en los tribunales para quien osare poner en duda los derechos de Eduardo.

El personal, sin embargo, algo barruntaba (como lo barrunta Shakespeare, si leéis con atención sus dramas) de que la movida estaba cambiando. Thomas Allen, un comerciante local de Londres, hizo imprimir sus propias barajas de cartas, retando con ello el monopolio de Darcy; éste, claro, lo llevó a los tribunales. El Chief Justice Popham, sin embargo, esta vez le salió rana a la reina. Colocado entre los deseos de Isabel, la ley que difícilmente se podía imaginar que los apoyaba, y el creciente cabreo general, Popham acabó fallando a favor de Allen. Eso sí, en los fundamentos de la sentencia le abrió un portillo a Isabel, asegurando que había sido engañada, que ella había garantizado el monopolio “por el bien común”, pero que habían sido Darcy y su avaricia quienes lo habían jodido todo. En todo caso, no nos sobremos; a pesar de esta victoria, el sistema permaneció básicamente el mismo. Allen era un rico comerciante que se pudo permitir los elevados y arriesgados costes de ir a la Corte; pero las personas que hubieran querido enfrentarse a los diferentes monopolios, por lo general, no lo eran.

Para Isabel, y para Inglaterra, sin embargo, este asunto de los monopolios se asemejó, y mucha gente lo vio así, como la llegada de la marabunta de hormigas asesinas. Al principio, lo que uno ve son tres o cuatro pacíficas hormiguitas correteando por ahí; pero horas, o días, después, llega un ejército de ellas que se lo come todo. Isabel, reina de Inglaterra, había decretado la ilegalidad de ciertos monopolios “como una decisión graciable”, se ocupó de dejar claro. En su cabeza, ella seguía siendo la reina designada por Dios, tomando por su propia iniciativa decisiones que le pedía su amado pueblo, ante el cual ella no tenía que rendir cuentas. Pero el amado pueblo, en no pocas ocasiones, ya no pensaba así. Ni Isabel era su padre, ni Inglaterra, la verdad, era ya el mismo país.

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