miércoles, julio 10, 2019

El cisma (17: los castellanos en Basilea)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil


Las cosas iban de mal en peor. En el concilio, y fuera del concilio, reformadores y pontificios se atacaban continuamente unos a otros. De hecho, estos enfrentamientos se produjeron, en el inicio de 1433, incluso delante del propio rey castellano, quien quedó impresionado por las fuertes disensiones en la Iglesia que demostraban aquellas querellas. El abad de Bonneval había exigido ante el rey castellano un gesto claro de apoyo a las intenciones del Papa mediante el nombramiento de los oportunos embajadores para el concilio; pero la potencia política europea se resistió y, de hecho, las cosas no cambiaron hasta que no llegaron de Basilea noticias de que el Papa había llegado a entenderse con los conciliares suizos.

Los grandes ganadores del proceso habían sido Francia y Castilla. Era una situación en la que Tordesillas no podía sino enviar representantes formales. De hecho, el rey improvisó una embajada provisional formada por Juan de Torquemada, Ivo Moro, arcediano de Lara, el chantre de Salamanca Juan de Medina y Juan Alfonso de Segovia. El 4 de noviembre de 1433, todos ellos estaban ya en Basilea. Algo después, el 13 de abril de 1434, se realizó la ceremonia de entrega de poderes para la embajada definitiva propiamente dicha. Era un auténtico dream team de la Iglesia castellana de su tiempo: Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca; Juan de Silva, conde de Cifuentes y alférez mayor del Reino; Alfonso García de Santa María, deán de Compostela; Luis Álvarez de Paz, doctor en Derecho; fray Lope Galdo, provincial de la orden de Santo Domingo; y Juan González de la Maina. En Basilea ya se encontraba esperándolos el protonotario apostólico, Alfonso Carrillo, sobrino del cardenal con el mismo nombre, más tarde arzobispo de Toledo y personaje sin el cual, aunque hoy no lo conozca ni dios, no se entiende la política castellana de las siguientes décadas.

Esta embajada, que llevaba centenares de hombres a caballo con ellos y que debió de ser algo digno de ver pasar, como la antorcha olímpica, llegó a Basilea el 20 de agosto de 1434. El 1 de septiembre anunciaron que estaban dispuestos a currar en el concilio desde el día siguiente.

Las cosas se emputecieron rápidamente, sin embargo. La guerra de los Cien Años estaba cerca y, la verdad, quienes entonces habían sido enemigos, si ahora no estaban dispuestos a matarse, sí que estaban perfectamente dispuestos a darse por culo. Teóricamente, las asambleas eclesiales estaban por encima de eso; pero, en realidad, siempre, en el pasado como en el presente y en el futuro, no han sido una cosa como una expresión más de eso.

Que ingleses y castellanos iban a acabar teniendo algún tipo de problema lo sabían hasta las cucarachas que pululaban por los albañales de Basilea. Ambas partes estaban deseando hacerse de menos la una a la otra, y no buscaban sino una buena disculpa para actuar comme il faut. Como suele ser costumbre (esto pasó muchas veces en las cortes castellanas entre toledanos y burgaleses, sin ir más lejos), el motivo lo acabaron encontrando en la disposición de los asientos de las sesiones conciliares. La prioridad nadie se la discutía a los embajadores del rey de Francia; pero castellanos e ingleses se creían, ambos, acreedores de la medalla de plata. El 6 de septiembre de 1434, los castellanos plantearon el problema a una de las diputaciones del concilio, la Sacra Deputatio pro Fide. Los prelados integrados en este órgano decidieron darle a los castellanos el sitio justo detrás de la embajada francesa; pero entonces, el día 10, los ingleses se buscaron otra diputación, en este caso la Deputario pro Communibus, probablemente porque sabían que allí tenían más parciales. Esta diputación, muy presionada por los respectivos lobbies, tomó la típica decisión salomónica eclesial, llamada en el rubgy patada a seguir: por unanimidad, votó que si las cuatro diputaciones del concilio no se ponían de acuerdo al respecto, se debería formar una comisión ad hoc para resolver la importante cuestión de dónde deberían poner el culo los embajadores.

El 14 de septiembre, Alfonso García de Santa María pronunció, en defensa de las peticiones castellanas, un discurso que ha tenido su importancia en la Historia de España, aunque hoy esté básicamente olvidado. Las razones son dos. La primera es que Santa María, un converso de Burgos de gran cultura, conocía muy bien la retórica latina clásica, y la utilizó a fondo en su perorata, por lo que esta pieza se utilizó bastante en los tiempos en los que se estudiaba retórica latina en serio. En segundo y más importante lugar, durante su parlamento Santa María fue tan lejos en la exaltación de los derechos del rey castellano que su pieza, de alguna manera, fue una exaltación de lo hispano; asunto éste que siempre ha sido de gran ayuda para todos aquéllos que han querido demostrar la existencia del sentimiento de lo español como algo que existió antes que la propia España.

Esto es así porque el centro del discurso del converso fue la búsqueda y exposición de las razones que, según él, demostraban la prevalencia de Castilla sobre Inglaterra. Y éstas eran: la nobleza y antigüedad de los pobladores del reino; la segunda, el alto valor heroico de los castellanos, demostrado, según el speaker, desde Numancia; la tercera, el cúmulo de beneficios acumulados por Castilla desde el Vaticano por su marchamo de defensora de la fe católica, hecho demostrado, recordaba, por el hecho de que Inglaterra tuviese una sola sede metropolitana, y Castilla numerosos obispados y arzobispados; por último, la excelencia del linaje del rey Juan. Acaba el discurso, he aquí la madre del cordero, con una exaltación de lo hispano que haría parecer a un diputado de VOX un separatista peligroso. Las consecuencias del discurso fueron que el 22 de octubre de 1434, cuando los castellanos participasen por primera vez en una sesión conciliar, se les había reservado el sitio detrás de la embajada francesa.

El tema, sin embargo, estaba lejos de estar cerrado. Los castellanos tenían a su favor el voto de dos diputaciones: la pro Fide, como hemos visto, y la pro Pace. Ganaron por un cortacabeza la votación en la diputación pro Reformatoriis. Pero en la pro Communibus pincharon en hueso. Allí, alemanes e italianos conspiraron para sacar adelante la vieja idea de que había que crear una comisión ad hoc.

Castilla se negó a esta componenda. Le apoyaban tres diputaciones y, contando votos, la mayoría absoluta de los padres conciliares. No quería experimentos sino la admisión inmediata de su derecho. El 18 de marzo de 1435, Santa María volvió a defender las pretensiones castellanas, en lo que fue contestado por el obispo de Londres. En el acaloramiento de la discusión que se vino encima, uno de los miembros de la delegación inglesa, nunca sabremos a ciencia cierta si porque tuvo un lapsus o porque quiso tenerlo, se refirió al rey de Inglaterra como monarca de Inglaterra y de Francia. Se montó la mundial. Castellanos y franceses, al calor del erróneo tuit del representante inglés, comenzaron a bramar, y la sesión hubo de ser suspendida. Cuatro días más tarde, los embajadores castellanos incluso hicieron levantar acta notarial de su declaración en el sentido de que no encontraban un adarme de acuerdo con sus colegas ingleses. La cosa se puso tan jodida que el obispo de Lübeck, que presidía lo que podemos considerar la nación alemana, invocó el derecho del emperador Segismundo, en tanto que tal, de designar puestos en el concilio. Los castellanos se lo tomaron como lo que probablemente era: una forma que se habían buscado los ingleses de, como se dice en el periodismo deportivo, ganar el partido en los despachos.

El caso es que el concilio entró en esclerosis por causa de esta cuestión; y no dice gran cosa de la altura espiritual de la Iglesia que una discusión sobre desde dónde se iban a discutir las ideas de Cristo fuese más importante que las propias ideas; sin embargo, como ha he reiterado muchas veces en estas notas, no sólo siempre fue así, sino que lo sigue siendo, y seguirá.

El 30 de abril de 1435, los finos canonistas castellanos (porque España siempre ha enviado a los concilios importantes a sus mejores leguleyos) sacaron a pasear una decretal aprobada por el propio concilio en su sesión XVII, un año antes, por la cual se establecía que toda decisión aprobada por tres diputaciones debería ser automáticamente aplicada. Sin embargo, hasta el 14 de junio la prevalencia española no fue admitida oficialmente. De hecho, Castilla no pasaría una en este tema. Todavía el 13 de enero de 1436, ante las noticias de que el concilio consideraba prevalentes los asientos situados a la izquierda sobre los de la derecha, fray Juan del Corral intervino para exigir que los castellanos fuesen trasladados a los asientos de la izquierda, cosa que se hizo.

La superación de estas mierdas hizo posible avanzar al concilio. El 30 de junio de 1435, los embajadores castellanos solicitaron que se crease una comisión para que resolviese los problemas creados en su Iglesia nacional. La comisión se creó con el obispo de Lyon, Bourges, Rouen, Tours y York, y el abad de Cerreto. El tema fundamental de aquella comisión fue la resolución de las disputas en aquellas diócesis que tenían territorio tanto en Castilla como en Aragón, dado que se habían visto obviamente afectadas por la reciente guerra entre las dos naciones.

En lo tocante a la reforma de la Iglesia, las cosas no estaban muy bien. El concilio no se ponía de acuerdo sobre el número de cardenales que había de tener la Curia, en ese momento abrumadoramente ocupada por franceses (que es lo que había provocado el aviñonismo de la institución papal). Más jodido si cabe era todavía el asunto de las naciones de la Iglesia, ya que Inglaterra quería ser nación por sí misma, en lo que la apoyaban tanto imperiales (alemanes) como pontificios (italianos); mientras que Francia y Castilla estaban frontalmente en contra. Todo esto hacía que los términos de acuerdo a los que había llegado el Papa con el concilio se fuesen disolviendo rápidamente. A finales del año 1436 el propio concilio, dominado por prelados reformistas, y el titular de la Santa Sede estaban frontalmente enfrentados. Ante la falta de avances, los castellanos, finalmente, decidieron presentar una propuesta de reforma eclesial en Castilla, en cuatro partes.

La primera de las reformas había de referirse a cuestiones económicas, como la planteada por la exención de que disfrutaban los miembros de las órdenes franciscana y dominica de pagar servicios al rey; o el fraude generalizado de personas de riqueza que hacían donaciones simuladas que les permitían obtener la exención de impuestos. En este terreno, el Papa se mostró intransigente, dispuesto tan sólo a retirar la exención a los miembros de las órdenes que vivieran fuera de conventos, así como a dar un trámite de apelación a las donaciones.

La segunda demanda de los castellanas era la anulación del derecho de asilo en iglesias, cementerios y otros lugares sagrados, para personas que habían cometido crímenes. Tampoco en este punto se avino el concilio a generar una norma, sino que dejó el asunto en manos de cada obispo.

La tercera reforma exigida era la anulación de las excomuniones que habían formulado muchos prelados castellanos cuando Juan II, llegando a su mayoría de edad, les había quitado las tierras que eran suyas y que dichos prelados se habían apropiado durante su minoría de edad. Tampoco aquí quiso el concilio decretar nada con carácter general. Tan sólo se avino a que cada caso fuese resuelto por un obispo de sede distinta a la afectada, o por un concilio provincial completo.

La cuarta reforma o petición, relacionada con la justicia, tuvo mejor suerte. Pedían los castellanos que sus ciudadanos no tuviesen que acudir ante la Corte de Roma, cosa que les fue concedida en toda causa que no fuera contra el Papa.

Aquella respuesta fue la primera experiencia que tuvieron los castellanos de que el concilio, y sobre todo el Papa, no estaba dispuesto a llegar hasta donde ellos ambicionaban a la hora de reformar la Iglesia. La verdad, tenían toda la razón, cuando menos en mi opinión, los castellanos con sus peticiones. En Castilla se habían producido diversos desmanes y desórdenes en la organización eclesial, y la pura lógica dicta que el mero hecho de que los castellanos quisieran enderezarlas debería haber bastado para que el concilio lo aceptase. Si se quiere dicho de otra manera, técnicamente todos los padres no castellanos deberían haberse abstenido de cambiar las previsiones que habían diseñado los castellanos. Lo que pasa es que, en general, las peticiones castellanas se desarrollaban en un ambiente cada vez más enrarecido entre los reformistas y el Papa, lo cual influía a la hora de convertir todo en un contradiós.

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