Bueno, éste es el penúltimo capítulo del folletín. Después del fin de semana, llegará el epílogo o último capítulo.
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La mañana del 19 de noviembre fue una mañana equívoca. El centro de Madrid, la plaza de la Cibeles, registraba su trasiego habitual de vehículos y personas, aunque, de alguna manera, parecía notarse que las personas actuaban como en sordina, esperando que algo ocurriese. Carlos Luján, vestido con un mono azul gastado, fumaba de pie en el estrecho parterre que rodea la fuente cibelina. Comprobó una y mil veces, durante las más de tres horas que pasó allí, reparando presuntamente una avería de la fuente, que no se viese ni un uniformado en la plaza, excepción hecha de los militares dentro del Cuartel General del Ejército. Era la instrucción más estricta de todas las que había dado. Camilo Pérez acabó por decirles, en un interrogatorio posterior al que protagonizaron Luján y Azpíriz, que todo lo que sabía con certitud de la acción que Julio Cendoya tenía diseñada para la Cibeles es que quería causar cuanto más pánico mejor, así pues pensaba realizar el atentado entre las once de la mañana y las dos de la tarde. Así pues, prácticamente desde el día del primer interrogatorio, en esas horas se colocaba en la plaza un discreto operativo de policías de paisano, cuyos principales cometidos eran esperar hasta que una furgoneta se averiase y, sobre todo, impedir que se concentrasen personas uniformadas en la zona, policías visibles, para que Cendoya nunca pudiera pensar que estaba siendo vigilado.
Todo aquello era una apuesta. Cendoya sabía lo que le había contado a Camilo Pérez y, obviamente, para entonces ya tenía claro que Pérez había sido cazado. Resultaba lógico pensar que hubiese abandonado el proyecto de atentado. Pero eso, claro, sería así siempre y cuando el atentado fuese sólo una forma de tratar de hacer daño al franquismo, de conseguir un golpe de efecto desde la oposición. Si, como sospechaba Luján, en realidad la acción tenía relación con RiP 203, con el caso Anselmo López y con el dinero del Banco de España, entonces Cendoya no tendría más remedio que realizar dicha acción. Por eso, el operativo se montó como si se tuviese la certeza de que el terrorista no sabía que había sido descubierto.
Los días, en cambio, pasaron. Angustiosamente. El día 14, Luján está de nuevo en su puesto cuando, a las tres y media de la tarde, escucha a las enfermeras hablar con los médicos de sudor frío, de distensión abdominal. Se queda en el perímetro tres, pero hasta allí llegan las noticias de que todo parece indicar que, tal y como los médicos vienen temiendo desde las operaciones, las suturas del Caudillo en el estómago no se han cerrado y el general ha reventado. Todo el mundo se acuerda entonces de los deseos de la mujer y de la hija, así pues el ambiente en el hospital se centra en esperar la llegada de una ambulancia que, para todos, tiene más de coche mortuorio que de ambulancia. Sin embargo, ya nadie sabe muy bien por qué, Franco es operado aquel día de nuevo; por tercera vez en unos pocos días. Muchas horas después, abrumado por las ojeras y aún en su puesto, Carlos Luján se cruzará con Felipe Lastres.
-¿Qué estáis haciendo? -le pregunta, airado- ¿Lo estáis manteniendo vivo a cualquier precio hasta el puto 27?
Lastres lo mira con odio.
-Nunca uses la segunda persona -responde entre dientes-. No lo olvides. Tú no.
El día 16, Radio Macuto informa de que por el tubo que entra en el Caudillo sale líquido intestinal. Hasta los más legos entienden que las entrañas de Franco son ya una mezcolanza de sangre y ponzoña, una cascada de mierda que sus riñones hace mucho tiempo que no saben limpiar. El día 17, Luján participa por la mañana en la vigilancia de Cibeles, que ya ha comenzado días atrás coordinada por Azpíriz, y por la tarde va a La Paz. Lleva días sin pisar su casa. En el hospital le cuentan que le han puesto hielo en el vientre a Franco. Para mejorar la coagulación. Es, le dice una enfermera, como intentar reparar un motor averiado con un mondadientes.
El 18 ya todo el mundo espera la muerte. En la tarde, a un soñoliento Luján se le acerca Lastres.
-Ojalá se muriese -le dice su jefe-. Ahora.
De esas palabras, y la mirada que las pronuncia, saca Luján la idea clara de que el desenlace está cercano.
La repetición del operativo de Cibeles lo relajó un poco. Pero no a Luján. Carlos Luján seguía en tensión. Tenía la convicción de que todo lo que habían imaginado ocurriría, y cada mañana que se unía a los vigilantes, desde distintos puntos, aparentando labores diversas, tenía la sensación de que aquél sería el día. Cada vez que se fijaba en una furgoneta que entraba en la plaza pensaba que sería ésa. Como lo pensó de la DKV blanca que llegó desde el paseo del Prado, y a la que Luján siguió con la mirada. El vehículo entró en la plaza, bordeando el Palacio de Comunicaciones como si fuese a tomar Alcalá arriba, pero se paró delante del palacio, en el espacio para los autobuses. La columna vertebral de Luján ardió. Tomó su walkie talkie, apretó el botón y susurró.
-¿Lo estáis viendo?
-Lo vemos –informó la voz de Azpíriz, desde las terrazas del palacio-. ¿Dejamos hacer?
-Déjame ver.
Luján se apoyó contra la Cibeles, agachado. En esa posición, en la que era difícil reparar en él a distancia, sacó del bolsillo del mono unos prismáticos y enfocó al vehículo. El conductor seguía sentado en su puesto, con la ventanilla bajada y las manos en el volante. Luján lo vio respirar pesadamente.
-No se baja –musitó Luján al walkie-. ¿Por qué no se baja?
-Parece nervioso –dijo una voz; Luján reconoció la del policía que estaba, según el operativo, paseando a un perro justo delante del Palacio.
-Puesto del Palacio –dijo Luján-, ¿hay alguien más en el vehículo?
Escuchó las corrientes pulsatorias del walkie. El policía del perro había pulsado sólo una vez el botón de hablar. Eso quería decir que no.
-Hay que detenerlo –la voz de Azpíriz sonó casi nerviosa.
-No veo por qué –contestó Luján-. El conductor está dentro. Si está dentro, sabemos que nada va a estallar. De otra manera, saldría de ahí.
-Pero Cendoya no es tonto –repuso Azpíriz-. Estará vigilando desde algún punto. Y sabe que una furgoneta no puede pararse en un lugar prohibido mucho tiempo, delante del puto Palacio de Comunicaciones, sin que pase algo. No tenemos tiempo.
Carlos Luján reconoció que era verdad. Pero entonces tuvo la idea.
-Puesto del Palacio. ¿Tiene la furgoneta bajada la ventanilla del copiloto?
Clac. Clac. Dos veces. Eso era un sí. Y un golpe de suerte.
-Las instrucciones son éstas: acérquese a la furgoneta, andando a buen ritmo y, cuando pase junto a la ventanilla del copiloto, desde la acera, tire usted dentro, al asiento, su walkie talkie. Y luego aléjese.
-¿El walkie? –Protestó Azpíriz- ¿Estás seguro?
-Casi –contestó Luján-. Todos los puestos, repito, todos los puestos en tierra: cesen la vigilancia de la furgoneta.
Luján oyó un clac. Asumió que era Azpíriz, que iba a decir algo. Pero, al final, permaneció en silencio.
-No vigilen, repito, no vigilen la furgoneta. Todos ustedes, vigilen sus sectores y busquen a las personas que estén mirando hacia el Palacio de Comunicaciones. Quiero que controlen a los turistas, a los paseantes, a cualquiera que esté mirando en la dirección de donde está la furgoneta. ¿Hay alguien en el Prado?
-Puesto cinco –respondió una voz.
-Bien, puesto cinco. Esto es lo que va a hacer. Aléjese de la plaza un par de cientos de metros. Aprisa. Una vez allí, pare el primer autobús que pase, le enseña la placa y le ordena que pare. Esperen a mi señal. A mi señal, entra usted en la plaza en el autobús y lo detiene un minuto en paralelo a la furgoneta. ¿Le quedó claro?
-Ya estoy yendo hacia allí –respondió puesto cinco.
-Está bien. Puesto palacio, proceda.
Luján esperó tensos segundos hasta que oyó la voz de Azpíriz desde la terraza.
-Ya ha dejado el walkie.
El ex policía suspiró, y luego presionó la tecla de su propio aparato.
-Le habla la policía. Está usted completamente rodeado. Debe usar este aparato para comunicarse con nosotros. Cójalo y póngalo sobre las piernas. De ningún modo se lo lleve a la boca o a la cara. El walkie-talkie debe permanecer, en todo caso, por debajo del nivel de la ventanilla. A la derecha hay un botón. Presiónelo cuando quiera hablar y suéltelo para escuchar. Ahora, cójalo y pruebe.
Luján comprobó con los prismáticos que el conductor se inclinaba a su derecha para coger el walkie. En ningún momento se vio el aparato.
Luego clac. Y luego una voz.
-Yo no he hecho nada.
Clac.
-Usted no es Julio Cendoya.
-No, no –la voz del hombre sonaba cada vez más aterrada-. Me llamo Julián Sánchez, yo…
Luján esperó más de medio minuto a que terminasen las convulsas explicaciones del conductor.
-Está bien, está bien. Ahora diga sí o no. Sólo sí o no. ¿La furgoneta es suya?
-No.
-Le han pagado por conducirla hoy.
-Sí.
-Y le dieron instrucciones para que se parase ahí, como si se hubiese averiado.
-Sí.
-Y sus instrucciones son tan sólo esperar a que aparezca la policía.
-Sí. Y luego marcharme.
Luján sintió que algo en su estómago se relajaba. Justo como él había imaginado.
-Puesto cinco, adelante. Todos los demás, atentos a sus vigilados. Cualquier cambio de actitud quiero que me lo reporten inmediatamente.
Si Cendoya estuviese delante del Palacio de Comunicaciones, estaría demasiado cerca. Si vigilase desde dentro, estaría muy expuesto en un lugar de donde le costaría huir. Era casi obvio que estaba vigilando la furgoneta desde otro punto de la plaza. Una furgoneta que, tal y como Luján sospechaba y acabaría comprobándose poco tiempo después, no llevaba ni un gramo de explosivo. El objetivo de Cendoya no era volar la Cibeles. Lo fue antes de que él supiera que sus cómplices habían sido trincados. Ahora era hacer parecer que la volaba, para que hubiese un momento en el que todo policía presente en la zona estuviese vigilando la furgoneta.
Pero para poder controlar su plan, necesitaba tenerla a la vista. Según pensaba Luján, en el momento que el autobús se parase en paralelo, Cendoya perdería ese contacto visual. Dependiendo de lo ágil de su mente, acabaría por darse cuenta de que ese movimiento no era casualidad. Lo cual equivalía a darse cuenta de que podrían haber descubierto su juego. Y trataría de huir.
El autobús entró ronroneando en la plaza. Con un sonoro suspiro hidráulico, se paró al lado de la furgoneta. Comenzó a pasar el tiempo. Segundos tensos. Luján dejó caer los prismáticos. Se levantó. Miraba nerviosamente en derredor suyo. Tratando de buscar algo anormal. Pero, ¿cómo distinguir algo anormal en una abigarrada plaza que es un cóctel constante de formas de actuar distintas? Los dedos se le crisparon en torno del walkie talkie. Miró hacia el autobús. Una fila de coches estaba situada detrás de él y hacía sonar las bocinas para que se moviese. A cada segundo era más obvio que estaba anormalmente parado. Luján apartó la vista. La verja del Cuartel General. Nada. La esquina del Banco de España. Nada. El Paseo del Prado. Nada. Quizá vigilaba desde un edificio, pensó. Pero, ¿cómo acceder a una ventana sin despertar sospechas?
Nada.
Nada.
Nada… ¡Me cago en Dios!
-¡Siete, siete, siete! ¡Puesto siete!
El corazón de Luján quería destrozarle el pecho.
-Siete, adelante, Siete.
-Un hombre. Entrado en años, grueso. Hacía fotos de la plaza desde la esquina de Barquillo. Ha llegado el autobús y ha seguido enfocando. Pero no disparaba. Además, es que…
-¡Hable, coño, puesto siete!
-Soy aficionado a la fotografía. O sea, aficionadete. No necesitaba el objetivo que tenía para hacerle fotos al palacio desde donde está.
-Es nuestro hombre –corroboró Luján-. ¿Dónde está?
-Controlado –contestó el policía-. Ha entrado en Barquillo y está en una cafetería. Dos policías lo tienen en campo de visión.
Carlos Luján sintió que las piernas le temblaban y el aire le faltaba cuando entró en la cafetería y vio a Julio Cendoya, indolentemente inclinado sobre su café con leche en la barra. Estaba sentado en una banqueta. Luján pensó: nadie que está presto a huir se sienta. Aunque sólo le veía el perfil, y a pesar también de los muchos años transcurridos desde las fotos que tenía de él, Luján lo reconoció. Tenía el mismo aire altivo de las fotos.
El ex policía se sentó junto a Cendoya y pidió un café. Cuando el camarero se lo trajo, le enseñó su carné policial y le dijo:
-Le agradecería que nos dejase en paz a este señor y yo. Sería bueno que no dejase que nadie se nos acercase mucho. Pero con discreción.
El camarero se cagó de miedo y asintió balbuceando. Pero Cendoya no apartó la vista de su taza de café. Luján hizo lo propio. Se inclinó sobre su taza, y bebió a sorbos cortos.
Pasó mucho tiempo. Tal vez minuto y medio. Tal vez veinte años.
-Dicen que está muerto –acabó por decir Cendoya. Tenía una voz neta, muy grave.
-Todavía no –contestó Luján-. Al menos oficialmente. Pero es cuestión de horas. Quizás, ahora mismo…
Cendoya se volvió hacia Luján. El ex policía vio algo parecido a la simpatía en sus ojos.
-Tres preguntas, señor Luján. Hágame tres preguntas.
-¿Tres?
-Preguntas, sí. En veinte años, habrá muchas cosas que usted haya querido saber. Me admira su constancia. Por eso, creo que al menos las tres cosas que más le intriguen se las debo decir. Lo demás, tendrá que arrancármelo.
Luján encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Cendoya, pero éste lo rechazó. Se sintió mareado. No tenía tres preguntas. Tenía trescientas. Se sentía como el pobre al que de repente le dicen que podrá elegir cualquier restaurante de una ciudad para cenar. Finalmente, balbuceó más que preguntó:
-¿Qué quiere decir RiP 203?
Cendoya rió.
-Ésa no la voy a contar. RiP 203 es el final del camino, señor Luján. Aún tiene usted que dar algunos pasos. Lo averiguará, no se preocupe. Pero pregúnteme cualquier otra cosa.
Luján tragó saliva.
-¿Por qué le cortó las manos al cadáver de Anselmo López?
-Yo no hice eso –contestó Cendoya, muy tranquilo-. La última vez que vi a Anselmo en mi vida estaba vivo. Vivo, aunque gravemente herido en una pierna. Es cierto que dí desde Moscú la orden de matarlo. Pero se me adelantaron. Y quien se me adelantó fue quien le cortó las manos. Eso sí, yo sé por qué.
-Pues dígamelo.
Por toda contestación, Cendoya sonrió y dijo:
-Por la misma razón por la que el cadáver llevaba el anillo de nuestra pequeña hermandad. Pero no siga por ahí. Pregunte otra cosa.
-Soy yo quien decide qué preguntar.
-Se equivoca, Luján. Usted ha ganado. Me ha encontrado. Pronto saboreará las mieles de su triunfo. Aunque no estoy nada seguro de que le vayan a saber dulces. Pero, hasta entonces, seré yo quien decida. Y decido que me pregunte usted otra cosa.
Luján se alzó de hombros. Lo tenía. Pronto, Cendoya estaría en una sala de interrogatorios. Si quería jugar a aquel jueguecito, por él no quedaría.
-¿Cuándo le abandonó Lucía Odriozola?
Cendoya arqueó las cejas.
-Luci me quería bien. Como amaba a la revolución. Pero la revolución se marchó un día camino de Alicante, huyendo de Franco, y se olvidó de ella. Como de mí. Yo creí que no me lo reprochaba. Pero tal vez me equivoqué. La culpa, no obstante, la tuvo ella. Ella y sus amigos aromáticos. Yo me puse la careta y desde el día que lo hice, si me hubiesen ordenado detener a algún compañero, lo habría hecho.
-No me cabe la menor duda.
-Lo sé. En vano intenté convencerla de que estábamos detrás de algo muy gordo. Algo lo suficientemente gordo como para renunciar a cualquier otra cosa: amigos, contactos, pasado… Estuvieron a punto de encontrarnos. Yo me fui a la División Azul y ella se tuvo que emplear… bueno, usted ya lo sabe.
-Ajá.
-Cuando Anselmo volvió yo le dí recado de que lo vigilase. Estrechamente.
-Anselmo era la clave del dinero.
-Y de más cosas.
-¿Ah, sí?
Luján contestó con escepticismo. Pensó que Cendoya jugaba con él. No esperaba su respuesta.
-Más cosas, sí. Anselmo también era la clave del secreto de Amado.
Luján se volvió como el rayo hacia Cendoya. El terrorista lo miraba divertido.
-¿Quién es Amado?
Cendoya se alzó de hombros.
-Alguien cuya muerte investigamos un día. En el 36. Una persona que había muerto en lo que ya entonces era zona nacional. Teníamos interés en conocer las circunstancias de la muerte de aquel hombre. La investigación fue una orden directa de Negrín.
-No creo que Negrín pudiese ordenar muchas investigaciones en zona nacional.
Cendoya asintió, sonriendo.
-Cierto, cierto. Nos costó casi dos años poder situar un infiltrado con garantías. Necesitábamos alguien que hubiese trabajado con nosotros, pero que no despertase sospechas. Alguien que se pudiese hacer pasar por pudiente. Con educación. Con estilo.
-Un ingeniero –musitó Luján.
Cendoya sonrió ampliamente.
-Veo que lo capta.
-Así que Anselmo López investigó el asesinato de Amado. Y, si dice que era la clave, algo debió descubrir.
El rostro de Cendoya se ensombreció. Luján comprendió.
-Pero no se lo contó.
Cendoya suspiró.
-López volvió… de su misión a finales 1938. Llegamos a creer que lo habían trincado o que había desertado. Sin embargo, regresó. Me he reprochado muchas veces el no haberme dado cuenta de que esto no era lógico.
-¿Por qué?
-Sabiendo lo que sabemos hoy, no era lógico, no. ¿Volver a la zona republicana? Anselmo estaba convencido, como otros muchos, de que ya habíamos perdido la guerra. Lo lógico hubiera sido desertar, porque López no tenía las manos manchadas de sangre, y podía contar cosas. Con los años, he llegado a darme cuenta de que regresó porque de alguna manera pensaba que lo que había descubierto lo podía proteger; o, quizás, temió que, de desertar, nosotros mismos lo delatásemos por venganza.
Sorbió un poco de su café, mirando hacia adelante, hablando como para sí.
Yo, desde luego, lo habría hecho musitó. Y continuó-: Luego, poco tiempo después de llegar, lo veo salir del cuartel como un furtivo. Durán y yo le seguimos. Le perdemos. Aunque, en la batida, cobramos una pieza.
Trasobares.
Trasobares, sí. El tipo intentó huir, pero lo abatimos. Yo no podía saber que Trasobares acababa de convertirse en la segunda razón de Anselmo López para estar donde estaba.
-No le entiendo, la verdad.
-¿Eso es la tercera pregunta?
Luján hizo un gesto, como queriendo decir: ¡qué más da!
-Anselmo volvió por RiP 203. La pista que Trasobares le dio antes de morir. Volvió para proteger su dinero. Para poder vigilarlo. Y en RiP 203, en el mismo sitio donde tenía guardado el dinero, guardó el secreto de Amado que acababa de adquirir.
Luján se echó hacia atrás. Comprendía.
-Y, finalmente, usted ha entendido ese mensaje en clave. Sabe dónde está todo eso.
Cendoya asintió, mirando a Luján con desánimo.
-Es jodido que te pillen en la última etapa.
Cendoya rió de nuevo. Luján le ofreció un cigarrillo.
-No, gracias.
-¿No fuma?
-Fumaba. Cigarrillos rusos. Asquerosos. Pero ahora tengo la tensión alta. Por cierto…
Sacó, parsimoniosamente, una píldora del bolsillo delantero de su camisa, se la metió en la boca, y luego la tragó con el resto del café. Después miró de nuevo a Luján.
-Dígame, Luján. ¿Cree usted que hay algo más importante que cumplir una misión?
-Nada en lo absoluto.
-Ajá. Piensa como yo. Pero suponga por un momento que quien le ordena una misión desaparece. ¿Le da eso derecho a usted a no continuar con ella?
Luján reflexionó.
-Pues… no lo sé, la verdad.
Cendoya sonrió levemente, y arrastró por el mostrador una carpeta marrón, hacia Luján.
-En esta carpeta está la pieza del puzzle que le falta. Una vez que la lea, quizá, tendrá usted que decidir. Como decidí yo. Yo continué mi misión aún cuando quien me la ordenó había desaparecido. Usted no sé lo que hará.
Luján no quiso leer los papeles. Tenía claro que Cendoya daba por terminada la entrevista, y tenía claro que, si así era, ya no le sacaría nada más. De momento.
Se levantó.
-Creo que es momento de que nos vayamos.
Pero Cendoya siguió sentado.
-¿Le ha explicado Camilo mi teoría del mus?
-¿Lo de la jugada alternativa?
-Sí, ésa.
-Pues sí. Pero no veo que…
Cendoya hizo girar su banqueta y se encaró con Luján. Tenía los ojos embalsados de tristeza.
-Ahora mismo, señor Luján, me gustaría aceptarle ese cigarrillo. Pero me temo que hay un órdago sobre la mesa.
Casi al mismo tiempo de decir estas palabras, un sólido hilo de saliva comenzó a correrle por la comisura de la boca.
Dos minutos después, estaba muerto.
Madrugada del 20 de noviembre de 1975. En la habitación de Franco. A ratos, algún médico entra; sobre todo su yerno, el marqués. Pero dentro sólo está una enfermera y un hombre mayor, alto, desgarbado, calvo y con un bigote parecido al del propio Caudillo. El silencio es tan espeso como permite el zumbido incansable de los aparatos. Franco, surcado por los tubos, los catéteres y los diferentes parches y sensores, está tumbado boca arriba. Su pecho apenas se mueve, muy de cuando en cuando, movido por débiles espasmos respiratorios.
Ésta es la escena que Carlos Luján entrevé cuando llega a la habitación anterior a la sala. Allí, un joven guardia se le interpone.
-No se puede pasar.
-Tengo permiso.
-Han sido derogados todos esta tarde. Excepto familia, gobierno y, er, el, er, Jefe del Estado.
Luján mira al chico. Piensa: miénteme y dime que no es lo que estoy pensando. El chaval tiene los ojos humedecidos.
-¿El de dentro es don José Antonio?
El chico asiente.
-Entra, entonces. Dile que soy Carlos Luján. Él me conoce. Sabe de... cosas que he hecho. Servicios. Entenderá.
No muy convencido, el guardia entra, cerrando la puerta tras de sí. Menos de un minuto después, José Antonio Girón de Velasco sale de la habitación.
-¿Luján? -pregunta, mirándole con el ceño fruncido- No se ofenda, pero sus pretensiones son de lo más inconveniente.
-Lo sé, señor. Lo sé. Le he visto desde aquí cuando he llegado y sé... sé que lo que va a pasar, va a pasar muy pronto. Pero, por eso...
-Luján, no están las cosas para despedidas personales. Espero que entienda...
-Yo no quiero despedirme, señor. Quiero rendir un último servicio. Se me encargó una misión, y hoy la he completado.
-Pues tendrá usted superiores a los que...
-No, señor. Esto es algo entre el Caudillo y yo.
-¿Entre usted y el Caudillo?
-Tendrá que confiar en mí, señor. Créame: si todavía oye, si todavía entiende, le gustará escuchar lo que tengo que decirle.
Girón reflexionó un momento. Luego suspiró, dejó caer los brazos, y abrió la puerta.
-La familia vendrá pronto. No deben verle aquí.
Luján, por toda respuesta, entra en la habitación, rodea la cama de Franco, toma sin ruido una silla, y se sienta en ella, a escasa distancia de la cabeza del Caudillo. Inclinándose hacia él, susurra. Dos, tres minutos. No más. Luego se levanta, recoloca la silla, saluda con un gesto amable a la enfermera, y sale. Girón sale con él.
-¿Contento? -Le pregunta el viejo falangista, mientras le estrecha la mano.
-Sí, señor -contesta Luján, y luego añade-: misión cumplida.
Luego Luján sale de La Paz y deambula lentamente en la noche, camino de la plaza de Castilla.
No ha llegado ni a la prolongación de la Castellana cuando el corazón de Francisco Franco se detiene para siempre.
"La repetición del operativo de Cibeles lo relajó un poco. Pero no a Luján." ¿A quién relajó si estamos hablando siempre de Luján.
ResponderBorrar"-Soy aficionado a la fotografía. O sea, aficionadete. No necesitaba el objetivo que tenía para hacerle fotos al palacio desde donde está."
ResponderBorrarLo del objetivo era algo extraño. El puesto siete tenía que haber informado antes.
Las píldoras de cianuro no pueden comprarse en las farmacias. En la época de la Guerra Fría se les suministraba a los espías para que se suicidaran en caso de ser atrapados. Como Cendoya era agente de la URSS, eso encaja. Lo que no encaja es otra cosa: son de acción rápida para que maten al espía antes de que se vaya de la lengua. Incluso aunque se traguen y no se muerdan.
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