lunes, marzo 23, 2020

Partos (27: el hostión de Severo frente a los hatrenimet)

Otras partes sobre los partos

Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Craso
La altivez de Craso, la inteligencia de Orodes, la doblez de Abgaro y Publio el tonto'l'culo
... y Craso tuvo, por fin, su cabeza llena de oro
Pacoro el chavalote
Roma, expulsada de Asia durante un rato
Antonio se enfanga en Asia
Fraataces el chulito
Vonones el pijo
Artabano
Asinai, Anilai y su señora esposa
Los prusés de Seleucia y Armenia
Una vez más, Armenia
Lucio Cesenio Peto, el minusválido conceptual
Roma se baja los pantalones
De Volagases a Trajano
Fuck you, Trajan
Adriano el prudente, Antonino el terco, Marco Aurelio el pragmático y Lucio Vero el inútil
De Marco Aurelio a Severo, de Volagases a Volagases

Tal y como acabamos de ver en la toma anterior, Severo decidió enviar a sus tropas contra el rey de Armenia, Volagases. El monarca agredido realizó una rápida leva, con la que se lanzó a la defensa de su territorio. En la frontera armenia, ante la inminencia de la batalla, los armenios pidieron tiempo muerto, y los romanos estuvieron de acuerdo en aceptar una tregua. Aprovechando ese momento, Volagases envió un embajada con muchos presentes a Antioquía para seducir al emperador. Severo se convenció de las intenciones de los armenios, y ambas partes firmaron un tratado de paz; de hecho, Volagases incluso recibió de los romanos territorios que le sirvieron para ampliar sus fronteras.
Por su parte Abgaro, rey de Osroene, con el mismo nombre que la mayoría de sus antecesores, procedió a formular una total sumisión a los romanos. Se presentó en el mismísimo campamento romano, ofreciendo a sus hijos como rehenes, y garantizando, con su sumisión, el poder romano sobre toda la Mesopotamia occidental. Esto dejaba a los romanos las manos libres para acudir a la Mesopotamia oriental y Adiabene, es decir los territorios de estrecha dominación de los partos.

Severo repitió buena parte de la estrategia de Trajano. En la Alta Mesopotamia, donde la disponibilidad de madera era muy amplia, construyó una flota, mientras sus tropas de tierra avanzaban por la rivera izquierda del Éufrates, camino de Babilonia. En esa ruta llegaron hasta las cercanías de Ctesiphon sin sufrir demasiado, y capturaron sin problema tanto Babilonia como Seleucia. Después, tras haber trasladado la frota al Tigris, atacaron la propia capital de los partos.

Lo más probable, a la luz de los hechos, es que el rápido avance de Severo pillase a Volagases el parto por sorpresa; si estaba en Ctesiphon cuando llegaron bien pudo no ser por su propio deseo. De hecho, la resistencia de los partos al asedio romano fue básicamente simbólica. Los romanos lograron entrar en la ciudad al primer asalto, algo que probablemente no esperaban ni ellos; y Volagases hubo de huir con un pequeño destacamento de fieles.

Severo hizo honor a su nombre tras entrar en la ciudad, pues practicó, probablemente, el genocidio planificado de toda la población masculina que encontraron sus soldados. Se hizo, además, con el generosísimo tesoro áureo de los partos. Unos cien mil habitantes, mujeres y niños, fueron capturados como esclavos.

A pesar de un triunfo tan sencillo, el ejército romano estaba a punto de experimentar problemas. Esta vez, fue el coronel disentería quien les atacó, al parecer porque Severo había descuidado la logística de las tropas y éstas, mal alimentadas, cayeron enfermas. En esas condiciones el emperador, cuyo objetivo era perseguir a Volagases, tuvo que dejarlo para otro día, pues se imponía el regreso rápido de las tropas, pues se encontraban en riesgo de verse debilitadas en tal grado que pudieran convertirse en presa fácil. Incapaz de regresar siguiendo el curso del Éufrates, donde apenas habían dejado los romanos durante su avance pertrechos de los que aprovecharse, tuvo que escoger regresar por la del Tigris.

Regresando por esa ruta, Severo pasaba cerca de la nación de Hatra, la de los migrantes árabes y, también, la que había tomado partido por su rival, Níger. Como tercera característica, Hatra podía mostrar con orgullo que había sido capaz de resistir ante el embate de Trajano; lo cual quiere decir que, a los ojos de Severo, presentaba la gran ventaja de que, si la tomaba, además de dar un escarmiento a quienes en su día le habían dado la espalda, podría regresar a Roma intitulándose más grande que un emperador admirado por todos. Así las cosas, se desvió en su marcha para tomar la ciudad.

Para su sorpresa, sin embargo, su primer embate fue repelido por los locales, y se diría que sin sudar. Los defensores fueron capaces de incendiar los artefactos de asedio que habían traído los romanos, causando enormes bajas.

La Roma de Severo, esto tenemos que entenderlo, ya no era la Roma que estamos acostumbrados a concebir cuando pensamos en ella. En la Roma de Severo, y Severo no era sino un muy buen ejemplo de ello, quien mandaba era el ejército; y, según y cómo fuesen las circunstancias, en el ejército mandaban, no los mandos, sino los soldados. Los tiempos de las legiones obedientes ya estaban un tanto lejanos; en el siglo II, las legiones romanas eran ya cuerpos interesadamente obedientes; y si no había interés, no había obediencia. Las tropas que rodeaban Hatra, ante la gran mortandad causada por los resistentes y lo impresionante de sus murallas, comenzaron a decir que ir al asedio era tontería, que morirían por nada, esas cosas. Y nadie mejor que Severo sabía que los tipos que eran capaces de encumbrarte, también lo eran de cortarte los huevos y dárselos a los cuervos. Intentó poner las cosas en orden ejecutando a dos de sus oficiales, pero la cosa se puso tan jodida que tuvo incluso que acabar negando que una de las ejecuciones fuese cosa suya y, sobre todo, tuvo que levantar el campo, que volvió a plantar a prudente distancia.

No había perdido Severo, sin embargo, la ambición de tomar Hatra, de poder decirse mejor emperador de entre los emperadores. En su nuevo campamento, más seguro, abordó inmediatamente la construcción de nuevos artefactos de guerra, con los que esperaba debelar de una vez las puertas de Minas Tirith. Cuando se sintió fuerte de nuevo, se presentó ante las murallas de Hatra. Los hatrenimet no se arredaron, y resistieron como sorianos. Aquellos árabes no eran ningunos maulas; disparaban flechas hasta con la cola prensil, tenían una caballería que daba miedo, y eran capaces de fabricar y disparar un fuego que, al parecer, se llevaba por delante todo lo que era combustible. Una vez más, los romanos vieron cómo sus artefactos de guerra desaparecían uno detrás de otro y, después, de la ciudad salió la caballería repartiendo hostias como panes.

Esta vez, sin embargo, Severo consiguió que sus tropas no se echaran atrás, y finalmente cantó línea cuando consiguió hacerle un agujero a muralla. Sin embargo, esa ventaja se perdió por su ambición. El interés de Severo por Hatra, además de la fama histórica, colocarse por encima de Trajano y todo eso, era meramente crematístico. El romano sabía que en la ciudad había grandes tesoros, notablemente en un templo dedicado al sol en el que siglos de piedad religiosa habían acumulado riquezas sin fin. Así las cosas, Severo quería cualquier cosa menos la invasión de la ciudad por sus soldados, pues sabía que, en ese caso, la rapiña individual sería inevitable. Un buen romano nunca le ha hecho ascos a robar lo que no es suyo; pero, coño, de una forma organizada.

Así las cosas, le dijo a los hatrenimet que tenían un día para rendirse; que ya habían visto que había un agujero en la muralla y que lo iban a pasar mal. Los árabes, por toda contestación, aprovecharon la noche de tregua para cerrar la muralla, afortunadamente para ellos sin cantar la rayante canción de Ana Belén sobre el tema. Al día siguiente, con la muralla rehecha, Severo ordenó atacar; pero entonces fueron los soldados los que le dijeron que no mamase; que si no había querido atacar cuando la muralla estaba abierta, que se fuese un poco a tomar por culo.

Finalmente, Severo trató de que los soldados no romanos (sus aliados asiáticos) perpetrasen el asalto; pero donde habían fracasado los experimentados romanos, ellos no lo hicieron mucho mejor. Para entonces, el año estaba en medio de la canícula, con un calor de la hostia y la mitad de las tropas cagando sangre. Así pues, Severo, el que iba a llegar donde no había llegado nadie, tuvo que levantar el sitio de Hatra por segunda vez.

La única buena noticia para los romanos durante aquella larga campaña fue la inacción de los partos, que se portaron como si fuesen los reyes maoríes de Nueva Zelanda. Después de dejar Ctesiphon, no tenemos noticia de ninguna acción de Volagases tendente a amargarle la vida a Severo. Como consecuencia de ello, y a pesar de lo de Hatra, Severo podía decir bien alto y claro que su expedición había sido un éxito. Roma había recuperado sus posiciones en Mesopotamia. Pero no sólo eso, sino que las posesiones romanas habían cruzado el Tigris y se habían establecido en la fértil zona entre dicho río y los montes Zagros. El emperador romano pasó a tener, entre sus títulos, el de Adiabenicus.

Volagases tuvo una década para rumiar su derrota frente a Severo, aunque en realidad no sabemos gran cosa de ese tiempo. Debió reinar, pues, hasta el año 208 o 209. A la muerte de este Volagases IV, el trono quedó en disputa entre sus dos hijos, Artabano y Volagases. Parece ser que fue este último el que acabó ganando, aunque no debió de ser un proceso fácil, pues ambos hermanos acuñaron moneda. Es posible que Artabano se consolidase en la Partia occidental, mientras que su otro hermano se llevaba las provincias orientales.

En el año 212, esto es como diez años después de la muerte de Volagases IV, todavía Caracalla, hijo de Severo y su sucesor al frente del Imperio, se congratula en el Senado de que Partia esté enfangada en una guerra civil. Tres años después, sin embargo, encontramos al mismo protagonista apelando de rey de Partia a Volagases, por lo que debió de ser entonces cuando el tema parecía haberse arreglado; pero inmediatamente debió de sufrir Volagases algún tipo de revés, porque ese mismo año sabemos que Caracalla abrió negociaciones con Artabano.

Artabano, sin embargo, se iba a encontrar con graves problemas. Caracalla, un tipo bastante infatuado, como es lógico tratándose de un hijo de Severo, se consideraba a sí mismo un nuevo Alejandro y albergaba los planes de hacer que Roma llegase hasta la raya de la India. En el año 212, es decir prácticamente tras la muerte de Volagases IV, convocó en Roma al rey Abgaro de Osroene y, cuando lo tuvo delante, lo cargó de cadenas, lo metió en el maco, y decretó la conversión de Osroene en provincia romana.

Una vez incorporado el peón de Osroene, Caracalla pensó, probablemente, que el álfil armenio caería de forma casi automática. Y lo cierto es que le tendió una celada muy parecida al rey armenio en la que éste cayó; sin embargo, no contaba con el pueblo armenio, bastante más bravo, que se levantó contra los romanos. En el año 215, Caracalla tuvo que mandar al país a un ejército al mando de un general llamado Teócrito. Teócrito, como Peto en el caso de Nerón, era el favorito del emperador, pero no el mejor de los estrategas del mundo. Su suerte, por lo tanto, fue parecida: los armenios le dieron hasta en la úvula.

Este tema, sin embargo, no desanimó a Caracalla, quien, en realidad, con quien quería pelearse, era con los partos. En el año 214, aprovechando un conflicto diplomático en el cual dos huidos de Roma habían tomado refugio bajo la administración de Volagases V, solicitó con cajas destempladas la devolución de los huidos. Probablemente, lo hizo deseando secretamente que Volagases se negase; pero el parto devolvió a los refugiados. Es probable que buscase ganar tiempo, pues todo el mundo sabía ya que, tarde o temprano, Roma y Partia iban a volver a enfrentarse.

Fue por esa época cuando Artabano IV tomó el control de la capital parta y, por lo tanto, se convirtió en el rey de reyes formalmente hablando. En el verano del 215 Caracalla, que se encontraba en Nicomedia pero trasladándose a Antioquía, le envió embajadores a Artabano con una propuesta un tanto sorprendente: considerando que el emperador sólo podía casarse con princesas de sangre real, además procedentes de reinos no súbditos, solicitaba la mano de la hija de Artabano. Esto significaba, básicamente, que el emperador le ofrecía a los partos dividirse el mundo en esferas de influencia. Ambos imperios se harían colegas y dominarían el mundo.

Artabano no se podía creer que esa propuesta fuese seria. Sin embargo, rápidamente tanto él como sus megistanes consideraron, y los precedentes de Osroene y Armenia avalan esa teoría, que todo fuese una celada de Caracalla, que lo que estuviese buscando fue forzar una negativa del rey parto para, sintiéndose ofendido, lanzarse legítimamente contra él.

La cosa no era fácil de dilucidar.

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