miércoles, octubre 28, 2020

Franco y Dios (27: Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Tanto como golpe de Estado, no sé si se llegó a perfeccionar. Pero yo, personalmente, sí que creo que la Alemania de Hitler llegó a albergar la ilusión de que en España algún grupo de militares más parciales a sus tesis acabase por desplazar a Franco. Su gran esperanza, sin embargo, creo yo que eclosionó más tarde, durante la expedición de la División Azul, que tal vez hizo pensar al entorno de Hitler que Agustín Muñoz Grandes podía llegar a ser alternativa al generalísimo. En los tiempos que relato, sin embargo, eso todavía no había llegado, y el principal baluarte germanista en el Ejército español era Yagüe quien, por lo menos según sospecharon los británicos (cree el ladrón…) había sido untado por Berlín  para ganar voluntades.

Yagüe, sin embargo, no era un conspirador nato. La verdad, a la República le habría venido de coña que el golpe del 18 de julio lo hubiese montado él, porque no se le daba bien ser un stalker. Así las cosas, cuando los alemanes animaron a Yagüe a maniobrar en su favor, éste lo hizo de forma bastante poco sutil; por ello, acabó en el despacho de Franco, quien se le echó encima. El general y decenas de personas relacionadas con sus movimientos fueron arrestados.

A mediados de julio, Alemania exigió a España el pago de los créditos de guerra. La reivindicación de Hitler era muy ambiciosa y, probablemente, buscaba lubricar la decisión de Franco de entrar en guerra. Mussolini, por otra parte, trataba de convencer a su amigo español en el mismo sentido. Para el Duce, era muy importante ese movimiento, porque habría podido suponer la pérdida del control británico sobre Gibraltar, esto es, justo lo que necesitaba él para que la Marina italiana pudiese ser eficaz. Franco, sin embargo, según informó Hoare a finales de julio, le contestó al Palazzo Venezia que España no estaba en condiciones de ir a la guerra.

Frente al falangismo irredento y tirando a gañán que acabaría pelado de frío en el frente ruso, el falangismo más franquista, por así decirlo, inició su propia campaña de imagen, basada en una tesis bastante atractiva (sobre todo, para Franco): la segunda guerra mundial no era sino la guerra civil española en otros frentes. La GCE había sido la guerra de la civilización contra la barbarie comunista, y la agresión alemana sobre Polonia se le parecía bastante (la verdad es que no se parecía mucho, pero…); por lo tanto, España ya había participado en la guerra y, consecuentemente, cuando Hitler la ganase, cosa de la que no dudaba nadie en ese momento entre los camisas azules, tendría derecho a estar en la mesa con el resto de ganadores. Fue en ese momento cuando se consolidó en la retórica falangista el concepto de que Franco había ido a la guerra para salvar a la civilización occidental. La retórica finalmente triunfante que alumbraría la propaganda de los 25, 30 y 40 años de paz.

Toda aquella retórica sentó muy mal en Europa y, sobre todo, en Londres. Era una retórica adelantada a su tiempo; podría haber funcionado cuando Hitler atacó a la URSS, pero no en ese momento, cuando todavía eran casi aliados. En las circunstancias del momento, establecer una continuidad estricta entre la guerra civil y la guerra mundial equivalía a afirmar que los sanguinarios rojos enemigos de la civilización, ahora, eran los ingleses. Pero Franco permaneció impasible el alemán. En julio de 1940, en la celebración militar del aniversario del golpe de Estado, declamó, con matemática exageración: “Quinientos mil muertos por la salvación y la Unidad de España ofrecimos en la primera batalla europea del orden nuevo”.

En términos gruesos, esto viene a significar que, cualquiera que fuera la idea que tenía Franco de la entrada de España en la guerra; fuese el general esa persona consciente de la debilidad de su país que dibujó su cuñado en sus memorias, o fuese el estadista plenamente dispuesto a seguir a Hitler hasta los campos de batalla si se le daban unas concesiones que el alemán, finalmente, negó; fuese como fuese, digo, Franco había elegido. Le gustase o no, que yo, honradamente, creo que personalmente no le gustaba demasiado (Franco era militar, y el nacionalsocialismo usa a los militares, pero no es militar), el jefe del Estado había decidido que España sería fascista, porque pronto, en su idea, toda Europa lo sería. En coherencia con esta decisión, también decidió permitir la total penetración del partido único en las estructuras económicas, sociales, políticas, culturales y hasta futbolísticas del país. De nuevo, debo escribir que yo creo que Franco lo que quería era que FET y de las JONS fuese un montaje de gentes con la panza bien llena y tres o cuatro licencias exclusivas de importación en la faltriquera (así, sin ir más lejos, fue como acalló a quien más enfrente se le puso, Manuel Hedilla), pero que no diesen por culo con el Poder con mayúsculas. Su cuñado, sin embargo, no era de esa opinión. Serrano veía en Falange una estructura muy bien engrasada (lo era), con sobrados medios, y donde, junto con los orcos gañanes, convivía gente muy capaz. No, aquello no serviría sólo para hacer juegos florales y demostraciones sindicales.

A finales de julio, Von Stohrer estaba convencido de que Ramón Serrano Súñer sería nombrado presidente del consejo de ministros y ministro de Asuntos Exteriores. Los alemanes, pues, y en buena medida también los italianos, esperaban que Franco dejase sitio a su cuñado en el día a día político del país, y que se quedase para entrar bajo palio en las catedrales y recibir a los embajadores vestido de lagarterana. Demostraba con ello el embajador teutón que él, en mi opinión como la inmensa mayoría de los que trataron a Franco, ni lo conocían, ni lo entendían.

Porque Franco ni podía ni quería irse. Llevaba muchos más años de los que los que no eran sus íntimos sospechaban preparándose para mandar en España; había aprendido mucho de la dictadura militar de la que había sido contemporáneo, la del general Primo de Rivera; disfrutaba de un crédito personal por haber ganado la guerra, algo por lo que, se ponga la historiografía actual decúbito supino o decúbito prono, los españoles le estaban agradecidos; y recelaba de la única alternativa real que veía a su poder personal (y es que era la única), que era la vuelta de la monarquía. Franco, pues, no quería dejar el poder.

Pero, por otra parte, su gobierno, como venía ocurriendo desde el primer día, y como siguió ocurriendo hasta el último, era una confederación de voluntades, en ocasiones casi antagónicas. Para entender lo que eran los gobiernos de Franco, el lector joven, es decir todo aquél que no vivió el franquismo con una mínima conciencia crítica, debe hacer el siguiente ejercicio de imaginación: tomar el lado de la política actual al que vote, sea éste izquierda o derecha. Insisto: no hablo del partido, hablo del bloque. Una vez hecho eso, ha de pensar en gobiernos formados por integrantes de todos los grupos de dicho bloque, bajo la autoridad de un primer ministro que no se identifica propiamente con ninguno de ellos, sino sólo con la institución militar como tal. Y consigo mismo, claro. Por este flanco, Franco no podía dejar del poder.

Las estructuras de poder en la España de 1940 bullían de intervencionistas y no intervencionistas. Pero había muchas más cosas. Los tradicionalistas estaban radicalmente posicionados en contra del falangismo por el control férreo que quería ejercer de la vida social, de la opinión y de la cultura. Absolutamente cercamos a la Iglesia, los tradicionalistas, que ahora habían encontrado su líder en Esteban Bilbao, cada vez soportaban menos la asfixiante infiltración social de los falangistas, en una enemiga que alcanzaría su clímax década y media después, cuando Bilbao, ya presidente de las Cortes, le reprocharía por escrito a José Luis Arrese, entonces secretario general del Movimiento, la intención de los falangistas de crear en España un régimen como el de la URSS. A Arrese aquello le sentó como un hierro candente en el orto, pero, la verdad, el político tradicionalista tenía bastante razón. La necesidad de construir un tampón ideológico entre estas dos grandes familias del franquismo es lo que llevó al almirante Luis Carrero Blanco a construir eso que solemos conocer como la tecnocracia franquista, aunque algunos, en una sinécdoque no muy precisa, lo llaman los ministros del Opus.  

Serrano no fue presidente del gobierno porque Franco nunca soñó con soltar ese puesto, y para cuando lo hizo estaba ya muy cascado; y porque, como digo, no podía. Él era el único que garantizaba la unidad de aquella confluencia de voluntades políticas. Si se iba y le dejaba el puesto a Serrano, su cuñado no sabría ser el presidente de todos.

En estas circunstancias, las relaciones con el Vaticano no podían ir bien. Yanguas percibía en Roma, cada día con más intensidad, la notable incomodidad de los cardenales por el tema español. Por esa razón, el diplomático era partidario de dar un poco de sedal, de mostrar la proclividad española a aceptar algunas condiciones en el nombramiento de obispos; la tesis ordenada desde Madrid, sin embargo, siguió siendo la defensa cerril de la vigencia del Concordato.

A mediados de agosto, la denominada Confederación Católico-Agraria, una organización con una sólida militancia y activos muy importantes en forma de sedes y todo eso, fue engullida por la Delegación Nacional de Sindicatos. Con este acto, el asociacionismo católico independiente del partido único quedó total y definitivamente laminado.

En septiembre, Serrano Súñer, quien todavía era sólo ministro de la Gobernación, hizo un viaje a Alemania; su viaje, sin embargo, fue ya el de un ministro de Asuntos Exteriores, pues buscaba negociar con los alemanes las concesiones que recibiría España a cambio de unirse al esfuerzo bélico. Los alemanes, sin embargo, escucharon a Serrano con mucha frialdad y contestaron que las peticiones españolas entraban en conflicto con las italianas. En esas circunstancias, el ministro español marchó a Roma, para ver si le arrancaba a Mussolini el nihil obstat.

Con Serrano en la Ciudad Eterna, la Curia asumió que le pediría un vis a vis al Papa. Yanguas, de hecho, le preguntó dos veces si quería ver al de blanco; pero Serrano se escaqueó pretextando que no era ministro de Asuntos Exteriores (pero era católico) y que no tenía instrucciones sobre la negociación concordataria; así pues, no se quería pillar los dedos.

El 5 de octubre, cuando Serrano cogió al avión para Madrid, L’Osservatore informó de que el político español no había pedido audiencia alguna con el Padre Santo. Al día siguiente, Arriba recogió el guante y publicó un comentario que, dentro del gañanismo propio de la publicación, no ofrecía duda alguna en su titular: “Para el Osservatore Romano”. El texto le negaba al periódico la condición de medio oficioso del Vaticano y negaba también que fuese costumbre que siempre que un ministro católico viajase a Roma le pidiese audiencia al Papa (en lo que tenían razón). Asimismo, le recordaban al Vaticano la celebración del Día de la Solidaridad Italoespañola, en mayo de 1938, cuando había sido el propio Franco el que había estado presente y la delegación había sido incluida en una recepción pública (cosa que también era verdad). Y terminaba reproduciendo punto por punto los argumentos de que la agenda de Serrano estaba muy repleta y que no tenía instrucciones para tratar la negociación concordataria, con lo que es hasta posible que Serrano escribiese todo o parte.

El gesto de Serrano de no querer ver al Papa, en realidad, tenía otra razón. Para cuando el cuñado del general Franco pisó Roma, en Madrid el nuncio Cicognani ya había admitido ante el gobierno español la posibilidad de que, para la urgente provisión de sedes episcopales, se discutiese con el Caudillo la lista de los candidatos; todo ello a cambio de que dicha concesión no se tomase como un precedente para el acuerdo final. Los hombres del gobierno, sin embargo, habían contestado que no, y habían seguido en sus trece de exigir el derecho de Patronato en toda su extensión. Cicognani, al parecer, había empezado por entonces a maliciarse que el problema no era Franco, sino el marido de la hermana de su mujer. Por ello, Cicognani había confiado en que, si Serrano, como él suponía, era el gran escollo para un acuerdo con el gobierno español, ese escollo tal vez podría removerse, o reducirse, mediante la entrevista directa del infrascrito con el Papa. Y, probablemente, es por eso por lo que Serrano no quiso tener dicha entrevista; no quería dar la oportunidad de un acuerdo antes de ser, formalmente, ministro de Exteriores y tener, por ello, la negociación en sus manos.

El astuto nuncio papal iba a irse de España a principios de octubre de aquel año en un viaje a Roma. Pero se tuvo que quedar por lo mucho que se enrareció el ambiente por la decisión de Serrano de hacerle un feo al sacerdote Ariel. El cabreo vaticano fue tan mayúsculo que, en Roma, y pese a estar ya impreso en las invitaciones, Maglione no se presentó en el bautizo del hijo del embajador español, después de que, como digo, se había comprometido a lavarle la cabeza.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario