lunes, julio 23, 2018

El regente Ciscar (9: el primer enfrentamiento)

Como es bien sabido, el periodo de negociaciones entre Napoleón, a través de La Forest, y Fernando VII, fue en buena parte un duelo de trileros. El emperador francés tenía prisa por cerrar el problema español, puesto que los tenía mucho más acuciantes. Fernando, sin embargo, a pesar de que tenía una información muy fragmentada, y normalmente de parte, sobre la evolución de los hechos en España, era consciente de que debía gestionar cambios importantes en el entorno desde el momento en que la familia real se había marchado del país. Consecuente con lo que sabía que había pasado, contestó a Napoleón que él no podía por sí solo pactar con él, puesto que tenía que contar con la Regencia para cualquier decisión.

En este momento, Fernando se apoya fundamentalmente en el hombre en quien más confianza es capaz de depositar: el peruano José Miguel de Carvajal y Manrique, duque de San Carlos. San Carlos era un convencido activista fernandino. Había estado presente en el motín de Aranjuez y era conocido por su cercanía al entonces príncipe de Asturias. Carlos IV, de hecho, lo nombró su mayordomo mayor como un gesto de acercamiento a su hijo, pero finalmente lo tuvo que cesar a causa de su natural maniobrero y tocahuevos. Desde 1809, Carvajal estaba también preso en Francia, concretamente en Lons-le-Saunier, pero fue rápidamente trasladado a Valençay por orden de Napoleón, que era buen conocedor del ascendiente que tenía el aristócrata en el ánimo del príncipe. El peruano llegó a Valençay el 21 de noviembre, y muy poco después inició con La Forest la redacción de un tratado de paz entre España y Francia.

Los negociadores, por ambas partes, se movían entre los dos polos opuestos consistentes: por una parte, en realizar una negociación clásica entre poderes absolutos, una negociación pues en la que Fernando se constituía en plenipotenciario que podía decidir por sí mismo; y, por otra, en aceptar los cambios constitucionales que se habían producido en España y, consecuentemente, hacer a la Regencia cómplice y actora de las negociaciones.

Las Cortes españolas, sin embargo, habían ratificado el 2 de febrero de 1814, tal vez oliéndose la tostada, un decreto emitido el 11 de enero de 1811, por el cual se declaraba que el rey de España no era libre y, en consecuencia, sus actos no eran válidos. La validez de todo acto del rey de España requiriría como condiciones previas su libertad y su gesto de jurar su cargo en las Cortes, conforme las previsiones del artículo 173 de la Constitución de Cádiz. En tanto en cuanto estas previsiones no se produjesen, el mando político de España lo tenía la Regencia, y ésta no pensaba actuar como respuesta del mero deseo de un rey prisionero. Frente a este punto de vista, estaba el de los absolutistas fernandinos, para los cuales la ausencia del territorio nacional del rey era tan sólo un hiato y, por lo tanto, su eventual regreso debería producirse en las mismas condiciones en que se produjo la marcha. Un tercer punto de vista era el de los considerados afrancesados, para los cuales el poder francés sobre España se había producido en términos de plena legalidad, así pues la fuente del regreso de Fernando eran las decisiones de Napoleón.

En esta situación, el 8 de diciembre de 1813 los dos negociadores: el conde de La Forest y el duque de San Carlos, firmaron el texto el tratado de paz entre Francia y España. Ese mismo día, Fernando comisiona a San Carlos para que se llegue a España con una carta suya a la Regencia; misiva en la que, después de alabar los esfuerzos y sacrificios realizados por los españoles en todo el tiempo que ha durado su dorado exilio francés, le insta a devolver el tratado convenientemente firmado, por ser ello lo más conveniente para España.

A Fernando, en todo caso, no se le escapaba que la Regencia sería probablemente hostil a la medida. Aunque dejemos aparte el hondo debate constitucional que suponía que Fernando pretendiese imponerle un trágala a unas Cortes y una Regencia que mal que bien habían sacado el país adelante, estaba el problema de que la paz entre España y Francia planteaba el problema del regreso formal de España a un bloque de fuerzas europeo que, claramente, estaba perdiendo la guerra. Para España, desde un punto de vista geopolítico, desde luego lo que más le convenía era permanecer en el bloque en el que en este momento se encontraba: aliada de Inglaterra y, gracias a ese cordón umbilical, de la amplia coalición continental antinapoleónica. De hecho, Fernando no tenía intención de abandonar esa posición tan cómoda; para él, el tratado firmado con Francia no era sino una triquiñuela más para verse libre y en la plaza de Oriente, desde donde tenía la intención de hacerle la guerra al francés con la ayuda de Inglaterra. Por esta razón, Fernando instruyó a San Carlos para que, en el caso de encontrarse una Regencia de alguna manera proclive a firmar el tratado, les dejase claro que era una firma temporal, porque a la vuelta a España Fernando declararía que lo había firmado en cautividad, y habría continuado la guerra contra el francés. En el caso, que todo el mundo en Valençay reputaba más probable, de que la Regencia se pusiera de canto. En ese caso, San Carlos no debería hacer un arco de iglesia de la firma. De hecho, no debería hacer un arco de iglesia de absolutamente nada; si se le insistía por las instituciones que el rey debía firmar la Constitución, debería resistirse, pero asintiendo en las diez de últimas.

La Regencia, sin embargo, se mostró más renuente de lo que la camarilla de Valençay había imaginado. El duque de San Carlos fue despachado con displicencia, y los regentes se limitaron a firmar al pie de una carta al rey recordándole que tenía que realizar su juramento constitucional. De hecho, puesto que Fernando había previsto que San Carlos tuviera algún problema, también envió, en paralelo, al general Palafox con el mismo documento y la misma misión. Pero el militar recibió la misma respuesta que el aristócrata. Más aún, en este caso le informan a Fernando de que las potencias beligerantes han convocado una conferencia para dibujar la paz en el continente, y que la Regencia ha nombrado un embajador especial para dicha convocatoria. Ahí, aseguran los regentes, es donde se deberá diseñar el tratado final que el rey deba firmar, pero como rey constitucional.

En fin, fue ésta de la presunta paz bilateral entre España y Francia la primera de las cuestiones en las que el rey y la Regencia habrían de chocar, y es lo justo decir que en él la segunda estuvo firme y canónica en defensa de los intereses ya constitucionales de España. Lo que Fernando pretendía era un acuerdo bilateral con un país que estaba de retirada en todos los campos de batalla europeos; una alianza de perdedores en la que España, que no se olvide en ese momento todavía era dueña de innúmeros territorios en el mundo, ambicionados por varias potencias, tenía mucho que perder. En realidad, a la hora de relatar estos hechos hay mucho historiador sobrado y un tanto fantasioso que tiende a cargar el relato en el pie del constitucionalismo: si la Regencia se negó a las pretensiones del rey era porque lo quería meter en cintura de un sistema político con el que sabía que no comulgaba. Queda muy bien decir eso y hasta sería una buena manera de conseguir la subvención de la comunidad autónoma de turno para alguna investigación chorras; pero lo cierto es que, en buena parte, no fue así. Que la Regencia defendía, y siguió defendiendo, el sistema constitucional de España, no será este amanuense quien lo negará. Pero que esa defensa era el principal factor que la impulsaba a negarse a firmar el tratado de paz, eso es decir mucho. Muchérrimo. Lo que más movía a la Regencia a dejar tirado al rey con su tratadito era Inglaterra. España había ganado una guerra, pero en esa victoria había quedado notablemente dependiente de la potencia exterior, como bien demostrarían los 90 años siguientes en los que, sola, fané y descangallá, España comenzaría a perder todas las perlas engastadas en su corona, una a una. Lo que más le preocupó a los regentes cuando leyeron el texto pactado por San Carlos y La Forest fue el hundimiento del prestigio internacional del país que traía aparejado como, digamos, anexo metafísico. Es precisamente Ciscar quien, en una de sus cartas, nos da el dato de que, con el borrador de tratado encima de la mesa y tras leerlo, lo primero que hizo la Regencia fue dirigirse al embajador inglés para decirle que no lo firmaría.

Fernando de Borbón era un hombre muy político porque, como demuestra muy bien el proceso por el cual se defecó y orinó sobre la Constitución de Cádiz y se estableció como monarca absoluto, tenía cierta inteligencia natural para la que siempre digo es la principal fortaleza de todo buen político: el manejo de los tiempos. Pero que alguien sepa manejar los tiempos no quiere decir que tenga inteligencia política y capacidad de empatía. En términos generales Fernando, criado en una Corte en la que no se pensaba mucho y se actuaba todavía menos, tenía una capacidad analítica muy limitada, lo cual hace que se aviniese a hacer cosas que, si hubiera pensado dos veces, habría cambiado. El Borbón, para ser exactos, pareció no darse cuenta, aunque es difícil que no fuese consciente de ello, de que la firma del tratado con Napoleón que él pretendía supondría que automáticamente el francés tendría a su disposición tropas en ese momento emplazadas en España para cruzar la frontera, o dos o tres fronteras incluso, para presentarse en el teatro europeo, donde hacían mucha falta. Firmar aquel tratado, por lo tanto, era decirle a Londres, a Berlín, a Viena, que un rey español, que había pasado los últimos meses rodeado de cervatillos y nobles franceses diletantes, ahora cambiaba muertos españoles por cadáveres de sus países.

De hecho, la preocupación de la Regencia por mantener inmaculada la relación con Inglaterra era tal que, con fecha 21 de marzo, propone al embajador Henry Wellesley la firma de un tratado de alianza entre Inglaterra y España mediante un texto que, en ladina cláusula, establecía el compromiso de no regresar a ningún tipo de pacto de familia en el caso de que un Borbón volviese a ceñir la corona de España.

Puede decirse, por lo tanto, que las probabilidades son muchas de que lo que la Regencia quería conservar a toda costa era la buena relación estratégica con Inglaterra. Juzgaban los hombres de gobierno en España, con bastante buen criterio, que las décadas de alianza estratégica con Francia producidas en el siglo anterior habían sido bastante poco productivas para España (por decirlo de alguna manera) y proponían, por así decirlo, un giro geopolítico radical basado en la alianza con Inglaterra (un giro a la portuguesa, podríamos decir). Para poder sacar adelante estas previsiones, el principal argumento que encontraron los políticos liberales fue repudiar las decisiones tomadas por Fernando en Valençay argumentando que no habían cumplido las previsiones constitucionales y que, por lo tanto, por mucho que fuesen tomadas por el rey de España, eran decisiones que no podían darse por válidas. Por lo tanto, tal es mi opinión, la geopolítica precedió al constitucionalismo, y no al revés.

Todos estos sucesos, en todo caso, también tuvieron un impacto en Valençay. Poco a poco, los hombres de Fernando, y el propio Fernando, van acunando la idea de que el tratado con Napoleón se va a convertir en papel mojado, quieran ellos o no. Sin embargo, lo que está claro para los absolutistas es que, si están en una posición débil, ello es básicamente porque no están en España. A esas alturas de la película, Fernando se sabe El Deseado, las propias cartas de la Regencia así lo estatuyen, y comienza a barruntar la posibilidad de que el país acabe por secundarle en el caso de que decida presentarse en el país y hacer juego revuelvo con la labor de unas Cortes y de una Regencia que, en todo caso, son muy poco conocidas en buena parte del país por razones diversas. A partir de ese momento, pues, la prioridad de Fernando será regresar a España para deshacer en lo posible esa conditio sine qua non que le impone la Regencia para que sus actos puedan ser aplicados.

Los principales asesores del rey, en ese momento el duque de San Carlos y el maniobrero Escoiquiz, son los padres de la idea, que por otra parte es fundamentalmente cierta, de que los españoles le tienen más cariño a la figura de su rey que a la Constitución que han elaborado unos cuantos pelaos en Cádiz. Por ello, rápidamente se aplican a diseñar un plan de recuperación del poder. Un plan que parte de la base de que no será necesario tomar grandes medidas respecto del pueblo llano, quien como un solo hombre se moverá en favor de la figura de su rey; y que, por lo tanto, se centra en ilusionar a la nueva clase de dirigentes y, diríamos hoy, mandos políticos intermedios, a los que, son conscientes los de Valençay, hará falta tentar con un futuro. De hecho, ya San Carlos, en su viaje a España para negociar con La Regencia la firma del tratado con Francia, se llevó varias cartas y mensajes privados para prohombres políticos españoles.

La cuestión de si la Regencia y las Cortes vieron venir esto no es del todo fácil de contestar. Lo que sí es bastante evidente es que, si lo vieron venir, no lo supieron parar.

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