Cuando Franco decidió mutar en Franco
Tanto como golpe de Estado, no sé si se llegó a perfeccionar. Pero yo, personalmente, sí que creo que la Alemania de Hitler llegó a albergar la ilusión de que en España algún grupo de militares más parciales a sus tesis acabase por desplazar a Franco. Su gran esperanza, sin embargo, creo yo que eclosionó más tarde, durante la expedición de la División Azul, que tal vez hizo pensar al entorno de Hitler que Agustín Muñoz Grandes podía llegar a ser alternativa al generalísimo. En los tiempos que relato, sin embargo, eso todavía no había llegado, y el principal baluarte germanista en el Ejército español era Yagüe quien, por lo menos según sospecharon los británicos (cree el ladrón…) había sido untado por Berlín para ganar voluntades.
Yagüe, sin embargo, no era un conspirador nato. La verdad,
a la República le habría venido de coña que el golpe del 18 de julio lo hubiese
montado él, porque no se le daba bien ser un stalker. Así las cosas, cuando los
alemanes animaron a Yagüe a maniobrar en su favor, éste lo hizo de forma
bastante poco sutil; por ello, acabó en el despacho de Franco, quien se le echó
encima. El general y decenas de personas relacionadas con sus movimientos
fueron arrestados.
A mediados de julio, Alemania exigió a España el pago de
los créditos de guerra. La reivindicación de Hitler era muy ambiciosa y,
probablemente, buscaba lubricar la decisión de Franco de entrar en guerra.
Mussolini, por otra parte, trataba de convencer a su amigo español en el mismo
sentido. Para el Duce, era muy importante ese movimiento, porque habría podido
suponer la pérdida del control británico sobre Gibraltar, esto es, justo lo que
necesitaba él para que la Marina italiana pudiese ser eficaz. Franco, sin
embargo, según informó Hoare a finales de julio, le contestó al Palazzo Venezia
que España no estaba en condiciones de ir a la guerra.
Frente al falangismo irredento y tirando a gañán que
acabaría pelado de frío en el frente ruso, el falangismo más franquista, por
así decirlo, inició su propia campaña de imagen, basada en una tesis bastante
atractiva (sobre todo, para Franco): la segunda guerra mundial no era sino la
guerra civil española en otros frentes. La GCE había sido la guerra de la
civilización contra la barbarie comunista, y la agresión alemana sobre Polonia
se le parecía bastante (la verdad es que no se parecía mucho, pero…); por lo
tanto, España ya había participado en
la guerra y, consecuentemente, cuando Hitler la ganase, cosa de la que no dudaba
nadie en ese momento entre los camisas azules, tendría derecho a estar en la
mesa con el resto de ganadores. Fue en ese momento cuando se consolidó en la
retórica falangista el concepto de que Franco había ido a la guerra para salvar
a la civilización occidental. La retórica finalmente triunfante que alumbraría la propaganda de los 25, 30 y 40 años de paz.
Toda aquella retórica sentó muy mal en Europa y, sobre
todo, en Londres. Era una retórica adelantada a su tiempo; podría haber
funcionado cuando Hitler atacó a la URSS, pero no en ese momento, cuando todavía
eran casi aliados. En las circunstancias del momento, establecer una
continuidad estricta entre la guerra civil y la guerra mundial equivalía a
afirmar que los sanguinarios rojos enemigos de la civilización, ahora, eran los ingleses. Pero Franco permaneció
impasible el alemán. En julio de 1940, en la celebración militar del
aniversario del golpe de Estado, declamó, con matemática exageración:
“Quinientos mil muertos por la salvación y la Unidad de España ofrecimos en la primera batalla europea del orden
nuevo”.
En términos gruesos, esto viene a significar que,
cualquiera que fuera la idea que tenía Franco de la entrada de España en la
guerra; fuese el general esa persona consciente de la debilidad de su país que
dibujó su cuñado en sus memorias, o fuese el estadista plenamente dispuesto a
seguir a Hitler hasta los campos de batalla si se le daban unas concesiones que
el alemán, finalmente, negó; fuese como fuese, digo, Franco había elegido. Le
gustase o no, que yo, honradamente, creo que personalmente no le gustaba demasiado
(Franco era militar, y el nacionalsocialismo usa a los militares, pero no es
militar), el jefe del Estado había decidido que España sería fascista, porque
pronto, en su idea, toda Europa lo sería. En coherencia con esta decisión,
también decidió permitir la total penetración del partido único en las
estructuras económicas, sociales, políticas, culturales y hasta futbolísticas
del país. De nuevo, debo escribir que yo creo que Franco lo que quería era que
FET y de las JONS fuese un montaje de gentes con la panza bien llena y tres o
cuatro licencias exclusivas de importación en la faltriquera (así, sin ir más
lejos, fue como acalló a quien más enfrente se le puso, Manuel Hedilla), pero
que no diesen por culo con el Poder con mayúsculas. Su cuñado, sin embargo, no
era de esa opinión. Serrano veía en Falange una estructura muy bien engrasada
(lo era), con sobrados medios, y donde, junto con los orcos gañanes, convivía
gente muy capaz. No, aquello no serviría sólo para hacer juegos florales y demostraciones sindicales.
A finales de julio, Von Stohrer estaba convencido de que
Ramón Serrano Súñer sería nombrado presidente del consejo de ministros y
ministro de Asuntos Exteriores. Los alemanes, pues, y en buena medida también
los italianos, esperaban que Franco dejase sitio a su cuñado en el día a día
político del país, y que se quedase para entrar bajo palio en las catedrales y
recibir a los embajadores vestido de lagarterana. Demostraba con ello el embajador teutón que él, en mi opinión como la inmensa mayoría de los que trataron a Franco, ni lo conocían, ni lo entendían.
Porque Franco ni podía ni quería irse. Llevaba muchos más años de los que los que no eran sus íntimos sospechaban preparándose para mandar en España; había aprendido mucho de la dictadura militar de la que había sido contemporáneo, la del general Primo de Rivera; disfrutaba de un crédito personal por haber ganado la guerra, algo por lo que, se ponga la historiografía actual decúbito supino o decúbito prono, los españoles le estaban agradecidos; y recelaba de la única alternativa real que veía a su poder personal (y es que era la única), que era la vuelta de la monarquía. Franco, pues, no quería dejar el poder.
Pero, por otra parte, su gobierno, como
venía ocurriendo desde el primer día, y como siguió ocurriendo hasta el último,
era una confederación de voluntades, en ocasiones casi antagónicas. Para
entender lo que eran los gobiernos de Franco, el lector joven, es decir todo
aquél que no vivió el franquismo con una mínima conciencia crítica, debe hacer
el siguiente ejercicio de imaginación: tomar el lado de la política actual al que vote, sea éste izquierda o
derecha. Insisto: no hablo del partido, hablo del bloque. Una vez hecho eso, ha
de pensar en gobiernos formados por integrantes de todos los grupos de dicho bloque, bajo la autoridad de un primer
ministro que no se identifica propiamente con ninguno de ellos, sino sólo con
la institución militar como tal. Y consigo mismo, claro. Por este flanco, Franco no podía dejar del poder.
Las estructuras de poder en la España de 1940 bullían de
intervencionistas y no intervencionistas. Pero había muchas más cosas. Los
tradicionalistas estaban radicalmente posicionados en contra del falangismo por
el control férreo que quería ejercer de la vida social, de la opinión y de la
cultura. Absolutamente cercamos a la Iglesia, los tradicionalistas, que ahora
habían encontrado su líder en Esteban Bilbao, cada vez soportaban menos la
asfixiante infiltración social de los falangistas, en una enemiga que
alcanzaría su clímax década y media después, cuando Bilbao, ya presidente de
las Cortes, le reprocharía por escrito a José Luis Arrese, entonces secretario
general del Movimiento, la intención de los falangistas de crear en España un
régimen como el de la URSS. A Arrese aquello le sentó como un hierro candente
en el orto, pero, la verdad, el político tradicionalista tenía bastante razón. La necesidad de construir un tampón ideológico entre estas dos grandes familias del franquismo es lo que llevó al almirante Luis Carrero Blanco a construir eso que solemos conocer como la tecnocracia franquista, aunque algunos, en una sinécdoque no muy precisa, lo llaman los ministros del Opus.
Serrano no fue presidente del gobierno porque Franco nunca
soñó con soltar ese puesto, y para cuando lo hizo estaba ya muy cascado; y
porque, como digo, no podía. Él era el único que garantizaba la unidad de
aquella confluencia de voluntades políticas. Si se iba y le dejaba el puesto a
Serrano, su cuñado no sabría ser el presidente de todos.
En estas circunstancias, las relaciones con el Vaticano no
podían ir bien. Yanguas percibía en Roma, cada día con más intensidad, la notable
incomodidad de los cardenales por el tema español. Por esa razón, el
diplomático era partidario de dar un poco de sedal, de mostrar la proclividad
española a aceptar algunas condiciones en el nombramiento de obispos; la tesis
ordenada desde Madrid, sin embargo, siguió siendo la defensa cerril de la
vigencia del Concordato.
A mediados de agosto, la denominada Confederación
Católico-Agraria, una organización con una sólida militancia y activos muy
importantes en forma de sedes y todo eso, fue engullida por la Delegación
Nacional de Sindicatos. Con este acto, el asociacionismo católico independiente
del partido único quedó total y definitivamente laminado.
En septiembre, Serrano Súñer, quien todavía era sólo
ministro de la Gobernación, hizo un viaje a Alemania; su viaje, sin embargo,
fue ya el de un ministro de Asuntos Exteriores, pues buscaba negociar con los
alemanes las concesiones que recibiría España a cambio de unirse al esfuerzo
bélico. Los alemanes, sin embargo, escucharon a Serrano con mucha frialdad y
contestaron que las peticiones españolas entraban en conflicto con las
italianas. En esas circunstancias, el ministro español marchó a Roma, para ver
si le arrancaba a Mussolini el nihil
obstat.
Con Serrano en la Ciudad Eterna, la Curia asumió que le
pediría un vis a vis al Papa. Yanguas, de hecho, le preguntó dos veces si
quería ver al de blanco; pero Serrano se escaqueó pretextando que no era
ministro de Asuntos Exteriores (pero era católico) y que no tenía instrucciones sobre la negociación concordataria;
así pues, no se quería pillar los dedos.
El 5 de octubre, cuando Serrano cogió al avión para
Madrid, L’Osservatore informó de que
el político español no había pedido audiencia alguna con el Padre Santo. Al día
siguiente, Arriba recogió el guante y
publicó un comentario que, dentro del gañanismo propio de la publicación, no
ofrecía duda alguna en su titular: “Para el Osservatore
Romano”. El texto le negaba al periódico la condición de medio oficioso del
Vaticano y negaba también que fuese costumbre que siempre que un ministro
católico viajase a Roma le pidiese audiencia al Papa (en lo que tenían razón).
Asimismo, le recordaban al Vaticano la celebración del Día de la Solidaridad
Italoespañola, en mayo de 1938, cuando había sido el propio Franco el que había
estado presente y la delegación había sido incluida en una recepción pública
(cosa que también era verdad). Y terminaba reproduciendo punto por punto los
argumentos de que la agenda de Serrano estaba muy repleta y que no tenía
instrucciones para tratar la negociación concordataria, con lo que es hasta
posible que Serrano escribiese todo o parte.
El gesto de Serrano de no querer ver al Papa, en realidad,
tenía otra razón. Para cuando el cuñado del general Franco pisó Roma, en Madrid
el nuncio Cicognani ya había admitido ante el gobierno español la posibilidad
de que, para la urgente provisión de sedes episcopales, se discutiese con el
Caudillo la lista de los candidatos; todo ello a cambio de que dicha concesión
no se tomase como un precedente para el acuerdo final. Los hombres del
gobierno, sin embargo, habían contestado que no, y habían seguido en sus trece
de exigir el derecho de Patronato en toda su extensión. Cicognani, al parecer,
había empezado por entonces a maliciarse que el problema no era Franco, sino el
marido de la hermana de su mujer. Por ello, Cicognani había confiado en que, si
Serrano, como él suponía, era el gran escollo para un acuerdo con el gobierno
español, ese escollo tal vez podría removerse, o reducirse, mediante la
entrevista directa del infrascrito con el Papa. Y, probablemente, es por eso
por lo que Serrano no quiso tener dicha entrevista; no quería dar la
oportunidad de un acuerdo antes de ser, formalmente, ministro de Exteriores y
tener, por ello, la negociación en sus manos.
El astuto nuncio papal iba a irse de España a principios de octubre de aquel año en un viaje a Roma. Pero se tuvo que quedar por lo mucho que se enrareció el ambiente por la decisión de Serrano de hacerle un feo al sacerdote Ariel. El cabreo vaticano fue tan mayúsculo que, en Roma, y pese a estar ya impreso en las invitaciones, Maglione no se presentó en el bautizo del hijo del embajador español, después de que, como digo, se había comprometido a lavarle la cabeza.
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