lunes, mayo 13, 2019

El cisma (10: los preparativos de Constanza)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Para ambos papas, el año 1408 se había convertido en una tormenta perfecta, dado que prácticamente en todas las monarquías que contaban algo en Europa se había instalado la idea de que había que solucionar el problema de la Iglesia sin su concurso. El colegio cardenalicio de Gregorio XII se reunió en Pisa, mientras que el de Benedicto XIII lo hizo en Livorno; y ambos partidos comenzaron a negociar a la vista de todos para acordar la celebración de un concilio unificado. De Luna, a través de sus terminales, inició negociaciones con los conciliares de Livorno y descubrió, desalentado, que allí todo el mundo contaba con su cese. Como sabemos, su reacción fue refugiarse en Aragón y convocar un concilio con sus partidario en Perpiñán.

Llegó De Luna a la ciudad francesa el 24 de julio de 1408, y lo hizo casi clandestinamente. Toda la costa provenzal había demostrado claramente qué es lo que pensaba de él en ese momento, negándole el derecho a tocar puerto alguno. El 1 de noviembre, un concilio formado por apenas cuatro gatos, que contaba con la hostilidad declarada de Francia, comenzó sus sesiones, durante las cuales no decidió gran cosa, pues no tenía capacidad de decidir. De hecho, los legados de Carlos VI tenían las cosas tan claras que, en lugar de apoyar las deliberaciones de Perpiñán como hubiese esperado el Papa aragonés, lo que hicieron fue comunicarle que, en el caso de que no ofreciese seguridades suficientes para el concilio unificado de Pisa, convocado como sabemos para el 25 de marzo de 1409, Francia ejercitaría de nuevo la sustracción de obediencia. Benedicto contestó recordándole al rey francés que podía excomulgarle pero, la verdad, ya daba igual. Al igual que ocurre con la economía en general, el montaje papal católico, como casi cualquier otro montaje religioso y eclesial, se basa en la confianza y el respeto. En puridad, quien obedece a un Papa no tiene por qué obedecerle, pues éste es representante de un poder que, demostrarse, demostrarse, lo que se dice demostrarse, nunca se ha demostrado. Ésta es la razón, sin ir más lejos, de que los papas católicos hayan tenido durante muchos años posesiones y ejércitos, y que hoy en día, gracias a Benito Mussolini, sean la cabeza de un Estado: algo tangible tienen que tener para los tiempos duros. Pero lo que pasa cuando una relación basada en el respeto y la confianza es que cuando éstos se pierden, la cosa va cuesta abajo y sin frenos. Francia le había perdido completamente el respeto a su Papa cismático y, consecuentemente, en mayo de 1409 habría de ejercitar una sustracción de obediencia de la que ya nunca regresó. ¡A un rey francés con amenazas! Ni que llevase el Papa un chaleco amarillo...

Pisa, llegado marzo, abrió sus sesiones. Era aquél, probablemente, el concilio más apresurado de la Historia de la cristiandad. Se sabía el qué, pero apenas se tenían las ideas claras sobre el cómo. Aragón, reino crecientemente importunado por el trazo que estaban teniendo las cosas, envió una delegación muy potente a la ciudad italiana; miembros de ella fueron el arzobispo de Tarragona, el gobernador de Cataluña, Gerau de Cervellón, más otros notables del reino como Speraindeo Cardona, Vidal de Blanes y Pedro Basset. Este equipo potente trató de tranquilizar los ánimos de los más apasionados, pero no lo consiguió. A finales de junio, el concilio dictó sentencia de deposición contra los dos papas, y se procedió a la elección del nuevo en la persona de Pedro Filargi, quien el 23 de junio tomó el nombre de Alejandro V.

Conocedor de la noticia y sabedor de que había perdido todo apoyo de Francia, Benedicto se desplazó de Perpiñán a Barcelona. Por lo que se refiere a su rival, Gregorio XII, aun protegido por Ladislao de Nápoles pero literalmente sitiado por el resto de la cristiandad, tuvo que salir de Roma.

De los dos, quien mantenía una posición más fuerte era De Luna. Al fin y al cabo, tenía el apoyo de los tres grandes reinos peninsulares: Castilla, Aragón y Navarra. El peligro de que se consolidase una Iglesia nacional hispana, que se obedeciese sólo a sí misma, era un peligro real; y, de consolidarse en unas décadas, luego sería dificilísimo dar marcha atrás (mírese, si no, el caso de los anglicanos). Para que las cosas no mejorasen sino todo lo contrario, el buen Alejandro V, que al parecer era un tipo que tenía buenas ideas para reformar la Iglesia, fue víctima de uno de esos momentos en los que la Paloma Muda dice, en poco tiempo, aquello de donde dije digo, digo Diego. El buen Santo Padre, efectivamente, la diñó casi inmediatamente de ser nombrado Papa, y fue sustituido por uno de sus cercanos, Baltassare Cossa, quien eligió el nombre de Juan XXIII (y es porque formalmente la Iglesia no reconoce a este Juan XXIII como Papa por lo que pudo haber otro Juan XXIII en el siglo XX).

La victoria de Luis II de Anjou en la batalla de Roccamora supuso, indirectamente, una gran noticia para Juan XXIII, pues parecía asegurar el control de prácticamente toda Italia por sus partidarios. Así las cosas, la prioridad marcada por el equipo del Papa Juan fue ganarse la voluntad de Castilla, la pieza que los romanos consideraban fundamental para deshacer el sudoku cismático. Así pues, el Papa envió al cardenal Jordán Orsini y a Alamano de Pisa; pero no conseguirían gran cosa.

El 28 de junio de 1412 se produjo un suceso de gran importancia en la geopolítica ibérica cuando, en el conocido como Compromiso de Caspe, el infante de Castilla fue elevado al trono de Aragón sin que, por ello, perdiese su valor y sus posiciones en la Corte castellana. Existen bastantes indicios de que Benedicto XIII trabajó activamente para que Fernando de Castilla se convirtiese en Fernando de Aragón, probablemente convencido de que podría manipularlo en su favor. Sin embargo, los hechos habrían de demostrarse contrarios a su diagnóstico, porque Fernando tenía una mente muy pragmática, algo en lo que se parecía mucho a su hermano Enrique y, además, estaba personalmente convencido de la necesidad de pacificar la Iglesia, no de enfrentarla más.

A pesar de que el concilio de Pisa había fracasado con bastante claridad, los propagandistas de la reforma de la Iglesia lograron hacerlo aparecer como lo que, probablemente, era además, esto es: como un fracaso de los papas contendientes. La Iglesia católica seguía partida en pedazos mientras que las alternativas, por así decirlo, se nutrían de dicha desunión (los husitas, sobre todo). Dado, además, que la confluencia entre Francia, Castilla e Inglaterra no había dado sus frutos, el nuevo gran campeón de la causa resultó ser Segismundo, rey de los romanos y futuro emperador.

Fue, efectivamente, Segismundo quien activó su influencia temporal en la política italiana para presionar a Juan XXIII quien, finalmente, a finales de agosto de 1413, dio su brazo a torcer y convocó el concilio universal que todos estaban pidiendo. En Tesserete, altos legados del Papa y del emperador se reunieron en un workshop para organizarlo todo y, finalmente, el 30 de octubre de 1413 Segismundo pudo anunciar al mundo la convocatoria del nuevo concilio, en Constanza, el 1 de noviembre de 1414. El 9 de diciembre, Juan XXIII firmó las bulas de convocatoria y prometió asistir personalmente. A todas luces, confiaba en que el resultado de la asamblea de prelados fuese nombrarle a él Papa único. Lo cual demuestra que no conocía muy bien a Segismundo o que, si lo conocía, confiaba en poder manipularlo.

Inglaterra, Francia y la mayor parte de los pequeños Estados italianos aceptaron con rapidez la idea del concilio. Sin embargo, eso que terminaríamos por llamar España se mostraba alienado del proceso. La oferta de la Iglesia cismática hacia castellanos y aragoneses era verdaderamente muy potente; era mucho el poder y la capacidad políticas que las monarquías ibéricas podrían llegar a acumular en el caso de apoyar un papado que, por definición, ahora les sería fuertemente dependiente. Y ese entramado de intereses era muy difícil de romper a base de citar lecturas de los Evangelios porque, la verdad, en ésta como en otras, la mayoría, de las grandes discusiones que han tenido a la Iglesia por centro, los Evangelios han importado una mierda pinchada en un palo. Importan, quise decir.

Ante la actitud de los ibéricos, Segismundo deja claro que el concilio de Costanza sólo será triunfante si se dan dos condiciones: la primera de ellas, que todas las naciones de la cristiandad participen en él; la segunda, que todos los que se dicen Papa dimitan o sean depuestos.

La negociación con España era relativamente sencilla, dado que Fernando acumulaba los cargos de rey de Aragón y regente de Castilla, por lo que no había que buscar interlocutores distintos para entenderse con Tordesillas y con Monzón. Segismundo, por eso, manejó la posibilidad de hacer un desplazamiento al Mediterráneo, tal vez a Marsella, Niza o Savona, para encontrarse allí con el rey aragonés y negociar cara a cara. Para muñir este encuentro, Segismundo organizó una potente embajada, dirigida por Ottobonus de Bellonis, que llegó a Zaragoza a mediados de 1414. Una parte de estos legados se dejó caer por Castilla, y la otra se quedó en Aragón para participar en las conversaciones previstas en Morella entre el rey Fernando y Pedro de Luna.

Fernando y De Luna, efectivamente, se vieron en Morella, en una circunstancia que supuso la celebración de fiestas y una inusitada concentración de personas muy notables de los reinos castellano, aragonés y navarro. Sin embargo, una vez que los oropeles dejaron paso a la mesa de negociación, los casi dos meses de reuniones llegaron a bien poca cosa. Benedicto, quien como no nos hemos cansado de decir era un muy fino canonista, había encontrado un punto de ataque que era difícil de contestar. O sea: él se mostraba dispuesto a abdicar su puesto papal; pero se preguntaba, en ese caso, quién elegiría a los que elegirían al nuevo Santo Padre. Porque, ciertamente, si a los papas se los hacía dimitir, se admitía, desde el punto de vista del Derecho canónico, que sus actos no habían estado iluminados por Dios y, por lo tanto, eran inútiles a sus ojos. Pero eso, claro, quería decir que casi todos, si no todos, los pollos que se reunían en Constanza para nombrar un nuevo Papa debían el cargo que les daba derecho a ello a un acto impuro e inválido. En las manos de Pedro de Luna, pues, el problema cismático se convertía en la típica pescadilla que se muerde la cola.

Benedicto había propuesto que el coloquio de Morella girase en torno a tres elementos básicos: la posibilidad de una conferencia entre el rey de los romanos y el de Aragón en la que participase también él; si se llegaba a la situación de dimisión de los papas, definición de las personas que habrían de elegir al nuevo; finalmente, revitalización de la via compromissi, mediante una reunión entre los tres papas contendientes (Benedicto, Gregorio y Juan), intentando definir en ella cuál de ellos era el legítimo.

Al parecer, aquel coloquio fue la típica negociación en la que los contertulios entendían lo que les salía del pingo en cada momento, pues es un hecho que tanto los partidarios de Benedicto como los de Segismundo estaban convencidos de haber hecho prevalecer sus propuestas, cuando el hecho es que eran antitéticas. El principal punto de discusión, como ya he insinuado, fue el segundo, puesto que no se logró convencer a Benedicto de que se podría encontrar a algunos hombres buenos que garantizasen una elección ponderada. Para examinar las tres cuestiones en litigio, de cualquier forma, se nombró una comisión de la que formaban parte: Juan de Tordesillas, obispo de Segovia; los obispos de Salamanca y de Zamora, Diego González de Fuensalida; el almirante de Castilla; un influyente dominico, fray Diego; fray Fernando de Illescas; Berenguer de Bardaxí; y Juan González de Acevedo.

Morella terminó, la verdad, con una nueva patada a seguir. Una embajada formada por legados castellanos y aragoneses fue enviada a Constanza con el ruego de obtener de los padres conciliares un aplazamiento de sus discusiones, que otorgase el espacio necesario para que Fernando I de Aragón y Segismundo pudiesen celebrar una entrevista. Formaban parte de esa embajada Fuensalida, el obispo de Zamora; Juan Fernández, señor de Híjar; y Pedro de Falchs. El 7 de septiembre de 1414, Bellonis salió de regreso a Alemania.

Como ya he dicho, Pedro de Luna salió de Morella creyéndose ganador. En su idea, y de hecho así se lo dijo a los embajadores castellano-aragoneses, lo que se había acordado allí era la firme decisión de declarar el concilio de Pisa como totalmente ilegal (lo cual apartaba hacia el arcén a Juan XXIII), por lo que todo lo que quedaba era ejercer finalmente la via compromissi, es decir, aceptar como principio teológico-político que, o bien él mismo, o bien Gregorio, era el Papa guay.

Una demostración más de que se alejaba, peligrosamente para él, de la realidad.

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