miércoles, junio 12, 2019

El cisma (13: los cardenales, a lo suyo)

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El tablero ibérico
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Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
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El ambiente en que se celebró el concilio de Constanza no era el mejor del mundo, para qué negarlo. La reunión estaba fuertemente influida por Segismundo (porque la Iglesia va de espiritual y todo eso; pero todos los grandes concilios de su Historia han estado impulsados por el poder temporal, y en no pocos de ellos los príncipes lo han mandado todo); pero, al mismo tiempo, la reunión lo era, en una parte fundamental, del colegio de cardenales, que era el gruppeto que había provocado el cisma con sus veleidades.

Así las cosas, para Segismundo había dos condiciones irrenunciables en la celebración del concilio. La primera era que se tratase la reforma de la Iglesia antes que la elección del nuevo Papa, para que el nuevo consejero-delegado se encontrase con una serie de hechos consumados y no le quedase otra que aplicarlos. La segunda, más rompedora si cabe, Segismundo quería que el nuevo Papa fuese elegido por la totalidad del concilio, y no sólo por el colegio de cardenales.

En Constanza, además, se había introducido ya una novedad que, como saben aquéllos de mis lectores que se han pasado por la larga serie sobre Trento, en aquella reunión, décadas más tarde, daría para mucha discusión. Esa novedad era la distribución de la cristiandad por naciones (cinco: lo que podríamos llamar Alemania, Francia, lo que podríamos llamar Italia, España e Inglaterra). Fue ésta una consecuencia lógica de la situación en ese momento que hemos dado en llamar, para entendernos más que nada, Baja Edad Media; un momento en el que las ideas carolingias que apostaban por un mando total en la cristiandad, la idea imperial, hicieron aguas, pues primero el emperador temporal y después el espiritual (el Papa) fueron, cada vez más, mostrándose como tipos incapaces de ejercer el liderazgo que de ellos se esperaba. Un proceso que era lógica consecuencia de la pujanza creciente de las naciones individuales, que comenzaban a tener cada una de ellas sus propios sueños imperiales y que no querían saber nada de un poder superior que les impusiera la marca de calzoncillos que tendrían que llevar.

En el punto en que Constanza, como diría un físico, adquiere momento, esto es, en el punto en que los castellanos se presentan allí; en ese momento, digo, el minuto y resultado es como sigue: el colegio de cardenales tiene serios problemas circulatorios, pues buena parte de la sangre de sus cuerpos se les ha pasado a la cabeza a base de poner pies en pared con la cuestión de la elección del Papa. Al nuevo Francisquito, dicen, lo elegirán ellos, o no lo elegirá ni Dios (literalmente). Asimismo, como defensores que son de la constitución gregoriana de la Santa Sede, consideran que hay que adverar sin pasos atrás la superioridad papal en todas las materias dogmáticas (la famosérrima infalibilidad del Papa, tantas veces malinterpretada tanto por tirios como por troyanos), pero también de disciplina y moral.

Segismundo, sin embargo, tiene otra visión. Él es un monarca fundamentalmente alemán, o si lo preferís un monarca europeo centro-oriental; y eso lo marca mucho porque en el patio trasero de su casa hay unos tipos, los husitas, que son los puñeteros chalecos amarillos del cristianismo de su tiempo; y eso le influye mucho. Fruto de esa influencia es que Segis adopte como propias ideas que más allá del Rhin suenan como de coña, fundamentalmente la concepción de la Iglesia como una especie de federación de Iglesias nacionales que deberían tener la disciplina de celebrar concilios periódicos que son los que serían infalibles.

Políticamente, aquello era un enfrentamiento entre las dos no-naciones de aquella reunión: Alemania versus Italia. Francia, por su parte, apoyaba la visión del colegio cardenalicio, convencida como estaba de que iba a poder repetir la jugada de no pocos años antes, y sería capaz de elegir a un Papa franchute; mientras que Inglaterra, recelosa de esto mismo, se alineó con el rey de romanos. En estas circunstancias, obviamente el fiel de la balanza estaba, sobre todo, en Castilla. Los castellanos, recelosos de la alianza entre ingleses y alemanes, prefirieron lo conocido y se decantaron por el colegio de cardenales. Y resulta una ucronía muy interesante preguntarse qué habría sido de la Iglesia y su Historia si la decisión hubiera sido la contraria.

En la sesión del 3 de abril de 1417, que se convocó precisamente para dar la bienvenida a los castellanos, éstos ya estaban en buena parte concertados con los cardenales. El obispo de Cuenca pronunció un sermón en términos muy vagos pero, después de la doctrina, soltó el obús: la delegación castellana, dijo, no se incorporaría a los trabajos del concilio mientras no se le diesen oportunas aclaraciones a diversos puntos que para los castellanos no estaban claros en toda aquella movida.

Fue una jugada muy bien diseñada por parte de los cardenales. Tanto Castilla como Navarra seguían siendo formalmente fieles a Benedicto XIII; la espantá de los castellanos hubiera sellado la continuidad del cisma. Lo que no está del todo claro es qué esperaban obtener los castellanos de los cardenales a cambio de hacer ellos de espadaña de una estrategia oculta para conservar los privilegios electorales de los purpurados. Lo que se da por más probable es que su intención fuese arrancar del colegio cardenalicio la eliminación de los privilegios de votos extrapeninsulares que había obtenido Aragón, y que la hacían más fuerte en cualquier concilio y, de consuno, en la organización de la Iglesia.

Segismundo no estaba presente en la sesión de abril en la que los castellanos la montaron. Pero dos días después, el 5 de abril de 1417, sí que se encontraba en Constanza, por lo que los embajadores castellanos pudieron entregarle un comunicado en el que le expresaban las dudas que querían ver solventadas antes que nada, y que eran dos: por un lado, qué seguridades se podían dar de que la futura elección sería independiente; y, por otro, qué procedimiento se seguiría contra Benedicto XIII.

Para ser exactos y precisos, la carta de los embajadores castellanos planteaba las siguientes cuestiones concretas:

  • Si la ciudad de Constanza era lo suficientemente segura para cualquier participante en el concilio.
  • Exactamente, qué príncipe garantizaba dicha libertad.
  • Si estaban presentes en el concilio representantes de todos los reyes y príncipes católicos y de todas las comunidades italianas o, por lo menos, dos tercios de ellas; y si toda esa gente tenía poderes suficientes para deliberar la unión de la Iglesia. Amén de las razones de las ausencias.
  • Quién sería el custodio del futuro cónclave.
  • Quién garantizará que los electores de dicho cónclave no serán presionados y podrán votar libremente.
  • Descripción de las negociaciones ya producidas para definir el proceso de elección.
  • Garantías sobre la expulsión de Juan XXIII y renuncia de Gregorio XII.
  • Normas a seguir en la deposición de Benedicto XIII.

Segismundo reaccionó instando al propio colegio cardenalicio, pero también a las delegaciones de cada nación, sobre cuál podría ser la mejor respuesta a las cuestiones planteadas por los castellanos. Un movimiento erróneo desde el punto de vista estratégico, pues le dio oportunidad a los purpurados de introducir más cuestiones y, consecuentemente, poner más palos en las ruedas. Así las cosas, el colegio cardenalicio, consciente de que Segismundo tenía una postura cada vez más antifrancesa en política internacional, insistió sobre si la participación en el concilio por parte de todos se podía verificar en suficientes condiciones de seguridad. Asimismo, y esto es lo más importante, sacó a pasear lo que realmente le importaba, que era su oposición a los cambios en el régimen electoral eclesial que habían sido aprobados meses antes.

Segismundo, un poco hasta los huevos, hizo redactar una respuesta a los castellanos en la que, sucintamente, les daba la callada por respuesta, puesto que les informaba de que los dos temas por los que preguntaban, la elección del Papa y la deposición de Benedicto, eran temas que se apañarían una vez que se hubieran incorporado al concilio. Los castellanos, oportunamente informados del texto de la carta que se les iba a entregar, simplemente no aparecieron el día que habían quedado para recibirla.

La partida de ajedrez estaba en ese punto que alcanza todo jugador echado para delante: el punto en el que ya no puede optar por una estrategia conservadora, porque los enroques ya valen de bien poca cosa. Hay que seguir atacando. Segismundo se dirigió al colegio de cardenales para exigir que depusieran oficialmente a Pedro de Luna. Los cardenales le contestaron, con bastante lógica en mi opinión, que si lo hicieran cometerían un grave error. Castilla seguía siendo fiel al Papa aragonés y, consecuentemente, si se tomaba en ese momento la decisión de cesarlo con cajas destempladas, se corría el serio peligro de que los españoles la sostuvieran sin enmendalla y, consecuentemente, se fundase una Iglesia nacional en la península; y entonces, Segis, lo de los husitas te va a parecer una riña de patio de colegio.

La situación de Segismundo no era cómoda. A todas luces, cuando menos para mí y en mi estado de conocimiento, el aspirante a árbitro de la política europea, tal vez mal aconsejado por sus más fieles, quienes tal vez tendieron más a dorarle la píldora que a contarle la verdad de las cosas, Segismundo había creído que la lata castellana, que en realidad era la lata española de alguna manera, sería mucho más fácil de abrir. Una nación en situación de provisionalidad, con el trono vacilante, crecientes dificultades incluso respecto al Papa a quien habían decidido obedecer, teóricamente tenía que haber llegado a Constanza mucho más pastueña. Pero en este tema, la verdad, Segismundo fue un lila, pues en buena parte él mismo había labrado la resistencia castellana. Ya he dicho que ésta, en buena medida, estaba alimentada por el colegio de cardenales, que era quien realmente se jugaba más en todo aquello. La Iglesia católica estaba a piques de dejar de ser una Iglesia universal y pasar a ser una reunión de piezas más o menos confederadas; y en ese terreno, la existencia de un colegio cardenalicio clásico, como el que tenemos todavía hoy en día, residente en Roma y más obediente al mando vaticano que al de sus sedes teóricas (muchos cardenales nunca pisaron, ni nunca pisarán, las sedes que representan), estaba más que en peligro.

Segismundo es uno más de los cienes y cienes de príncipes y estrategas de mando que encontramos en la Historia que se saltó la lección el día que explicaron ese mito falso de que la única forma de cocer una rana viva es subir el fuego muy lentamente. Llegó a Constanza con un concepto juliano (veni, vidi, vinci) y se creyó que aquellos viejos temblorosos vestidos con batas purpuradas y zapatitos de nenaza no iban a ser enemigos. Pero, ay, amigos, siempre lo son. No lo olvidéis.

Lejos de conseguir lo que buscaba, esto es la sumisión más o menos impostada de los castellanos, lo que se encontró Segismundo fue que tanto la delegación francesa como la italiana, que hasta entonces acudían a las sesiones del concilio como si les acabasen de meter un chute de propofol, despertasen y comenzasen a dar por culo.

La cosa, de hecho, no hizo sino ir a peor: el colegio de cardenales, crecido por lo bien que le estaban yendo las cosas, anunció la creación por su cuenta de una comisión para estudiar las condiciones de la futura elección del Papa. Franceses, italianos, navarros y aragoneses se unieron al grupo inicial de ocho cardenales. Castilla no podía hacerlo porque, formalmente, no estaba en el concilio; pero desde entonces no pararía de reclamar que fuese dicha comisión la que decidiese sobre la elección.

Segismundo seguía reclamando que Benedicto XIII fuese cesado y los castellanos unidos al concilio antes de que se hablase de la elección del nuevo Francisquito. El 10 de mayo, el rey de romanos convocó una reunión de las naciones para proponer que se le exigiese a Castilla incorporarse al concilio mediante una requisitio in vim iuramenti. Los cardenales, sin embargo, pretextaron no tener poder suficiente. Los franceses e italianos le dieron a la propuesta una patada a seguir, diciendo que tenían que consultarla. Y los aragoneses y navarros advirtieron, una vez más, que se podía producir un nuevo cisma.

Segis lo tenía crudo. Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho, dice Alonso Quijano. Lo suyo fue peor; se arreó una hostia contra la Iglesia y contra Castilla. Eso no lo regatea ni Messi.

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