lunes, marzo 11, 2019

Después de Hitler (13: el seudo-fin)

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El general Antonov recibió finalmente el mensaje de Eisenhower sobre la llegada de Von Friedeburg con las últimas horas del 4 de mayo; pero, consciente de la importancia que para entonces tenía el tiempo, no se demoró en responder. Poco después de las mediaciones, contestó que la propuesta de Eisenhower, en principio, era aceptable (no sé si lo he escrito alguna vez; literalmente, odio a las personas que contestan con frases que comienzan con en principio; ¡mójate, hostias!). Y dejó claro que, en todo caso en el que Dönitz no se aviniese a aceptar el concepto de una rendición simultánea y en el mismo acto en los frentes occidental y oriental, las negociaciones debían romperse por parte de los aliados. Considerando, además, que las cosas estaban yendo muy deprisa y que no habría tiempo para enviar otro tipo de representante, otorgó a Susloparov la misión de estar presente por parte soviética en las negociaciones de rendición (de paz, dirán y escribirán aquéllos que escriben sobre las guerras sin querer enterarse de lo que es una guerra; porque las guerras siempre acaban con una rendición. Eso que llamamos paz es la rendición de ambas partes).

Antonov, en realidad, no podía hacerse una idea, o tal vez la tenía bien prístina, de lo rápido que estaban transcurriendo las cosas. En Breslau, por ejemplo, el general Hermann Niehoff había llegado a la conclusión de que, gustase o no, había llegado el momento de entregar la ciudad a las tropas soviéticas que la rodeaban. Lo habían convencido los curas. Joseph Ferche, obispo católico de la diócesis; y dos sacerdotes protestantes, Joachim Konrad y Ernst Hornig, se habían presentado a verle en el sótano del ayuntamiento, donde el ejército alemán tenía su cuartel general. Los tres le explicaron al general que las decisiones militares eran cosa de su culo, pero que no debía olvidar que la población civil estaba ya al límite de su capacidad de aguante (en realidad, ya lo había sobrepasado); y que tenía, por así decirlo, la obligación moral de parar todo aquel sufrimiento. Hornig, bastante más pragmático que su colega católico (es algo que suele pasar), añadió que la gente estaba ya en un punto de ebullición tal que muy pronto dejaría de obedecer las órdenes que les daban los militares; y que de ahí en adelante, cualquier cosa podía pasar.

Niehoff, según los testimonios, estuvo más de un minuto con la cabeza baja, pensando. El qué, no lo sabemos. Lo que sabemos es que, cuando recuperó la visión de sus interlocutores, les dijo que sí, que él pensaba lo mismo. Horas después, cortó todas las líneas telefónicas que sus tropas tenían con el cuartel de Schörner. Cuando Karl Hanke, Gauleiter del NSDAP en Breslau, se enteró, se presentó en el ayuntamiento y le amenazó con arrestarlo. En una escena digna de una película, Niehoff le miró, miró a su alrededor, dónde sólo había soldados del ejército, y le espetó: “amigo mío, aquí quien puede hacer arrestos, en todo caso, soy yo”. Ante la amenaza, Hanke, el tipo de hierro que había hecho fusilar a centenares de personas porque no habían sido suficientemente nazis, se cagó los pantys. Le pidió perdón al general, le dijo que eso de arrestarlo no iba en serio, y se preguntó en voz alta qué podía hacer. Niehoff le aconsejó que se suicidase. Pero ni para eso tenía valor Hanke; huyó de la ciudad por avión esa misma tarde.

El 6 de mayo, Niehoff reunió a todos sus mandos y les anunció que había llegado el momento de acabar con todo. Todo el mundo estuvo de acuerdo excepto el pollas de turno que siempre hay en toda reunión, en toda asamblea, y que quiere ser más macho alfa que nadie. En este caso, el relapso tonto del culo fue Otto Herzog, comandante de la Volkssturm y, needless to say, un nazi de pestañas a escroto. Gritó que estaban todos equivocados, que en unas semanas los aliados estarían en guerra entre ellos, que Alemania sería más necesaria que nunca, que Rita Irasema lo iba a arreglar todo, y se marchó de la sala. Una hora después, algo más calmado, o no, pero la verdad es que importa una mierda, se pegó un tiro.

A las tres de la tarde, Niehoff recibió personalmente a dos oficiales soviéticos para negociar la rendición. Niehoff, sin embargo, le dijo, eso sí muy amigablemente, que no estaba demasiado seguro de que tuviesen competencias para negociar con él la rendición. Así pues, les sugirió que viniese su par, esto es el comandante del VI Ejército soviético, general Vladimir Gluzdovski.

En realidad, fue el alemán el que tuvo que moverse. Los soviéticos lo llevaron hasta las afueras al sudoeste de la ciudad, hasta Villa Colonia, un chalet pijo donde Gluzdovski había instalado su plana mayor. Lo hicieron entrar en una sala donde había varios oficiales soviéticos, entre ellos su comandante. Guzdovski, después de que se sirviesen unos vasos de schnapps, invitó al alemán a beber. Éste, sin embargo, rehusó. En sus ojos leyeron claramente los soviéticos el miedo a que lo fuesen a envenenar. Entonces el general soviético tomó un vaso y se lo bebió de un trago. El alemán, sonriendo, le siguió.

El general Panov, subalterno de Gluzdovski, leyó los términos de la rendición. Los soviéticos comprometían un trato humano a la población civil, así como atención médica para quien la necesitase. En cuanto a los soldados, serían tratados acorde con las convenciones internacionales, alimentados, y se les permitiría mantener sus posesiones personales. Niehoff, que estaba allí para decir que sí prácticamente en todo caso, no podía sino asentir, y de esa manera firmó las condiciones de la rendición a eso de las seis de la tarde.

El papel, sin embargo, lo aguanta todo. Las condiciones de la rendición de Breslau no se cumplieron. Los soviéticos marcharon por sus calles el mismo día 7. Cuando llegaron a los establecimientos de los soldados, les quitaron todo lo que tenían. Aquel mismo día por la tarde, además, comenzaron las violaciones en toda la ciudad.

Ese mismo 6 de mayo en que Breslau se estaba rindiendo, en Reims las conversaciones entre Bedell Smith y Susloparov, así como los preparativos para la rendición, seguían su curso. El diálogo entre aliados no era fácil. Susloparov quería que los términos de la rendición incluyesen un concepto lo más amplio posible del término “propiedad”; iba buscando, claramente, que la rendición ofreciese terreno para solicitar unas reparaciones de guerra lo más amplias, mejor. Por otra parte, Bedell Smith, y con él los negociadores occidentales, no estaba nada seguro de que aquel mando soviético tuviese de verdad competencias suficientes como para firmar en nombre de Stalin al pie de un eventual documento de rendición.

Eisenhower probablemente no lo sabía en ese momento; pero él también estaba pecando de un excesivo optimismo sobre las intenciones y prioridades de los soviéticos, como ya le había pasado a su anterior comandante en jefe, Franklin Blandy Blub Delano Roosevelt, en Yalta. Estaba satisfecho porque sabía que nadie, ni en Moscú ni en Lugo, le podría nunca reprochar haber sido opaco con sus aliados: Antonov había estado informado en tiempo y forma de las muchas cosas que habían evolucionado en las 72 horas anteriores. Como ya le había ocurrido a FDR, asumía que Moscú estaba actuando accordingly; pero eso no necesariamente era verdad.

Eisenhower siempre había asumido que, por una razón de eficiencia temporal, todo el mundo aceptaba implícitamente que la firma de la rendición se hiciese en Reims. La otra cosa que había asumido, asunción que en sí demuestra que no conocía a los soviéticos ni desde luego a Stalin, es que las gentes de Moscú aceptarían a ciegas el texto de la rendición que no habían podido leer hasta el momento. La tercera cosa que asumió, en medio de las dudas de esos días, es que el general Susloparov, si había sido designado para negociar la rendición, podría firmar en la misma como representante del camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con lo cual, again, demostraba que no conocía a Stalin.

A las seis de la tarde de aquel día 6, Alfred Jodl, jefe de Estado Mayor del ya fantasmagórico ejército alemán, se presentó en Reims. Los alemanes se reunieron hora y media con Bedell Smith. Después de aquella reunión, el propio Bedell Smith se reunió, asimismo, con Eisenhower, tras cuyo diálogo realizó varias consultas con Susloparov. El tema fundamental de aquella tarde fue el sostenella y no enmendalla de Ike en el sentido de que no aceptaría una rendición parcial; le volvió, pues, a decir a los alemanes que o se rendían todos, o no se rendía ninguno. Jodl pidió 48 horas para ayudar al gobierno alemán a hacerse a la idea. Eisenhower, bastante cabreado, le comunicó que en 48 horas tras la medianoche del 6, hubiesen firmado los alemanes o no, daría la orden de cerrar todas sus líneas en el frente occidental para que nadie pudiera pasarlas. Amenazaba, pues, con embalsar a los alemanes para que los soviéticos los cazasen como atunes.

Los alemanes reaccionaron enviándole un telegrama a Dönitz en el que preguntaban por la posibilidad de firmar una rendición total con la condición de que la lucha habría de terminar 48 horas después de dicha firma. Pero Eisenhower no aceptó, y no lo hizo con plena lógica: los que se estaban rindiendo eran los alemanes; ni de coña eso les daba la potestad de decidir cuándo terminaba la lucha.

En suma, lo que pasó fue que los alemanes, que verdaderamente se habían llegado a convencer de que con Montgomery habían firmado una tregua (lo cual convierte a este acto en uno de los raros actos de la Historia en el que dos ejércitos firman el mismo papel pero creen estar firmando papeles distintos); pero con Eisenhower eso no les serviría. Tenían que enfrentarse al hecho plano y diáfano de que tenían que rendirse.

Se propuso, finalmente, que si los alemanes estaban de acuerdo, el martes, día 8, el acuerdo se proclamaría oficialmente, anunciando que sería el miércoles, día 9, el día de la firma. Esta propuesta buscaba dar tiempo suficiente para que en esa firma, 72 horas después, pudieran estar de hoz y coz los soviéticos, por lo que habría una sola rendición y un solo Día de la Victoria.

Las cosas iban a ir de otra manera. A las 9 de la noche, el militar-recadero Bailey se dejó caer por el Lion d'Or, a ver qué se contaba Suslo. El general soviético le contó, con cierto tono misterioso, que todavía no le había llegado el cable de Moscó empoderándolo para llevar a cabo las negociaciones finales de la rendición.

Jodl, mientras tanto, presionaba a Dönitz. Consciente de que Eisenhower estaba cada vez de peor hostia, le escribía a Dönitz que había que llegar a un acuerdo ese mismo día, o de lo contrario sería el caos. Exigía confirmaron telegráfica de que tenía todos los poderes para acordar la capitulación.

A la una y media de la mañana del día 7, todo parecía estar ya aclarado. El cable de Dönitz dándole permiso a Jodl para rendirse había llegado. Eisenhower delegó en Bedell Smith, no quería aparecer junto a los alemanes. Bedell seleccionó a diecisiete corresponsales de prensa para que estuvieran presentes, aunque lo que vieron estaba sometido a embargo informativo. Bailey, según dejó escrito, estaba acojonado porque sabía que Susloparov no tenía el poder de Moscú para declarar su nihil obstat sobre lo que se estaba montando; pero se sintió realmente aliviado cuando vio entrar al soviético en la sala donde se iba a producir la firma.

Así, aquella madrugada firmaron: Jodl “en representación del Alto Mando Alemán”; Bedell Smith en representación de Eisenhower; y Susloparov en nombre de Alto Mando Soviético. Como estaban en Reims y ya se sabe que los franceses siempre tienen que creerse alguien, el brigadier general François Sevez firmó como testigo; lo que no ha impedido que algún que otro gabacho despistado haya dicho o escrito alguna vez que ellos también firmaron la rendición de los alemanes. Ellos, claro, que tanto, tanto hicieron para derrotarlos, n'est pas?

Tras firmar, Jodl anunció, en inglés, que quería decir algo. Habló luego en alemán para decir, sucintamente, que todos habían sufrido mucho, que por medio de ese acto Alemania quedaba en manos de los aliados, y que esperaba de ellos que fuesen generosos.

Ni el general Oxenius, adjunto de Jodl y fluido hablante de inglés; ni los aliados que allí estaban que hablaban alemán (Bailey, el general Strong, o el intérprete George Reinhardt) hicieron el más mínimo gesto de traducir sus palabras.

Eisenhower, entonces, se reunió brevemente con Jodl, al que previno de que se hacía responsable del cumplimiento del acuerdo; y luego posó para la típica fotopollas que siempre quieren los periodicopollas, mostrando sonriente el bolígrafo con el que se había firmado el documento. Después de la sesión inútil, cablegrafió a todos los jefes de Estado Mayor bajo su mando su propia versión del famoso cablegrama de Franco al final de la guerra civil: la misión de esta fuerza aliada ha sido completada a las 2.41, hora local, del 7 de mayo de 1945.

Era el fin.

Unos cojones era el fin.

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