Cuando Franco decidió mutar en Franco
Al día siguiente de su entrevista con el Papa, el embajador Yanguas recibió en la embajada un nuevo cable del ministerio de Asuntos Exteriores en el que se le informaba de la publicación de una nueva carta pastoral de Segura. El documento, según la interpretación que hacía el gobierno franquista (probablemente, muy cercana a la del propio Segura) suponía una crítica excesiva al régimen y, muy particularmente, a su esquema de partido único. La reacción del gobierno fue encarecer de nuevo la llamada del cardenal a Roma ante la Nunciatura. El gobierno aceptaba el arbitraje del Papa en todo aquel conflicto, pero siempre y cuando se produjese con el cardenal fuera de España. Y, lo que es más importante: se ordenaba al embajador regresar a Madrid. Debía pretextar asuntos familiares ante la Secretaría de Estado.
En Madrid, el gobierno le incoó
un expediente al cardenal y, además, comenzó a maniobrar para conseguir el
apoyo de los obispos más cercanos a sus tesis, como Eijo.
El 12 de mayo, seis días después,
Yanguas seguía sin salir de Roma. El cardenal Maglione estaba enfermo, y
Yanguas estaba esperando a que se recuperase para poder cumplimentarlo en la
despedida. Todavía tuvo que esperar dos días más, ya que el secretario de
Estado no volvió a recibir hasta el día 14. Yanguas, ese mismo día, le entregó
la última pastoral de Segura, se despidió de él, y salió hacia Madrid.
Para cuando Yanguas regresó a
Roma, 24 de mayo, Maglione tenía encima de la mesa un proyecto de nueva
pastoral sometido por Segura. Estaba claro que el arzobispo sevillano no sólo no
estaba por la labor de tascar el freno, sino que parecía tener la expectativa
de que el Vaticano lo acompañase o avalase en sus intenciones. Maglione trató
de tranquilizar a su interlocutor, y le aseguró que tenía una carta preparada
para Segura en la que le venía a decir que se metiese sus borradores de
pastoral por donde amargan los pepinos. Yanguas, yo creo que con toda la razón,
le dijo al secretario de Estado que, en el momento que se publicase en España
una pastoral y se supiese que había sido previamente remitida en borrador a
Roma, sería imposible parar la interpretación de que el Papa avalaba cada
palabra del texto; y que eso agotaría la paciencia de Franco. Maglione quedó en
hablar con el Papa y, extrañamente considerando su habitual doblez, lo cumplió.
A Pacelli lo que le refirieron no le gustó nada y le cursó orden a su número de
dos para que le mandase un telegrama a Cicognani, urgiéndole para que se
pusiera en contacto con Segura y le dijera que dejase de publicar las putas
pastorales de los cojones. Pacelli conminaba al arzobispo a cumplir esta norma
incluso sobre temas insulsos. Ya se sabe que, en las dictaduras, a cualquier
frase se le da significado.
El día 1 de junio, Yanguas se vió
con Pacelli. Consciente de que la mejor manera de erosionar la postura de
Segura en Roma era eliminar los recelos que el Vaticano tenía hacia el régimen
franquista, se apresuró a explicarle al Papa que la publicación de la Summi Pontificatus no había sido
prohibida en España; una de las afirmaciones que hacía Segura en su pastoral
del 2 de abril. Sin embargo, el Papa no sólo no le creyó, sino que no se cortó
a la hora de demostrarlo. El embajador se la tuvo que envainar por culpa de la
torpeza del Departamento de Prensa y Propaganda, petado de talibanes nacionalsindicalistas,
alguno de los cuales, como El Dioni Ridruejo, luego ha tenido muy buena prensa pero que,
en general, eran bastante gañanes. Los falangistas habían tirado tanto de la
cuerda con circulares, telegramas y advertencias que, a pesar de que la
encíclica había terminado íntegramente publicada por los periódicos en España,
la impresión que había quedado en Roma es que se había prohibido.
Pío XII, sin embargo, tenía otras
cosas de las que quejarse, y velay que lo hizo. Le recordó a Yanguas la
encíclica previa contra el nazismo, o sus telegramas a los reyes de Bélgica y
Holanda después de la entrada de los alemanes en sus países, que habían
permanecido ignotos para los españoles. Yanguas lo negó todo y trató de
acercarse al Papa dándole el informe sobre la devastación de las iglesias en
España y el presupuesto de rehabilitación. Aquello lubricó las cosas (500
millones en obras que se gastaría el gobierno y que, por lo tanto, la Iglesia
se ahorraba… ¡la pasta, siempre la pasta!). Así pues, Pacelli se dedicó a hacer
cucamonas a base de decir la alta opinión que tenía de Franco y lo mucho que
amaba a España; pero, al fin y a la postre, dejó clarinete que no llamaría a
Segura a Roma mientras no tuviese claro que el cardenal podría volver a España
sin problemas.
Éste fue el momento en el que el
embajador español soltó la propuesta que le habían autorizado a hacer: el
gobierno español aceptaría el laudo del Papa en esta cuestión, pero no se le
podía exigir una declaración garantizando el regreso del cardenal. Pacelli contestó
que eso que le pedían era demasiado. Que a los obispos los nombra Dios, y toda
esa farfolla (y digo “esa farfolla” no porque no crea en eso, que yo creo que es obvio que no creo; sino porque, a lo
largo de la Historia, y cuando les ha convenido, quienes han demostrado
fehacientemente que no se lo creen ni con una piedra atada colgando de los
huevos, son los propios Papas).
A pesar de este tour de force, Yanguas salió de la
audiencia papal con la sensación de que existía la posibilidad de que Pío
acabase por llamar a Segura a Roma, por lo menos una temporada. Y no le engañó
su olfato vaticano: al día siguiente, 2, el Santo Padre llamaba a su arzobispo
al headquarters. Evidentemente,
puesto que el Vaticano no era, ni es, de los que cede a cambio de nada, la
Secretaría de Estado anunció rápidamente que el favor vendría acompañado de una
nota, que hizo llegar a la embajada el mismo día 5 de junio, con los puntos en
los que la Iglesia esperaba que en España las cosas fueran con ella de otra
forma de como estaban yendo. Se insistía mucho en esa nota en un hecho que era
absolutamente cierto: si las relaciones entre el gobierno y la Iglesia eran
complicadas entre los más altos representantes, cuando las tenían que llevar a
cabo los mandos intermedios (los Ridruejos, vaya), la cosa ya se hacía imposible,
porque las injerencias en la libertad eclesial eran constantes. Se citaba
expresamente la decisión que había iniciado todo el problema con Segura, es
decir, la inscripción de los nombres de los Caídos por Dios y por España en las
fachadas de las iglesias.
Esta nota habría de ser
finalmente retirada tras reiteradas protestas de Yanguas. Sin embargo, Maglione
le dijo al embajador que había un punto de la misma que seguía plenamente
vigente: el problema del cardenal Vidal i Barraquer. Vidal había estado en Roma
días atrás, y con seguridad había movido lo suyo.
Segura contestó a todo aquello
presentándole al nuncio en Madrid un certificado médico que decía que estaba
muy cascado y que no podía viajar a Roma.
Eso sí, prometía seguir los consejos del Papa de atar su lengua. En el
Vaticano nadie le creyó, pero tampoco podían hacer gran cosa. En cuanto al
gobierno español, no le quedó otra que resignarse; Segura abandonaría su pasada
locuacidad; pero seguiría siendo una mosca cojonera en los pantalones de Franco.
Quienes siguieron muy atentos
todos los movimientos relacionados con el conflicto del cardenal Segura fueron
los ingleses. Extraordinariamente bien informados sobre la situación de la
Iglesia española, ellos sabían bien que había varios focos en la misma de
resistencia al franquismo imperante. Y decidieron aprovechar ese filón. Fruto
de esta voluntad de infiltración fue, por ejemplo, la oferta que le hicieron al
cardenal Gomá de participar ellos también en la reconstrucción de las iglesias
destruidas. En Reino Unido, en efecto, diversas diócesis iniciaron cuestaciones
para adquirir objetos religiosos con los que dotar de nuevo los templos
españoles. Además, a pesar de ser anglicanos, los ingleses tuvieron el gesto
muy medido de nombrar como agregado de Prensa de la embajada a un católico:
Thomas Ferrier Burns, que sería padre de Tom Burns Marañón, durante muchos años
corresponsal británico en España. En la misma Agregaduría de Prensa colocaron a
otro católico, Bernhard Malley, así como en el British Council.
Estos nombramientos coincidían
con la llegada a España como embajador de un auténtico peso pesado de la
diplomacia británica, Sir Samuel Hoare; Churchill lo había enviado a Madrid con
la misión de impedir que España se apuntase al Eje, misión que cumpliría,
aunque yo creo que la mayor parte del mérito es de Carlton Hayes, el embajador
estadounidense. Recién llegado a España, visitó a Gomá, que estaba ya bastante
enfermo.
Los movimientos de los ingleses
cambiaron la actuación alemana. Los germanos, en efecto, habían permanecido
distanciados de la necesidad de dotar de nuevo las iglesias españolas; pero,
cuando vieron que en las iglesias británicas se hacían cuestaciones, animaron
las suyas propias y, de hecho, acabarían haciendo donaciones muy potentes (los alemanes,
cuando se ponen, se ponen).
Alemania impulsó la fundación de
colegios en España y, aun y a pesar de que, como ya he contado, el convenio
cultural nunca se ratificó, inundó literalmente el país de libros y
publicaciones de la cuerda. En España, los servicios de prensa alemanes dieron
cienes y cienes de noticias sobre la continuidad del culto católico en la
Polonia invadida, para contrarrestar las noticias en sentido contrario que
emitían ingleses y franceses. Éstos últimos, en todo caso, venían a ser más
efectivos, sobre todo porque contaban con la solidaridad, sorda o totalmente
perceptible, de la mayoría de los enseñantes, vinculados a la Iglesia en su
mayor parte. El gobierno, sin embargo, intentó quebrar esta ventaja mediante
una orden de 14 de junio, en la que prohibía la propaganda de los países
beligerantes. Orden que, en la práctica, no silenció a todos los países beligerantes. Creo que se me entiende.
El 10 de mayo de 1940 había
comenzado la gran ofensiva de Alemania contra los países situados
inmediatamente al oeste de sus fronteras. Como ya sabéis bien, en solo unos
días, Hitler arrambló con Holanda y con Bélgica. A finales de mayo, los aliados salían echando
leches de Dunkerke. El día 28, el rey de Bélgica cursaba a su ejército la orden
de capitular. El embarque de Dunkerke terminó el 4 de junio. El 14, los
alemanes entraron en París.
Parte del gobierno de Franco
saludó todas esas noticias llamando a la entrada de España en la guerra con
inmediatez. Fue, concretamente, el general Yagüe, a quien Franco paró los pies
con una contestación bien conocida: “Cállate, Juanito, me conformo con que nos
den el Canal de Mancha”. El 8 de junio, Franco visitó a Gomá en la clínica
donde agonizaba y, ante la insistencia del primado, le juró que haría todo lo
posible para mantener España fuera de la guerra.
Sin embargo, como bien sabemos,
España rodaba lentamente hacia la guerra. Con la entrada de Italia en la misma,
se pasó de la neutralidad a la no beligerancia, y se envió al jefe de Estado
Mayor, general Vigón, a Alemania, para pulsar las posibilidades de que Hitler
aceptase las pretensiones españolas (sobre todo relacionadas con Marruecos). El
11 de junio, Beigbeder le aseguró a Hoare que Franco no tenía ninguna intención
de entrar en guerra. El general, de hecho, tenía especial cuidado de mantener
un cierto equilibrio; por ejemplo, terminó cesando al general José López-Pinto
Berizo quien, siendo capitán general de la VI Región Militar, le organizó un
recibimiento a unos militares alemanes en San Sebastián, recibimiento que
terminó con los germanos y militares españoles dando vivas a Hitler y
provocando, con ello, la violenta protesta de Hoare.
El ambiente, en todo caso, habría de enrarecerse rápidamente. En Falange temían un golpe de Estado militar.
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