Julio Abrantes tenía el aspecto de una persona entrada en años que hubiera pasado toda su vida en labores de campo. Salvo que su vida de presididario le había dejado, como Luján previó, una piel casi láctea. Tenía el aplomo de quien ha visto mucho y vivido más. De las muchas personas a las que Carlos Luján había visto a lo largo de su vida en su tesitura, rodeados por policías armadas e inspectores de paisano, Julio Abrantes fue, de largo, quien más conservó la calma.
-No sé lo que sabe de mí -le dijo a Luján, con una sonrisa queriendo nacer en un extremo de sus labios-, pero puedo demostrar que he sido absuelto de todos los delitos de los que una vez estuve acusado.
-Yo no diría tanto -contestó Luján-. Hay un asuntillo en Alemania, antes de partir hacia Rusia con la Azul. Quizá lo hayas olvidado.
Abrantes se lo quedó mirando, como midiéndolo. Luego, casi repentinamente, se alzó de hombros.
-De eso hace mucho tiempo.
-Pero yo te puedo tocar mucho los cojones por ello.
-Oiga, el cabrón de la historia era aquel tipo. Él me...
-Ya. Y tú, antes de que él te corrompiese, eras un monaguillo, ¿verdad?
Luján se levantó y se inclinó sobre Abrantes, hasta poner su rostro a muy pocos centímetros del delincuente.
-Si he podido esperar veinte años para tenerte delante, créeme, soy capaz de encontrar todo lo que haga falta para putearte hasta el día que te mueras en cualquier cárcel. Española, por supuesto.
-Soy ciudadano soviético -respondió Abrantes, con aplomo, como sacando su as de la manga.
-Lo sé, tovarich Petrovic -contestó tranquilamente Luján, quien disfrutó observando cómo Abrantes, a pesar de sus nervios de plomo, acusaba el golpe-. Como sé que los rusos preferirían regalarle el Bolshoi a Gerald Ford antes que volver a verte por ahí.
Se sentó frente a él. Le palmeó una rodilla.
-Pero, ¡ea, dejémonos de polladas! Tú eres un tío listo, Abrantes. Si te buscara por lo de Alemania o por algo anterior, no estarías aquí, en tu putiferio, hablando con nosotros. Estarías en una comisaría. Y eso todavía te da una oportunidad.
Los ojos de Abrantes brillaron una milésima de segundo. Suficiente como para que Luján se percatase de que, obviamente, no sabía lo que no podía saber, y él sí. Durante su visita al Coronel con Lastres, éste había comprometido su colaboración pero, cuando ya se iban, había sido claro.
-Oiga, Luján. Todo esto tiene un denominador común: Abrantes no existe. Sea cual sea su situación, sean cuales sean sus ideas, Luján, no quiero a ese hijo de puta en una comisaría; no quiero su nombre en un parte de denuncia; no lo quiero delante de un juez. Espero haber sido suficientemente claro.
Carlos Luján tenía que soltar a Julio Abrantes. Pero eso, el retenido aún no lo sabía.
-¿Cómo de grande es esa oportunidad? -Acabó por preguntar Abrantes, lentamente.
-La hostia de grande -informó Luján-. Aquí tengo -sacó un sobre del bolsillo interior de su americana- un billete de avión. Buenos Aires. Esta noche. Los agentes tienen orden de, er, escoltarte hasta el embarque. Qué cojones, la orden es cerciorarse de que subes al puto avión.
-¿A cambio?
-Información.
Abrantes se alzó de hombros de nuevo.
-Pues vale. ¿De qué quieren que les hable? ¿Quieren saber cómo puede alguien conseguir LSD en una cárcel rusa?
Luján rió brevemente, y encendió un cigarrillo. Se lo ofreció a Abrantes, quien lo tomó con una de sus manos esposadas. Luego él encendió un segundo cigarrillo, fumó parsimoniosamente. Se sentó frente a él. Ambos hombres se miraban. Ambos procuraban que sus ojos no dijesen nada.
-Háblame del lago Ilmen -dijo, finalmente, Luján.
A Abrantes la pregunta lo descolocó por completo.
-¿Qué lago?
Luján disfrutó con su desorientación.
-El lago Ilmen. La División Azul. ¿No lo recuerdas?
Abrantes estrechó su mirada, en un gesto de incredulidad.
-¿Me han detenido para hablar de la guerra?
Esta vez fue Luján quien se alzó de hombros.
-No sé por qué te extraña tanto. Tú acabaste en una sección de la División. Allí tuviste un compañero. Y da la casualidad de que ese compañero es el mismo con el que hace unos pocos días has intentado atracar un banco a un par de barrios de aquí. ¿No es así?
Carlos Luján sabía que Julio Abrantes podía negarlo todo perfectamente si imaginaba, y no le sería difícil, que todo lo que tenían sobre la participación de Cendoya en el atraco eran sospechas. Por eso le había enseñado el billete de avión. Necesitaba que tuviese algo que perder en caso de mentir.
La estrategia funcionó. Abrantes suspiró, como diciéndose a sí mismo: ya está, hasta aquí hemos llegado. Luján aprovechó el momento.
-¿De cuándo es vuestro reencuentro?
-Muy reciente. Por lo que me ha contado, vivió en Rusia varios años tras la guerra, pero sin continuidad. A los rusos sigue dándoles urticaria la gente a la que no le van las banderas de un solo color.
-Ya. Mejor que rojas, rojinegras, ¿es así?
Abrantes asintió fuertemente.
-Cendoya dice que es anarquista. Pero los rusos, o algunos rusos, parecen creer que es uno de los suyos.
-¿Por qué dices eso?
-Joder, por todo. Supongo que si saben tanto de Cendoya es porque ya han descubierto que, en realidad, no murió en... claro, joder. ¡Por eso me preguntaba por el lago Ilmen!
Luján rió y le palmeó un muslo.
-¡Exacto, amigo, por eso mismo! En efecto, hace mucho tiempo que sabemos que Cendoya se las arregló para engañar a sus propios compañeros, simular su muerte en el lago Ilmen, y pasarse a los rusos. Quizá él no sepa que fue condecorado por esa acción tan valiente. A título póstumo. Quizá quiera pasarse por el Ministerio del Ejército a recoger su medalla. Aunque tendría que dar algunas explicaciones.
Abrantes quiso responder a la sonrisa de Luján con otra, pero no lo consiguió.
-Sigue con lo de Cendoya y los rusos, anda.
-Según él -contestó Abrantes-, ha estado entrando y saliendo de Rusia varias veces en las últimas décadas. Eso no lo puede hacer cualquiera. Y, cuando me soltaron de la prisión, me fue a buscar en un coche enorme y me acompañó a la oficina donde me explicaron todo lo de mi liberación, el pasaporte nuevo con identidad soviética, todo. Él dice que todo eso no tiene más motivo que tener camelado a quien podía ayudarle. Hace veinte años...
Abrantes se detuvo para sorber su pitillo, pero no pudo seguir porque le detuvo la voz de Azpíriz.
-Yo te lo cuento. Hace veinte años, Cendoya estaba montando una célula dentro de la propia Falange. Una mezcla de falangistas radicales y anarquistas que juntó a base de extrañas amistades que hizo al final de la guerra. Pero unos policías le desmantelaron la organización.
Abrantes miró a Azpíriz como quien mira a un león que se prepara a saltar. Luján alabó en silencio la inteligencia estratégica de su compañero. Había conseguido dar la impresión de que sabían mucho más de lo que realmente sabían.
-En Berlín me dijo -musitó Abrantes- que aquel comando iba a matar a Carrero. Iban a hacerlo apenas dos meses después de la fecha en que los desmantelaron. El tipo aquél, por lo visto, tenía la costumbre de pasar horas en un despacho de la Castellana que daba a la calle. Habían diseñado una acción por la cual tomarían el hotel de enfrente y le dispararían. Ustedes... o los que desmantelaron la célula, le salvaron la vida. Claro que, a la larga, no le ha servido de mucho.
Abrantes se rió de su propia gracia. Luján y Azpíriz lo observaron estólidos.
-¿Qué te ha dicho Cendoya de su hermano Higinio? Higinio Longares.
Abrantes se alzó de hombros.
-No sé quién es ese tipo.
-¿Lucía Odriozola?
El interrogado negó tranquilamente con la cabeza.
Luján suspiró, fumó, intercambió una mirada con Azpiríz. Luego trató de serenarse.
-En fin, vamos al torrao. Lago Ilmen. La División Azul. Aquella sección. Refréscame la memoria. Estabas tú, y Cendoya, un tal Dositeo Galán...
-Ajá.
-Herminio Pozas...
-Hermi... ¡ah, sí, uno de Los Metralletas! -Abrantes se quedó parado un momento, decodificando que sus interlocutores no sabían de qué les hablaba-. Los llamaban así porque se tatuaron una metralleta aquí, en el dorso de la mano derecha.
-Ok, vale. Así que tenemos: Cendoya, Galán, Pozas... ¿y?
-Sí -concedió Abrantes-. También estaban Malaguita, y Castán el Loco, y Turienzo, y... espere... Cañadas, sí, Cañadas. Y López. Anselmo López.
-Es curioso -respondió Luján- Has citado al final a los muertos.
Abrantes se quedó quieto unos segundos, mirando a ninguna parte, como si delante de él estuviesen proyectando la muerte de sus compañeros.
-No todos -respondió finalmente, con seguridad- López fue gravemente herido, pero se recuperó y lo repatriaron.
Luján sintió que un peso del estómago se aligeraba. Esa reacción era un dato importante: si Julio Abrantes no sabía que Anselmo López había sido asesinado en 1948, eso quería decir que, cualesquiera que fuesen las cosas de las que le hubiese hablado Cendoya en las últimas semanas, López no era una de ellas. Silencio el de Cendoya que era coherente con que además hubiese callado sobre su hermano y su novia. Cada vez le quedaba más claro a Luján que Cendoya había buscado a Abrantes porque necesitaba un brazo criminal ejecutor. Compartió la información telepáticamente con Azpíriz antes de seguir interrogando.
-Malaguita, Castán, Turienzo y Cañadas murieron en Rusia.
-… y os quedasteis solos tú y El Choto.
Abrantes miró a Luján con extrañeza.
-¿Solos? Ya le he dicho que estaban…
-Sí, me lo has dicho. Pero yo te hablo del grupito, no de la escuadra.
-¿Grupito?
-El grupito, sí. In Bello Amicitia. Anillos negros. ¿Dónde tienes el tuyo?
Abrantes apretó los labios y negó tranquilamente.
-Nunca lo tuve. Yo no voy de eso. En mi mundo los grupos se hacen y deshacen para dar palos. Pero, sí. Cendoya se quedó solo cuando Malaguita, Turienzo y Cañadas la palmaron. Días antes de lo del Ilmen.
-Cendoya también «murió» allí –continuó Luján-. Galán perdió una mano, regresó y murió de cirrosis algunos años más tarde. Y a Anselmo López lo mataron en 1948. Y es posible que Cendoya no fuese ajeno a ello.
Aquella era la tarde de las sorpresas para Abrantes. Pero esta vez aguantó el tipo más que razonablemente.
-¿Cendoya? ¿A López? ¿Por qué? Y, ¿cómo, si él...?
-¿Si él estaba fuera de España? -Le interrumpió Azpíriz- Tú mismo has dicho que estaba formando una célula terrorista interior. Para alguien que se planea la posibilidad de reventarle el cráneo a la mano derecha de Franco, un puñetero veterano le parecerá poca cosa, ¿no?
-Y, si preguntas por qué -continuó Luján-, ahora ya conoces la razón de este interrogatorio.
-¿Yo? Pero, yo, ¿qué puedo decirles?
Luján trató de mostrarse tranquilo, casi desinteresado.
-Piensa, Abrantes, piensa. 1948. Quien quiera que mató a Anselmo López no podía tener más motivos que los que surgieran mientras vosotros caminabais por el hielo ruso. Así que háblame de la relación entre Luján y Cendoya.
Abrantes sacudió la cabeza, como tratando de convocar los recuerdos.
-No sé. Lejana. En realidad, no se conocieron mucho. Cendoya llegó al batallón cuando ya estaba formado. Se hizo rápidamente famoso por su grupo de radicales, los del anillo.
-In Bello Amicitia
-Eso. La bella amistad, todo eso.
-López era uno de ellos.
Abrantes se echó hacia atrás.
-¿López? ¡Eso, con perdón, no se lo cree ni usted!
-Su cadáver llevaba uno de esos anillos.
Abrantes reflexionó.
-Entonces... ¡qué cojones! Entonces, es que Cendoya lo mató, y ésa fue su marca. Porque Anselmo López, créame, jamás habría llevado ese anillo por deseo propio -tiró y aplastó su cigarrillo; Luján, sin solución de continuidad, le dio otro y le acercó la llama del mechero-. Ése López no sé qué coño hacía con nosotros, la verdad. La mayoría eran falangistas sinceros, antimarxistas decididos, que querían empujar a los comunistas hasta echarlos al mar por el otro lado de Siberia. Luego había otros... otros...
-Como tú -terció Azpíriz-. Llamémosles aventureros.
-A...ventureros, sí. Y luego la gente como Cendoya. Tremendos. Algunos de los que sobrevivieron se reengancharon conmigo en las SS. Yo lo hice por no volver, por no... ¡por no volver, vaya! Pero ellos creían en todo eso. Les vi llevar el uniforme con orgullo. Eran arios de verdad. Y odiaban a Franco.
-Menuda panda -comentó Azpíriz.
Abrantes lo miró con indisimulado desprecio.
-Usted no ha estado a veinte grados bajo cero, corriendo en la nieve para protegerse de los ataques de hordas de cabrones dispuestos a abrirte las tripas, a mordiscos si es preciso si se quedan sin bayoneta. Yo le juro que la mayor suerte que se puede tener en una situación así es que se te presente estando a la espalda de uno de esos hijos de puta.
Azpíriz calló, pero Luján le dedicó una mirada conmiserativa. Le gustaba el giro que había dado la conversación. Todos los veteranos, en el fondo, quieren hablar de su pasado combatiente.
-Por lo que veo, López no encajaba con nadie.
-Con nadie. Nosotros, bueno, nos portábamos mejor que los alemanes con la población...
Luján pensó: «salvo tú, que la violabas y asesinabas». Pero, fiel a sus compromisos, y a sus intereses, se guardó de decir nada.
-... pero lo de López era exagerado. Todos le decíamos que más que de la División Azul parecía de la Cruz Roja. Y, además, era distinto a todos. Le bastaba con hablar para ser distinto.
-¿Y eso?
-Por las cosas de que hablaba. Las cosas que decía. Allí había algunos universitarios, falangistas convencidos que quisieron luchar, pero la mayoría éramos de otra pasta. No sé si me entienden.
-A la perfección.
-A López se le notaba que estaba muy cultivado.
-¿Por qué se le notaba? -Preguntó el navarro, con gesto de perspicacia- ¿Recitaba poemas, hablaba latín, o qué?
Abrantes negó violentamente.
-No, no va por ahí. El cabrón sabía un montón de cosas. Pero un montón.
-¿Qué tipo de cosas?
Abrantes se alzó de hombros de nuevo, dejando ver que eran terrenos que él no dominaba.
-Cosas... complicadas. Matemáticas, por ejemplo. Física, lo llamaba. Había una cosa sobre la que yo creo que lo sabía todo. Qué palizas nos daba. Sobre todo a los mandos. Hablaba y hablaba sobre cosas relacionadas con la resistencia de los materiales. Eso lo tenía en la boca siempre. Decía que se podían construir túneles para la defensa, que sería fácil. Nadie le hizo ni caso.
Carlos Luján anotó en su libreta: «AL era probablemente ingeniero».
-Yo te he preguntado por sus tendencias políticas.
-No tenía, que yo sepa -respondió Abrantes, con seguridad-. Puedo jurarle que López no era falangista.
-¿Qué pensaba de Franco?
Azpíriz no pudo reprimir una mirada de extrañeza hacia Luján. Pero él sabía lo que hacía. Tenía razones sobradas para pensar que pudiese haber una vinculación, algún tipo de relación, entre Franco y Anselmo López.
Pero Abrantes volvió a alzarse de hombros.
-Hace muchos años, pero no recuerdo una sola vez que hablase de él, ni para decir blanco ni para decir negro. Pero lo más increíble no es que no fuese falangista. Esto ya hubiera bastado para preguntarse qué coño hacía ahí. Lo más increíble era el miedo que tenía.
-¿Miedo?
-Miedo, sí. A la guerra, a la muerte. He visto ese miedo, sobre todo al final de la mundial, cuando combatí al lado de adolescentes recién salidos de las academias. Lloraban bajo las bombas y llamaban a su mamá. Pero habían ido obligados. Lo de López no tiene sentido, porque era un voluntario. Estaba allí porque quería. Y, sin embargo, tan sólo el rumor de los obuses en la distancia le ponía en la mirada un miedo hondo y le provocaba temblor de manos.
Luján se rascó la barbilla. Habló para sí.
-¿Por qué alguien con tanto miedo se presenta voluntario para ir a la guerra?
Nadie contestó.
-Y, ¿por qué a la vuelta, condecorado por haber sido herido en combate, y siendo un ingeniero quizá muy valioso, se entierra en una vida arrastrada, sin oficio ni beneficio?
Para Luján estuvo claro, más claro que nunca: Anselmo López huía. Se escondía.
Se inclinó hacia Abrantes.
-Dime una cosa. Antes has dicho que Cendoya se incorporó a vuestra sección más tarde.
-Ajá.
-O sea que, al menos tú, no tuviste relación con él durante la instrucción en Alemania.
-Ninguna.
-Vale. Y, ¿serías capaz de recordar si pasó mucho tiempo entre la incorporación de Cendoya al batallón y la herida de López?
-Joder, ha pasado mucho tiempo. Mucho, mucho... Pero el caso es que...
Luján miró a Azpíriz. El navarro abrió los ojos de par en par.
-Joder, joder, joder. Ambos hechos están ligados... -susurró.
Abrantes miró a Azpíriz. Luego a Luján. Parecía asustado. Asustado por sus propios pensamientos.
-Es... ¡es cierto! Anselmo López resultó herido durante la toma fallida de la cota 789, y eso fue... eso fue... ¡joder!
-La primera acción de guerra después de la llegada de Cendoya.
Abrantes asintió. Su mandíbula colgaba sin fuerza.
-Casi. La segunda. Pero apenas unos veinte días después.
Luján suspiró.
-De tu mirada deduzco que no te sorprenderá que te diga que la bala que extrajimos del cadáver de López en su tumba, hace ahora cosa de quince años, era la bala de un arma alemana.
Esta vez, la sorpresa se dibujó, neta, en el rostro del interrogado.
-¿Existe alguna posibilidad de que se produjese fuego amigo en aquella acción?
-Siempre la hay -contestó Abrantes, con un hilo de voz-. Lo dejamos atrás, fuera del radio de la artillería enemiga. Se le asignaron funciones de intendencia. Teníamos que tomar la cota, pero fracasamos. Los rusos contraatacaron. Por nuestro flanco. Adivinaron que estábamos muy castigados. Traspasaron los perímetros de seguridad, comprometiendo la seguridad incluso de porciones de nuestra retaguardia, donde estaba él. Por eso... por eso nadie dudó de que lo habían herido ellos.
Luján veía ahora las cosas claras. Sacó su fajo de documentación. El fajo de documentación que lo acompañaba desde 1948. Extrajo el viejo papel con la anotación RiP 203.
-Dime, Abrantes, ¿escribió López alguna vez algo delante de ti?
-Decenas de veces -respondió el ex divisionario.
-¿Dirías que ésta es su letra?
Abrantes apenas la miró unos segundos.
-No. Seguro. Esta letra es gordita y vertical. López tenía una letra muy elegante, muy caligráfica. De señorito.
Luego la nota, se dijo Luján, la escribió Lucía Odriozola.
-¿Qué significa RiP 203, Julio?
Cuando se liberó de la sorpresa, Abrantes negó con aplomo.
-No tengo ni idea. De verdad.
-¿No es un mensaje secreto entre los miembros de vuestro grupo?
-No, lo juro.
-¿Tienes tabaco?
-¿Yo?
Mientras Abrantes se recuperaba de la sorpresa de la pregunta, un uniformado le alargó a Luján un paquete de tabaco rubio. Luján tiró los cigarrillos y deshizo el paquete como había aprendido el día que Azpíriz lo visitó. No había nada dentro.
Luján bufó con fastidio. Se levantó. Los rasgos de su rostro se endurecieron.
-Ahora mismo te la estás jugando, Abrantes. Mide bien tus respuestas y, por tu puta madre, macho, no se te ocurra mentirme.
Abrantes lo miraba desde abajo. Era un hombre curtido, pero Luján pudo oler que tenía miedo.
-¿No te dio Cendoya un paquete de tabaco mentolado?
Abrantes se quedó parado, sin palabras.
-¡Contesta, me cago en Dios! ¡Contesta, o te mato aquí mismo!
Sacó su pistola. El seguro sonó con un chasquido, Abrantes intentó echarse hacia atrás, pero tras él había una pared.
-¿Qué... qué cojones?
-¿Es que no te das cuenta, imbécil? ¡El tiempo de proteger ya ha pasado! ¡No tienes a nadie a quien proteger, salvo a ti mismo! ¡Así que habla!
-Yo... yo... una cajetilla... mentolados... yo no...
Luján levantó la mano con la pistola. Pero no descargó el golpe. Sintió un fuerte abrazo en su muñeca y el aliento de Azpíriz en su mejilla derecha. Y escuchó sus jadeos. Ambos compañeros lucharon brevemente. Finalmente, Azpíriz le hizo soltar la pistola.
-Los...mentolados -escuchó Luján decir a Abrantes-. La cajetilla era de Cendoya. ¡Era suya, joder!
-Pero, entonces, ¿por qué la tenía el pobre diablo que reclutasteis de chófer? -Preguntó Azpíriz, más entero que su ex compañero.
Abrantes lo miró como se mira a un salvador.
-Se la dio Cendoya. La noche antes. Estábamos todos: Cendoya, Camilo, el chico y yo. Planificamos. Cuando todo terminó, Cendoya le dio la cajetilla vacía al chico. Y le dijo que al día siguiente, tras el atraco, le diría a quién tenía que hacérsela llegar. De su parte. Durante el tiempo que estuviéramos escondidos.
-¿A quién le quería llevar esa cajetilla?
-No lo sé. Eso sólo lo sabe Cendoya. El chico murió en el atraco, ¿no? Eso dicen los periódicos.
Luján estaba ya más tranquilo. Ordenó sus pensamientos de acuerdo con lo que acababa de oir. Finalmente, sacó la fotografía de López con un señor grueso en la calle Alcalá.
-¿Has visto alguna vez esta foto?
Fue un palo de ciego. No esperaba una respuesta positiva. Por eso fue el primer sorpendido cuando Abrantes contestó:
-Un millón de veces.
-¿Un mi... millón?
-Era de López. Él es el jovencito de la derecha. La tenía consigo en Rusia. Siempre la llevaba encima.
-¿Es su padre la otra persona?
Nueva alzada de hombros.
-Si lo es, nunca lo dijo. Él todo lo que decía es que aquella foto era su seguro de vida. También decía: en esa foto está todo.
-¿Su qué?
-Su seguro de vida. Eso decía.
-¿Y la firma de detrás? ¿Es de López?
Abrantes torció el gesto.
-Nunca le vi firmar pero, por cómo le digo que era su letra, y ésa la vi bien, creo que es difícil que sea su firma.
Luján dio unos pasos por la habitación. Entre interrogatorios pausas y demás, se había hecho de noche en las ventanas. Suspiró y se echó el pelo hacia atrás. Luego volvió hacia Abrantes, que esperaba sin mover ni una pestaña.
-Puedes irte, cabronazo. Pero antes, dime una sola cosa.
-Lo que usted diga.
-¿Para qué el dinero? ¿Qué prepara Cendoya?
Abrantes palideció.
-¿Me... me dejará ir, escuche lo que escuche?
Luján rió.
-Julio Abrantes, sólo llevas una cajetilla de tabaco corriente y moliente. Eres un puto peón. Una hormiga. Con darte un papirotazo, estamos listos. Habla sin miedo.
Abrantes consumió casi un tercio de su cigarro de una sola calada. Luego echó las toneladas de humo por boca y nariz. Y después miró a Luján a los ojos.
-El dinero es para comprar material y un par de voluntades. Eso dice siempre Cendoya. Por eso me esperó a mí. Hace mucho tiempo ya que no tiene apoyo para sus proyectos terroristas en España. Hace mucho que le cortaron el grifo del dinero. Los rusos lo tratan bien, le prestan coches oficiales y apartamentos en Moscú para que duerma; pero más o menos por la época en que ustedes desarticularon la célula que Cendoya dirigía desde fuera, decidieron que no se iban a implicar en acciones desestabilizadoras. Cendoya, en cambio, necesita una acción criminal, dar un palo gordo que le procure mucha pasta. Quiere jugar a lo grande.
-¿Cuánto de grande?
Esta vez fue Abrantes el que rio brevemente.
-Tan grande como volar la plaza de la Cibeles.
Cosa de un par de horas después, Carlos Luján se sentó en su casa frente a la máquina de escribir. Laura ya estaba acostada, pero él tenía que escribir aquel informe a la mayor brevedad. Una bomba en la Cibeles era cosa seria. Además, era terreno de su unidad, así pues él estaba obligado a informar. Escribió con fluidez, pues tenía todos los datos frescos en la cabeza. Cuando quiso mirar el reloj, eran más de las once. Pensó: ahora mismo, Julio Abrantes estará despegando camino de Argentina. Ese pensamiento lo sacó del torrente de informaciones que estaba redactando y lo impulsó a relajarse un poco. Por eso puso la radio.
Fue entonces, al filo de la medianoche, cuando se enteró de que, horas antes, el jefe del Estado, general Francisco Franco, había resignado sus poderes en la persona de Don Juan Carlos de Borbón.
-Piensa, Abrantes, piensa. 1948. Quien quiera que mató a Anselmo López no podía tener más motivos que los que surgieran mientras vosotros caminabais por el hielo ruso. Así que háblame de la relación entre Luján y Cendoya.
ResponderBorrarSerá López(u otro). No Luján.