lunes, septiembre 06, 2021

La Guerra de las Rosas (13) El momento de Eduardo de Las Marcas

 Un rey con dos coronas, y su pastelera señora

La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas 


Las personas que observan la Historia, y paradójicamente muchas de las que la estudian y la dicen estudiar, tienen una sorprendente capacidad a la visión simple de las cosas. La Historia, para mucha gente, lejos de ser un completo manual de García de Cortázar, de Tusell, de García Domínguez, de Artola, de Sánchez Albornoz o de Vicens-Vives, es un guion de Hollywood que, en hora y media, es capaz de resolver siete siglos. Uno de los grandes errores que cometen estas personas es observar el pasado de Europa, sobre todo el pasado medieval, como meras cuestiones de familia. Peleas dinásticas a las que el resto de las personas, supuestamente, asistieron pasivas o tomando partido por intereses personales o forzadas por las circunstancias. Sin embargo, si en algo tiene razón la historiografía marxista es en el concepto de que los hechos sociales, los movimientos tectónicos debidos a la evolución de las sociedades, siempre han estado ahí. Que donde la visión simple sólo ve la pelea entre un rey y el hijo de otro por una churri, en realidad lo que hay es un hecho muy importante en la formalización de las relaciones entre la civilización griega y otras presentes en el Asia Menor, notablemente la hitita. Algo parecido le pasa a la Guerra de las Rosas. Su mitología literaria, básicamente alimentada por Shakespeare, hace aparecer todo aquel episodio como una especie de Juego de Tronos real. Pero, lo diré una vez y ya lo siento por sus admiradores, en mi opinión, quien se inspira en Juego de Tronos para leer la realidad está haciendo una soberana gilipollez. Las cosas nunca son tan sencillas.

Desde que el conde de Warwick había desembarcado en Sandwich en loor de multitud; y desde que Somerset había llegado a las tierras del norte de Inglaterra con parecido nivel de aquiescencia popular, la Guerra de las Rosas había mostrado su verdadera cara. ¿Era un conflicto dinástico? Lo era. Pero, en cierto sentido, dicho conflicto era la disculpa, era el catalizador de la reacción química, el fulminante de la bala. El fondo de la cuestión, en todo caso, era que el norte y el sur del país eran distintos, tenían distintos posicionamientos y visiones, distintas necesidades, y todo aquello avanzaba hacia una situación de excesiva incompatibilidad.

En fin, sigamos. El conde de Wiltshire, lancastriano, desembarcó en el suroeste de Gales con una abigarrada tropa de bretones, franceses e irlandeses que había acopiado a golpe de talonario. Se unió a Jasper Tudor y juntos marcharon sobre Hereford. Los yorkistas los interceptaron en Mortimer’s Cross, donde hubo una batalla a principios de febrero de 1461, El interceptador fue Eduardo de York, el hijo de Richie, ya muerto como sabemos. Eduardo prosiguió, por otra parte, con la tradición iniciada por su padre y los Neville a la hora de hacer sus victorias enormemente sangrientas; por ejemplo, se apresuró a ejecutar públicamente a Owen Tudor, el padre de Jasper.

Sin embargo, el hijo del ejecutado y conde de Pembroke, así como el titular de la casa de Wiltshire, los principales enemigos, habían conseguido huir.

Por lo que se refiere a Warwick, en cuanto recibió noticias de que Margarita marchaba hacia el sur comenzó a hacer preparativos para proteger el sureste de Inglaterra. Sus principales apoyos sobre el terreno era el duque de Norfolk y el conde de Arundel (título nobiliario inglés que no me digáis que no tiene hermosas resonancias elfas; aparentemente, y según la Wikpedia, el actual conde de Arundel, que es también el duque de Norfolk, ha dedicado su vida a los Boy Scouts; para eso nos hemos quedado...). Asimismo, su siempre amigo el duque de Borgoña envió algunos soldados. La ciudad de Londres contribuyó con 2.000 marcos. Con todo esto, a mediados de febrero Warwick tenía fuerzas suficientes para salir de la capital al encuentro de sus enemigos. El 17 estaba en St Albans, fortificando su posición.

Warwick había acopiado un ejército muy numeroso, aunque es muy difícil saber cuál era su proporción en relación con el de Margarita y los Lancaster (lo que he escrito suena como el nombre de un conjunto musical de la movida madrileña, la verdad). Lo que está claro es que los Lancaster habían conseguido acopiar una lista muy importante de pares: los duques de Exeter y Somerset, los condes de Northumberland, Devon y Shrewsbury, los lores Roos, Grey de Codnor, FitzHugh, Greystoke, Wells y Willoughby, además de Clifford y, por supuesto, el príncipe de Gales. Por el lado yorkista, estaban Warwick, su hermano Juan, recientemente nombrado Lord Montagu, el duque de Norfolk, los condes de Suffolk y Arundel, y los lores Berners, Bonville, Bourchier y Facounberg.

Digámoslo de partida: la segunda batalla de St. Albans fue ganada por los Lancaster, pero fue una batalla muy rara. El primer y fundamental elemento raruno tiene que ver con el hecho de que ninguno de los nobles del bando yorkista que he citado fue muerto en la misma; algo que sugiere con fuerza que una parte importante de las tropas de York nunca entraron en batalla propiamente dicha. Warwick, por su parte, siempre dijo que lo habían traicionado. Tras la batalla, de hecho, un tal Lovelace, que era comandante de una tropa de Kent, fue acusado de recibir sobornos de la reina Margarita y de otros delitos de traición; sin que podamos decir con claridad si verdaderamente se produjeron esos cargos y, si existieron, si no fueron una cortina de humo.

Sea verdad o no, todo parece indicar que Warwick algo se maliciaba sobre la batalla, porque tomó una estrategia muy prudente. Cinco días para llegarse desde Londres hasta St. Albans es mucho tiempo; y eso siempre le ha sugerido a los historiadores que, tal vez, el hacedor de reyes estaba preocupado con distanciar en exceso su culo del lugar del que podía aprovisionarse casi sin límite. Adoptó, pues, una posición conservadora, defensiva y, además, mal informada. Aparentemente, el 16 de febrero una de sus expediciones de exploración, comandada por Eduardo Poynings, fue atacada por los lancastrianos y masacrada hasta el último hombre. La falta de información por parte de esta expedición pudo hacer creer a los yorkistas que Margarita estaba más lejos de lo que realmente estaba, provocando asimismo que se diese la orden a las tropas para que abandonasen la posición bien fortificada que tenían para ganar una nueva. Esta vanguardia fue interceptada por los lancastrianos en Barnet Heath sin haber podido ordenarse.

Los Lancaster, por lo tanto, encontraron muchos menos problemas de los que deberían haber encontrado para entrar en St. Albans. Lo hicieron por la Wading Street, aunque se encontraron con una lluvia de flechas, disparadas por los arqueros yorkistas, que estaban en la plaza del mercado. Fueron, pues rechazados y hubieron de retirarse hacia el west end del pueblo. Por ello, decidieron avanzar hacia el noreste del pueblo para tratar de entrar por otro sitio. En St. Peter’s, el lugar elegido, se encontraron, sin embargo, con un continente de infantería yorkista, que les presentó fiera resistencia. Fue entonces cuando los lancastrianos se desplazaron más hacia el norte, hacia Barnet Heath, y allí cantaron bingo, puesto que se encontraron a una tropa enemiga que no estaba todavía en formación de batalla. Fue aquí donde se produjo la batalla propiamente dicha. Como suele ocurrir cuando una formación bien hecha se enfrenta a otra que todavía no se ha hecho, al principio la pelea estuvo equilibrada; pero en el momento en que la línea yorkista se rompió por alguno de sus puntos, aquello se convirtió en un sálvese quien pueda. Lo único que les salvaría sería la llegada de las sombras.

Como he dicho, la mayor parte de la tropa de los York, la que comandaba personalmente Warwick, no tuvo papel alguno en esta pelea. No pudieron, o no quisieron, acudir en ayuda de su vanguardia, que se encontró en una situación verdaderamente desesperada. Sin embargo, el hecho de que conservase buena parte de su tropa no ayudó mucho a Warwick, puesto que durante de la noche, percibiendo el chute de moral que habían tenido los Lancaster, y sospechando que podían sufrir algún tipo de defección por parte del rey, muchas tropas yorkistas se marcharon. Antes de llegar el amanecer, el propio Warwick había huido.

El caos en la madrugada entre los yorkistas fue tan grande que ni siquiera fueron capaces de llevarse al rey con ellos. Enrique, al que literalmente dejaron a su bola, se reencontró con su mujer y con su hijo. Como ya he dicho, la batalla se saldó con muy pocas muertes de nobles, únicamente Lord Bonville y Sir Tomás Kyriel. Lord Montagu, el hermano de Warwick, fue capturado, pero no ejecutado.

Ahora sí que definitivamente los Lancaster podían avanzar sin problemas hasta Londres. Las autoridades de la ciudad enviaron una diputación femenina encabezada por la duquesa viuda de Buckingham y la duquesa viuda de Bedford; las señoras le dijeron a Margarita que Londres les abriría sus puertas si se comprometían a que no hubiese saqueos. Margarita no sólo les dijo que así sería, sino que el 19 de febrero ordenó a su ejército que regresase a Dunstable, para que no pisase Londres.

Craso error.

Los reyes lo tenían a huevo con sólo avanzar hacia Londres. Sin embargo, al no llegarse a la ciudad que mecía la cuna, por así decirlo, de la opinión pública inglesa, la dejaron en manos de los yorkistas, quienes empezaron a bramar, en las esquinas y en los púlpitos, que se acercaba una patota de northenders que no iba a dejar una sola adolescente virgen. Londres, movida por el miedo y carente de contraversiones por incomparecencia lancastriana, se entregó al pánico. La llegada a Londres de las duquesas viudas con las promesas de Margarita provocó una declaración del ayuntamiento llamando a los londinenses a recibir a los Lancaster sin problemas; pero apenas una hora después, las calles eran un puto 11-M con picas. La gente creyó un rumor según el cual Eduardo de York se acercaba a la ciudad con una tropa de galeses y de las Marcas para protegerlos, así que exigieron a las autoridades municipales el control de las puertas de la ciudad. Se entregaron al liderazgo de un cervecero con labia.

En el día que Margarita había ordenado volver a Dunstable, Eduardo, el conde de las Marcas, había conocido las noticias sobre St. Albans. Se desplazó hacia el Este para reunirse con Warwick, cosa que hizo en Cotswolds el 22 de febrero; juntos, marcharon hacia Londres. Entraron en la ciudad el 26, en loor de multitud.

Ambos sabían que la cosa ya no podía ir de “nosotros protegemos la persona del rey y de su sucesor”, puesto que el yorkismo había forzado ser ese sucesor. Ahora ya no les quedaba otra que sostenella y no enmendalla y reclamar la corona en la persona de Eduardo.

En los inicios del mes de marzo de 1461, en una serie de ceremonias que sin embargo no fueron formalmente una coronación, Eduardo fue proclamado rey de Inglaterra. Su apoyo noble era más bien escaso: Warwick, Norfolk, el arzobispo de Canterbury, el obispo de Salisbury (un Beauchamp) y el de Exeter (un Neville); pero lo que sí tenía era una fortísima base popular.

La situación era notablemente incierta. Los ingleses, se puede decir, apoyaban al nuevo rey Eduardo; pero la mayor parte de la nobleza estaba con el actual rey Enrique y su hijo Eduardo. Y la ventaja estratégica era claramente de Margarita, que no se veía compelida a atacar sino que podía simplemente esperar a ser atacada; ella sabía que quien contaba con los apoyos más volátiles era su contrario.

Eduardo tenía que atacar.

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