Cuando Franco decidió mutar en Franco
España y el Vaticano estaban en esa típica situación de la política en la que dos partes han firmado un acuerdo en el que el en fondo no creen y, por lo tanto, se dedican a darse patadas por debajo de la mesa. Ya hemos contado que el gobierno español le coló un gol al Vaticano en la forma que tuvo de redactar en el BOE el nombramiento de Pla i Deniel; pero llovía sobre mojado, porque ambas partes ya habían tenido un conflicto en torno a la redacción de la correspondiente bula vaticana.
Era práctica tradicional que la citada bula fuese
reclamada por la embajada de España, puesto que la recepción física del
documento por el nuevo primado debía ser de manos del gobierno español.
Yanguas, por lo tanto, realizó dicho trámite tradicional, que le permitió
percatarse de que el Papa había colocado en el documento la frase: “(…) de
entre los tres candidatos que Nos designamos (…)” Este regate venía acompañado
de un absoluto silencio en torno a todo el proceso de consulta con las
autoridades españolas. Yanguas se chivó inmediatamente a Serrano, quien realizó
por canales oficiales la reclamación de que las palabritas fuesen retiradas.
Maglione dio explicaciones. Dijo que las conversaciones
previas entre el Vaticano y el gobierno español eran algo confidencial y,
recordaba, se limitaban a la consulta de voluntades, puesto que el Papa conservaba, según lo firmado, plena libertad para que uno, alguno o todos
los nombres fuesen distintos de los obrantes en la inicial lista de seis.
Por ello, argumentaba el Vaticano, y no sin razón, en acto jurídico de
designación no comenzaba en la consulta previa de esas listas, sino en la
decisión del Papa.
Tal vez, cuando leyó esto, el lisssssto de Serrano se pudo
dar cuenta del gol que le había metido Cicognani por la escuadra. Aun así, el
Vaticano acabaría cediendo y quitando la referencia, además de incluir, en la
cabecera de la bula, una referencia a la presentación por parte del jefe del
Estado español en los términos del acuerdo de 1941, sin más explicaciones.
Los problemas, en todo caso, no habían hecho más que empezar.
Se había superado el trámite de la designación de los obispos; pero ahora
llegaba el momento en el que juraban su cargo.
Serrano buscó una fórmula de juramento cercana a la
consagrada en el Concordato con Italia, y así le comunicó a Yanguas de que
debía comunicar (verbalmente) a Maglione el tenor de la misma:
Ante Dios y los
Santos Evangelios, yo juro y prometo, como corresponde a un obispo, fidelidad
al Estado español. Yo juro y prometo respetar y hacer que mi clero respete al
jefe del Estado y al gobierno establecido con arreglo a las leyes que rigen el
Estado español. Yo juro y prometo, además, que no participaré en ningún acuerdo
ni asistiré a ninguna reunión que puedan perjudicar al Estado español ni al
orden público y que no permitiré que mi clero tenga tales participaciones.
Preocupándome por el bien y el interés del Estado español, procuraré evitar
cualquier daño que pueda amenazarle.
Como puede verse, y contra lo que creen Twitter y alguna
que otra facultad de Geografía e Historia, a los obispos españoles no se les
quería obligar a realizar un juramento de fidelidad fascista. Serrano, algo
tonto era; pero no era gilipollas y, además, no fue ni de lejos el único que
metió cuchara en aquel potaje. El gobierno español sabía muy bien que el
juramento de los obispos tenía que limitarse, conceptualmente, a la fidelidad
al Estado español y a sus leyes, un compromiso que consideraban suficientemente
tenue. El Vaticano, sin embargo, no creía que eso fuese lo lógico. Maglione, de
forma informal, se apresuró a adelantar su convicción personal de que el
juramento no le iba a gustar nada a su jefe, y se agarró al argumento jurídico,
en el que tenía toda la razón, de que el acuerdo de 1941 no decía nada sobre
aquella vaina.
En marzo de 1942, cuando Pla i Deniel estaba a punto de
tomar posesión de la sede primada, monseñor Cicognani se entrevistó con él en
Madrid y le dio instrucciones precisas de negarse a prestar el juramento. Era
una jugada arriesgada porque, en realidad, el Vaticano se negaba a jurar por no
estar de acuerdo con el hecho del juramento; sin embargo, la interpretación más
lógica era la interpretación por negación: si los obispos se negaban a
comprometerse a no hacerle mal al Estado español, eso venía a significar que se
sentían libres de atacarlo.
En esto, ciertamente, el gobierno de Franco tenía razón.
Y, en su visión, dicha razón era mucho más grande, pues ellos veían aquel
juramento como una cesión sobre las cosas que ellos habrían querido obligar a
jurar a los obispos, y que los prelados profalangistas, la verdad, estaban
dispuestos a jurar en cuatro idiomas. En lo que sí tenía razón el gobierno,
cuando menos en mi opinión, es en que, al haber calcado prácticamente el
juramento de la fórmula italiana, el Vaticano no tenía razones para ponerse de
canto. El franquismo comenzó a pensar en la posibilidad de transparentar todo
el problema ante la opinión pública, con lo que lanzaría toda su prensa contra
los curas.
Yanguas visitó a Tardini, quien le reiteró la posición
papal al respecto y, de hecho, vinculó el desarrollo de un juramento a la
negociación concordataria (ad calendas
graecas, pues). Madrid, consultado tras esta entrevista, se avino a dejar
la negociación del juramento para el Concordato, pero a cambio de que Pla
jurase. La respuesta fue, de nuevo, negativa. Pacelli no quería que ninguno de
sus obispos jurase fidelidad al Estado franquista, por lo que ello pudiera
suponer de problemas diplomáticos frente a otras naciones beligerantes con el
Eje.
Finalmente, Pla i Deniel tomó posesión de la sede primada
de Toledo sin jurar ni prometerle nada a ningún mortal. Un conflicto que dejó
muy claro los muchos agujeros que Serrano, inexperto diplomático, había dejado
en el acuerdo vaticano. El gobierno español consideraba que el Concordato de
1851 estaba vigente en todo salvo en aquello en lo que lo modificase el acuerdo
de 1941; el Vaticano, sin embargo, consideraba que dicho acuerdo de 1941 era,
en ese momento, el único referente jurídico en vigor que regulaba las
relaciones entre España y la Iglesia. Una diferencia profundísima que Cicognani
se había callado como un puta durante las negociaciones y que Serrano, el
lisssssto, no vio.
En estas condiciones, a España, si verdaderamente quería
que los obispos le jurasen lealtad, no le quedaba otra que hacer nuevas
concesiones; Maglione, conocedor del tema, le insinuó a Yanguas en mayo de 1942
que el Papa podría aceptar el juramento de los obispos si el cardenal Vidal
volvía a España; eso era como proponerle a Franco que se arrancase un huevo con
un pelador de patatas. Y lo hacía con recochineo, pues en esas fechas el
Vaticano había firmado un Concordato con Colombia que incluía el juramento.
Serrano volvió a viajar a Roma en junio de 1942 y, esta
vez, ya ni se planteó permanecer ajeno al Vaticano. Se entrevistó con Maglione,
a quien ofreció la posibilidad de que el tema del juramento se presentase como
una graciosa concesión vaticana y no como un derecho. Esto significa una cosa:
que Serrano, tras las diversas entrevistas que debió mantener con unos y con
otros organizadas por su embajador, se había convencido de que no habría manera
de sostener la vigencia del Concordato de 1851.
Hizo más concesiones Serrano en esa entrevista. Se mostró
de acuerdo con el principio general de que, al quedar vacante una diócesis, no era un derecho del gobierno
proveerla, sino de la Santa Sede. Que, en consecuencia, debía ser el nuncio
quien, tras haber discutido con el gobierno y llegar a un acuerdo con él,
debería redactar la lista de los seis nombres y enviarla a la Santa Sede. Que
todo aquello era un trámite confidencial y no público. Y que el Papa, al fin y
al cabo, retenía plena soberanía de juicio sobre la idoneidad de cada uno de
los miembros de esa lista de seis.
En otras palabras, cuando menos según mi interpretación:
Madrid había llegado a la conclusión de que, después de la torpe y apresurada
firma del acuerdo de junio de 1941, sus posibilidades de mantener una postura
negociadora dura eran nulas, porque el Vaticano podía sin problemas responder
dilatando la negociación eternamente, dejando que la situación de la Iglesia en
España se deteriorase progresivamente, lo que haría que fuesen los propios
españoles los que exigiesen una solución. Las prisas de un político que quería mantener
su perfil de poder en un gobierno cambiante le habían regalado al Papa el
punto, el set y el partido.
Serrano, eso sí, le expresó a Maglione el deseo del gobierno español (otra cosa no
podía pedir) de que, en la valoración de los candidatos, además de su
generosidad y esas cosas, se valorase su nivel de compromiso con el Régimen.
Maglione, en un ejercicio acojonante de cinismo, por otra parte muy frecuente,
le contestó que ni al Régimen ni a la Iglesia le convenía dotar las sedes
episcopales con candidatos significados políticamente (cosa que no pasó, años
después, cuando hubo que dotar sedes vascas y catalanas, ¿verdad?) Cuando
pasaron al tema de Vidal, Serrano propuso una fórmula basada en que el cardenal
regresase a España, pero no a su diócesis sino a otra. Maglione no aceptó,
probablemente porque no se fiaba de la sinceridad de la propuesta. Hacía bien.
Todas estas vueltas y revueltas que dio la cuestión
España-Vaticano, las dio para nada. Como sabemos bien, en septiembre de aquel
año de 1942 se produjeron los extrañísimos incidentes de la basílica de Begoña,
que fueron aprovechados por Franco, entre otras cosas, para realizar una nueva
crisis de gobierno en la su cuñado se cayó, por fin, del pedestal del poder. El
conde de Jordana volvió a su viejo puesto de ministro de Asuntos Exteriores y,
automáticamente, las relaciones entre España y el Vaticano se quedaron como si se acabasen de quitar la faja.
Jordana, nada más ser ministro, le ordenó a Yanguas que le
comunicase a la Secretaría de Estado vaticana la voluntad española de proveer
las sedes vacantes, y le ordenó también consultar el tema del juramento que, en
el ínterin, la Comisión de Asuntos Extraordinarios había dejado en manos del
Papa. Pío, que sabía muy bien con quién se jugaba los cuartos, solicitó que,
antes de tomar una decisión, se le diesen por
escrito los compromisos expresados verbalmente por Serrano en su última
visita a Roma. Cuando éstos llegaron, vía Cicognani, Pacelli pudo comprobar lo
que se temía: no estaba todo.
A juzgar por los documentos en los que el gobierno español
hizo patente su posición, ambas partes seguían teniendo tres puntos de
fricción: en primer lugar, el Vaticano consideraba caducado el Patronato Real
concedido por Alejandro VI, mientras que el gobierno español no lo veía así. En
segundo lugar, el derecho papal, concedido en el acuerdo de 1941, de modificar
la lista de los seis, el Vaticano lo entendía en sentido positivo (el Papa
podía incluir candidatos); mientras
que Madrid sólo lo entendía en sentido negativo (el Papa podía tachar nombres); y, por último, el
Vaticano quería que las conversaciones por el gobierno fuesen confidenciales y
excluyesen toda posibilidad de que el gobierno español pudiese presentar una
lista sin acuerdo con el nuncio.
Pacelli, sin embargo, consideró que había que valorar el más que evidente cambio de tono que se había producido por parte española con la sustitución de Serrano (España comenzaba a arrojar lastre fascista por la borda) y aceptó el juramento, con algunas pequeñas modificaciones. Así las cosas, el 30 de diciembre el BOE publicó los nombramientos de los obispos de Barcelona, Ciudad Real, Jaén, Salamanca y Urgel.
"...cosa que no pasó, años después, cuando hubo que dotar sedes vascas y catalanas, ¿verdad?..."
ResponderBorrarNo exactamente. A los distintos obispos titulares les fueron colando auxiliares que cojeaban del mismo pie. Si eres auxiliar ya eres obispo. Solo queda ver de que diócesis. Y lo normal, entonces y ahora, es que tras foguearse en una diócesis menor, los auxiliares volvieran a la suya de origen como titulares. Es decir, al colocar auxiliares nacionalistas, que como auxiliares se veían poco, se sabía que en la siguiente generación habría obispos titulares nacionalistas. Pero eso es más fácil de ver ahora que entonces.
La guinda sobre esta tarta la pusieron los obispos del ala "progresista". No me gusta mucho esta palabra en este contexto porque no refleja adecuadamente la realidad doctrinal y de pensamiento de ese puñado de obispos. La uso solo para entendernos. A lo que voy: los progresistas se conchabaron (que no aliaron) con los nacionalistas (no al revés) para que éstos tuvieran bajo control a los sacerdotes del ala más radical del nacionalismo (auténticos curas trabucaires) a cambio de protegerse mutuamente. El nacional-progresismo había nacido. Detrás de sí hay dos generaciones de vascos, y una y media de catalanes, hijos y nietos de cristianos viejos, que ni van a misa, ni bautizan a sus hijos, ni nada de nada. Justo lo que temían los católicos de los primeros gobiernos de Franco, que, nacionalistas o no, sobre todo eran tradicionalistas.
Eborense