lunes, noviembre 27, 2017

Trento (epílogo)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio, hasta llegar a su cierre.


Bueno, ya hemos cerrado el concilio de Trento y podemos pensar que hemos vendido todo el pescado de esta serie. Pero, en realidad, no es cierto. Todavía hay cosas que contar. Todavía hay que hablar de las consecuencias del concilio.


Esto es así porque, en realidad, el concilio de Trento fue un problema, digamos, interpretativo, prácticamente desde el primer segundo después de haber concluido. El centro de esta polémica eran las decretales disciplinarias. Nos explicaremos.

Cuando un concilio habla de dogmas, no hay nada que discutir. Si el día de mañana, por poner un ejemplo, un concilio ecuménico decidiese dar la espalda a la virginidad de la Virgen, a todo el orbe católico, por mucho que le jodiera, no le quedaría otra que secundar el movimiento y comenzar a declamar en misa que Jesús fue hijo natural del carpintero José. Cuando los concilios hablan sobre dogmas, sube el pan. Sin embargo, con las regulaciones disciplinarias, las jerárquicas o las que regulan la liturgia, ya la cosa cambia. En ese caso, cada país tiene que aceptar y publicar las decretales para hacerlas suyas.

La primera persona de la que cabía dudar que obedeciese esas regulaciones era el emperador. Pero Fernando, ya lo hemos dicho o insinuado varias veces en estas notas, ni era su hermano Carlos ni tenía tampoco de hecho el poder que disfrutó él. Ordenó a sus dos mayores representantes, los arzobispos de Praga y de Olmutz, que firmasen disciplinadamente el cierre de Trento. Es probable, aunque no se pueda demostrar, que para entonces ya conociese una decisión que tomó el Papa pocas semanas después, en abril de 1564, en el sentido de permitirle a los obispos alemanes, con ciertas restricciones, la provisión del cáliz a los laicos. Sabiendo que se iba a producir esta cesión, es probable que fuera más proclive a ceder él mismo.

Pero eso, claro, era Fernando. De quien ya hemos dicho que ni de lejos tenía el mismo poder efectivo que su hermano. En realidad, una vez que se conoció el resultado de Trento, ni los territorios incluidos más o menos en la moderna Alemania, ni los húngaros, se sintieron nada concernidos con el apoyo imperial a las decisiones conciliares. Tenían sus razones. En Trento había habido muy pocos representantes húngaros y ninguno alemán. Ninguno de los dos territorios, pese a estar en el Imperio, había aceptado nunca oficialmente las decisiones de Trento.

De hecho, lo más probable es que la concesión del cáliz fuese una petición expresa de Fernando al Papa para tratar allanar el camino con los obispos alemanes. El emperador, de hecho, una vez que se produjo la concesión, se aplicó a presionar a los hombres de Iglesia alemanes para que publicasen los decretos. Pero todavía dos años después, el nuncio y para entonces cardenal Gian Francisco Commendone todavía estaba batiéndose el cobre ante la Dieta de Ausburgo para defender los planteamientos del emperador. En respuesta, el arzobispo de Maguncia le contestó que los obispos alemanes aceptaban de buen grado todo lo que el concilio había dicho en materia de fe, doctrina y culto divino; pero que había ciertas regulaciones en materia de disciplina de las que querían ser dispensados, y que en el seno de los obispados alemanes se daban una serie de usos litúrgicos que no tenían ni fuerzas ni ganas de abolir.

El gesto alemán de firmar las disposiciones trentinas en materia de fe y dogmas, sin embargo, tuvo un efecto inmediato. En cuanto los alemanes firmaron las decretales dogmáticas, representantes del rey de Polonia y del de Portugal, del duque de Saboya, de la República de Venecia, del Gran Maestro de la Orden de San Juan y los de los cantones católicos de Suiza las firmaron también. En Francia, todas habían sido ya aceptadas con anterioridad (nos ha jodido) por el cardenal de Lorena. Luna era el único que mantenía su negativa a firmar hasta no tener una orden inequívoca en ese sentido de su rey.

La situación, sin embargo, era más problemática de lo que parecía. El embajador francés Du Ferrier le escribió una carta al rey en la que le venía a decir que el apoyo de los obispos franceses a la clausura de Trento (clausura a la que Du Ferrier ni siquiera acudió) había sido un acto de poca libertad por parte de unos prelados dominados por el Papa y su poder sobre coimas y privilegios; además, se mostraba en contra, como siempre lo habían estado los franceses, de que finalmente se hubiera declarado la continuidad de las diferentes asambleas de Trento, como quería Felipe II. Finalmente, se apuntaba a la teoría en su día expresada por el obispo español Guerrero, en el sentido de que los decretos no necesitaban la aprobación del Papa.

Todos estos problemas afloraron en cuanto Lorena regresó a Francia y comenzó a ser asediado por los miembros del gobierno de Catalina de Medicis. Finalmente, se convocó una reunión de alto nivel, a la que asistió el propio cardenal, en la que se decidió dejar en suspenso sin fecha la publicación de los decretos de Trento en Francia, por considerar que tenían elementos contrarios a los intereses de la corona y de la Iglesia galicana. Lorena, desautorizado delante del resto de poderosos de Francia, se retiró a su sede episcopal de Reims donde, por cierto, publicó e hizo respetar los decretos de Trento en materias de doctrina; los relativos a la disciplina de la Iglesia no consiguió imponerlos, aunque ante la multiplicación de los problemas acabó por convocar un sínodo provincial.

Santa Croce, el nuncio papal ante el Louvre, comenzó una campaña agresiva de comida de oreja ante la Medicis para conseguir la publicación de los decretos en Francia. La reina in pectore, sin embargo, se negó categóricamente. En primer lugar, en una de esas regulaciones dirigidas al poder temporal, Trento pretendía prohibir ciertas distribuciones de beneficios entre laicos de la que París hacía un uso habitual y a la que no estaba dispuesto a renunciar. Y, en segundo lugar, la corona francesa temía lógicamente la reacción hugonote. En todo caso, en los decretos de Trento había un sinfín de elementos técnicos, desde la casación de los testamentos hasta el nombramiento de los notarios reales, que habían sido adjudicados en Trento a los obispos en detrimento del poder temporal; y éste, cuando menos en Francia, no estaba dispuesto a cederlos. Se declaraba, asimismo, el carácter divino (y, por lo tanto, tan irrenunciable como inmutable) de los diezmos eclesiásticos; una condición que había sido negada ya en Francia por varias sentencias de tribunales superiores, que ya por entonces comenzaban a entender que la única legitimidad que sostiene un impuesto es que lo fije un gobierno que, por lo tanto, igual que lo fija, lo puede desfijar. Y, sobre todo, París no podía colocarse detrás de unos decretos que establecían la sumisión primera de los obispos franceses a la jurisdicción romana, porque eso supondría sancionar la injerencia del Vaticano en los asuntos internos de los obispados y, por ende, del país. Menudos son los franceses como para dejar que venga un puto italiano a decirles si tienen que desayunar cruasán o brioche.

En 1614, sesenta años después de haber terminado Trento que se dice pronto, todavía los nuncios papales y hasta los Estados Generales rogaban sin éxito a la corona que aceptase las regulaciones de Trento. En puridad, hay que decir que las decisiones de concilio de Trento no han sido nunca oficialmente publicadas, ergo asumidas, en Francia.

¿Y España? Bueno, España es diferente. El rey Felipe había quedado bastante contento de la forma en que se había cerrado el concilio. Para él, ciertamente, Trento presentaba una victoria en el terreno dogmático, donde sus puntos de vista, que hoy diríamos ultraconservadores (y lo eran incluso para la época) se habían impuesto a la visión de alemanes y franceses. Con las decretales referentes a la reforma de la Iglesia, el tema era ya otro. La conclusión final de tanto dime y tanto direte había sido el incremento del poder de la Iglesia en detrimento del temporal; y eso al rey español, aunque algunos quieran ver en él a un fanático religioso al que todo le daba igual a cambio de una indulgencia, eso no le gustaba nada.

El principal problema lo tenía el rey español con una decisión de la sesión vigésimo cuarta, según la cual todo prelado de nuevo nombramiento fuera examinado en su ortodoxia y austeridad por el sínodo provincial, y en última instancia por el propio Papa. El embajador Vargas se había quedado casi sin lengua en Roma explicándole al Papa que esa regulación le parecía Felipe “poco decente” y muy peligrosa para la paz de sus reinos. En realidad, lo que pasaba es que reducía enormemente el poder real de apadrinaje. Tampoco gustaban a los españoles otros capítulos aprobados en esa sesión que consideraban tendían a ser demasiado blandos con los reformados frente a la Inquisición,

El año 1564 se consumió sin que Felipe II permitiera la publicación de los decretos de Trento en España, en las Provincias Unidas, en sus posesiones italianas y borgoñonas. Pero al año siguiente España comenzó a tener fuertes problemas financieros, para los cuales le venía muy bien una ayudita de Roma; por lo cual Felipe cedió y autorizó la publicación; aunque con importantes restricciones. Concretamente, estableció el rey español en su publicación que ninguna restricción de su poder quedaría automáticamente establecida, sobre todo en materias como los privilegios judiciales, el derecho de apadrinamiento o de nominación, la regulación de los diezmos que hubieran de ser pagados por laicos y otros varios temas. En suma, Felipe aceptó sólo aquellas decisiones de Trento que no le afectaban a él y, muy especialmente, había evitado su pérdida de influencia en el nombramiento de prelados y sobre la jurisdicción eclesiástica.

Los juristas españoles, además, rápidamente desarrollaron la doctrina (yo creo que cierta desde el punto de vista del Derecho) según la cual los privilegios del rey católico, bien procedentes de la concesión directa del Vaticano, bien fruto de una fuerte carga consuetudinaria, no podían ser abolidos así como así por un concilio ecuménico. Hay entender, además, que en algunos territorios de dominación española, entre los privilegios fruto del pasado se encontraba la entrega al rey temporal español de la condición de legado apostólico nato; esto venía a significar que, en los territorios donde tenía concedida esa condición, el rey asumía la justicia eclesiástica desde la primera instancia; y eso era algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar. De hecho, todos los virreyes y gobernadores de los innúmeros territorios españoles dentro y fuera de Europa fueron rápidamente instruidos en el sentido de que no debían aceptar ninguna de las novedades de Trento en este terreno.

¿España mostraba egoísmo con esa actitud? En mi opinión, ni modo. Ya hemos visto, para empezar, que la actitud de Francia fue incluso más radical. Pero, ¿y, por ejemplo, Venecia? Pues la verdad es que la república, guardándose de mostrar una pleitesía superficial, en realidad reaccionó de forma muy parecida a España. La formal sujeción veneciana provocó la euforia del Papa, el cual les regaló un palacio en la capital; un edificio que si no estoy equivocado hoy ocupa la embajada de Austria en Roma. Sin embargo, a la larga Venecia decidió conservar todos sus usos antiguos y sus derechos de soberanía.

En lo que toca a Portugal, el rey Sebastián, un hombre que había sido criado por los jesuitas y, en consecuencia, era, literalmente, más papista que el Papa, no puso reparos a las recetas trentinas. En lo tocante a Polonia, entonces un país peligrosamente penetrado de reformismo, el Papa tuvo la suerte de que el rey Segismundo Augusto le era profundamente fiel. Entre el rey y Commendone, que anduvo por ahí de nuncio, consiguieron cerrar la puerta a un concilio nacional que se estaba cociendo y que la Dieta de Varsovia aceptase los decretos de Trento sin enmiendas. Con este paso, entonces no se podía saber pero así fue, comenzó a forjarse la condición de Polonia como stronghold católico en la Europa del Este.

Por último, los siete cantones católicos de Suiza, que entonces haberlos habíanos, también aceptaron los decretos de Trento, aunque no sin matizar que no harían nada para tratar de imponérselos al resto de la confederación.



A partir de este punto del epílogo, es muy difícil seguir. La pregunta valorativa final es: ¿labró Trento la desgracia final de la Iglesia, o la salvó de desaparecer? Paradójicamente, yo creo que la respuesta correcta bien puede ser... las dos.

En Trento la Iglesia labró los cimientos de su propia destrucción como poder geopolítico de primer orden. Cuando el canciller prusiano Otto von Bismarck intervino ante su parlamento para hablar de las reticencias del Vaticano a la formación de Alemania (la formación, pues, de una nación básicamente protestante en el centro de Europa), sentenció, campanudo: “no habrá otro Canosa”. 800 años después, Bismarck se refería a la peregrinación, y posterior humillación, del emperador romano germánico Enrique IV, quien había sido excomulgado por el Papa Gregorio VII y hubo de ir a Canosa a suplicar, ése es el verbo, que lo perdonase. Era el año 1077 y en aquel entonces todo el mundo asumía que la donación de Constantino era un hecho cierto y que todos los reinos temporales de Europa eran como realquileres de un reino único, ostentado por el Papa. Bismarck, diciendo lo que dijo, vino a decir: construiremos Alemania; y si al Papa no le gusta, le recomiendo que se aparte de nuestro camino, no sea que le vaya a caer alguna que otra hostia.

El proceso por el cual la Iglesia católica comenzó a ser irrelevante; el proceso por el cual sus hombres tuvieron que empezar a ambicionar pequeños y mezquinos reinados como el que intenta el magistral Fermín de Pas sobre una niña pija e impresionable de provincias, y poco más; ese proceso, digo, de alguna manera empieza en Trento; un proceso del que la Iglesia sale más poderosa que nunca, pero no más fuerte. El categórico “aquí se va a seguir haciendo lo que digo yo, perdón, lo que dice Él” con que se puede resumir Trento hubiera estado de coña de haber sido obedecido por la grey católica; pero, la verdad, ni siquiera lo fue en el minuto uno; menos aún pasados los siglos. La Iglesia caminaba con paso firme hacia su irrelevancia, ésa que se hizo evidente el día que un jefe del Estado fascista (por cierto) decidió darle estatus de Estado para que tuviera algo. Y ni ese algo supieron administrarlo correctamente, como demuestra el hecho de que, en ausencia de una correcta supervisión financiera, convirtiesen su Vaticano en una cueva de ladrones que acabó con un señor ahorcado debajo de un puente de Londres.

Pero, al mismo tiempo, la Iglesia se salvó. Porque la reforma protestante, y muy especialmente la actitud y las costumbres mostradas por la Iglesia en sus tiempos inmediatamente anteriores, la habían colocado al borde de la disolución. Al borde de convertir el cristianismo en algo parecido a la religión musulmana; una creencia según la cual, según la fetua que leas, lo mismo tienes que arrancarle los cojones a tu vecino que invitarlo a cenar. La conservación de una jerarquía católica, la verdad, ha sido agua bendita (nunca mejor dicho) para la Historia occidental de los últimos quinientos años.

En fin, hasta aquí hemos llegado. Te dije que te pusieras cómodo, que el viaje era largo. Espero que no se te haya hecho pesado.

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